5

Ramsay salió al pasillo a llamar al servicio. Cuando la señora Muir acudió poco después, él le encargó comida para uno.

Jessie los observó con curiosidad mientras hablaban. ¿Acaso no pensaba darle de comer? No es que el tema la preocupara en exceso, ya que había desayunado fuerte esa mañana y en su cabeza flotaban aún las imágenes de lo que acababa de suceder entre ellos, lo que, por cierto, consideraba un asunto pendiente. Mientras estaba tumbada sobre su regazo, había notado su gruesa erección todo el tiempo, y eso había hecho que se volviera loca de deseo.

Sin embargo, le había sorprendido que no la usara para aliviar su propia lujuria. No podía negar que lo estaba deseando. El bulto de sus pantalones no había desaparecido hasta pasados varios minutos. Había tenido que ponerse a leer papeles que sacó del baúl para tranquilizarse. ¿Por qué se resistía tanto?

Mientras estaba en su regazo, sólo podía pensar en que él la levantaba y se clavaba en ella con su gruesa vara. La azotaina que le había dado sólo había servido para excitarlos a los dos aún más. Y, no obstante, allí estaba, leyendo papelotes. ¿Tan importantes eran? ¿Qué más habría en el baúl?

Al darse cuenta de que ella estaba mirando el baúl con interés, se levantó y cerró la tapa.

—Arréglate —le ordenó con el cejo fruncido.

Interesante. No quería que viera lo que había en su precioso baúl. Lánguidamente, Jessie se abrochó el corpiño del vestido prestado, preguntándose qué podría guardar allí. La paciencia nunca había sido uno de sus puntos fuertes, pero trató de quedarse quieta, sentada junto a la mesa, hasta recibir nuevas instrucciones. Estaba segura de que no tardaría en ordenarle alguna otra cosa, y esperaba que esas órdenes los condujeran a un estado satisfactorio para ambos.

Cuando la tabernera regresó con una bandeja en la que llevaba un plato de pastel de pichón y una jarra de cerveza, Ramsay hizo un gesto señalando que la comida era para ella. El pastel de carne, con la pasta crujiente y su relleno de pichón asado, tenía un aspecto delicioso. Había suficiente para dos, y Jessie imaginó que pasaría un buen rato dándole de comer con los dedos. Sin embargo, al parecer, Ramsay tenía otros planes, porque en cuanto la señora Muir salió de la habitación, empezó a prepararse para partir. Tras colgarse una daga del cinturón, se puso la levita y el sombrero. Jessie permanecía junto a la mesa, confundida, picando algunas migas del pastel de carne.

—¿No tienes hambre? —le preguntó, cortando un pedazo con los dedos y llevándoselo a la boca.

Él respondió sin mirarla.

—Tengo asuntos que atender esta tarde. Coge la bandeja y métete en tu habitación.

Estaba señalando la pequeña habitación en la que había dormido. A ella le pareció raro, pero en ese momento estaba distraída por la comida: era la mejor que había probado en mucho tiempo. Así pues, cogió el plato y se lo llevó a la habitación.

Él la acompañó hasta la puerta.

—Volveré antes de que oscurezca. Pórtate bien mientras esté fuera.

Y, tras decir eso, se marchó.

Jessie se quedó mirando la puerta cerrada. ¿De verdad esperaba que se quedara en la habitación mientras él estaba fuera? Con una carcajada, se sentó en el camastro y levantó el tenedor. En cuanto hubiera terminado de comer, se pondría a explorar su entorno.

Fue entonces cuando oyó la llave girando en la cerradura. ¡La había encerrado! Tras unos instantes paralizada por la sorpresa, soltó el plato y se puso en pie.

—¡Abre la puerta! —le ordenó, golpeándola con los puños.

—No grites. No quiero que salgas por ahí. Alguien podría reconocerte.

Ella golpeó el suelo con el pie, furiosa.

—No puedes encerrarme aquí como si fuera un animal.

La única respuesta que recibió fueron unos pasos que se alejaban. Al parecer, Ramsay no se fiaba de ella. No importaba. Ninguna cerradura era capaz de aprisionarla si ella no quería. Se lo había dicho en Dundee, pero era evidente que no la había creído. Sacudió la cabeza, divertida, y volvió al camastro para acabar de comer.

