18
Gregor no tardó en descubrir que el tiempo pasaba más despacio desde que Jessie no estaba a su lado. Recorriendo las habitaciones de un lado a otro, se inquietó al darse cuenta de que el lugar parecía desierto sin ella. Como si eso no fuera suficiente para ponerlo nervioso, no podía evitar preguntarse cómo irían sus pesquisas y, más concretamente, si estaría a salvo.
Maldiciendo en voz alta, se recordó que no debería preocuparse por ella. Sólo era una puta que había contratado para llevar a cabo una misión. Pero era inútil repetírselo, pues era evidente que Jessie le importaba. Le importaba mucho. Se puso la levita y decidió bajar a la taberna a pasar el rato.
Al entrar, se encontró el local lleno de granjeros. Ruidosos, con la cara colorada, hablaban de los rebeldes.
El curioso recaudador de impuestos había regresado ya de sus visitas diarias y estaba sentado a la barra. Gregor no estaba de ánimo para aguantar sus preguntas, así que se sentó a una mesa en un rincón oscuro. Con un gesto, pidió una cerveza. Mientras se la bebía, recordó el extraño comentario de Jessie sobre los gustos del señor Grant en la cama.
Le llamó la atención ver que estaba hablando discretamente con un hombre moreno que parecía un labriego. Luego se percató de que Grant le rozaba la cadera mientras le susurraba algo al oído.
Bueno, no era nada que no hubiera visto antes. Durante sus años en el mar había comprobado que podía surgir la lujuria, e incluso el afecto, entre personas de condiciones muy variadas. Tenía diecinueve años la primera vez que había visto a dos hombres dándose placer y montándose mutuamente. Unos ruidos distintos de los habituales crujidos y gruñidos del barco lo habían despertado de un sueño profundo. Al abrir los ojos con cautela, los vio.
Un marinero se había acercado a la hamaca de otro. Al principio Gregor pensó que se estaban peleando, porque forcejeaban de un modo extraño, pero luego se dio cuenta de que lo que estaban haciendo les resultaba mucho más placentero a los dos. Tenían la mano metida dentro del pantalón del otro. Se agarraban las pollas y se las sacudían con entusiasmo, deteniéndose de vez en cuando para lubricarse las manos con saliva. Eso era algo que él ya había aprendido, y que le confirmó lo que estaban haciendo. Pronto los dos se corrieron y, al acabar, se abrazaron, para gran sorpresa de Gregor. Aunque fue un abrazo torpe, no fue distinto del de un hombre y una mujer que llevaran muchos años casados.
Durante el acto, varios de los marineros que dormían cerca levantaron la cabeza para ver de dónde provenía el ruido. Al ver de qué se trataba, se daban la vuelta sin darle importancia. Así fue cómo Gregor se familiarizó con ese tipo de prácticas. Al día siguiente había visto a los dos hombres hablar en privado, y al fin entendió las chanzas de los demás marineros.
Los dos hombres se daban placer mutuamente a menudo. Otra noche, estando él medio dormido, vio que uno de ellos iba a buscar al otro y ambos se retiraban a un rincón oscuro. Una vez allí, uno de los dos se bajó los pantalones y se puso a cuatro patas en el suelo. Gregor, curioso, los había seguido con la vista. Así fue cómo vio que el otro se escupía en las manos y que, tras lubricarse el pene, se lo clavaba al otro hombre. Con los pantalones colgando a la altura de las rodillas, ambos parecían disfrutar mucho con el acto, que iba acompañado de numerosos gruñidos, gemidos y golpeteo de caderas contra nalgas. Gregor se había excitado viéndolos, y había tenido que aliviarse solo bajo la raída manta para poder dormir.
Había tenido tiempo de darle bastantes vueltas al tema, y había llegado a la conclusión de que no le apetecía unirse a ellos, aunque reconocía que le daban envidia y que no le importaría encontrar con quién desahogar su propia lujuria. Por suerte, cuando desembarcaron en un puerto seguro, unos cuantos marinos experimentados lo llevaron de putas y ante él se abrió un mundo de placeres carnales que parecía no tener fin. No le cupo ninguna duda: le gustaban las mujeres. A partir de ese momento, disfrutó de ellas siempre que tuvo oportunidad.
Pronto había aprendido a moverse con soltura en el barco y había empezado a ascender de categoría entre la tripulación gracias a su habilidad leyendo mapas. Las peleas eran algo habitual a bordo. Se iniciaban por cualquier tontería. Y, más de una vez, la causa era la incomprensión hacia los hombres que preferían la compañía de otros de su mismo sexo. Algunos lo encontraban profano, otros se sentían amenazados; los más sensatos hacían la vista gorda.
