8. Flechas que traspasan el día
CUANDO la cavernosa tos de Shim disminuyó hasta convertirse en un ronco jadeo, me acerqué a él.
—Dime, viejo amigo, ¿qué te ha sucedido?
Hizo un esfuerzo por incorporarse, pero volvió a caer de espaldas sobre la hierba con un sonoro golpetazo. Sin embargo, el ruido quedó ahogado por el tumulto que formaban los gigantes que se peleaban no mucho más abajo de la ladera. Sus bramidos y rugidos, acompañados por el impacto de sus cuerpos contra la hierba, leñazos que bastaban para hacer temblar toda la colina, y los gritos de sus expectantes compañeros.
—Pobre mi narif —se lamentó Shim—. Todo llena de fufio barro. Yo cafi no puede refpirar.
Su imponente cabeza se volvió hacia mí, derramando más lodo y los restos de un árbol sin corteza y retorcido.
—Merlín. ¿Qué tú hafe aquí?
—Cometí un error. Pero me alegro de volverte a ver.
—Y yo a tú, inclufo con efte barro afquerofo. —Lanzó un gruñido, se llevó una mano a la nariz y se la sonó—. Yo eftá felif de llevar tú a casa, pero cafi no puede mover. ¡Yo fiente muy débil! Defidida, abfoluta y definitivamente.
—¿Qué ha pasado?
Sus ojos rosados brillaron como unas tenazas de forja.
—Ellos quiere obftruir la Calfada de lof Gigantef, el camino muy viejo que crufa laf marifmaf. Caramba, eftá ahí defde que Fincayra nafió.
Sacudí la cabeza, sin dejar de observar a los gigantes que forcejeaban.
—¿Quién sería tan necio y tan descarado?
—Efpírituf de la fiénaga.
—¿Espíritus de la ciénaga?
—¡Fí! —Su enorme mano se crispó en un puño—. Cuando nofotrof intenta abrir otra vef la Calfada, ellof ataca. Con flechaf, flechaf afefinaf, tan fuertef que trafpafan el día.
Detrás de mí, Hallia dejó escapar el aliento audiblemente. Al mismo tiempo, noté que el bolarva se agitaba de nuevo contra mi pecho.
—¿Qué quieres decir, Shim? ¿Flechas que traspasan el día?
—¡Enfadado! —berreó, haciendo caso omiso de mi pregunta—. ¡Yo eftá muy enfadado! Lof expulfo de la Calfada. ¡Arrarr! Efof efpírituf pone trampaf. Yo cae de cabefa a un hondo charco de fieno.
Extendí la mano para tocarle el lóbulo de la oreja, aunque estaba tan manchado de barro que sólo asomaban algunos retazos de piel.
—Fuiste muy valiente.
—Valiente pero eftúpido.
—Es posible. —Sonreí—. Pero recuerdo cuando no eras tan valiente. Cuando habrías corrido hasta la puesta del sol para que no te picara una abeja.
Shim refunfuñó y carraspeó.
—Yo nunca gufta que abejaf pica. —Enseguida, las comisuras de sus labios se curvaron hacia abajo—. Pero efta vef cafi me ahogo. Fólo lof fornidof brafos de mif amigof puede facar a yo del barro. Y aun afí, yo cree que muere enfeguida por culpa del lodo.
Medité sus palabras con solemnidad. Mi corazón latía casi con tanta violencia, al parecer, como los vocingleros gigantes de la ladera.
—Pero ¿por qué, Shim? ¿Por qué se han vuelto de repente tan maléficos los espíritus de la ciénaga? Siempre han sido aterradores, de eso no hay duda, pero sólo para quienes penetraban en su territorio. Ahora atacan a gigantes, aterrorizan a aldeanos… Es como si quisieran expulsar de las marismas a todo el mundo, incluidas las serpientes.
El gran ojo me estudió con expresión taimada.
—Yo ve efo antef, Merlín. Tú eftá otra vef loco de atar.
—Y tú tienes la nariz llena de barro. Espera, deja que te ayude.
Ayudado por mi cayado, empecé a escalar la resbaladiza montaña que era la cabeza de mi amigo. Tardé algún tiempo sólo en trepar por su revuelto cabello hasta el borde del pabellón auditivo. Justo cuando lo coronaba, un nuevo alud de cieno me arrolló y me arrastró de vuelta al suelo. Al mismo tiempo, un intenso olor —cargado de hediondos efluvios de descomposición— inundó el aire; empezaron a arderme los pulmones.