La mayor parte de la gente que conocía se asustaba a la menor mención de que practicaba la brujería. Pero evidentemente Ramsay no era uno de ellos. A pesar de que había presenciado cómo una taberna llena de gente pedía que la encerraran por bruja, no parecía tenerle ningún miedo. Era obvio que había viajado. Era un hombre de mundo y eso le resultaba muy atractivo, pero no tanto como para perdonarle que la encerrara en la habitación.

Los pensamientos de Jessie la transportaron al día en que se conocieron. Por primera vez admitió que la noche había estado muy cerca de acabar mal. Desde que había curado a Eliza el invierno anterior, las otras putas la miraban con recelo. Aunque sólo había tratado de ayudar a una mujer enferma, el resultado de usar la magia siempre era el mismo: desconfianza, acusaciones y condena. Sólo era una cuestión de tiempo.

La madre de Jessie se lo había advertido tanto a ella como a sus hermanos. Les había avisado de que la gente les tendría miedo. Los que no entendían sus habilidades las consideraban malignas. Eran incapaces de tolerar lo que escapaba a su entendimiento. Pero su protector actual era distinto. Ramsay no parecía sentirse amenazado por la magia, y eso era un gran consuelo.

Sólo tenía que seguir sus instrucciones durante unos cuantos días y estaría a salvo y bien alimentada. Y sexualmente saciada. Ardía de placer y el trasero le cosquilleaba de una manera muy agradable. Sonrió. Ramsay era un hombre misterioso. Su manera de conseguir que se doblegara ante él había sido de lo más excitante. No se parecía en nada a lo que estaba acostumbrada a recibir de los hombres. Y, a pesar de que seguía enfadada con él por haberla encerrado, estaba deseando que regresara.

Cuando hubo acabado de comer, se limpió las manos y la cara. Descansaría un rato para darle tiempo a salir del edificio. Luego ella se colaría en su habitación y descubriría qué guardaba en el misterioso baúl.

Gregor puso el caballo al galope, agradeciendo el viento en la cara y la distancia que lo separaba de su nueva secuaz. Necesitaba liberarse. Liberarse de la necesidad de clavarse en el dulce sexo de la descarada mujerzuela y olvidarse de todo lo demás.

No sólo tenía el clítoris más delicioso y tentador que había tenido el placer de conocer, sino que parecía decidida a hacerle perder el control. El aire fresco lo ayudó a recobrar la paz, al menos momentáneamente. Gracias a la distancia, pudo pensar en lo que acababa de ocurrir, y tuvo que reconocer que la actuación de la muchacha lo había vuelto loco de deseo. Si quería conservar la capacidad de razonar, debía mantenerse alejado emocionalmente de ella.

El caballo estaba recorriendo el camino a toda velocidad. Más calmado, Gregor aflojó el ritmo. Sin la joven a la espalda, podía desplazarse mucho más a prisa que el día anterior. Por su culpa, la huida de Dundee había sido uno de los viajes más lentos que había hecho nunca, salpicado de recriminaciones y discusiones. Al llegar al fin a Saint Andrews, ella se había quedado mirando el caballo, horrorizada. Y cuando por fin había logrado que montara tras él, se le había pegado a la espalda como una lapa. Con un gemido, se le había agarrado a la cintura con un brazo y al hombro con el otro.

Cuando estuvieron ya en marcha, a un trote relajado, Gregor se había vuelto para mirarla por encima del hombro.

—¿Es necesario que aprietes tanto? Casi no puedo mover las riendas.

Ella refunfuñó en voz baja.

—Sí, al parecer es necesario —se respondió él mismo.

Le hacía gracia que le dieran miedo los caballos. Mientras habían ido a pie se había comportado de manera muy distinta, caminando con los brazos cruzados sobre el pecho mientras le lanzaba miradas asesinas de vez en cuando. No obstante, desde que había subido al caballo, parecía haberle cogido mucho cariño.

