9
Jessie pegó la oreja a la puerta que daba al pasillo y escuchó. Se oían ruidos en algún lugar, pero no sonaban cerca. Agachándose, sopló en la cerradura y rodeó el tirador con las dos manos para infundirle su calor mientras murmuraba un hechizo.
Un nuevo haz de luz penetró en la cerradura y la abrió con un suave chasquido. Ella notó entonces una oleada de calor en el pecho como respuesta al poder que acababa de utilizar, una sensación poderosa pero muy agradable que le proporcionó una satisfacción desconocida hasta el momento. No tuvo mucho tiempo para preguntarse qué le estaría pasando, ya que la puerta abierta la invitaba a explorar los alrededores. El pasillo estaba a oscuras.
Cerca de la puerta había un candelabro de pared, pero estaba vacío. La única luz llegaba del hueco de la escalera al otro extremo del corredor. Con la luz que salía de la habitación vio que había otras cuatro puertas en el pasillo, y se dirigió a la más cercana. Siempre era útil conocer a tus vecinos. Más de una vez se había librado de tener problemas con un cliente gracias a los vecinos. Al apoyar la oreja en la puerta, oyó voces pero no distinguió la conversación.
Se dirigió a la siguiente puerta, sin perder de vista la escalera. Esta vez, en cambio, no oyó nada. Los sonidos que le llegaban desde la taberna, en la planta baja, llamaron su atención. El lugar del que debería huir como de la peste por miedo a ser descubierta la atraía como a una mosca la miel. Aunque sabía que no debería hacerlo, la tentación de bajar a echar una ojeada era muy fuerte. ¿Qué mal podía haber en echar un vistacito rápido? Era muy poco probable que alguien de Dundee se hubiera acercado hasta aquella posada apartada de las rutas principales. Nadie la reconocería. Sin embargo, seguro que alguien le contaría a Gregor que había bajado, y Jessie no quería que se enterara de que podía entrar y salir de la habitación cuando quisiera por mucho que él se empeñara en encerrarla.
Arrastrada por la curiosidad, se acercó a la escalera y se asomó tratando de atisbar el piso inferior. No sacó mucho la cabeza, ya que las alturas la aterraban. Sólo con subir o bajar una escalera ya se mareaba. El problema había surgido el día de la muerte de su madre. Sabía que debía superarlo, pero no podía.
Desde la taberna le llegó olor a cerveza, aceite caliente y humo. Oyó que alguien gritaba instrucciones a lo lejos. Le pareció que podía ser la señora Muir, pero no habló lo suficiente como para que Jessie pudiera estar segura. El vestíbulo de la planta baja estaba lleno de barriles, había también sacos de provisiones y, al menos, tres sillas rotas. Se acordaba vagamente de su llegada. Gregor la había empujado escaleras arriba tras cruzar la taberna, donde el fuego se había convertido en brasas y dos hombres dormitaban con la cabeza apoyada en las mesas. Aparte de eso, no recordaba nada más.
Cuando estaba a punto de bajar un escalón, una de las puertas a su espalda chirrió al abrirse. Jessie se volvió, sobresaltada, y vio que la puerta donde había oído voces estaba entreabierta, aunque no había salido nadie. Regresó a toda prisa a las habitaciones de Ramsay, donde entró tan sigilosamente como pudo. No obstante, antes de cerrar la puerta, alcanzó a ver algo de lo que sucedía en el interior de la otra habitación. Curiosa, se detuvo y echó otro vistazo.
La estancia era muy parecida a la suya, y Jessie distinguió a dos hombres frente a la chimenea. Uno era rubio y daba la impresión de pertenecer a la nobleza o, al menos, de tener mucho dinero, ya que iba muy bien vestido. Supuso que debía de tratarse del señor Grant, el recaudador de impuestos del que Morag les había hablado el día anterior. Su acompañante era un hombre más joven, guapo, con el pelo moreno. Parecía ser un labriego. Llevaba una camisa amplia, un sencillo chaleco y unos pantalones gastados. Los zapatos de cuero burdo, sucios, y los calcetines, gastados también, indicaban su posición social. El hombre más rico llevaba zapatos con hebilla y unas medias de un color muy vivo.
