6
Jessie se desperezó y bostezó. No estaba acostumbrada a comer caliente al mediodía, y se había quedado dormida con el estómago lleno. Todo a su alrededor estaba tranquilo. Sería un buen momento para descubrir más cosas sobre su nuevo patrón. Al fin y al cabo, no sabía si podía fiarse de él. Tal vez no tenía suficiente dinero para pagar sus servicios. Era muy guapo, y le apetecía creer en sus palabras, pero no era menos cierto que era un canalla. Lo había dejado muy claro al presentarse en el calabozo vestido de sacerdote. Aunque le había parecido muy divertido, era la acción de un hombre que no se detenía ante nada para lograr sus objetivos. Tenía que ser prudente.
Se arrodilló en el suelo y miró por la cerradura. Ramsay se había llevado la llave, lo que le complicaría un poco más las cosas, aunque no había nada que un buen conjuro no pudiera resolver. Mientras estuviera de vuelta en su habitación cuando él regresara, no habría ningún problema.
Sentándose sobre los talones, se acordó de que ése había sido el primer conjuro que les había enseñado su madre, por si algún día se encontraban encerrados en algún sitio. Recordaba vagamente que había entrado a gatas en un armario con su hermana gemela Maisie. Se estaban escondiendo de Lennox, su hermano, varios años mayor que ellas. Al no encontrarlas, éste había ido a buscar a su madre para decirle que habían desaparecido. Tras el susto, cuando finalmente aparecieron, su madre había empezado a darles lecciones de magia. En aquel momento, Lennox ya conocía unos cuantos hechizos, ya que era mayor que sus hermanas y, según su madre, tenía un don natural.
Todos los buenos recuerdos que Jessie tenía de su madre iban ligados a la magia. Les había repetido incansablemente lo que ella llamaba «encantamientos básicos», aquellos que podían necesitar para protegerse. Jessie sabía cómo liberarse si estaba atrapada; cómo causar problemas o evitarlos, y cómo lograr que un objeto atrapara la atención de una persona por completo. Un encantamiento muy útil, este último, cuando estabas tratando de venderle algo a alguien. Su madre también les había enseñado a sus hijas a protegerse de las enfermedades y de los embarazos no deseados. Había insistido tanto en el tema que, a pesar de su juventud, a las dos hermanas les había quedado claro que su madre lamentaba haberse entregado con tanta facilidad a su padre, que los había abandonado al enterarse de su don especial.
Jessie sabía que le quedaban muchas cosas por aprender, pero se resistía, ya que ese conocimiento sólo le había acarreado desgracias a su madre. Y ella había estado a punto de sufrir el mismo destino por haber heredado sus habilidades. Cada vez que se sentía tentada de expandir sus conocimientos, se echaba atrás por miedo.
En las Highlands estaría a salvo y podría explorar con más libertad, tal vez incluso conocer a otras como ella. Pero su auténtico objetivo era reunirse con Maisie y Lennox, a los que no había vuelto a ver desde el día de la muerte de su madre. Hasta que llegara ese momento, sabía lo suficiente como para protegerse de las amenazas del día a día.
Con un suspiro de añoranza, se concentró en la cerradura y llamó a la libertad en una lengua antigua:
—Thoir dhomh mo shaorsa.
A continuación se oyó un clic y la puerta se abrió.
Jessie se incorporó y entró sigilosamente en la habitación de Ramsay. No había nadie. Miró hacia la puerta que conducía al pasillo, la que habían usado la tabernera y los criados para entrar. Esa puerta era lo único que la separaba de la libertad. Podría escapar y emprender el esperado viaje al norte. Pero no quería.
El misterioso señor Ramsay había captado su interés esa mañana. Le molestaba mucho que la encerrara, pero no podía resistirse al desafío que suponía distraerlo mientras él se esforzaba en educarla. Asimismo, sentía curiosidad por conocer más detalles sobre su enemigo y la disputa que ambos hombres mantenían. Al mirar a su alrededor, vio la cama de Ramsay en la habitación de al lado y se acercó a ella. Estaba aún por hacer, y en la almohada se veía el hueco que había dejado su cabeza. Se lo imaginó tumbado, descansando. No, todavía no estaba lista para marcharse.
Un vistazo a su alrededor le confirmó que esa habitación era mucho más cómoda que la suya. Las cortinas, tanto las de las ventanas como las que rodeaban la cama, eran de grueso damasco. En la habitación del servicio, que era la que ella ocupaba, las cortinas eran viejas y estaban gastadas por el paso del tiempo. Además, en el camastro sólo había una manta fina.