El calor de su cuerpo pegado a la espalda y el de su aliento en la nuca habían avivado el interés de Gregor por ella. De vez en cuando gemía, suponía que de susto. La joven no aflojó el abrazo en ningún momento y, pasado un rato, le pidió si podía viajar a pie junto al caballo para aliviar los calambres que tenía, aunque él sabía perfectamente que se trataba de una excusa.

Sonrió al recordarlo. Tras convencerlo de que era una mujer dura, sin miedo a nada, había vuelto a sorprenderlo dando muestras de debilidad con ese absurdo miedo a los caballos. Sin embargo, ese día ya se había olvidado de los miedos y la fatiga y había vuelto a comportarse como lo que era: una descarada que disfrutaba haciendo travesuras. Gregor sabía que, aunque el destino los separara, nunca se olvidaría de Jessie Taskill. Aunque sólo hacía un día y medio que la conocía, estaba seguro de ello.

Al acercarse al paisaje familiar, se le acabaron las ganas de sonreír. El terreno que pisaba el caballo era buena tierra, tierra fértil. Las colinas descendían suavemente hacia el mar. En el horizonte vio un barco. Las aguas de la zona eran ricas en arenques, y su pesca llenaba los bolsillos de muchos de los habitantes del condado.

El barco le recordó a su propia embarcación, el Libertas. No había sido la primera en la que había navegado, pero sí en la que había pasado más tiempo, nueve años de su vida para ser exactos. Era una nave mercante que estaba al mando de un capitán de origen escocés. Su tripulación era una mezcla de escoceses y holandeses, unidos por su antipatía mutua hacia los ingleses, que pretendían dominar las rutas navales.

Algunos consideraban a la tripulación del Libertas como a una panda de forajidos, ya que no se aliaban con nadie, pero ellos preferían decir que eran comerciantes libres. Tres años atrás, su capitán había muerto a causa de un ataque de gota mal tratado por un médico en Tánger. Cuando la herida había empezado a pudrirse, había llamado a sus dos hombres de confianza, Gregor y su compañero Roderick Cameron, y les había traspasado el mando de la nave. El capitán no tenía ningún hijo conocido, así que les había dejado el barco en herencia. Con su bendición, ambos hombres se habían encargado del Libertas desde entonces. Compartían el cargo de capitán y la responsabilidad que lo acompañaba.

Gregor y Roderick trataban bien a su tripulación. Les pagaban mejor que el anterior capitán, lo que les había hecho ganarse su lealtad. De ese modo, habían iniciado una provechosa carrera como contrabandistas. Llevaban mercancías valiosas o peligrosas a lugares donde otros no se atrevían a ir.

Era una buena vida, una vida que le daba muchas satisfacciones. Gregor sólo había abandonado a Roderick y al Libertas para vengar la muerte de su padre. Su compañero había partido hacia el norte de África, a cargar mercancías que luego venderían por toda Europa. Por el camino, aceptarían los encargos que fueran recibiendo.

Al cabo de seis meses, regresarían a Dundee. Roderick y él habían acordado que se reunirían pasado ese tiempo. Si todo salía bien, Gregor se uniría a la tripulación una vez hubiera puesto en orden sus asuntos. Si todavía no lo había logrado, les enviaría una carta para avisarlos.

Después de tantos años, volvía a estar en Fife, y no se marcharía hasta haber alcanzado su objetivo.

Al llegar a la cima de la colina desde la que se divisaba el pueblo de Craigduff, hizo detenerse al caballo para contemplar el lugar donde había nacido. Las casitas arracimadas alrededor del pequeño puerto le resultaron tan familiares como la palma de su mano. Era el pueblo donde había nacido su madre, donde él había ido a clase por las mañanas y a misa los domingos. Era el pueblo donde había enterrado a su padre y a su madre.

Con las manos sobre el pomo de la silla de montar, contempló la vista del pueblo y el puerto un rato más, antes de volver la mirada a la derecha, hacia su antigua casa. Strathbahn era una buena granja, con dos docenas de campos situados en un valle resguardado. Gregor apretó los dientes con fuerza. Hacía once años que se había marchado de allí, pero la necesidad de hacer justicia seguía tan fuerte como el primer día. Había esperado que desapareciera. Había llegado a rezar por ello, pero no había sido así.

