5. Ya brotan las llamas
TARDAMOS una hora entera en recobrar las fuerzas, tiempo que Hallia empleó en limpiar el corte de mi hombro para que mi voluntad hiciera cicatrizar los tejidos. Y el bolarva tardó otra hora en volver a hablar, pues el terror lo había dejado completamente mudo. Por fin, nos sentamos entre las agujas de pino y las nudosas raíces, agradecidos de estar vivos y totalmente atentos a la posible presencia de otras serpientes.
—Mismotú bravoliente —dijo con voz ronca el bolarva, que se había recostado en una protuberante raíz—. Muchoso muymás bravoliente que mismoyo.
Arrojé una pina hacia las ramas de un joven plantón.
—Por lo menos tú lo detectaste antes de que atacara. ¿Cómo sabías que no era un palo de verdad?
—Por los enfadojos. Casi todomuy cerradosos, pero aunmirones y brillamarillos. Yantes he descubrescapado de mismellos muchosas miedoveces.
—¿En la ciénaga? —me acerqué para estudiar su redonda cara—. ¿Esas serpientes vienen de allí?
—Verdaderosamente.
Lo miré con expresión hosca.
—El lugar que consideras tu maravillosa tierra natal.
Hallia se rascó la nuca con afectación.
—Creo que lo que dijo fue «adorabloso».
—Buenova… —El bolarva hizo un esfuerzo por aclararse la garganta, mientras su hilera de colas se revolvía nerviosamente—. Quizapuede que haya tontexagerado un poconada.
—Un «poconada». —Desconcertado, sacudí la cabeza—. ¿Qué ocurre en las marismas? Aunque no esté lejos de aquí, como crees, ¿por qué las abandonan esas serpientes?
Sus ojos redondos se cerraron con fuerza y luego se abrieron como accionados por resortes.
—Probablosamente, por la mismodiosa pesorrazón que yomí.
—¿Qué razón?
—Es demasiadoso terriblosa para contadecirla. —El bolarva sacudió la cabeza, junto con sus seis brazos y la mayoría de sus colas—. Por sustomalas que sean mis feopesadillas, mismeso es muypeoroso. Masmucho muypeoroso.
—Cuéntanoslo.
Se enterró aún más en las raíces.
—Nonoyno.
Hallia me tocó el brazo con suavidad.
—Todavía no confía en ti.
Lancé un gruñido de exasperación.
—¿Cuántas veces tengo que salvarle la vida para que confíe? Bueno, no importa. De todos modos, no estará con nosotros mucho tiempo.
El bolarva dejó escapar todo el aire de sus pulmones. Sus pinzas empezaron a chasquear al ritmo de su tembleque.
—¿El monstrumano vapretende… mastimachacarme?
—Es tentador, pero no. —Me puse en pie con esfuerzo y lo miré con desaliento—. No sé cómo, pero encontraremos el camino de regreso a los pastos de verano. Y como he sido yo quien te ha traído aquí, es responsabilidad mía llevarte sano y salvo a abrevar a otro sitio. No, no te preocupes, no será a tus «adorablosas» marismas. Pero seguro que dentro de poco pasaremos por algún lugar donde abunde el agua. Y allí es donde te dejaré, te guste o no. Me da igual que sea un río, un lago de montaña o un simple charco.
El bolarva me miró con los párpados entrecerrados y me lanzó un amago de pellizco con una de sus pinzas.
Con un suspiro, rasgué una ancha tira del dobladillo de mi túnica, hice un nudo con ambas puntas y me la pasé por el cuello a modo de cabestrillo. A continuación, pese a las incesantes contorsiones del bolarva, lo cogí en brazos y lo acomodé en el interior. Una de sus colas se quedó por fuera, enrollándose hasta formar una bola y desenrollándose al compás de sus nerviosos gemidos, pero el resto de su cuerpo desapareció en los pliegues de la tela.
Con cuidado, Hallia palpó el gimoteante fardo que colgaba de mi pecho, lo cual hizo aullar al bolarva y enroscarse en una apretada bola. Mi amiga estudió el abultado cabestrillo.
—Quizás él no te agradece que nos hayas salvado la vida, joven halcón, pero yo sí. Di una palmadita a la empuñadura de mi espada.
—Esto fue lo que realmente nos salvó.
Hallia dio un fuerte pisotón en el suelo, como una cierva furiosa.
