11
A la mañana siguiente se lavaron y se vistieron en silencio. Gregor vio que ella estaba algo avergonzada y tal vez dolida por lo sucedido la noche anterior, y la dejó tranquila. Después de desayunar, Jessie se levantó y recogió la mesa.
—¿En qué puedo ayudarlo esta mañana, señor Ramsay? ¿Ha preparado una nueva lección?
Su actitud había cambiado en un segundo. Gregor sonrió, divertido y encantado por su capacidad para actuar. Había vuelto a hablarle de usted, así que se puso en situación para responderle como correspondía. Alargando la mano, la agarró por la muñeca y la acercó a la silla donde él estaba sentado. Ella lo miró con cautela, como si esperara una reprimenda. Pero nada más lejos de sus intenciones.
—Sé que he sido muy duro contigo, Jessie, y que no estás acostumbrada a estar encerrada. Pero quiero felicitarte por tu esfuerzo y tus ganas de aprender. Eres una buena alumna y tengo mucha fe en ti. Sé que me ayudarás a conseguir la venganza y la justicia que busco.
Ella alzó la barbilla.
—Al principio no me gustó que me llamaras por mi nombre de pila —prosiguió él—. Me pareció que te estabas tomando demasiadas libertades, pero ya me he acostumbrado a oír mi nombre en tu boca, y me gusta. Puedes seguir llamándome así.
Los labios de Jessie se curvaron en una sonrisa.
—Sí, Gregor.
—Mejor, mucho mejor. Ahora debo irme. Tengo asuntos que atender. Pero tienes razón: hay algo con lo que puedes ayudarme. Tengo prisa, así que te agradeceré que me traigas las botas y me ayudes a ponérmelas.
De inmediato, ella salió disparada a cumplir sus instrucciones, sin preguntas ni protestas.
Gregor sacudió la cabeza. Esa mujer era un auténtico enigma. Cuando regresó, le dijo:
—Tu señor te ha ordenado que le pongas las botas y que las limpies. Quiero que me demuestres que serías capaz de hacerlo con agrado, con ganas de complacerlo y de mostrarle lo buena trabajadora que eres. Sin embargo, tienes que encontrar la manera de llamar su atención al mismo tiempo.
Jessie se afanó a hacer lo que le había ordenado. Se arrodilló a sus pies y le estiró los calcetines. Cuando se puso a cuatro patas para alcanzar las botas, hundió la parte baja de la espalda, dejando el trasero levantado, para disfrute de quien estuviera mirando.
—Por favor, levante el pie, señor —susurró mirándolo con timidez.
Gregor disimuló lo mucho que lo complacía su actuación. Tras unos cuantos tirones, jadeos y meneos vigorosos, las botas estuvieron por fin en su sitio, y él se levantó.
La joven permaneció arrodillada a sus pies, con las manos colocadas sumisamente sobre los muslos, mientras lo miraba a los ojos. Su rostro quedaba muy cerca de su bragueta, lo que lo hizo recordar el día que se conocieron.
—Si quiere, puedo abrillantarlas antes de que se vaya, señor.
Gregor se fijó en cómo le brillaban los ojos a la luz de la mañana. Tenía los labios más oscuros que de costumbre. El inferior se veía húmedo y apetecible. Notando que se endurecía, le indicó con un gesto que continuara. O se distraía pronto o tendría que pedirle que le hiciera otra cosa.
«Está lista —pensó al bajar la vista hacia ella. Si él hubiera sido su señor, la tentación de aprovecharse de ella habría sido irresistible—. ¿O acaso he perdido la capacidad de ser objetivo cuando estoy con ella?» Gregor frunció el cejo, preocupado por sus pensamientos errantes.
Mientras tanto, Jessie había ido a buscar un trapo. Acto seguido, volvió a arrodillarse y empezó a frotarle las botas de montar para sacarles brillo. Mientras trabajaba, sus pechos bamboleaban. Al bajar el cuello, el pelo le resbaló y le cubrió el escote. De inmediato reparó la situación echándoselo por encima del hombro para que nada ocultara la pálida piel de su cuello y sus clavículas. Gregor apenas podía pensar en nada que no fuera devolverla a la cama de donde había salido para perderse entre sus piernas.
Cuando finalmente se levantó, él buscó las palabras adecuadas en su mente reblandecida por la lujuria.
—Muy bien. Tu conducta ha sido apropiada y muy agradable.
—Gracias —replicó ella con una sonrisa recatada—. Estoy muy contenta de que pienses que por fin soy capaz de seducir a un hombre de la manera adecuada.
Gregor alzó una ceja. ¿Se estaba burlando de él? Aunque ése fuera el caso, no tenía tiempo de averiguarlo, así que decidió pasarlo por alto.
—Luego iré a buscar tus vestidos nuevos. Mañana, cuando salga, vendrás conmigo.
—¿De verdad? —preguntó ella, encantada.
—Sí, mañana iremos a casa de mi enemigo. No entraremos, pero quiero que la veas para que la conozcas.
Jessie asintió con entusiasmo. Era evidente que se moría de ganas de salir de allí. «Claro, está deseando acabar con todo esto para poder seguir su camino —pensó él—. Igual que yo», se recordó.
No obstante, cuando la miró a la cara, le costó ponerse en marcha.
—Si no necesitas nada más, me retiraré a mi habitación —dijo ella.
—Sí, será mejor —replicó, mirándola mientras se dirigía voluntariamente a su cuarto.
Debería estar complacido por su docilidad, y se aseguró a sí mismo que lo estaba, pero no podía librarse de la sensación de que la joven no permanecía encerrada durante su ausencia, y que daría lo mismo si la dejara campar a sus anchas. Sin embargo, ya se tomaba demasiadas libertades. No necesitaba que le diera facilidades para que hiciera su voluntad.