Aunque los cambios no eran visibles, sabía que regresaba a una Escocia distinta. Y, lo que era aún más importante, él era un hombre distinto. Al partir, era un joven furioso porque su familia había sido destrozada por un hombre, Ivor Wallace. A su regreso, Gregor era más mayor, más sabio. Era un hombre rico en dinero, recursos y experiencias. Era un hombre que no se detendría ante nada para reparar las infamias del pasado. Había llegado la hora de hacer justicia.

Espoleó al caballo para ponerse de nuevo en marcha.

Finalmente entró en Craigduff con cierta aprensión. Llevaba el ala del sombrero inclinada hacia adelante, cubriéndole los ojos, y un pañuelo al cuello que le ocultaba la parte baja de la cara. Con cautela, miró a su alrededor mientras guiaba el caballo por la inclinada vía empedrada que era la calle principal.

Tres niños descalzos pasaron a toda velocidad por su lado, seguidos de cerca por su madre, que chillaba mientras corría colina arriba con la falda recogida con ambas manos. A primera vista, no había habido muchos cambios. Las casas de piedra se alineaban a lado y lado de la calle. Gregor reparó en que las cortinas de la casa de Margaret Mackie seguían siendo las mismas. Era la prima de su madre, que lo había cuidado a menudo cuando él era un niño. ¿Seguiría aún con vida? Pensaba visitarla, pero todavía no. Antes quería llevar a cabo su misión. La mujer debía de ser ya muy mayor. La visión de la puerta de madera le trajo muchos recuerdos.

Al volver la cabeza vio la iglesia en el extremo del acantilado. El viejo edificio, gris y austero, contrastaba con el verde de las colinas. En aquella iglesia había asistido a catequesis y había visto cómo bajaban el ataúd de su padre a su tumba, al lado del de su madre, que había sido enterrada allí cuando Gregor era pequeño.

La calle principal bajaba hasta el puerto, donde las gaviotas graznaban y se precipitaban hacia el mar. La bahía se abría ante él, y el olor a mar le asaltó los sentidos. Más allá de la playa, cubierta con rocas de pizarra, se alzaban los hostiles riscos que asomaban entre las olas y que daban nombre al pueblo. Eran unos peñascos peligrosos y traicioneros, sobre todo con mal tiempo.

Gregor había atracado en puertos curiosos, espantosos y maravillosos de todo el mundo. Cada uno de ellos le había hecho pensar en el puerto del que había partido, y estar allí ahora era casi como un sueño.

Se sintió aliviado al ver que la herrería seguía en su sitio. Estaba tres casas más allá de la taberna del puerto, donde los pescadores se reunían tras vender su captura del día. En esos momentos había dos barcas de pesca sobre las rocas de pizarra. La pesca de esa mañana ya hacía horas que habría sido vendida.

Desmontó y ató el caballo a la puerta de la herrería. ¿Seguiría allí su viejo amigo Robert Fraser? Al entrar, el olor de la forja le trajo numerosos recuerdos. Robert y él habían corrido y jugado por allí muchas veces, bajo la atenta mirada del padre de su amigo, el herrero. Cuando se pasaban de revoltosos, el hombre mandaba a Gregor a su casa, a Strathbahn.

Aunque había esperado encontrar al herrero en la forja, a quien encontró fue al propio Robert. Estaba vuelto de espaldas, pero aun así lo reconoció instintivamente. Estaba trabajando en la forja como su padre había hecho tantas veces. Llevaba un delantal de cuero, y los pantalones tenían manchas de hollín y alguna quemadura. Había ocupado el puesto de su padre al frente de la herrería y tenía un niño pequeño a su lado.

—¿Robert?

El herrero enderezó la espalda y dejó el martillo junto a la forja. Revolviéndose el cabello grueso, del color de la ceniza, se volvió hacia el potencial cliente. Gregor lo miró de arriba abajo. Tenía los hombros más anchos, se lo veía más musculoso y, al igual que el suyo propio, su rostro mostraba el paso del tiempo. Ambos habían cumplido treinta años el invierno anterior. Ya no eran unos niños.

Gregor se quitó el sombrero, y pasaron algunos segundos antes de que la expresión de Robert se iluminara al reconocerlo. Pestañeó varias veces y se acercó un poco más, como si no pudiera creer lo que estaba viendo.