Mientras los observaba, el señor Grant acarició la mejilla del otro hombre en un gesto cariñoso. Jessie se quedó sorprendida y se asomó un poco más, deseosa de comprobar cuál sería la reacción del hombre más joven. El labriego ladeó la cabeza, apoyándola en la mano del noble, mientras lo agarraba por las caderas. Completamente atrapada por la situación, y un poco excitada también, la muchacha se percató entonces de cuál era su verdadera relación: eran amantes, amantes secretos que se escondían en mitad de ninguna parte, igual que ella.
Lo más sorprendente era que estaban tan absortos el uno en el otro que no se habían dado cuenta de que la puerta se había abierto.
Intrigada, Jessie salió de nuevo al pasillo y permaneció junto a la puerta, con la espalda pegada a la pared. Desde allí podía observar a los dos hombres y ver lo que sucedía entre ambos sin que ellos la descubrieran. Además, si oía ruidos en la escalera, podía entrar en la habitación en un momento.
—Me alegro de que hayas venido. Me apetecía mucho volver a verte. —Era el rubio el que hablaba. Mientras lo hacía, se quitó la levita y empezó a desabrocharse también el chaleco.
No era la primera ocasión que Jessie veía un encuentro de ese tipo, entre hombres que preferían acostarse con otros hombres en vez de con alguien del sexo opuesto. Los había visto en los mismos callejones donde las putas buscaban clientes. Algunos negociaban el precio en voz baja antes de perderse en la oscuridad. Otros buscaban alivio primero, dándose placer mutuamente con la mano, con la boca o por detrás, rápida y furtivamente, entre las sombras de los portales.
Pero resultaba obvio que esos dos hombres se deseaban. No era la primera vez que estaban juntos. Se notaba por cómo se inclinaban el uno hacia el otro, y en la familiaridad con la que se tocaban. La urgencia con la que se miraban y se acariciaban le dijo que eran amantes, de los que ya se conocen físicamente y se buscan para un nuevo encuentro después de haberse echado de menos.
El labriego se quitó la camisa y el chaleco con un solo movimiento, dejando al descubierto un cuerpo duro y fuerte, obtenido gracias al trabajo físico. Se desabrochó los pantalones y, mientras éstos caían al suelo, se sujetó el miembro con fuerza. A patadas, se libró de los pantalones y los zapatos al mismo tiempo. Los músculos del pecho quedaban resaltados por el vello oscuro que le nacía allí, y que descendía formando una línea cada vez más estrecha. Los ojos de Jessie siguieron esa línea hasta encontrarse con su gruesa verga, que asomaba de entre una espesa mata de pelo negro. No cabía duda de que él deseaba tanto ese encuentro como el otro hombre. Cuando se agarró el pene con la mano, como si se lo estuviera ofreciendo a su amante, Jessie vio que estaba más que dispuesto. Tenía el miembro erguido como un mástil, con la piel retirada y la cabeza brillante e hinchada. Con la otra mano se sostuvo los testículos, grandes y de aspecto pesado, como si fueran una ofrenda a su señor.
Los ojos del supuesto señor Grant brillaban. Con manos temblorosas, luchó con los botones de la camisa. Mientras se desvestían, intercambiaban palabras de admiración y deseo. Jessie afinó el oído, pero hablaban en voz más baja y no distinguió lo que decían. El señor Grant alargó la mano y la colocó encima de la del otro hombre, sosteniendo con él sus pesados testículos. Mientras lo hacía, los pantalones escoceses se le cayeron al suelo, dejando al descubierto un culo pálido y delgado y unos muslos sorprendentemente fuertes. Tenía la verga larga y rígida, inclinada hacia un lado.