El baúl estaba cerrado con llave. Sin duda, Ramsay se la había llevado, así que Jessie se arrodilló junto a él y lo abrió usando la magia. Tras levantar la tapa, revolvió la ropa que había en la parte superior. Bajo ésta encontró varios legajos atados con cintas. Dejándolos a un lado, se fijó en lo que parecían ser cosas más interesantes. Al fondo del baúl había varios objetos pesados envueltos en tela. Levantó uno de ellos y vio que contenía una buena cantidad de monedas. Estuvo tentada de quedarse con unas cuantas, pero finalmente decidió que no valía la pena. Tal vez él las contaba cada noche. «Si trata de engañarme, sé dónde guarda el dinero», pensó.
Satisfecha con eso, dejó de nuevo el paquete en su sitio y levantó el otro. También era pesado, aunque no tanto como el primero. Al abrirlo vio que estaba lleno de lo que parecían ser piedras o trozos de cristal rotos. Eran de distintos colores y, de no haber estado tan sucios, podrían haberse hecho bonitos adornos con ellos. Frunció el cejo. ¿Sería posible que fueran piedras preciosas sin pulir? Jessie no podía estar segura, ya que nunca antes había visto ninguna. Levantó una de ellas y la observó al trasluz con curiosidad. Quizá las hubiera traído de alguno de sus viajes por tierras lejanas. De pronto sintió deseos de preguntarle por sus viajes, por los distintos países que había visitado, por las mujeres que había conocido.
Vio que también había una pequeña bolsa de terciopelo. Al abrirla, descubrió en ella varias piedrecitas blancas. Había visto piedras como ésas alguna vez, y sabía que eran muy valiosas.
—Perlas —susurró.
Tras dejarlo todo tal como lo había encontrado, cerró la tapa del baúl y colocó de nuevo el candado. Su patrón no la había engañado: era un hombre rico. Se quedó más tranquila. Si no le pagaba lo que habían acordado, sabía dónde resarcirse.
Se tumbó en la cama y dio varias vueltas. Era mucho más cómoda que el estrecho camastro donde había pasado la noche anterior y esa tarde. El colchón, relleno de crines de caballo, era consistente. La cabecera era sólida y tenía varios almohadones. Su camastro, por el contrario, estaba hecho con tela de saco clavada a una estructura de madera. Prefería esa cama, era mucho más cómoda, y las sábanas eran suaves al tacto. Jessie fue moviéndose hasta encajar en el hueco que Ramsay había formado en el colchón al dormir. Aspiró su aroma masculino y suspiró.
¿Qué haría si entrara en ese momento y la encontrara allí? «Quizá me castigaría otra vez», se dijo, y rió para sus adentros.
Nunca la habían castigado de ese modo. Bueno, tal vez de niña, pero ya lo había olvidado. El hecho de que hubiera sucedido en medio del juego amoroso la había sorprendido. Notar el contacto de su mano en el trasero no sólo le había dificultado mucho concentrarse, sino que también había hecho aumentar su excitación. Sólo pensar en ello ahora hizo que se tensara. Dobló las rodillas y, con los pies apoyados en la cama, se levantó la falda hasta la cintura. Con las dos manos, se acarició la parte interior de los muslos, imaginándose que él estaba cerca, observándola. Se figuró que sacudía la cabeza y le decía que lo estaba haciendo mal.
—¡Oh! —exclamó, sorprendida por lo rápidamente que se había encendido al pensar que él la castigaba. Nunca se habría imaginado que pudiera sucederle algo así, pero lo cierto era que, cuando él se ponía dominante, ella perdía la capacidad de razonar.
Ramsay no había salido mucho mejor parado. En algún momento le había parecido un poseso. Tenía el cuerpo tan tenso por el esfuerzo de reprimir su deseo que los músculos se le habían endurecido como rocas. La había tratado con brusquedad, provocándola con su actitud. Sólo de pensar en ello, la necesidad de tocarse aumentó hasta convertirse en una obligación. Deslizó las manos hasta las ingles y se abrió los pliegues con los pulgares, para que el aire le refrescara el clítoris, ya algo inflamado.
Moviendo las caderas, se lo imaginó al pie de la cama. Sus ojos melancólicos se oscurecían cuando se excitaba. Sabía que disfrutaba castigándola. Le había acariciado el coño mientras la azotaba, y ambos sabían que eso no era ningún castigo.
Ojalá le hubiera ordenado que se sentara en su regazo esa mañana para que los dos se hubieran aliviado mutuamente. Su erección le había recordado a un mástil. Nada le habría gustado más que cumplir esa orden. Al imaginárselo, se le contrajo el surco de su sexo, mientras que en lo más hondo del vientre el dolor iba en aumento.