—¡Santo Dios! Gregor, ¿eres tú?

—Robert, viejo amigo. Sí, soy yo.

Una amplia sonrisa recibió sus palabras, y Gregor se sintió invadido por una intensa emoción. Bruscamente, abrazó al hombre con quien había jugado cuando era niño y con quien había estrechado vínculos de amistad durante su juventud.

—Preferiría que no le dijeras a nadie que estoy aquí. —Gregor miró por encima del hombro. No quería que la gente empezara a hablar sobre la llegada de un forastero al pueblo.

Robert asintió, lo examinó de arriba abajo y alargó la mano para estrechar la suya.

—¿Así que ahora eres tú el herrero? —preguntó Gregor, aceptando el saludo.

—Así es —respondió él, radiante, al tiempo que lo palmeaba en la espalda—. Pero adelante, pasa —dijo y, volviéndose hacia el niño, añadió—: Dile a tu madre que traiga cerveza.

—¿Es tuyo? —Aunque el chiquillo se parecía tanto a su padre que era una estupidez preguntarlo, a Gregor le costaba asimilarlo.

—Sí, es el mayor de tres. Llevo nueve años casado. Una muchacha de Saint Andrews me llamó la atención. Mi padre nos dio su bendición a cambio de que siguiera trabajando en la herrería.

Para disgusto de su padre, Robert siempre había deseado marcharse del pueblo, viajar y hacer fortuna en tierras lejanas, pero el viejo había encontrado el modo de mantenerlo a su lado. Gregor, por el contrario, había querido quedarse y trabajar las tierras de sus antepasados, pero tampoco había podido hacerlo. El destino había hecho realidad sus deseos, aunque intercambiados.

—¿Aceptaste su propuesta mientras estabas distraído mirando hacia otro lado?

—Eso fue exactamente lo que pasó, pero no puedo quejarme. Soy feliz aquí, después de todo.

Gregor asintió, mientras el humo que desprendía la fragua ascendía formando espirales en el aire.

Robert lo hizo pasar al almacén donde guardaba las herramientas por la noche. Todos los olores le resultaban familiares. Su amigo y él habían pasado muchas horas allí. Se sentaron en sendos taburetes que Robert sacó de debajo de una mesa.

—Te ganaste una buena cicatriz.

—Sí, pero no te preocupes. El hombre que me hizo esto se llevó dos cicatrices de recuerdo.

Robert se echó a reír.

—Tienes buen aspecto, viejo amigo. ¿Puede saberse dónde has estado todo este tiempo?

—A lo largo y ancho de este mundo. Me enrolé en un barco en Dundee… y ahora tengo mi propio barco mercante. Bueno, una parte, al menos. He estado en el mar todos estos años.

—Claro, eso lo explica todo. No ha pasado un solo día en que no me preguntara por dónde andarías. —Robert sacudió la cabeza. Los ojos le brillaban a causa de la emoción—. Me alegro mucho de verte.

—Por favor, te ruego que por el momento no le cuentes a nadie que he regresado.

—¿Por qué?

La expresión solemne de Robert lo hizo dudar.

—Necesito algo de tiempo. —Gregor sabía que debía contarle la verdad, pero aún no estaba preparado.

—¿Te quedarás?

—No. He venido a reclamar lo que era nuestro. Tengo dinero. Mucho dinero.

El herrero frunció el cejo.

—No te será fácil.

Gregor se inclinó hacia su amigo.

—Tengo contratados los servicios de un procurador de Saint Andrews para que negocie por mí. Él mismo fue quien me informó de qué parte de las tierras se subastarían pronto.

—Sí, Wallace siguió acumulando propiedades durante años. Ahora, de vez en cuando vende alguna parcela. Pero dudo mucho que te venda nada a ti.

Gregor se perdió en sus pensamientos. Wallace se había dedicado a conseguir todas las tierras que lindaban con las suyas a lo largo de los años, bien comprándolas, bien por otros medios. Estaba obsesionado con hacer crecer su patrimonio. Dos años antes, Gregor había puesto en marcha su plan para recuperar las tierras de su familia, para lo cual había contactado con un procurador y un banquero en Saint Andrews. Cuando el procurador le escribió notificándole que parte de las tierras iban a subastarse, puso rumbo a Dundee a toda vela. Había llegado el momento de hacer lo que tenía que hacer.

