19

Disculpe, señor Wallace. ¿Puedo pasar a limpiar la chimenea? —preguntó Jessie desde la puerta del salón privado del dueño de la casa, mientras se limpiaba las manos en el delantal de muselina que le habían dado esa misma mañana como parte del uniforme.

El hombre estaba sentado frente a una fastuosa mesa cubierta de papeles, y leía con la cabeza apoyada en las manos. Tras la mesa había una enorme librería con cajones y estantes llenos de cajas y libros. Wallace levantó una mano, y ella lo tomó como una señal de asentimiento.

La muchacha pasó por su lado lentamente, agarrando con fuerza el cubo y el cepillo, pero él ni siquiera levantó la cabeza para mirarla. No podía consentirlo. Necesitaba captar su atención, y para ello iba a tener que parecerle más interesante que los papeles que estaba leyendo. Se aclaró la garganta antes de decir:

—Trataré de no distraerlo de su trabajo, señor.

Él alzó la vista y los ojos se le iluminaron al verla. Jessie se fijó en que tenía el encaje de los puños manchado de tinta y que no llevaba levita, sólo chaleco. El pelo, negro y plateado, estaba alborotado donde había apoyado las manos. Wallace asintió y le señaló la chimenea. Al menos había conseguido que se diera cuenta de que era ella la que entraba, y no cualquiera de las otras sirvientas. Ya era algo.

Esa mañana se había levantado mucho más animada. A la luz del día todo se veía con mayor claridad. Su extraño encuentro con el señor de la casa era prometedor de cara a conseguir su objetivo. Para eso estaba allí, para ganarse la confianza de Wallace. No podía permitir que el afecto que sentía por Gregor le pusiera las cosas más difíciles. Antes de levantarse, se había reprendido por sus lágrimas de la noche anterior y se había infundido ánimos a sí misma. Cuanto antes terminara su misión, antes podría seguir adelante con su vida. Como había hecho tantas veces anteriormente, apretaría los dientes, encontraría la información que buscaba y se marcharía de allí.

Mentalizada y animada, Jessie se lanzó a sus tareas matutinas con entusiasmo. A media mañana, la hora de limpiar las cenizas de las chimeneas, se aseguró de que todo el mundo estuviera ocupado arreglando un desastre u otro. A la señora Gilroy no le hacía ninguna gracia que la nueva sirvienta tuviera que encargarse de la limpieza de los salones de la planta noble, pero no había nadie disponible, y Jessie le aseguró que lo haría bien y rápidamente.

Y así lo hizo. Cuando acabó de recoger las cenizas y de preparar un nuevo fuego, Wallace seguía con la cabeza hundida en los papeles. Una vez acabado el trabajo, la muchacha se sentó sobre sus talones y se llevó las manos a las caderas. Aunque se había colocado en una postura provocativa mientras limpiaba y se había asegurado de mover insinuantemente las caderas y los hombros, Wallace no había apartado la vista de sus papeles en todo el rato. Después de tanta preparación no podía ser que unos papeles le robaran el protagonismo. ¡Qué rabia! No iba a consentirlo.

Se quedó mirándole fijamente la espalda. La noche anterior había actuado de un modo muy distinto. Se le ocurrió que tal vez fuera un cazador nocturno. En ese caso, iba a tener que darle un empujoncito. Gregor debía reunirse con ella esa noche y esperaría que hubiera conseguido algún avance. Y no pensaba sacrificar su encuentro con él por aguardar a que el señor Wallace y sus manos largas se presentaran en su habitación. Una situación desesperada requería medidas desesperadas. Además, sentía curiosidad por saber qué era tan interesante. Una vez más, lamentó no saber leer.

Mientras se retiraba, tropezó y soltó el cubo. Con un grito de disgusto, se dejó caer de rodillas al suelo y empezó a recoger con el cepillo las cenizas que había derramado sobre la alfombra.

—Lo siento. Lo siento mucho, señor. Por favor, discúlpeme. Soy muy torpe.

Ivor Wallace levantó los ojos y, mirando por encima de sus lentes, se fijó en el trasero bamboleante de la nueva criada.

Ella lo observó por encima del hombro.

—Por favor, señor, no le cuente a la señora Gilroy lo torpe que soy. Estoy a prueba y me gustaría mucho poder quedarme a trabajar aquí.