—Venga ya. Lo dices como si no hubieras tenido nada que ver.
Contemplé los árboles en sombras.
—No quería decir eso. Pero estuvimos cerca, demasiado cerca, de morir justo ahí. Si yo tuviera de verdad los poderes que Cairpré y los demás creen que tengo, que esperan que tenga, no me habría dejado engañar por esas serpientes, para empezar.
—¡Bah! ¿Por qué no puedes cometer errores de vez en cuando, como todo el mundo?
—¡Porque se supone que soy un mago!
Hallia se plantó ante mí con los brazos en jarras.
—Muy bien, gran mago. Entonces, ¿por qué no me dices una cosa? Por ejemplo, ¿cómo vamos a volver junto a Gwynnia antes de que se muera de preocupación o arrase todo el territorio buscándome?
—Bueno, a menos que quieras dejarme que intente otra vez Saltar…
—¡No!
—Entonces tendremos que caminar. —Di unas palmaditas en el cabestrillo…
y aparté bruscamente la mano cuando una pinza se disparó hacia ella—. Con nuestro amistoso compañero, aquí presente.
Me volví hacia el anciano cedro que crecía a mi lado y apoyé la mano en su tronco recorrido por profundos surcos.
Me llegó una empalagosa vaharada de resina; casi podía notar cómo circulaba bajo la corteza.
—Ojalá supiera cómo ayudarte, anciano. Y también al resto de este lugar.
Pero, sencillamente, no tengo tiempo.
Las ramas se agitaron y descargaron una ducha de agujas de pino sobre mi cabeza. Miré furtivamente a Hallia, que ya había empezado a internarse en el bosque, siguiendo los oblicuos rayos de sol de media tarde. Presioné con la palma de la mano la corteza del árbol durante unos segundos más y le susurré: —Algún día, quizá, volveré.
Alcanzar a Hallia no me resultó fácil, ya que trotaba velozmente entre los árboles. Sin duda, ella habría sugerido que nos transformáramos en ciervos, pero era consciente de que yo necesitaba transportar al bolarva. Pero incluso sobre dos piernas, mi amiga saltaba cómodamente por encima de las raíces y de los troncos caídos, mientras que yo parecía engancharme la túnica en cada rama junto a la que pasaba. El pesado fardo del bolarva no me ayudaba, ni la pinza con la que en ocasiones intentaba pellizcarme.
Resollando, finalmente llegué a su altura.
—¿Ya sabes —jadeé— adonde nos llevas?
Se agachó para pasar por debajo de la fragante rama de un tilo.
—Si éste es el bosque que recuerdo, los pastos de verano están hacia el oeste.
Espero encontrar pronto algo que me resulte familiar.
—Y yo espero encontrar un poco de agua. Para librarme de este… —Aparté de un manotazo la pinza descarriada—. Este equipaje.
Anduvimos entre los árboles un buen rato, oyendo sólo el crujido de nuestras pisadas sobre el mantillo o el correteo ocasional de una ardilla por una rama. Al cabo de un rato, procedente de una cañada que se abría ante nosotros, oímos un golpe seco que se repitió varias veces. Una espada. O un hacha, golpeando y cortando. De pronto, entre las ramas sopló un quejumbroso viento, que fue aumentando hasta convertirse en un cacofónico gemido.
Ambos nos quedamos petrificados. Cogí a Hallia por el brazo.
—No podemos hacer nada por salvar este bosque, pero quizá podamos salvar al menos un árbol.
Ella asintió.
Siguiendo el ruido de los hachazos, corrimos cañada abajo, pisoteando la espesura de zarzamoras que cubrían la ladera. Aunque me esforcé cuanto pude por mantener el paso de Hallia, pronto me dejó atrás. En una ocasión, tropecé con una rama caída, aterricé y me di un fuerte batacazo en el pecho. Al momento, recuperé la vertical y seguí corriendo pesadamente ladera abajo.
Casi enseguida, el terreno se niveló y llegué de súbito a un estrecho claro cubierto de hierba. Allí estaba Hallia, con los brazos cruzados, enfrentándose a un hombre que empuñaba una tosca hacha. Sus orejas, como las de la mayoría de los fincayranos, eran ligeramente puntiagudas por arriba. Pero eran sus ojos lo que llamaba la atención: llameaban de ira contra la joven que osaba interponerse entre él y el alto y nudoso pino cuyo tronco presentaba una mella en forma de cuña.