Gregor aprendió que la mayoría de los hombres estaban dispuestos a defender sus preferencias carnales con entusiasmo, pero que con el mismo entusiasmo atacaban los gustos que no se correspondían con los suyos. Desde muy joven había aprendido que la tolerancia era la opción más sabia.
Esa familiaridad entre hombres fue la que detectó en la taberna entre el recaudador de impuestos y su compañero, que intercambiaron caricias secretas antes de que el más joven se despidiera y se marchara. Al parecer, Jessie tenía razón, pero ¿cómo demonios lo sabía ella?
Trató de quitarse el tema de la cabeza pero no le resultó fácil. Si no pensaba en ese detalle concreto, era en otra cosa, pero su rebelde y revoltosa socia estaba siempre presente en sus pensamientos. Jessie era muy lista, y precisamente por eso la había contratado. Era astuta, perspicaz y observadora, aunque a veces era tan impulsiva que se olvidaba de reflexionar antes de actuar. ¿Cómo había descubierto que el señor Grant prefería la compañía de los hombres a la de las mujeres? Gregor la recordó bajando la ladera que la llevaría a Balfour Hall esa misma mañana. Al parecer, había logrado empleo en la casa con facilidad, tal como ella había predicho. En realidad, había asegurado que ella lo prepararía todo para que así fuera. Pero ¿cómo diablos lo habría hecho?
Había muchas cosas de Jessie que se salían de lo habitual. Ahora que la misión estaba en marcha y que podía distanciarse un poco de la joven, reflexionó sobre esas cosas. La habían llamado bruja y habían querido colgarla. Estaba de acuerdo en que era una de esas mujeres capaces de embrujar a un hombre, pero los que la habían encerrado no se referían a eso. ¿Tendrían razón?
¿Por qué no podía quitársela de la cabeza? Nunca había compartido alojamiento con una mujer durante tantos días seguidos. Ésa debía de ser la causa de que se preocupara por su seguridad. Durante la semana anterior sólo se habían separado cuando él había salido para ocuparse de sus asuntos. Al regresar, ella siempre había estado allí para recibirlo. Había sido una sensación agradable. Y mientras volvía a la posada, Gregor estaba deseando ver la expresión de su cara cuando le enseñara las cosas que le había comprado.
Su ausencia le resultaba muy difícil de sobrellevar. Suponía que era por la naturaleza de la misión. Le costaba aceptar que ella estaba en Balfour Hall y él no. Habían acordado verse la noche siguiente y, hasta entonces, no obtendría respuestas. Suspiró y pidió otra cerveza.
Contemplando la jarra, meditó sobre lo que había hecho. Le dolía haberla dejado a merced de Ivor Wallace, más de lo que quería reconocer. Al recordar la maldad de su enemigo, se le hizo un nudo en el estómago al pensar en Jessie bajo su techo. El nudo se le retorció aún más al pensar que estaba allí porque él se lo había ordenado. Cuantas más vueltas le daba al tema, más culpable se sentía. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no ir hasta la mansión y sacarla de allí a la fuerza.
«Quiero hacerlo», le había asegurado antes de irse. Gregor sabía que era por el dinero. A diferencia de él, tras la semana que habían pasado juntos, ella parecía haber conservado la sensatez.
—Disculpe, usted es el señor Ramsay, ¿me equivoco? ¿Gregor Ramsay?
Se sobresaltó al oír la voz del recaudador de impuestos, el hombre que Jessie había dicho que ocupaba las habitaciones de enfrente.
El hombre sonrió y se quitó el tricornio, sosteniéndose la peluca con la otra mano.
—Sabía que eras tú —insistió, tuteándolo—. He caído en la cuenta esta tarde, al pasar junto a Craigduff. Vi la casa de tu padre en lo alto de la colina y pensé: «¡De eso lo conozco! Es el joven Gregor Ramsay».
—No —se resistió él, sintiendo que no estaba preparado para un interrogatorio con la cabeza llena de pensamientos sobre Jessie como la tenía—. Creo que no lo conozco.
El otro frunció el cejo.
—Fue hace mucho tiempo. Yo soy mayor que tú. Me crié en Craigduff con mis padres, pero me fui a vivir con mi tía cuando ellos murieron. Su casa estaba junto a la de la prima de tu madre, Margaret Mackie. Me acuerdo perfectamente de ti, y también de tu padre, Hugh. Recuerdo cuando te llevaba a visitar a Margaret siendo tú un niño.
Era cierto. Aquel hombre lo conocía, lo que no le hacía ni pizca de gracia. No quería que nadie lo recordara en Craigduff. Por lo menos, de momento.