Mordiéndose el labio inferior, Jessie se preguntó si su posición actual —de rodillas, con el culo en pompa y los pechos asomando por encima del escote— sería una buena recomendación para conseguir un trabajo fijo. Probablemente, ya que Wallace apartó la silla del escritorio, se quitó las gafas y apoyó las manos en las rodillas separadas.

La joven reprimió las ganas de echarse a reír. Wallace se había colocado de tal manera que era imposible no fijarse en el prominente miembro que albergaba dentro de los pantalones. Ella le dirigió una mirada rápida antes de abrir unos ojos como platos, tratando de aparentar asombro. Interiormente, se felicitó por haber logrado romper su concentración.

—¿Eres la nueva criada?

¿No la recordaba de la noche anterior? Tal vez había estado bebiendo antes de subir a merodear por las habitaciones del servicio.

Jessie asintió.

—¿Cómo te llamas?

—Jessie, señor Wallace.

—Bueno, Jessie. No le contaré nada a la señora Gilroy si te acercas y haces algo por mí.

Ella se apresuró a ponerse en pie y acto seguido se limpió las manos en el delantal.

—¿Qué puedo hacer por usted, señor?

«Muéstrame lo que necesitamos saber», le ordenó con la mente, convirtiendo sus palabras en un hechizo.

Ivor Wallace frunció sus espesas cejas, confundido, y se la quedó mirando durante un buen rato con los labios apretados.

Jessie pensó que, de no ser por la malvada expresión de su rostro, sería razonablemente atractivo, mucho más que la mayoría de los hombres de su edad. No obstante, era obvio que se trataba de un tipo frío, mercenario. Debía andarse con cuidado.

Wallace señaló entonces una pequeña escalera de madera.

—Sube ahí y alcánzame el mapa que está en ese estante de arriba —le ordenó.

En un principio, Jessie se desanimó, pensando que su hechizo no había surtido efecto. Sin embargo, al acercarse, podría echar un vistazo a lo que el hombre estaba leyendo, y eso era lo importante. Cuando estuvo sobre la escalera y levantó los brazos para alcanzar el pergamino enrollado, Wallace se situó tras ella y le levantó la falda para verle las piernas.

Al notar la corriente de aire frío entre los muslos, Jessie se dio cuenta de que le había levantado la falda tan arriba porque quería verle no sólo las piernas, sino también lo que Gregor llamaba sus «deliciosas nalgas». Jessie tuvo que esconder la cara para que él no la viera reír. Al parecer, había logrado atraer su atención después de todo.

La joven buscó la respuesta adecuada para la situación entre su repertorio. Se tensó unos momentos antes de coger el mapa y bajar los escalones a toda prisa. Tirando de la falda para apartarle la mano, lo miró con una expresión horrorizada.

—¡Señor, me avergüenza usted!

Él se pasó la lengua por los labios con lascivia.

—Yo te enseñaré lo que es la vergüenza. Me encargaré personalmente, te lo aseguro.

Jessie bajó la cabeza en señal de sumisión mientras volvía a pensar en el acierto de Gregor al haber contratado a una prostituta para el puesto. Una doncella inocente habría salido corriendo por la puerta, y en esos momentos ya estaría cerca de Saint Andrews.

El señor Wallace alargó la mano para coger el mapa. Minutos después, lo tenía extendido sobre la mesa, con las puntas sujetas con cuatro piedras. Jessie estaba a punto de hacer una reverencia para marcharse cuando él le indicó que se aproximara con un gesto.

—Acércate, querida. Mira, todo esto es lo que tu señor posee.

Ella se quedó mirando el pergamino antes de decir:

—Lo siento, señor, pero no sé leer.

El hombre le señaló entonces un punto en el mapa y le dijo que se trataba de Saint Andrews. Bajando el dedo, fue marcando varias localidades a lo largo de la costa. La joven aprendió a distinguir pronto lo que era tierra y lo que era mar. Era un invento curioso. A medida que iba descubriendo más detalles del mapa, su curiosidad iba en aumento. Mientras tanto, Wallace señalaba los límites de sus propiedades. Jessie se fijó en su actitud. Se pavoneaba de poseer numerosas propiedades, absolutamente ajeno a la pobreza de los que lo rodeaban. ¿Estaría tratando de impresionarla? Probablemente, aunque lo único que consiguió fue que ella se diera cuenta de lo discreto que era Gregor respecto a su riqueza. Sabía que tenía mucho dinero y parte de un barco, pero únicamente usaba esa información para convencer a su interlocutor de que cobraría lo que le ofrecía, no para impresionar a jovencitas.