Sin entretenerme en despojarme de mi túnica, volví a emprender la escalada de la cabeza. Introduje mi cayado bajo una piedra recubierta de lodo seco y finalmente conseguí impulsarme hasta la oreja. Seguí trepando hasta rebasar la sien y me arrastré sobre su mejilla, intentando con todas mis fuerzas no resbalar por las sucesivas capas de légamo, hasta que por fin alcancé la base de su inmensa nariz. Allí me encontré frente a un par de cavernosas fosas nasales, completamente obstruidas por escombros.
Planté mis botas con firmeza en aquel terreno y traté de arrancar parte del lodo y las ramas. Sólo se desprendió una pequeña parte: las fosas nasales estaban compactamente obstruidas. Intenté hurgar en la barricada con mi cayado, sin mucho éxito.
—Tú deja ya, Merlín —vociferó Shim, aunque había hablado en susurros para que la vibración de su voz no me derribara de su labio superior—. Eftá demafiado pegado.
—Todavía no —repliqué—. Quizá si pruebo otra cosa, podré abrirme paso.
Guardé el cayado en mi cinturón y empuñé mi espada. Al desenvainarla, la hoja tintineó en el aire y el eco se oyó como una campana distante. A pesar de las innumerables veces que había escuchado aquel sonido, siempre me recordaba el destino profetizado para la espada… y su conexión, por misteriosa que fuera, con el mío. Hice girar la hoja en mi mano, de modo que relampagueó con el reflejo del sol. En cierto momento, vi reflejada mi propia cara: me miraba con orgullo y con confianza.
Con cuidado, apunté con la espada a una de las fosas nasales obturadas de Shim. —No te muevas —ordené—. Ni respires.
—Tú eftá muy loco de atar —masculló—. Cuida no pincha a yo con efa efpada afilada.
Eché el brazo hacia atrás y luego clavé el arma. Aunque hurgué con energía, no se desprendió gran cosa. Arranqué la reluciente hoja de un tirón, la alcé por encima de mi cabeza y volví a clavarla. Esta vez, intenté hacer palanca mientras la hundía.
En ese momento, una de los gigantes —la hembra de cabello del color del óxido— volvió la cabeza en nuestra dirección.
—¡Alto! —gritó, agitando sus largos brazos—. ¡El hombrúnculo intenta matar a Shim!
Los demás gigantes, excepto los dos que luchaban, se quedaron inmóviles.
Todos a una, lanzaron un bramido de furia. Al mismo tiempo, varios de ellos echaron a correr ladera arriba, con el rostro deformado por una mueca de ira.
Unas manos inmensas se extendieron en mi dirección, ansiosas por triturar hasta el último hueso de mi cuerpo.
Arranqué mi espada y me volví como una exhalación para hacerles frente.
Casi lo consigo. Algún elemento del tapón que obstruía las fosas nasales de Shim retuvo la hoja, impidiéndome liberarla. Todos mis desesperados esfuerzos resultaron vanos. Oí gritar a Hallia. En ese instante, el cielo se oscureció por completo encima de mí. Un olor a manos sudadas sustituyó al hedor de la ciénaga.
En un segundo, unos poderosos dedos se cerraron a mi alrededor, exprimiendo el aire de mis pulmones y la vida de mi cuerpo.
De pronto, una erupción tan violenta como la de cualquier volcán me lanzó por los aires. El fragor simultáneo estuvo a punto de reventarme los tímpanos.
Manoteando y pataleando, fui dando volteretas por el aire sin poder detenerme, consciente sólo de mi trayectoria y del viscoso limo gris verdoso que cubría mi rostro y mi pecho.
Porque no me cabía la menor duda de que Shim había estornudado.
Aterricé violentamente. Tras mucho rebotar y rodar por el suelo, finalmente me detuve. Aunque todavía me daba vueltas la cabeza, logré incorporarme hasta quedarme sentado y me froté las mejillas y la frente. En la cima de la colina distinguí a los gigantes apiñados alrededor de Shim, dándole palmadas y sacudiéndolo. Sonreí y confié en que, con el tiempo, recuperaría las fuerzas suficientes para volver a andar. Y en que se le hubieran despejado las narices de una puñetera vez.
Una hermosa cierva brincó sobre la hierba, acercándose a mí. Al llegar a una peña, saltó hacia el cielo y encogió las patas bajo su vientre. Mientras pasaba limpiamente por encima del obstáculo, se mantuvo inmóvil durante un único y mágico instante, lo que dura un latido de corazón. Cuando aterrizó, el suelo pareció avanzar hacia ella, elevarse para recibir aquellos cascos. Y cuando recorrió al galope el último trecho que la separaba de mí, noté en la cara la presión del aire, y en los muslos la vibración de la hierba. Y recordé, con dolorosa claridad, la libertad que se experimentaba al correr como un ciervo.