Al verla, el hombre moreno le dirigió una sonrisa depredadora a su amante. Bruscamente, lo agarró por la nuca y le plantó un posesivo beso en los labios mientras le acariciaba el grueso miembro con adoración. Con movimientos apresurados, se devoraron la boca mientras se exploraban con las manos. Sin necesidad de decirse nada, se dirigieron juntos hacia la cama. Cuando estuvieron tumbados en ella, sus abrazos se volvieron más agresivos. Jessie se desplazó ligeramente hacia un lado para no perder detalle. Los cuerpos rodaron varias veces con urgencia; las caderas empujaban y los miembros se frotaban el uno contra el otro. Era una imagen obscena pero muy excitante, y la joven pronto se encontró con ganas de imitarlos.
Se preguntó quién tomaría a quién. Si Ranald estuviera allí, ya estaría admitiendo apuestas. Estuvo a punto de echarse a reír en voz alta al pensarlo, y tuvo que taparse la boca con la mano para no hacer ruido. La mantuvo allí mientras seguía observando. El hombre moreno cambió de postura hasta que sus pies estuvieron a la altura de la cabeza de su amante y pudo meterse su polla en la boca. Alzó las cejas sin darse cuenta al ver que el otro hacía lo mismo. Jessie había visto hacer eso a dos mujeres, pero nunca a dos hombres. Le estaba resultando muy estimulante, aunque no tanto como a los dos participantes. Se frotó los muslos al cambiar el peso de un pie al otro. Se estaba excitando tanto que necesitaba sentir el contacto de alguna cosa contra su sexo. Le daba igual si eran dedos, lengua o labios.
Se sentía identificada con esos hombres. Aunque sus circunstancias eran muy distintas, los tres debían esconderse y mantener sus vidas en secreto. Pensó que tenían un vínculo en común, ya que ellos también serían marginados por la sociedad si se descubría su secreto. Y no sólo por estar fornicando con alguien de su propio sexo, sino por permitir que un hombre de clase inferior deshonrara a un rico. Si el asunto saliera a la luz, se pondría en duda no sólo la moralidad, sino también la salud mental del recaudador de impuestos.
Todos corrían el riesgo de ser condenados.
Del interior de la habitación de enfrente le llegaron unos gruñidos sordos procedentes de las figuras entrelazadas sobre la cama. De vez en cuando veía el rostro de uno de los dos amantes mientras se devoraban mutuamente. Los hombres siguieron inmersos en un remolino de movimientos bruscos, empujones y sacudidas hasta que el más joven levantó la cabeza.
—Prepárate —ordenó con la voz ronca por la lujuria.
El señor Grant rodó para apartarse de su joven amante.
Asumiendo el mando una vez más, el campesino montó a su compañero, que se había tumbado boca abajo en la cama. Era un hombre muy guapo, y cuando se mostraba dominante todavía resultaba más atractivo. Jessie lo contempló con admiración, sobre todo cuando empezó a acariciarse el miembro con sacudidas firmes tras haberse escupido en la mano.
Con una rodilla, le separó las piernas a su amante para acercarse más a él. Cuando el hombre rubio levantó la cabeza, Jessie vio lo mucho que deseaba lo que estaba a punto de pasar. Deslizó una mano entre su cuerpo y las sábanas para agarrarse la rígida erección, pero el labriego lo impidió sosteniéndole la muñeca y plantándole la mano con firmeza sobre el colchón. Mientras se inclinaba sobre él, le susurraba instrucciones. Volvió a escupirse en la palma antes de meter la mano entre las nalgas de su amante.
El señor Grant gruñó y maldijo en voz baja. Jessie estiró el cuello para no perderse detalle. El labriego estaba penetrando al recaudador con dos dedos. Las caderas del señor Grant se levantaban y se desplomaban contra la cama, mientras se agarraba con fuerza de la almohada, agradeciendo la intrusión, igual que una mujer agradecería una invasión parecida. Poco después, el campesino cambió sus dedos por algo mucho más grande.