—La mitad del pueblo lo llama terrateniente —siguió diciendo Robert.

Gregor se enfureció. Ése siempre había sido el objetivo de Wallace, convertirse en el amo y señor del pueblo. Sin embargo, no contaba con la aprobación de las familias influyentes del condado, que se habían ganado el respeto de sus arrendatarios tratándolos bien, todo lo contrario que Wallace.

—Su hijo, Forbes, es como un perro guardián. Cada vez que hay una transacción cerca, aparece y se asegura de que nadie que no sea su padre compre nada.

Gregor hizo una mueca.

—¿Es tan malo como su padre?

—Peor, te lo aseguro.

Él alzó las cejas. Casi no se acordaba de Forbes Wallace, ya que era varios años más joven que ellos.

Robert asintió con la cabeza.

—Forbes no vive en la casa. Desaparece a menudo y nadie sabe adónde va, pero en cuanto se corre la voz de que alguien va a vender algo, regresa de inmediato. Es como si tuviera un informador en la mansión. Si el viejo Wallace amenaza con cambiar su testamento, Forbes se entera, sale de su escondrijo y vuelve en seguida.

—¿No se llevan bien? —Gregor archivó la información. Todo podía resultarle útil en su misión. Si Jessie conseguía trabajar en la casa, descubriría muchas más cosas, estaba seguro.

Robert se inclinó hacia él.

—Ivor Wallace no soporta la nueva relación con Inglaterra. A nadie le gusta, pero él lo lleva peor que la mayoría. Es un fiero defensor de la independencia.

Las motivaciones de Wallace siempre le habían parecido egoístas, puesto que usaba las desgracias ajenas para incrementar su fortuna. Movido por la ambición de convertirse en el principal terrateniente de la zona, usaba cualquier truco que estuviera a su alcance para lograrlo. Poseer tierras llevaba consigo un gran poder, y no sólo económico, sino que también daba a su dueño poder político.

Gregor se sorprendió al darse cuenta de que tenía algo en común con su enemigo: él también era un rebelde que se oponía al dominio inglés. Siempre había pensado que Ivor y él eran totalmente opuestos, que no tenían nada en común.

Era cierto lo que se decía acerca de que la política hacía extraños compañeros de cama.

—Bajo la ley de los ingleses —siguió diciendo Robert—, Wallace ya no puede reclamar favores de hombres a los que ha estado dominando durante años. Se dice que se ha comprometido a financiar la causa independentista, y que está vendiendo propiedades para conseguir ese dinero. Forbes, por el contrario, se considera una especie de portavoz de los nuevos tiempos, de la Escocia dentro de la unión. —La expresión del herrero era de profundo disgusto—. Hay quien dice que colaboró activamente con los ingleses, pero no hay pruebas de ello.

—Si eso es cierto, sería una traición despreciable hacia sus compatriotas.

Gregor pensó con ironía que Wallace ya estaba recibiendo parte de su merecido. No se le ocurría una venganza más adecuada que su enemistad con su único hijo.

En ese momento, una pelirroja entró en el almacén con dos jarras de cerveza.

—Fiona. —Robert le pidió que se acercara con un gesto de la mano y cogió las cervezas.

La mujer se quedó mirando a Gregor con desconfianza. Al ver que los hombres habían dejado de hablar y que su marido no la presentaba, se marchó poco después. Gregor habría preferido que no lo viera, puesto que las mujeres solían hablar sobre los forasteros y los desconocidos, y las noticias volaban en poco tiempo.

El ambiente en el almacén se enrareció tras su marcha.

—Dime una cosa. —Fue Gregor quien rompió el silencio—. ¿Sigue Wallace tan aficionado a desvirgar doncellas?

Robert alzó la cabeza, extrañado, pero asintió.

—Sí, y por lo que he oído, Forbes sigue sus pasos.