—Cuando acabé de estudiar, fui a trabajar para la Corona. Cuando regresé, me enteré de la muerte de tu padre. Lo sentí mucho.
Tal vez fuera por la mención a su padre o porque estaba cansado de fingir, pero no volvió a negar sus orígenes.
El recaudador se levantó la peluca y se pasó la mano por el escaso cabello rubio que le quedaba.
—Como verás, ahora tengo menos pelo.
—Lo siento. Lo he negado porque no quiero llamar la atención. —Tras buscar una razón para excusarse, acabó diciendo la verdad—. Me resulta muy duro que me hablen de mi padre. —Se dio cuenta de lo mal que reaccionaba cuando alguien lo hacía. Y se horrorizó al recordar lo cruel que había sido con Jessie cuando ella había sacado el tema de buena fe.
—Lo entiendo —replicó el recaudador con una sonrisa compasiva.
—Por favor, siéntate —lo invitó Gregor, señalando un asiento frente al suyo.
Saltaba a la vista que el hombre necesitaba compañía. Además, hablar con alguien lo ayudaría a apartar a Jessie de la mente. Le vendría bien pasar una o dos horas con otra persona en vez de estar dándole vueltas a la cabeza pensando en lo que podía estar pasando en Balfour Hall.
—Gracias. Prometo no volver a tocar el tema.
Gregor asintió.
—¿Y bien? ¿Me he perdido muchas cosas por aquí durante estos once años que he estado fuera?
Tres jarras de cerveza más tarde, al señor Grant se le había soltado la lengua.
—Por Craigduff todo va bien. A los pescadores las cosas les van como siempre, nunca les falta trabajo. Los que han tenido más dificultades han sido los terratenientes, por el cambio de leyes que ha traído el nuevo gobierno.
—¿Terratenientes? ¿Como Ivor Wallace?
—Wallace era el dueño de buena parte de las tierras de esta zona, como bien sabes, pero su hijo no lleva sus asuntos tan bien como él. Ivor está deseando entregarle las riendas a él, pero no puede. Pasa demasiado tiempo luchando por corregir los errores que éste comete.
Gregor trató de hacer encajar esa información con lo que le había contado Robert. Su viejo amigo había descrito a Forbes Wallace como a un perro guardián. Aunque tal vez eso fuera sólo lo que Robert veía, que Forbes volvía a casa cada vez que algo estaba a punto de cambiar.
—¿Los errores de su hijo han afectado a las propiedades de Wallace?
El señor Grant asintió con entusiasmo.
—Ya ha tenido que empezar a vender tierras. Ha comenzado por las menos fértiles, pero pronto venderá más parcelas. He oído decir que tiene que pagar deudas de juego de su hijo.
Entre las deudas de juego y el apoyo a los independentistas, era evidente que Ivor Wallace necesitaba dinero en efectivo. Y a Gregor no le faltaba. La ironía de la situación lo hizo sonreír. Dio un trago para disimular. Tal vez el destino apoyaba su venganza. Tal vez había sido el mismo Dios quien, cansado de las malas prácticas de Wallace, había decidido cambiar el curso de las cosas.
—Ojalá hubiéramos hablado antes —murmuró Gregor, mucho más animado.
Sin duda esa noche dormiría más tranquilo. Era casi seguro que Wallace iba a vender las tierras. Ya sólo faltaba que Jessie se enterara de qué parcela sería la siguiente. Pensó, exultante, que tal vez podría sacar a la joven de allí antes de que acabara la semana.
Grant, que había bebido más de la cuenta, sonrió con ojos soñolientos.
Gregor no pudo reprimir las ganas de preguntarle por el otro tema que lo preocupaba, aunque sabía que era una estupidez hacerlo.
—Cuando estuve en Dundee, oí a gente hablando de brujas y hogueras.
Grant asintió, como si lo que Gregor había dicho fuera lo más normal del mundo.
—Pensaba que ya no sucedían esas cosas en Escocia.
El hombre volvió a asentir.
—Hace años que en Dundee no se ha quemado a ninguna bruja, pero de vez en cuando vuelve a saltar la alarma.
—¿Basada en hechos? ¿Hay pruebas?
—Raramente. Casi siempre son rumores. Tristemente, es muy propio del ser humano acusar a alguien para vengarse. Muchos inocentes han sufrido de manera injusta.
Las palabras del recaudador inquietaron profundamente a Gregor. Pasándose una mano por la nuca, asintió, deseando no haber sacado el tema. Sin embargo, no había tenido ocasión de hablar con nadie sobre el asunto, y lo cierto era que lo preocupaba.