—Tiene usted muchas tierras, señor —comentó Jessie al ver que él la estaba mirando expectante.

Complacido, Wallace le rodeó la cintura con un brazo y la atrajo hacia sí.

—Así es y, sin embargo, estoy preocupado, querida. Apoyo la causa de la independencia de nuestra tierra y me gustaría ayudar a que los ingleses se marcharan de Escocia. Para hacerlo, necesito dinero en efectivo, y eso implica desprenderme de parte de mis tierras. En cualquier caso, pierdo algo que me resulta precioso —admitió sacudiendo la cabeza con pesar.

Jessie se preguntó si la señora Wallace se habría aficionado a leer la Biblia para no tener que escuchar los sermones de su esposo. Mientras tanto, Wallace seguía hablando de tierras de pastoreo, tierras de cultivo y otras cosas por el estilo.

—Da las gracias por no tener que preocuparte por esta clase de temas —concluyó al cabo de un rato—. Estos asuntos me quitan el sueño y me apartan de pasatiempos mucho más agradables —añadió con una mirada pesarosa hacia el escote de Jessie.

A continuación, le dio una palmada en el culo.

Justo en ese momento la señora Gilroy abrió la puerta.

—Jessie, ¿has acabado?

Ella aprovechó la oportunidad para escabullirse. Cogió el cubo, hizo una reverencia y se volvió. Al pasar junto al ama de llaves vio que ésta le dirigía una dura mirada al dueño de la casa.

De nuevo, la señora Gilroy había acudido al rescate de su honor. Divertida, se preguntó cuáles debían de ser sus motivos. ¿Habría sido ella una de sus conquistas? ¿O habría deseado serlo en secreto?

En cualquier caso, Jessie había tenido suerte. Había captado la atención de Wallace, se había ahorrado que siguiera manoseándola y, lo que era más importante, esa noche podría confirmarle a Gregor que sus sospechas eran fundadas: el señor Wallace tenía intención de vender tierras. Y ella se encontraba en el lugar adecuado para enterarse de qué tierras pensaba vender, y cuándo pensaba hacerlo.

Gregor estaba de tan mal humor como si estuviera demasiado lejos de cualquier costa para poner rumbo a un puerto y en el barco sólo hubiera agua sucia para beber. Los acontecimientos de los últimos días —y noches— lo habían afectado más de la cuenta, ya que le habían hecho pensar y sentir intensamente. Tumbado en la cama, se reprendió por echar de menos a Jessie a su lado. La conversación que había mantenido con el señor Grant la noche anterior no había apaciguado el deseo de verla. Al contrario. Sólo podía pensar en estar con ella y asegurarse de que estaba a salvo bajo el techo de su enemigo.

Gregor recorrió la habitación arriba y abajo hasta que no pudo tolerar la espera ni un minuto más. La muchacha no podría reunirse con él hasta medianoche, pero antes de que el sol se pusiera, él ya se había puesto en marcha hacia el claro en el bosque desde el que se divisaba la mansión. Ató a su caballo y se tumbó tras unos matojos para espiar desde allí.

Si alguien le hubiera preguntado no habría sabido decir qué le molestaba más, si las imágenes de Wallace acosando a Jessie que lo asaltaban de vez en cuando, o su propia reacción. Estaba hecho un lío de sensaciones y sentimientos, pero había una que ganaba a todas las demás: la culpabilidad.

Se sentía esperanzado por poder vengar a su padre de una vez por todas y, al mismo tiempo, avergonzado por preocuparse tanto por la seguridad de una mujer a la que apenas conocía; una mujer de la calle que a veces tenía ideas absurdas.

¿Quién la consolaría si volvía a tener pesadillas? Imaginársela sola en aquel caserón durante la noche lo atormentaba. No podía soportar pensar en ella, asustada y triste.

Cuando finalmente fue noche cerrada, Gregor se armó de valor y se dirigió hacia el lugar acordado: un viejo roble situado justo en el límite de los cuidados jardines de la finca que quedaba oculto por los rosales. Una vez allí, esperó.

Y esperó.

Los sonidos de las criaturas que corrían por el sotobosque no hacían más que subrayar el silencio de la noche. A pesar de que estaba totalmente quieto, la tensión que emanaba de su cuerpo mantenía a los animales a distancia.