Tenía el clítoris hinchado. Tras humedecerse los dedos con los fluidos que se acumulaban entre los pliegues de su sexo, los movió en círculos, recordando cómo él se había lamido sus propios dedos después de penetrarla con ellos. Había disfrutado haciéndolo, y no se había molestado en disimularlo. Frotándose con más intensidad, Jessie se mordió el labio inferior.
Cuando alcanzó el clímax, fue con la imagen del señor Ramsay acercándose a ella y desabrochándose los pantalones mientras caminaba. Contuvo el aliento hasta que el orgasmo la inundó.
Mientras descendía de nuevo a la tierra al acabar, se le escapó una risita. Oh, sí, a juzgar por lo que había pasado esa mañana, pronto estaría durmiendo en esa cama.
Cuando Gregor regresó a la posada, pidió que se ocuparan del caballo antes de dirigirse hacia la ventana que anteriormente había identificado como la de la habitación de Jessie. Había esperado encontrársela abierta, puesto que no le habría extrañado que su nueva socia se hubiera escapado. Pero la ventana parecía intacta, así que entró en el establecimiento.
Aunque las habitaciones estaban exactamente como las había dejado, no podía librarse de la sensación de que la muchacha no había permanecido todo el tiempo en su cuarto. Sin embargo, al abrir la puerta de la habitación del servicio, la encontró sentada en el camastro, peinándose con los dedos. De repente se le ocurrió que debería haberle comprado un peine. No tenía ninguna de esas frivolidades femeninas, que la habrían mantenido entretenida.
Ella le dirigió una mirada amenazadora. No le extrañó. Suponía que lo peor del enfado ya habría pasado, y que se habría ido calmando con el paso de las horas, pero sabía que no iba a librarse de escuchar su opinión sobre el encierro. Esperó impaciente.
—No está bien encerrar a una persona sin razón —le espetó, levantándose y cruzando los brazos sobre el pecho como si se preparara para una larga discusión.
Gregor suspiró, cansado.
—No te conozco mucho, Jessie Taskill, pero he descubierto una cosa sobre ti, y es que te aburres con facilidad. La posibilidad de bajar a la taberna a divertirte habría sido una tentación demasiado grande. Si te he encerrado ha sido para protegerte. Tienes que esconderte hasta que la gente se haya olvidado de que una mujer ha huido del calabozo en la región.
Ella lo miró entornando los ojos.
—Me rescataste de una prisión para encerrarme en otra.
Al parecer, no tenía intención de ponerle las cosas fáciles.
Gregor se volvió y comenzó a quitarse la levita mientras se alejaba. De inmediato lo siguió una retahíla de insultos que él soportó estoicamente, preguntándose si no habría sido preferible dejar que escapara e ir a buscarla más tarde.
Cuando les subieron la cena, comieron en silencio, fulminándose el uno al otro con la mirada de vez en cuando.
Finalmente, ella se encogió de hombros, como si se rindiera.
—¿Y bien?, ¿qué planes me has preparado para esta noche?
Gregor se mordió la lengua para no echarse a reír. Estaba aburrida; no le extrañaba que se metiera en tantos líos. La miró con atención. Sabía lo que le apetecía hacer con ella. Tras el episodio de esa mañana, lo que quería era quitarse de encima la frustración con una buena sesión de juegos de cama. Pero no estaba allí para eso. Ya le estaba resultando bastante difícil controlarla sin darle la ventaja que le supondría una mayor confianza.
Ella seguía mirándolo con expectación.
—Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa que desees —añadió con una mirada sugerente.
Siempre que sus deseos coincidieran con los de ella, claro estaba, pensó él. Recordó lo dispuesta que se había mostrado esa misma mañana aceptando la mano que le golpeaba el trasero. Evocó cómo había empujado y se había retorcido bajo su mano hasta aliviar su lujuria. No pudo evitar bajar la mirada un instante hacia las curvas de su culo antes de volver a mirarla a los ojos, que lo observaban con deseo, y su polla se puso dura rápidamente.
Tenía que decirle que se marchara o sería incapaz de mantener las distancias. El día había sido largo y había estado repleto de acontecimientos sobre los que debía reflexionar. La reunión con Robert había sido fructífera. Ahora tenía que hacer planes para el día siguiente.
—Estoy cansado; ha sido un día largo. Lo mejor será que cada uno se retire a su habitación a descansar. —Estaba mintiendo, pero si ella seguía allí, tan exuberante y provocativa, iba a tener que llevarla a la cama y buscar alivio entre sus deliciosos muslos.
Eso no era lo que Jessie quería oír. Haciendo un mohín, miró a su alrededor, como si estuviera pensando en qué nuevo lío podía meterse.
—Continuaremos con tu formación mañana a primera hora —añadió Gregor, tratando de librarse de ella.