Desentumecí mis rígidos hombros y pensé en la leyenda, que Cairpré fue el primero en contarme, de que en el pasado todos los hombres y mujeres de Fincayra podían volar. Todos tenían alas, afirmaba, alas que constituían su tesoro antes de que las perdieran para siempre, por alguna razón. Muchas veces había deseado poder volar. Pero, mientras seguía con la vista los movimientos de Hallia por la colina, más cerca con cada brinco, supe que prefería volar sobre la tierra de otro modo muy distinto. Con ella a mi lado.
Contemplé a la cierva mientras reducía la marcha hasta adoptar un paso lento. Al mismo tiempo, se enderezó, levantó la cabeza y se transformó en una joven humana. Con unas cuantas zancadas rápidas, llegó junto a mí. Al verme prácticamente ileso —y cubierto de lodo del pantano—, me dedicó una gran sonrisa.
—Tienes buena mano con los gigantes, joven halcón.
—Sólo con los que tienen las narices atascadas. —Me puse en pie con dificultad, debido a la porquería que se había pegado a mis botas, pero conseguí apartarme de los escombros. Aparte de unas cuantas contusiones y una cadera despellejada, no detecté otras heridas. Mi cayado, todavía sujeto a mi cinturón, también estaba intacto. Lo mismo comprobé del bolarva por sus sofocados aullidos e imprecaciones desde el fondo del cabestrillo, que me indicaron que, al fin, había recobrado el sentido. Y que no se había hecho mucho daño.
La sonrisa de Hallia se desvaneció.
—Por favor, ahora volvamos a los prados de verano. Con mi pueblo y mi querida Gwynnia. A estas horas estará desesperada.
En lugar de replicarle, desvié la mirada hacia la humeante ciénaga que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
Hallia debió adivinarme el pensamiento, porque insistió:
—Quizá descubras el modo de ayudar aquí, pero más tarde, cuando sepas más. Los ancianos de mi clan podrían contarte muchas cosas útiles sobre las marismas. Y también Cairpré. Seguro que él te daría buenos consejos.
Sin dejar de mirar la ciénaga, asentí brevemente.
—Sí, eso es verdad.
—Además, joven halcón, no puedes entrar ahí. Nadie entra ahí.
Lentamente, me di la vuelta para mirarla de frente.
—Entonces, ¿por qué me siento tan atraído hacia ella? Aunque también me repele, igual que los peligros que posiblemente alberga.
Hallia suspiró.
—No lo sé. Pero ¿no deberías buscar la respuesta antes de seguir adelante?
—La he buscado, créeme, pero todo está muy confuso. —Me mordí el labio—
. Creo que un mago de verdad lo vería todo con más claridad que yo.
Arrimándose a mí, me sujetó por la enlodada manga de la túnica.
—Un mago de verdad haría lo que puede… y lo que no puede.
—Supongo… —titubeé, apretando los dientes—. Supongo que es una locura precipitarse. Ese bosque ha sobrevivido durante siglos. Seguro que durará un poco más, lo suficiente, al menos, hasta que yo sepa mejor lo que está ocurriendo en realidad.
—Tienes razón —dijo Hallia con suavidad—. Y ahora, corramos. Antes de que el sol esté más bajo.
—Ve delante —propuse. Acto seguido, al advertir que la vaina de mi espada estaba vacía, contuve el aliento—. ¡Mi espada! ¿Dónde está?
Hallia giró sobre sus talones.
—Allí —anunció, señalando un punto más bajo de la ladera—. ¿Ves dónde ha caído?
De hecho, era imposible no verla. Pues mi reluciente espada se mantenía perfectamente erguida, con la punta clavada en el suelo y la empuñadura en alto.
En lugar de un arma, parecía más un mojón que separaba las tierras boscosas del cenagal que comenzaba más allá. A esta distancia, los caprichosos vapores casi parecían intentar aferraría, rodeando la empuñadura, asiendo la hoja.
En ese momento, un gran pájaro de alas grises descendió en picado desde el cielo. Sin aminorar la velocidad de su vuelo, agarró la empuñadura con las garras y arrancó la espada del suelo. El pájaro soltó un ronco graznido, accionó sus musculosas alas con un lento movimiento de remo y se elevó otra vez por el aire.
—¡Vuelve! —grité, tan sorprendido que habría sido totalmente incapaz de emplear la magia, ni aunque hubiera sabido qué tipo de magia emplear.
Aleteando con lentitud, el gran pájaro voló hacia el sol poniente y las vastas extensiones de las Marismas Encantadas. En lo que me parecieron escasos segundos, y al mismo tiempo una eternidad, se internó entre las sinuosas columnas de vapor. Después, con otro graznido, soltó su presa. Mi espada refulgió vivamente una vez más y luego se precipitó al vacío y desapareció entre la niebla.