«¿Dónde estás?», se preguntó mentalmente, examinando las puertas y las ventanas de la mansión desde lejos. Por fin vio un destello blanco junto a los muros de la casa. Era el camisón de Jessie, que salía por la puerta de servicio. Gregor tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no salir corriendo a su encuentro. Con una mano apoyada en el retorcido tronco, observó los alrededores para asegurarse de que nadie la seguía.

Poco después, Jessie se reunió con él bajo la frondosa copa del roble.

—¿Gregor? —susurró.

—Aquí —respondió él. Agarrándola por los hombros, trató de examinarla en la penumbra. Con un suspiro de desánimo, maldijo las nubes que ocultaban la luna en ese momento. Sabía que debería agradecer su protección, pero en esos instantes lo único que deseaba era verla—. ¿Estás bien?

A pesar de que ansiaba saberlo, temía su respuesta. La había enviado con la misión de seducir a su enemigo, pero no podía soportar pensar en Ivor Wallace poniéndole las manos encima. Iba a volverse loco.

Jessie alzó la vista hacia él. Las nubes pasaron y, a la pálida luz de la luna, Gregor la vio al fin. La muchacha lo estaba mirando con una expresión tan abierta y sincera que se le hizo un nudo en el estómago.

—Por supuesto que estoy bien —respondió ella al fin con una amplia sonrisa.

Gregor sintió un alivio enorme. Le acarició la mejilla, disfrutando de la suavidad de su piel, tan delicada, tan femenina. Las ganas de abrazarla eran casi insoportables.

—Tenía miedo de que Wallace no te dejara salir de la casa.

Ella le cogió la mano y se la apretó con fuerza.

—Confiaste en mí para llevar a cabo esta misión. No dudes ahora. Te prometo que descubriré lo que necesitas saber, y será pronto. He llegado muy oportunamente. Necesitaban a alguien que trabajara duro y me he ganado el puesto. Todo ha ido muy bien.

Todo había ido muy bien. Debería alegrarse, ¿no? Entonces, ¿por qué estaba tan enfadado? Ni siquiera le importaba que su enemigo, el hombre que le había quitado el sueño durante los últimos once años, estuviera al alcance de su mano. Sólo le importaba esa mujer. Cuando se acercó a él y le apoyó la mano en el pecho, le encendió la sangre con un deseo tan fuerte que lo hizo actuar como un idiota. Y ni siquiera le importaba.

—Vamos, alejémonos un poco más de la casa para poder hablar más tranquilos —propuso ella, señalando hacia un lugar donde la vegetación era más densa.

Él dejó que lo guiara entre los setos y los arbustos hasta que llegaron a una zona más escondida. Mientras avanzaban en la oscuridad, Gregor la oyó reír y vio se volvía varias veces para mirarlo por encima del hombro, como animándolo a ir más de prisa. ¿Cómo veía por dónde pisaba? Sobre todo bajo los árboles, donde únicamente algún rayo de luna alcanzaba el suelo. La siguió a ciegas, maravillándose de su extraña habilidad. Esa mujer nunca dejaba de sorprenderlo. ¿Llegaría a conocerla del todo algún día? Deseaba que así fuera, pero al mismo tiempo le preocupaba pensar lo que podía descubrir.

—Aquí es imposible que nos vean desde la casa, pero no puedo quedarme mucho rato, no vayan a darse cuenta de mi ausencia.

Gregor estaba tan ansioso por abrazarla que no supo qué responder. Le acarició la mejilla y ella volvió la cara para besarle la palma de la mano. A medida que sus ojos fueron acostumbrándose a la ausencia de luz, la vio con más claridad y comenzó a serenarse.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó ella—. Noto que estás preocupado por mí.

—Lo estoy. ¿Cómo te han ido las cosas ahí dentro? —Gregor se mordió la lengua para no preguntarle si Wallace la había tocado. Eso era lo único que le importaba, pero no podía reconocerlo ante ella. Se reiría de él, y con razón. Era ridículo.

—Bien, todo bien. Me han contratado una semana a prueba y ya he conseguido que me asignen la tarea de limpiar la chimenea de la salita del señor. Allí es donde estudia sus papeles y sus mapas. Hoy he descubierto que los mapas muestran las tierras que posee. No cuesta nada tirarle de la lengua. Le gusta presumir. Pronto me contará lo que queremos saber.