La expresión de la joven se iluminó.
—Bien —dijo y, con una sonrisa pícara, agregó—: ¿Querrás observarme mientras seduzco a un hombre imaginario otra vez?
Por Dios, esa mujer era una auténtica pesadilla. La provocación continua que brillaba en sus ojos lo torturaba. Le gustaba que fuera tan exhibicionista, era bueno para sus planes. Pero corría el riesgo de volverse loco de lujuria por su comportamiento. La abstinencia no era tarea fácil cuando la señorita Jessie Taskill estaba cerca y ponía su talento en marcha. La mirada sugestiva que le dirigía habría derretido hasta al hombre más duro.
Gregor frunció el cejo, decidido a no dejarse manejar.
—No. Tienes que mejorar los modales en la mesa. La próxima sesión la dedicaremos a eso.
Ella abrió mucho los ojos. Al parecer, se había ofendido por su comentario.
—¿Mis modales en la mesa?
Él disimuló una sonrisa. Para ser una mujer que se ganaba la vida vendiendo su cuerpo, era sorprendentemente orgullosa. Estaba seguro de que ese rasgo de su carácter debía de haberle acarreado más de un problema. No pudo resistir la tentación de burlarse un poco más de ella.
—¿Sabes bendecir la mesa?
Jessie abrió aún más los ojos.
—¿Sabes rezar? —insistió él.
Alzó las manos, indignada.
—Sí, claro que sé rezar. Y claro que sé bendecir la mesa. Lo que no entiendo es para qué necesito esas cosas para impresionar a tu enemigo.
—No sólo tienes que comportarte debidamente ante él. Si logramos que entres a trabajar en la casa…
—Lo lograremos —lo interrumpió ella, molesta.
—Pues, entonces, tendrás que convencer a los demás sirvientes de que eres una jovencita devota y trabajadora que necesita el empleo. Una jovencita de las que no causan problemas a nadie.
Jessie entornó los ojos, irritada, cuando él enfatizó la palabra «problemas».
—Puedo hacer todas esas cosas —replicó, a la defensiva—. No he sido puta toda la vida. Sé hacer muchas otras cosas. No hace falta que te preocupes por mis modales. —Con esas palabras, se levantó y se encerró en su cuarto, dando un portazo.
Él se la quedó mirando mientras se alejaba, preguntándose en qué habría trabajado antes. Sabía muy poco de su vida. ¿Habría nacido en Dundee? ¿A qué se dedicaba su familia?
En cuanto se hubo encerrado en su habitación, Gregor empezó a echarla de menos. Frunciendo el cejo, se preguntó cómo era posible, si se pasaban el rato discutiendo. Se levantó y fue a buscar la botella de oporto. Suponía que no estaba acostumbrado a pasar tanto tiempo con una puta. Se acostaba con mujeres siempre que podía, pero en esos casos eran encuentros breves, que se acababan cuando el barco zarpaba de nuevo. Tras unas cuantas horas de alcohol, prostitutas y desenfreno, el mar se encargaba de calmarlo.
Pero ahora tenía a una mujer hermosa y provocativa a su disposición a todas horas. Cualquier hombre en su situación se sentiría tentado. Además, la naturaleza de la misión complicaba las cosas. Mientras trataba de explicarse las emociones encontradas que lo asaltaban, se acordó de Jessie, tumbada boca abajo sobre su regazo, y notó una erección al instante. Dio un trago al oporto directamente de la botella.
Menos mal que se había ido a su habitación. Era demasiado lista y tenía una lengua demasiado afilada. Habría acabado pasándose de la raya y habría tenido que volver a castigarla con unos azotes en ese precioso trasero suyo. Y si hacía eso, quebrantaría su voto de abstinencia.
Siguió bebiendo oporto hasta que le pareció que ya podría conciliar el sueño. No obstante, al acostarse en la cama, tuvo la impresión de que su aroma estaba por todas partes. ¿Cómo podía ser? Inquieto, dio vueltas en la cama, con la cabeza llena de imágenes de ella, ansiosa y ardiente. Cuando por fin llegó el alba, se felicitó por haber resistido a la tentación. Estaba agotado, pero orgulloso de sí mismo.
Sin embargo, en cuanto el sol entró por la ventana, Jessie apareció en la habitación, desnuda como el día en que llegó al mundo. Gregor maldijo entre dientes, sabiendo que su voto de abstinencia estaba a punto de ser puesto a prueba. Lo estaba mirando con los párpados entornados y una atractiva sonrisa en los labios.
Rindiéndose a lo inevitable, hizo un nuevo voto: tendría que ganárselo.
—Mal, Jessie —le dijo, agarrándola—. Demasiado tentadora.