—Pero ¿crees que la brujería existe de verdad?
Grant reflexionó sobre el tema, con el cejo fruncido y los labios apretados, antes de responder:
—Aunque yo trato con monedas, números y objetos que se pueden ver y contar, soy consciente de que en este mundo hay cosas extrañas que no podemos explicar. No sirve de nada fingir que no existen.
Grant sonrió, como si estuviera satisfecho con su respuesta. La cerveza le había ganado la partida esa noche. Se inclinó hacia adelante y golpeó la mesa con un dedo.
—Mira, muchacho. Si no hubiera nada de cierto en ello, ¿por qué la Iglesia nos advertiría tanto sobre el peligro de las brujas?
—Nos advierten del peligro de las brujas porque creen que son malas y que quieren acabar con la Iglesia —respondió Gregor, aunque no se imaginaba que Jessie pudiera tener el menor interés en algo así.
—Sí. —El rostro de Grant había adquirido un aspecto melancólico. Durante unos momentos, pareció perdido en sus recuerdos—. Una vez vi cómo colgaban y quemaban a una mujer —dijo después, volviéndose hacia Gregor—. Fue en Carbrey, hace unos años. —Sacudió la cabeza—. Se llamaba McGraw. La acusaron de haber hecho que los bebés de otra mujer salieran de su vientre antes de que estuvieran listos, porque estaba enamorada del marido de esa mujer. Luego, el marido murió de repente mientras la interrogaban. Al parecer, lo habían envenenado. Fue un asunto feísimo.
Gregor frunció el cejo.
—Si eso es cierto, son dos crímenes espantosos.
Grant asintió.
—Yo opino lo mismo. El crimen fue terrible, pero ¿cómo se puede demostrar que alguien es culpable de algo así? —Grant apartó la jarra, como si ya hubiera tenido suficiente—. No sé si la mujer fue responsable de esas muertes o no, pero vi lo que le hicieron a ella y nunca lo olvidaré.
A Gregor se le hizo un nudo en el estómago al recordar a Jessie en el calabozo, acusada y a la espera de juicio. Si no la hubiera sacado de allí, podría haber corrido ese mismo horrible destino, el destino de su madre.
—Es terrible lo que una persona es capaz de hacerle a otra en nombre de la justicia —añadió Grant.
—Justicia… —repitió Gregor, incómodo. La justicia era lo que lo movía a él o, al menos, eso quería creer.
A Jessie le asignaron un pequeño cuarto en la última planta. La ventana era diminuta y quedaba a la altura del suelo, ya que la habitación estaba justo bajo el alero del tejado. Sin embargo, estaba encantada, ya que al menos no tenía que compartir habitación con ninguna otra criada, tal como había temido. Todos los sirvientes habían mostrado mucho interés en ella. Le habían preguntado de dónde venía y a quién conocía en la zona. Jessie no había tenido problemas con ninguno de ellos, pero tampoco estaba muy interesada en cultivar nuevas amistades. Lo único que deseaba era conocer al dueño de la casa.
De momento, no lo había visto, aunque le había parecido oír gritos procedentes de la salita donde había conocido a la señora Wallace. Esa primera noche se acostó algo decepcionada, pero se dijo que al día siguiente tendría más oportunidades de conocerlo.
Al principio, le costó dormir. No podía dejar de pensar en Gregor; añoraba el placer de dormir a su lado. No obstante, la separación le vendría bien, puesto que pronto iba a tener que separarse de él definitivamente.
El hecho de que la habitación fuera muy calurosa y que tuviera que echarse a dormir en camisola y sin taparse no la ayudó a conciliar el sueño. Sin embargo, al cabo de un rato lo logró.
Se despertó poco después, cuando un hombre entró en la estancia. La vela que sujetaba en alto le permitió ver las lujosas ropas del dueño de la casa.
Jessie se incorporó de un brinco, tratando de recordar cómo debía actuar. Dejó escapar un grito ahogado, lo suficientemente bajo para que nadie la oyera, pero lo bastante alto para informarlo de que estaba horrorizada al ver a un hombre en su habitación.
Echándose hacia atrás, se llevó una mano a la garganta.
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere de mí?
El hombre le dirigió una sonrisa lasciva.
—He venido a examinar a mi nueva criada. Soy el señor de Balfour Hall y tengo derecho a conocer a los nuevos integrantes de mi servicio. Puedes llamarme señor Wallace.
—Sí, señor… señor Wallace. Discúlpeme. Estoy confundida y avergonzada de que me vea… así…, sin vestir.