Las noticias de Jessie deberían haberlo hecho bailar de alegría, pero apenas las escuchó porque lo que realmente le importaba seguía atormentándolo.

—¿Te ha puesto las manos encima?

No pudo evitarlo. La pregunta salió de su boca antes de poder reprimirla. Cuando ella negó con la cabeza, sintió un enorme alivio.

—Al viejo aún no se le ha apagado la llama —comentó ella, quitándole importancia—, pero de momento no ha tenido oportunidad de reclamar su derecho a probar la mercancía.

Se echó a reír, lo que dejó a Gregor sintiéndose a la deriva. Hasta entonces lo habían compartido todo. Habían hecho planes juntos para conseguir un objetivo común, pero ahora desconocía lo que sucedía dentro de la mansión, y no podía soportarlo. Tenía que saberlo.

Al verlo fruncir el cejo, ella siguió hablando.

—El ama de llaves se ha empeñado en protegerme del libidinoso dueño de la casa. —La muchacha puso los ojos en blanco—. Es cuestión de tiempo, pero de momento sigo siendo la pura y virginal nueva doncella de Balfour Hall.

Las palabras de Jessie eran sensatas, aunque estaban cargadas de ironía. ¿Era «cuestión de tiempo»? Gregor tuvo que hacer un gran esfuerzo para no ordenarle que se marchara de allí con él antes de que las cosas llegaran demasiado lejos. Sabía que, a esas alturas, sería una estupidez, pero la había echado terriblemente de menos y las ganas de acostarse con ella no hacían sino aumentar.

Las nubes se abrieron y un rayo de luna incidió sobre ella. Qué hermosa estaba a la luz de la luna. Los ojos le brillaban, al igual que el pelo, que le caía sobre los hombros de un modo muy atractivo. Le apoyó una mano en la mejilla y le sonrió, mirándolo con cariño.

—Paciencia, Gregor. Me has preparado bien. Pronto tendré acceso a todos los secretos del señor de la casa.

Aturdido por su belleza, él se limitó a mirarla en silencio. Se sentía cautivo del deseo, por mucho que tratara de resistirse. Finalmente, rindiéndose a lo inevitable, la besó hundiendo la lengua en su boca húmeda y acogedora. La sangre se le calentó y empezó a circularle más de prisa por las venas en respuesta a su cercanía. De inmediato notó una erección.

Jessie respondió acercándose y apoyando las manos en los hombros. Su cálido cuerpo se pegó al suyo. Al notar cómo temblaba entre sus brazos, la necesidad de Gregor de estar entre sus muslos se hizo más acuciante. Bruscamente, ella se tumbó sobre la hierba y tiró de su mano para que él se tumbara a su lado.

Él no se hizo de rogar, ansioso como estaba por unir su cuerpo al de ella. Se apoyó sobre un codo y la contempló durante unos instantes. Verla tumbada en el suelo, envuelta en el aroma de las flores, le pareció extrañamente adecuado. Era un sitio totalmente distinto del lugar donde la había encontrado, por no mencionar que estaban en los terrenos de su odiado enemigo y, sin embargo, el escenario parecía perfecto para ella.

—Deja que te vea.

La necesidad de explorar cada rincón de su cuerpo era abrumadora. Le levantó el camisón por las piernas y le acarició la parte interna de los muslos con los pulgares, endureciéndose aún más al hacerlo.

Ella se incorporó entonces para quitarse el camisón y a continuación volvió a tumbarse. Con los brazos extendidos por encima de la cabeza y la blanca prenda retorcida entre las manos, parecía una diosa iluminada por la luna. Su piel resplandecía y el camisón era como una antorcha que ella enarbolara.

Gregor apoyó una mano en el suelo, junto a su cabeza, y se inclinó sobre ella. Con la otra, recorrió sus curvas, maravillándose con su silueta. Era un espléndido espécimen de mujer. La había contratado con un propósito cruel, pero ahora sentía que el destino había estado a su lado al encontrarla. El deseo que ella le despertaba aumentaba más y más. Era inmenso. Tenía el miembro totalmente erecto, y había empezado a dar sacudidas, ansioso por hundirse en ella. Nunca antes había sentido una necesidad tan enorme de clavarse en una mujer.

—Oh, Gregor. Tus manos… Cómo añoraba sentir tus manos sobre mi cuerpo… —dijo ella echando la cabeza hacia atrás.