Eso favorecería sus planes. Si Jessie lograba entrar en la casa, haciéndose pasar por una virgen inocente, Wallace no podría resistirse. Lo más difícil, por supuesto, iba a ser conseguir que pareciera una virgen.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Robert.

—De momento, nada. Esperaré y mantendré los ojos abiertos. Sé que la casa de Strathbahn está como estaba, y que el ganado que pasta allí podría trasladarse fácilmente. —Gregor se interrumpió, puesto que la idea de dejar la vieja granja abandonada a su suerte lo enfurecía—. Con fortuna, pronto la pondrá en venta.

—¿Puedes adquirirla sin que él se entere de quién es el nuevo comprador?

—El procurador me asegura que sí. Todo tiene un precio.

Robert se echó a reír.

La verdad era que Gregor quería hacer mucho más, pero ése le parecía un buen principio. Durante los primeros años que había pasado en el mar, tumbado en su hamaca, se imaginaba todas las maneras en que iba a vengarse de Ivor Wallace. Se imaginaba saboteándole las cosechas, o robándole el ganado. Durante mucho tiempo tuvo que reprimir las ganas de volver y darle una paliza con sus propias manos para hacer que compartiera así el dolor que lo atormentaba. Con el paso de los años, había madurado, y sabía que los puñetazos sólo traían un alivio momentáneo. Además, con la prominente posición social de Wallace, lo más seguro era que acabara en el calabozo. Lo más inteligente era darle a aquel hombre un trago de su propia medicina.

Recuperar la tierra de su familia y luego presentarse ante él como el misterioso comprador sería un buen comienzo. Su objetivo era establecer una lucha por la supremacía entre los terratenientes locales. Después de ver la expresión enfurecida de Wallace, buscaría nuevos arrendatarios para la finca y regresaría al Libertas. Con un pie bien puesto en la zona y el procurador ocupándose de sus asuntos, podría seguir expandiendo sus posesiones en el condado desde el mar.

—Ojalá tu padre estuviera aquí para darte la bienvenida —comentó Robert en voz baja.

Sólo él podía decirle algo así. Siempre habían estado muy unidos. En el pasado, había sido Robert Fraser quien le había aconsejado que se alejara cuando lo había visto a punto de perder el control. Fue él quien le había sugerido que se marchara de Craigduff para que no se volviera loco. Gregor había contado con él para celebrar las buenas noticias y para lamentar las malas. Hasta el fin, cuando había perdido las tierras, la casa, los ingresos y, finalmente, también a su querido padre. Gregor se había marchado sin despedirse y había sentido la pérdida durante todo ese tiempo.

Robert lo miraba ahora con desconfianza, como si temiera que siguiera siendo el joven inestable e impetuoso que se había marchado once años atrás.

Gregor asintió. Tras dar un trago a su cerveza, replicó cuidadosamente:

—A mi padre le robaron las tierras. Tengo que recuperarlas por él. Se lo debo a su memoria. Hugh Ramsay trabajó duro toda la vida para dejar un buen legado a sus descendientes. Me crió solo, sin ayuda de una madre. No lo tuvo fácil. Siempre repetía que quería dejarnos una buena herencia a mí y a mis hijos. No se merecía lo que le pasó.

Su amigo lo miró fijamente antes de asentir.

—Wallace destrozó los sueños de mi padre por capricho —prosiguió Gregor—. Fue una crueldad imperdonable y no pienso olvidarlo. Al principio, lo único que me mantenía con vida era pensar que un día volvería y vengaría la memoria de mi padre.

Robert lo miró, pensativo.

—Tal vez puedas recuperar las tierras, pero eso no te devolverá a tu padre, amigo mío.

Gregor bajó la vista y agarró la jarra con más fuerza.

—Es lo que él habría querido que hiciera.

Robert se echó hacia atrás en el taburete y se rascó la cabeza.

—Has rehecho tu vida y, por lo que me cuentas, no te va nada mal. ¿Estás seguro de que eso es lo que debes hacer?

Gregor sintió que lo invadía la frustración, esa vieja conocida, y se arrepintió de haber ido a la herrería. Robert no estaba al corriente de todo lo que había pasado. No sabía hasta qué punto había sufrido Hugh Ramsay.

Finalmente, asintió.

—Sí, es lo que tengo que hacer.