—¡Apártate, niña!
El hombre blandió el hacha ante Hallia y su túnica revoloteó a su alrededor.
Detrás de él había una mujer con una expresión tan descompuesta como su alborotado cabello. Sostenía en brazos a una niña de pocos meses que lloraba desconsoladamente y pataleaba con sus flacas piernas.
—¡Aparta! —repitió, exasperado—. Sólo queremos un poco de leña. —Alzó el hacha en actitud amenazadora—. Y pronto la tendremos.
—Para eso no necesitáis cortar todo un árbol —objetó Hallia, sin arredrarse—. Y menos uno tan viejo como éste. Además, hay mucha leña por el suelo aquí mismo. Espera, os ayudaré a recoger una poca.
—Está demasiado húmeda y no arderá —replicó el hombre—. Ahora, hazte a un lado.
—Me niego —declaró Hallia.
Todavía resoplando por la carrera, me situé a su lado.
—Lo mismo digo.
El hombre nos lanzó una mirada asesina. Su hacha subió aún más.
—Nuestra hija necesita calor —se lamentó la mujer—. Y tomar un bocado caliente. No ha comido nada desde ayer por la mañana.
La expresión de Hallia se suavizó y la joven ladeó la cabeza, desconcertada.
—¿Por qué no? ¿Dónde vivís?
La mujer titubeó e intercambió una mirada con su marido.
—En un pueblo —dijo al fin, con cautela— no muy lejos de la ciénaga.
—¿Te refieres a las Marismas Encantadas? —pregunté, tras una fugaz mirada a Hallia—. ¿No estaban muy lejos de aquí?
La mujer me miró de una forma extraña, pero no dijo nada.
—Esté donde esté vuestro pueblo —insistió Hallia—, ¿por qué no estáis allí ahora?
Haciendo caso omiso del gesto del hombre indicándole que guardara silencio, la mujer empezó a sollozar.
—Porque… lo han invadido. Ellos.
—¿Quiénes?
El hombre cortó el aire con su hacha.
—Los espíritus de la ciénaga —respondió, huraño—. Y ahora echaos a un lado. En ese momento, el bolarva asomó su bigotuda cara por el borde del cabestrillo. En el acto, al ver el hacha, gimoteó sonoramente y volvió a enterrarse apresuradamente en los pliegues de la tela.
—¿Invadido? —repetí—. No me suena que los espíritus de la ciénaga hubieran hecho antes algo parecido.
La mujer intentó que su pequeña le chupara el dedo, pero la niña lo rechazó.
—Nuestro pueblo ha estado en los límites de las marismas durante ciento cincuenta años y tampoco nosotros habíamos oído nada igual. Sus chillidos y aullidos sí, naturalmente, los oímos cada noche. ¡Peor que una riña de gatos! Pero si los dejábamos en paz, ellos hacían lo mismo con nosotros. Hasta que… todo eso cambió.
Su marido dio un paso hacia donde estábamos, esgrimiendo el hacha.
—Basta de charla —exclamó secamente.
—Espera —ordené—. Si es fuego lo que queréis, conozco otro modo de obtenerlo.
Antes de que tuviera tiempo de objetar nada, levanté mi cayado por encima de mi cabeza. Con las yemas de los dedos identifiqué uno de los grabados de su caña, la silueta de una mariposa tallada en la madera. Con la mano libre, señalé un montoncito de agujas de pino y ramitas que había cerca de los pies del hombre. En silencio, convoqué el poder de Cambiar, dondequiera que se encontrase. Aunque no soplaba viento alguno, mi túnica se hinchó repentinamente y las mangas empezaron a ondear. Al verlo, el hombre soltó una involuntaria exclamación, mientras que su mujer retrocedió varios pasos.
Con una cadencia lenta y rítmica, pronuncié las antiguas palabras para encender fuego:
Están brotando las llamas
en el bosque y el marjal;
más brillantes que pupilas,
fuera del saber mortal.
Padre del calor, te debo
fragua, yunque y martillo.
Madre de la luz, deseo
ver tu fuego infinito.
La leña empezó a crepitar. Las agujas de pino se curvaron, al tiempo que la corteza se rajaba y restallaba. Una fina columna de humo se elevó hacia el cielo, cada vez más firme y densa, hasta que, en un abrir y cerrar de ojos, las ramitas, la corteza y las agujas ardían en llamas.