La respiración de Jessie se aceleró. El sudor se le estaba acumulando entre los pechos y en la nuca al imaginarse lo que el señor Grant debía de estar sintiendo. Qué decadente y excitante debía de ser que un amante joven y guapo te montara así, de un modo que la mayoría de la gente consideraría obsceno, un pecado mortal.
Supo que aquella erección descomunal había alcanzado su objetivo cuando el señor Grant la recibió con nuevos gritos de lujuria. Apoyándose en los antebrazos, el labriego empezó a empujar para clavarse en el interior del otro hombre.
Jessie abrió la boca y se mordió un dedo. Su cuerpo temblaba de excitación y no quería perderse ni un segundo del espectáculo. Se pellizcó los pezones por encima del corpiño. Ver una verga tan magnífica penetrando al hombre tumbado la estaba volviendo loca de deseo. Tenía los muslos húmedos y pegajosos, y notaba el corpiño demasiado apretado. Con la mano que le quedaba libre, se frotó el clítoris por encima del vestido.
Cuando el campesino se hubo clavado hasta el fondo, cambió de postura. Se tumbó de lado e hizo girarse a su amante hasta que ambos quedaron colocados como dos cucharas en un cajón. Luego alargó la mano, le agarró el pene al recaudador y lo masturbó al mismo tiempo que lo embestía lenta y parsimoniosamente por detrás.
El señor Grant estaba delirante de placer. Cerraba los ojos con fuerza, entregado voluntariamente al dominio sensual de su amo, que lo poseía a conciencia. Por encima de la falda del vestido, Jessie se agarró el sexo y se lo presionó con fuerza, buscando aliviarse mientras observaba a los dos hombres empujando y retorciéndose.
Entonces oyó un ruido en el piso de abajo.
Se quedó inmóvil unos instantes, escuchando, antes de mirar por encima del hombro. No quería que la interrumpieran ahora, tan cerca del clímax. Tampoco quería que los amantes oyeran nada, para que no se dieran cuenta de que la puerta no estaba bien cerrada.
Con una rápida ojeada a la habitación comprobó que los tortolitos estaban tan entregados a la pasión que no se habían percatado de nada. Trató de cerrar la puerta con un hechizo, pero estaba tan excitada que no lograba concentrarse.
«Por todos los demonios…» La lujuria le arrebataba su poder.
Oyó pasos en el vestíbulo, seguidos por el ruido de un barril que rodaba por el suelo adoquinado. Luego regresó la calma y pudo volver a observar. Justo a tiempo, porque los dos hombres estaban llegando al clímax y habría odiado perderse el momento. El labriego arqueaba la cabeza y la espalda, que brillaba de sudor por el esfuerzo. Empujó con las caderas mientras apretaba con más fuerza el miembro de su amante. El recaudador gruñó ruidosamente y se corrió en la mano del joven.
Jessie se apretó el clítoris con fuerza, tratando de guardar silencio, lo que no le resultaba nada fácil en su estado de excitación. Necesitaba llegar al éxtasis, y pronto.
El labriego siguió a su amante poco después, soltando el aire con fuerza mientras movía las caderas rápidamente varias veces y luego se quedaba inmóvil. La respiración jadeante de ambos hombres se oía claramente desde el pasillo. Jessie vio entonces que el señor Grant abría los ojos y llevaba una mano hacia atrás, hacia su amante. Era el momento de retirarse.