La entendía perfectamente. Él sentía lo mismo.

—Sí, preciosa, lo sé.

La maleable carne de sus pechos se alzó al notar su contacto. Los pezones se endurecieron bajo sus dedos.

Mientras la exploraba y la acariciaba, la iba besando en el cuello, en la boca. Los labios de ella se abrieron sin reservas, y la caliente y húmeda cueva de su boca lo acogió. Exultante, Gregor comprobó que Jessie lo deseaba tanto como él a ella.

—Ah…, cómo me gusta —susurró la joven, soltando el camisón. Con un suspiro de felicidad, se juntó los pechos en un ofrecimiento que él no pudo ignorar.

Aspirando el ya familiar aroma de su cuerpo, se inclinó para lamerle un pezón. Lo rodeó lentamente con la lengua y, cuando ella gimió, hizo lo mismo con el otro. Cuando Jessie levantó las caderas del suelo, Gregor cambió de postura. La agarró por debajo de las rodillas, le separó las piernas y se situó entre ellas.

La tierra se le clavó en las rodillas, pero apenas se dio cuenta. Lo único que importaba era ella. Por fin iba a volver a ese lugar celestial. Le besó el redondeado vientre antes de seguir bajando por su cuerpo. Sonrió al oír que la muchacha contenía el aliento mientras le pasaba las manos por el pelo.

Gregor sopló suavemente sobre el vello que cubría su monte de Venus y ella se revolvió inquieta, arqueando la espalda y separándose del suelo. Su aroma era embriagador. Durante unos momentos cerró los ojos y disfrutó de su fragancia, mezclada con los olores de la tierra y las flores. Le separó los muslos con las manos y le abrió los pliegues con los pulgares. Maldiciendo la oscuridad, que no le permitía verla como deseaba, bajó la cabeza y la exploró con la lengua.

—¡Gregor! ¡Oh, Gregor! —exclamó ella, volviendo a acariciarle el pelo.

Los gemidos y suspiros de placer de Jessie inundaron sus sentidos. Tenía el pene tan tieso que le dolía, los testículos prietos y la espalda en tensión. «Aún no», se dijo. Se había pasado la noche anterior soñando con eso. Había fantaseado con agarrarla por las nalgas y levantarla para poder beber de ella, y eso era lo que iba a hacer.

Acercó la lengua a sus pliegues y le recorrió la raja hasta llegar a su entrada, donde por fin pudo saborear su néctar. Luego empujó la lengua en su interior y la lamió con ganas. Con los pies colgando, Jessie le tocaba el pelo, absorta en el placer que él le proporcionaba. Tras apoyar las piernas de la muchacha sobre sus hombros, Gregor la agarró a continuación por las nalgas y la levantó un poco más para tener mejor acceso y, moviendo la lengua, la devoró hasta que pareció estar a punto de alcanzar el clímax. Entonces levantó ligeramente la cabeza para acariciarle el clítoris con la lengua.

En ese preciso instante se dio cuenta de que podía verla mejor que hacía unos minutos, porque su cuerpo había empezado a brillar de un modo extraño. Era un resplandor casi sobrenatural, que le recordó al de un animal que había visto una vez en los trópicos, una luciérnaga. Debía de ser un efecto de la luz de la luna o su reflejo en algún riachuelo cercano. En cualquier caso, gracias a esa luz podía ver la expresión de éxtasis en su cara.

Era innegable que estaba disfrutando. Saber que era él quien le proporcionaba tanto placer lo llenó de orgullo, pero también hizo aumentar su deseo.

Volvió a acariciarle el clítoris con la lengua. Cuando el orgasmo se apoderó de ella, Jessie se sacudió y gritó. Él levantó la cabeza, forcejeando con los pantalones para liberarse, se agarró la verga y la situó frente a su entrada, dispuesto a montarla.

No obstante, lo que vio hizo que se detuviera en seco. Se quedó inmóvil contemplándola, sin dar crédito a sus ojos.

El cuerpo entero de la muchacha resplandecía con una luz propia que brotaba de su interior. Cuando abrió un momento los ojos, él comprobó que brillaban con una luz violeta, igual que la que había visto cuando había montado en la yegua en el Drover’s Inn sin caerse. Gregor estaba petrificado. No podía apartar la mirada.