Caminó hasta la puerta de la habitación.
Estaba sentada en el camastro. Cuando Gregor la saludó con una inclinación de la cabeza, ella sonrió.
Por primera vez, al cerrar la puerta con llave, se sintió culpable.
Con una sensación de triunfo, Jessie se dio cuenta de que había logrado su objetivo. Había dormido en la cama de Gregor y no le había costado nada. Había sucedido casi por accidente. La noche anterior había sido muy rara. Tras el incidente con el señor Grant, habían estado de muy mal humor, pero lo que pasó después entre ellos lo solucionó.
El revolcón había sido especial, casi no se atrevía a llamarlo de ese modo. Al recordarlo, se puso melancólica. No quería pensar en el relato de los lugares exóticos que él había visitado y de las putas con las que se había acostado a lo largo de su vida, así que se lo quitó de la cabeza. Tampoco le gustaba que Gregor siguiera dudando de su lealtad. Si continuaba encerrándola era porque no confiaba en ella. ¿Tendría razón al hacerlo? ¿Huiría si se le planteara la posibilidad? No, no quería huir. Quería ganarse su dinero honradamente y luego viajar al norte con la conciencia tranquila. Además, le gustaba estar con él. ¿A qué mujer no le gustaría?
En lugar de pensar en cosas desagradables, se acercó a la ventana y pensó en su promesa de llevarla consigo al día siguiente. Además, tendría vestidos nuevos. Jessie estaba tan contenta que decidió que sería buena chica y se quedaría en su cuarto hasta que él regresara.
No obstante, a medida que fueron pasando las horas, su viejo enemigo, el aburrimiento, apareció de nuevo. Recorrió la habitación arriba y abajo, luchando contra la tentación. Entonces, miró de nuevo por la ventana y vio que el amante secreto del señor Grant se acercaba caminando por la colina. Lo reconoció en seguida. Era un hombre alto y fuerte, que avanzaba rápidamente gracias a sus largas piernas. ¿Subiría a las habitaciones del señor Grant o sería éste quien bajaría a la taberna? La curiosidad ganó la batalla. No saldría del edificio, decidió Jessie, pero quería ver llegar al campesino.
Poco después, tras haber abierto las dos cerraduras gracias a la magia, se asomó ligeramente al pasillo para ver si había alguien.
Observó impaciente y, entonces, le pareció oír un ruido. Al oír un segundo ruido, abrió un poco más la puerta, pero al no ver a nadie, asomó más la cabeza y llegó a tiempo de distinguir que la puerta del señor Grant se cerraba.
El campesino no podía haber llegado tan pronto. Y ¿cómo había entrado sin que ella lo viera? Sacudió la cabeza. Debía de haber sido la puerta que se cerraba sola. Los dos hombres debían de estar abajo, charlando mientras se tomaban una cerveza. Una vez hubo decidido que ésa era la explicación más lógica, se acercó a la escalera y escuchó con atención.
De pronto, una sensación de alarma se apoderó de ella. Se quedó muy quieta, sin atreverse a darse la vuelta.
Y alguien aprovechó su inmovilidad para agarrarla por detrás.
—Te dije que alguien nos estaba observando. Lo noté ayer y hoy he vuelto a oír algo raro al subir.
Luchando por liberarse, Jessie se volvió y vio que el labriego la había pillado con las manos en la masa. ¿Cómo lo había hecho? Era imposible que hubiera llegado tan de prisa, por muy largas que tuviera las piernas, y ¿cómo había pasado por el pasillo sin que ella se diera cuenta? Tal vez hubiera otra puerta de entrada. Pero ¿dónde estaba?
Detrás de él, el señor Grant la estaba mirando con una mueca de disgusto.
—Ten cuidado con ella —le advirtió.
El campesino no la soltó. Mirándola con una expresión de fastidio y enojo, le preguntó:
—¿Qué estabas haciendo ahí escondida?
—No estaba haciendo nada —repuso ella, soltándose de un tirón, lo que la dejó peligrosamente cerca de la escalera.
De pronto, notó que el pasillo empezaba a dar vueltas y, con un grito asustado, se echó en brazos de su captor.
—Perdón, señor. —Recuperándose, se apartó de él y se alisó la falda. Los dos hombres la miraron como si estuviera loca—. Estaba esperando a mi… —«¿Cuál se suponía que era mi relación con él?»— a mi primo.
—Es verdad —corroboró el señor Grant—. Ayer la vi. Estaba con un hombre que se aloja aquí.
Tras enderezar la espalda en un gesto desafiante, Jessie se dirigió resuelta a sus habitaciones.
—Así es —reiteró—. Llegará en cualquier momento.
Cuando hubo entrado, se obligó a dejar la mente en blanco para deshacer el hechizo y cerrar la puerta antes de volver a su cuarto.
Una vez más, había sido demasiado impetuosa, y su falta de paciencia había hecho que volviera a meterse en un lío. Dos personas la habían visto fuera de la habitación. Si cualquiera de los dos hombres se iba de la lengua, Gregor acabaría enterándose. Y sería una lástima, ahora que comenzaban a llevarse tan bien. Cuando se calmó un poco, volvió a pensar en la posibilidad de que existiera una puerta trasera. Se acercó a la ventana y, tras pegar la cara al cristal, miró hacia el exterior.
Pronto se percató de que había alguien abajo. Gregor la estaba mirando con una sonrisa inquisitiva y los brazos cruzados sobre el pecho.
De inmediato, Jessie se apartó de la ventana de un brinco, mordiéndose el labio inferior, pero en seguida se echó a reír. Gregor tenía unos paquetes a sus pies. ¡Debía de ser la ropa que le había prometido!