El hombre aulló y se alejó de un salto. Aun así, el dobladillo de su rasgada túnica se encendió con una chispa y empezó a arder. Arrancando apresuradamente un manojo de hierbas largas, el hombre sacudió con él las llamas para apagarlas. Su mujer retrocedió un poco más, sujetando con fuerza a su hijita.
Por fin, una vez extinguido el incendio de su túnica, el hombre se encaró conmigo. Durante un rato me escrutó en silencio.
—Brujería —gruñó al cabo—. Brujería maldita.
—No, no —repliqué—. Sólo es un poco de magia. Quiero ayudaros. —Señalé las chisporroteantes llamas—. Acércate. Con este fuego, se puede calentar toda tu familia, no sólo la comida.
Miró de soslayo a su mujer, cuyos ojos expresaban una mezcla de terror y anhelo, y la sujetó por el brazo.
—Nunca —espetó—. ¡No queremos ningún fuego de hechicero!
—Pero… es lo que necesitáis.
Sin atender a mis protestas, atravesaron el prado y se retiraron hacia los árboles. Hallia y yo nos quedamos allí, boquiabiertos, hasta que el ruido de pisadas y el llanto infantil se volvieron inaudibles para nosotros.
Bajé la vista hacia mi sombra y la sorprendí palmeándose los costados. ¡Me estaba haciendo burla! Salté sobre ella con un rugido. Hallia giró sobre sus talones, pero un instante antes de que viera la sombra, ésta volvió a la normalidad y sólo se movió como yo. Hallia me miró con incredulidad.
Era yo el que echaba humo cuando apagué el fuego con un fuerte pisotón de mi bota. Mi sombra, para mayor irritación por mi parte, hizo lo mismo, pero con mucha más energía.
—Mi intención no era asustarlos —dije con un suspiro—, sino ayudarlos.
Hallia me observó con tristeza.
—Las intenciones no lo son todo, joven halcón. Créeme, lo sé. —Por un instante, pareció que tuviera ganas de añadir algo más, pero se reprimió. Señaló en la dirección por donde se había marchado la familia—. Después de todo, ellos no tenían intención de matar a este pobre árbol. Sólo querían encender una hoguera para su hija.
—¡Pero si es lo mismo!
—¿Que intentaras enviar al bolarva a casa y, en cambio, nos trajeras a todos aquí es lo mismo?
Noté que me ardían las mejillas.
—Esto es completamente distinto. —Hice girar el tacón de mi bota sobre los rescoldos—. Por lo menos, esta vez la magia ha funcionado. Sólo que no como yo esperaba.
—Escucha, has hecho lo que has podido. Sólo lamento… Oh, ni siquiera estoy segura de qué lamento. —Contempló las moribundas brasas—. Pero a veces es muy difícil hacer lo correcto.
—¿Por eso no debería ni intentarlo?
—No. Sólo intentarlo con cuidado.
La miré de hito en hito, todavía molesto. Después, volviéndome hacia el pino dañado, se me encogió el estómago al ver el tamaño de la herida.
—Es posible que pueda hacer al menos una cosa bien, en el día de hoy.
Me arrodillé al pie del anciano pino, extendí un dedo y toqué la viscosa y aromática savia que manaba del boquete. Era más espesa que la sangre y de un tono más claro, más ámbar que rojo. Aun así, se parecía mucho a la sangre que poco antes manaba de mi hombro. Escuché el susurro apenas audible de sus temblorosas agujas. Después, con gran delicadeza, apoyé ambas manos sobre aquel punto, con el deseo de que la savia se contuviera, que cerrara la herida.
Al rato, noté que la savia se coagulaba bajo las palmas de mis manos. Las retiré y trituré varias agujas de pino del suelo, que esparcí con delicadeza sobre la zona. Acerqué el rostro y soplé varias veces, lenta y prolongadamente, sin dejar de enviar pensamientos a las fibras del árbol. Enterraos hondo, raíces, y aguantad con firmeza. Elevaos alto, ramas; uníos al aire y al sol. Corteza, crece gruesa y resistente. Y tú, madera: manténte robusta, crece bien.
Por fin, cuando me pareció que ya no podía hacer nada más, me separé del tronco. Me volví para hablar con Hallia, pero antes de que empezara, otra voz se me adelantó. Nunca la había oído: exhalada, vibrante y extraña, compuesta más por aire que por sonido. Pero enseguida supe que era la voz de aquel árbol.