¿Sería ésa su auténtica naturaleza? Si era así, todo lo que habían dicho sobre ella era cierto. La agarró por la barbilla y le volvió la cara a un lado y al otro, examinándola.

Cuando sus miradas se cruzaron, Jessie se dio cuenta de lo que él estaba haciendo y apartó la cara, avergonzada. Bajó los párpados y dejó escapar un gemido extraño, que le recordó al de un gato. Era un gemido de arrepentimiento. Ella no quería que él se enterara.

Apretando los dientes, Gregor se maldijo por haberse negado a aceptar las pruebas que habían estado ante sus ojos desde el primer momento. Al notar que ella se apartaba, supo que tenía que actuar antes de que se marchara.

Sujetándola con fuerza por la barbilla, la obligó a hacerle frente.

—Jessie, mírame.

Ella negó con la cabeza.

—Era cierto lo que decían, ¿verdad? Practicas la brujería.

Ella abrió los ojos de golpe.

—No he hecho nada malo, te lo prometo, Gregor. Sólo conozco unos cuantos hechizos. Nunca he hecho daño a nadie.

Jessie lo agarró por las muñecas, como si tuviera miedo de que saliera corriendo despavorido. Aunque, en realidad, era él quien debería estar asustado. Había desestimado las acusaciones de los parroquianos de Dundee, calificándolas de tonterías o trucos, y ahora tenía que afrontar las consecuencias. Gregor admitió que, por primera vez en muchos años, sentía miedo, pero lo que temía era al mismo tiempo el objeto de su deseo.

—Por favor, no me abandones —le suplicó ella.

El espeluznante grito de un búho cercano rompió el silencio de la noche.

—Debería hacerlo. Debería poner fin a todo esto ahora mismo —repuso él, sintiendo un escalofrío en la espalda.

Jessie gimió, y la luz que surgía de ella empezó a debilitarse. Volvió la cabeza y trató de incorporarse.

A pesar de que estaba muy confundido, algunas cosas cobraron sentido de pronto en la mente de Gregor. No debería haber ignorado las acusaciones tan de prisa. Debería haber escuchado lo que decían, pero había quedado deslumbrado por la belleza y la personalidad de la muchacha. Después de todo lo que había pasado entre ellos, debía reconocer que no había prestado atención a los detalles porque la lujuria se había apoderado de él. La había deseado desde que la había visto por primera vez. Ésa era la pura verdad. Mientras recordaba episodios que habían vivido juntos, cualquier pensamiento racional lo abandonó. Ese mismo día se había preguntado sobre el tema, y sin embargo había acudido a la cita, deseándola, deseando a Jessie Taskill.

—¿Has usado alguna vez tus artes conmigo?

—No, nunca. —El tono decidido de su voz fue muy convincente, pero no satisfecha con ello, siguió defendiéndose con vehemencia—: He usado algún hechizo para ayudar a la causa, pero nunca para dañarte ni para engañarte. Nunca lo haría. —Se interrumpió, y Gregor supo que le estaba ocultando algo—. Te agradezco mucho todo lo que has hecho por mí. Me salvaste del alguacil. Ahora quiero ser yo quien te ayude. Nunca te haría daño.

A continuación lo agarró por las solapas de la levita y lo acercó a ella.

—Gregor, por favor, te necesito. Cuando estamos juntos, me vuelvo más fuerte. Esa fuerza me ayudará a llevar a cabo la misión.

Él se dejó arrastrar al sentir las manos de ella, que le acariciaban la espalda mientras alzaba el trasero. Su cuerpo era tan exuberante y tentador tumbado debajo del suyo que su polla tardó pocos segundos en recuperar su estado anterior. Las caderas empezaron a movérsele como si tuvieran voluntad propia. Necesitaba invadir su territorio más íntimo y suculento, sin pensar en las consecuencias.

Entonces sintió que la cabeza le daba vueltas. Todo aquello en lo que había creído hasta ese momento se desdibujaba. Nada podía compararse con ese instante, con el deseo irresistible de hundirse en esa mujer que era a la vez puta y bruja, una bruja a la que buscaban para quemarla en la hoguera. Al recordar los gritos de la multitud en Dundee, lo que sintió fue rebeldía, unida a la necesidad de protegerla.

«No permitiré que nadie le haga daño».

—Que Dios me ayude —dijo finalmente—. No puedo resistirme a ti.