A prisa, entró en las habitaciones que compartía con Ramsay y cerró la puerta sin hacer ruido. Tras respirar hondo varias veces, se forzó a concentrarse para poder deshacer el hechizo previo y cerrar la puerta desde el interior. No podía arriesgarse a dejarla abierta. Gregor podría regresar en cualquier momento. Dando saltitos de impaciencia, sopló en la cerradura y pronunció las palabras. Tuvo que repetirlas tres veces hasta dar con el hechizo correcto, maldiciendo cada vez que se equivocaba. Cuando al fin oyó cerrarse la puerta, corrió hacia la habitación de Ramsay, levantándose la falda por el camino, y se lanzó de un salto sobre la cama.
Mientras respiraba el aroma que permanecía en su almohada, Jessie se metió la mano bajo el vestido y empezó a frotarse vigorosamente entre los muslos. Tenía el clítoris húmedo y resbaladizo, y el botón de la entrada hinchado y tremendamente sensible. Comenzó a empujar las caderas contra la cama, con la cabeza llena de las imágenes que acababa de presenciar. Entonces, el señor Ramsay se unió también a la fantasía, reprendiéndola por haberse escapado y dándole cachetes en el culo como castigo.
—Aaahhh, aaahhh…
Jessie apretó los ojos con fuerza y sacó el culo hacia afuera, imaginándose que volvía a estar sobre sus rodillas. Él no sólo le daba palmadas en el trasero, sino que también le acariciaba el sexo bruscamente, volviéndola loca. Se imaginó que la estaba castigando por haber observado el despliegue de lujuria de sus vecinos de habitación, pero bajo sus muslos podía notar la rigidez de su erección. En su mente, él la levantó, le separó las piernas y se clavó en su agradecido sexo.
Al llegar al clímax segundos después, se quedó quieta unos minutos, recuperando el aliento. Luego se volvió de espaldas y se echó a reír.
—Y yo que pensaba que iba a ser una tarde aburrida —dijo.
Todo lo contrario. El día había sido variado y muy entretenido. Ramsay, es decir, Gregor, regresaría pronto. La joven sonrió mordiéndose el labio inferior, deseando que no tardara. Aunque seguía sin gustarle que la encerrara, se lo estaba pasando bien y, cuando todo acabara, cobraría un buen dinero. No podía quejarse, después de todo. Apoyó un codo sobre el colchón y la cabeza en la mano mientras miraba por la ventana.
El sol se estaba poniendo sobre las ondulantes colinas de Fife. Mientras contemplaba la puesta de sol, se preguntó adónde habría ido Gregor y, sobre todo, con quién estaría. Esa mañana se lo habían pasado en grande, antes de que él le anunciara que volvía a marcharse. Lograría que volvieran a estar a gusto.
Muchas de las putas que conocía soñaban con tener un patrón como Ramsay. Una especie de protector. Un hombre que las mantuviera, casi como si fuera su esposo. Jessie nunca lo había deseado. Sabía que, con su naturaleza salvaje y su don, lo más probable era que la cosa no saliera bien. Su madre se lo había advertido a menudo: cogerle demasiado cariño a un hombre sólo les serviría para sufrir y complicarse la vida.
Y ella sabía de lo que hablaba. Cuando Gregor la había rechazado después de cenar y la había enviado a dormir a su habitación, Jessie había sentido una especie de añoranza que sólo podía anunciar problemas. Él la estaba preparando para que se acostara con otro hombre, y no un hombre cualquiera, sino su peor enemigo. No debería encariñarse con alguien así. En circunstancias normales, disfrutaría de la independencia que le daba tener una habitación para ella sola. Pero saber que él estaba al otro lado de la puerta la hacía sentirse sola y necesitada. Él había tratado de resistirse a la tentación y ella no comprendía por qué. Jessie se había esforzado mucho en romper sus barreras. ¿Habría otra mujer ocupando su corazón? Lo descubriría. Con cuidado y paciencia, esa misma noche haría que se lo confesara. Y, si con eso no bastaba, emplearía sus malas artes.
Animada por su decisión, arregló un poco la cama y regresó a su cuarto. Cerró la puerta con ayuda de la magia y se sentó a esperar.