Jessie lo miró rápidamente antes de bajar la vista y permanecer quieta en un rincón de la cama. Era un hombre alto, de aspecto distinguido y una mirada intensa. Tenía una espesa mata de pelo ondulado, oscuro, con algunas hebras plateadas. Suponía que en otra época había sido un hombre guapo, aunque su carácter lo había marcado físicamente. La boca mostraba una mueca de arrogancia y los ojos reflejaban el brillo de la avaricia.
—Levántate, muchacha, deja que te vea bien.
Jessie no había previsto conocerlo de esa manera. Por suerte, Gregor la había aleccionado bien.
Con la mente funcionando ya a toda velocidad, se levantó fingiendo querer cubrirse los pechos con un brazo, con lo que en realidad consiguió apretarlos y levantarlos bajo la camisola. Acto seguido, se llevó la otra mano entre las piernas, como si quisiera cubrirse las partes íntimas. Él creería que era la reacción de una joven casta, pero ella atraería de ese modo su atención hacia los sitios que tocaba con las manos.
El truco funcionó.
Wallace movió la vela arriba y abajo, examinándola con descaro.
Desde el primer momento, a Jessie no le gustó aquel hombre, pero se dijo que eso no importaba. Había complacido a hombres que no le gustaban innumerables veces a cambio de una moneda. Eso debía ser lo mismo. Aunque, de algún modo, no lo era. Se sentía mucho más incómoda que en la taberna de Ranald.
Justo en ese instante, la puerta se abrió y apareció la señora Gilroy con un chal sobre los hombros y una palmatoria en la mano.
El ambiente en la pequeña habitación cambió de repente.
—¿Husmeando, señora Gilroy? —le espetó Wallace por encima del hombro.
No obstante, el ama de llaves no se dejó amilanar, sino que permaneció inmóvil y en silencio hasta que Wallace abandonó su presa y se volvió para marcharse. Se detuvo frente al ama de llaves, que giró la cara. Al ver el gesto de desprecio de ella, le acarició la mejilla con un dedo.
La mujer cerró los ojos, pero Jessie no supo decir si de placer o de disgusto. Fue un encuentro curioso. A la muchacha se le ocurrió que tal vez el ama de llaves le había asignado esa habitación a propósito porque estaba al lado de la suya y así podría oír al señor de la casa si decidía visitarla. Saltaba a la vista que entre ellos había habido algo en el pasado. Fuera lo que fuese, Jessie agradeció la oportunidad de recuperarse.
Cuando el señor Wallace se hubo marchado, la señora Gilroy se acercó a ella.
—De momento estás a salvo, querida.
Jessie asintió y le dirigió una tímida sonrisa de agradecimiento.
—Haré lo que esté en mi mano para protegerte. Si decides quedarte en esta casa, prepárate para hacer lo que él te pida. No obstante, debes saber que el señor puede ser un hombre muy cruel.
Jessie no se sorprendió en absoluto. Sin saber qué decir, guardó silencio.
La señora Gilroy le dio un apretón de ánimo en el hombro antes de retirarse.
En la oscuridad que siguió a su marcha, Jessie trató de serenarse. Ya no dudaba de que podría acercarse a Wallace. Ese hombre era un baboso. No iba a tener que hacer ningún esfuerzo. Al principio no había entendido por qué Gregor la había escogido a ella, pero ahora entendía que había elegido bien. Hacía falta una mujer experimentada que no tuviera miedo de un hombre así. Y la había preparado para que se hiciera pasar por una inocente porque ésas eran las víctimas preferidas de Wallace. Pronto se ganaría su confianza y Gregor obtendría la información que necesitaba.
Al volver a sentarse en la cama, la estancia le pareció más oscura y agobiante que hacía un rato. Casi no entraba luz por el ventanuco a sus pies. Más que una alcoba, parecía una celda. De pronto sintió que volvía a estar en la habitación compartida de Dundee, malviviendo y ahorrando cada moneda que no necesitaba para comer o alojarse. Se había malacostumbrado durante esa semana con habitaciones cómodas, comida abundante, ropa nueva…
«Y Gregor».
Tenía su imagen grabada a fuego en la mente.
Sin duda, su vida a partir de ese momento no iba a ser fácil, puesto que había creado un vínculo con él. Él sólo la quería para que llevara a cabo esa tarea, pero ella había empezado a albergar sentimientos hacia él. Cerrando los ojos, se dijo que debía ser fuerte, aunque no sabía de dónde sacar dichas fuerzas. A continuación, se inclinó hacia adelante, se ovilló sobre las rodillas y se cubrió los ojos con las manos. No obstante, el nudo que se le había formado en el pecho se resistía a abandonarla y, por primera vez en muchos años, Jessie Taskill lloró hasta quedarse dormida.