Y, guiando el miembro con la mano, lo dirigió hacia su abertura. La deseaba más allá de toda lógica.

Al apretar, el cuerpo de ella cedió con facilidad y parte de su erección entró en él. Sentir cómo ella lo abrazaba en lo más íntimo lo dejó temporalmente sin aliento. Tras unos segundos, respiró hondo y empujó, clavándose hasta el fondo. Jessie apretó el sexo con fuerza, dándole la bienvenida. Era lo más agradable que había experimentado nunca. Volvió a empujar.

«Jessie». El nombre resonó en la mente de Gregor al llegar a lo más hondo.

Con un gemido de placer, ella le clavó los dedos en la espalda, animándolo a seguir. Como si necesitara que lo animaran… Hincándose en ella, arqueó la espalda y le besó el pálido cuello. Estaba sudando. La lamió, probando su sabor.

—Aaahhh… —exclamó ella—. Es como si me llenaras de fuerza y de energía. Nunca me había sentido tan viva y tan poderosa como desde que te conozco.

Él volvió a maldecir. Era una locura. Ambos habían perdido la cabeza.

—No puede ser —dijo—. Es un disparate.

Y, sin embargo, él sentía lo mismo. Tenía los sentidos saturados de Jessie, y a su alrededor la noche parecía vibrar con su brillo. Era como si incluso el aire que respiraban se hubiera visto afectado por ella. No podía negar lo que veía y lo que sentía, y todo estaba ligado a lo que ella era. Sentía su calor irradiándose en forma de ondas por el suelo, como si de algún modo estuviera conectada con la tierra y lo que crecía sobre ella. Sus ojos seguían brillando. El pelo estaba extendido sobre el suelo, y habría jurado que algunos mechones se clavaban en él como si quisieran echar raíces. Le había soltado la espalda y sus dedos se fundían con el terreno, clavándose en él al ritmo de sus embestidas.

Gregor se incorporó un poco al tiempo que se apoyaba en los brazos y se hundía más profundamente en su hoguera. Si ése iba a ser su final, bienvenido fuera. Jessie le había rodeado las caderas con las piernas y le clavaba los pies en el culo cada vez que él se retiraba. Esa posición le dio mejor acceso y la verga se le arqueó un poco en su interior. Entonces, ella volvió a contraer los músculos con fuerza a su alrededor. La presión era demasiado agradable para aguantar mucho más. Tenía los testículos a punto de explotar.

—No me tienes miedo cuando estamos así, ¿verdad? —Aunque era una pregunta, Jessie estaba segura de la respuesta.

Esa mujer no se parecía a ninguna de las que había conocido hasta ese momento. Lo había esclavizado. Estaba a su merced. Si antes lo había sospechado, ahora estaba seguro de ello. «¿Cómo ha podido suceder?»

—Sí, tengo miedo —respondió él, sin dejar de clavarse en ella, buscando el placer compartido—, pero esto es demasiado bueno. Es como perderse en un paraíso terrenal.

La joven pareció encantada con sus palabras. Arqueó la espalda un instante antes de que la luz violeta que despedían sus ojos se extendiera por todo su cuerpo e iluminara la tierra a su alrededor.

Lo mantuvo firmemente sujeto mientras daba bandazos con la cabeza a lado y lado, y murmuraba su nombre sin parar. La letanía que brotaba de sus labios lo espoleó. Con un brusco movimiento de cabeza, se libró de una gota de sudor que le caía por la frente.

Jessie levantó una mano y le echó el pelo hacia atrás, acariciándolo entre las cejas con el pulgar. Algo distinto brilló entonces en los ojos de ella, al tiempo que se constreñía alrededor de su miembro.

La presa se había roto.

—Ah, dulce Jessie, eres maravillosa.

Ella respondió, pero Gregor no reconoció sus palabras. Le pareció que hablaba en gaélico, aunque no prestó mucha atención, ya que lo estaba ordeñando como si se tratara de un guante cálido y resbaladizo.

La muchacha brillaba, incandescente, como si hubiera capturado la luz de la luna al alcanzar el clímax. Mientras la semilla de Gregor se derramaba en su interior y los muslos de ella le apretaban con fuerza las caderas, pensó que no había otro lugar en el mundo donde deseara estar. Sólo quería estar allí, saboreando el momento, disfrutando del espectáculo de verla tan gloriosa y resplandeciente en el punto culminante de su unión.