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Dundee, 1715

Lo primero que le llamó la atención de la ramera fueron sus deliciosas nalgas. No resultaba fácil ignorarlas, ya que le habían quedado al descubierto mientras peleaba con otra de las mujerzuelas en el suelo lleno de serrín de la sórdida taberna de Dundee. Sin embargo, no fue la visión del atractivo trasero lo que hizo que Gregor Ramsay considerara a la mujer la cómplice ideal para su misión. Eso se le ocurrió más tarde, pero ciertamente su retaguardia le llamó la atención, impidiendo que siguiera su camino.

Había entrado en la taberna en busca de una jarra de cerveza, pero al oír el tumulto de una pelea estuvo a punto de dar media vuelta. No obstante, la vista de su trasero perfectamente redondeado, con su atractiva hendidura central, hizo que cambiara de idea y, en vez de marcharse, se abrió paso entre la multitud.

—¡Apartaos! —gritó alguien mientras las dos mujeres rodaban por el suelo tratando de agredirse la una a la otra con las faldas levantadas, los corpiños rotos y los pechos prácticamente a la vista de los mirones.

Los parroquianos estaban apostando por sus favoritas, lanzándole monedas a un hombre que se encontraba apoyado en un rincón. Mientras tanto, las mujeres se intercambiaban insultos. La del culo bonito parecía estar pasándoselo bien provocando a su rival.

—Puta esmirriada —le soltó al tiempo que se echaba el pelo negro y alborotado hacia atrás—. A un hombre le gusta tener dónde agarrar —añadió palmeándose la cadera y echándose a reír.

La pelirroja siseó con los dientes apretados. A Gregor le pareció mucho menos apetecible.

Su atención seguía desviándose hacia la mujer del cabello azabache, que parecía decidida a tumbar a su oponente en el suelo. Una vez que lo hubo logrado, la mantuvo allí apoyándole el peso encima y dándole patadas. Luego le sujetó los muslos con las rodillas y se inclinó sobre la pelirroja para morderle el hombro y, al hacerlo, su falda volvió a levantarse. La visión de sus muslos, tan desnudos como las nalgas, y del sexo de aspecto húmedo y mullido, hizo que los presentes se arrancaran a vitorear de nuevo. Era un panorama tan sugerente que Gregor no pudo evitar preguntarse qué se sentiría al arar su surco, al meter el miembro en una hornacina tan tentadora. Una rápida ojeada a su alrededor lo convenció de que no era el único que se lo estaba preguntando: los curiosos la miraban con la boca abierta, casi babeando.

—¿Por qué se pelean? —le preguntó Gregor al parroquiano que tenía al lado, un tipo desdentado que llevaba una camisa sucia y unos pantalones rotos.

—Eliza —respondió el hombre mientras señalaba a la pelirroja con la cabeza— acusó a Jessie —señaló a la morena— de quitarle a un cliente. Jessie…, bueno, Jessie es un poco salvaje; la llaman la Puta de Dundee —añadió bajando la voz—. Le dijo a Eliza que lo discutieran con los puños.

—La Puta de Dundee —repitió Gregor—. ¿Y qué le ha hecho ganarse ese elegante título?

El hombre se echó a reír.

—Es por su carácter. No es de las que se quedan tumbadas sin hacer nada, pensando sólo en las monedas que van a cobrar, ya me entiende…

«Una zorra fogosa. Qué intrigante», se dijo Gregor. Tal vez había sido el destino el que lo había llevado hasta ese lugar. Tan cerca del puerto, las callejuelas estaban repletas de tabernas y podría haber entrado en cualquier otra. Había viajado hasta Dundee en su barco, el Libertas, que había partido de nuevo, una experiencia desconocida hasta ese día, puesto que nunca había visto zarpar la nave sin él. La naturaleza de la misión que tenía por delante y la ausencia de un entorno familiar lo hacían estar tenso. Por eso había entrado a buscar una cerveza que lo calmara antes de cruzar el río Tay y adentrarse en el condado de Fife.

Ahora se alegraba enormemente de su decisión, ya que el espectáculo era de lo más entretenido. La Puta de Dundee luchaba con fiereza, sin preocuparse en lo más mínimo por su aspecto. A horcajadas sobre su víctima, le pellizcó un pezón con una mano mientras metía la otra bajo su falda y le hacía cosquillas en la hendidura. Luego extendió los dedos y la penetró con ellos, moviendo las caderas obscenamente adelante y atrás como si se estuviera montando a la otra fulana. Esa mujer carecía de vergüenza, pensó Gregor, que de inmediato empezó a urdir un plan. Una ramera con una preciosa sonrisa podía ser un señuelo muy valioso. Su enemigo sería incapaz de resistirse a los encantos de una bonita joven. Se rumoreaba que se había acostado con la mitad de las muchachas de la zona. Cuando las mujeres acabaran de pelearse, le propondría un trato a la Puta de Dundee.

La multitud gritaba enfervorizada. La pelirroja, tumbada en el suelo, se revolvió con rabia tratando de arañarle los ojos a su rival, pero la morena la esquivó ágilmente varias veces.

—¿Quién se encarga de la apuesta? —preguntó Gregor, metiéndose la mano en el bolsillo como si estuviera interesado en jugar. En realidad, lo que le interesaba saber era quién estaba al mando. La vida le había enseñado que ésa era la clave para sobrevivir en cualquier circunstancia. Parecía claro que Jessie, la Puta de Dundee, ganaría la pelea.

—Ranald Sweeney recoge el dinero —respondió el parroquiano arrastrando las palabras mientras señalaba con el dedo.

Ranald Sweeney era un hombre con cara de comadreja que no inspiraba en absoluto confianza. Mostraba una sonrisa obscena y una mano llena de monedas, y no perdía de vista a las dos mujeres mientras intercambiaba comentarios con el hombre que tenía al lado. Gregor los observó. El rufián tenía un aspecto chulesco y sucio. El otro, presumiblemente el cliente por el que se estaban peleando las prostitutas, llevaba una peluca empolvada. Su abrigo era de seda bordada, y el pañuelo anudado al cuello, de algodón de primera calidad. A pesar de su atuendo ostentoso, parecía sentirse como en casa en la taberna portuaria. Sin duda era un hombre rico al que no le importaba bajar a las cloacas para aliviarse cuando lo necesitaba. En su situación, él no alardearía de ese modo de su riqueza, pensó Gregor. Pero muchos hombres no eran tan discretos, y disfrutaban presumiendo de su posición.

Se abrió camino entre el tumulto hasta llegar al mostrador, donde el dueño no apartaba la mirada de la pelea.

—Cerveza —pidió Gregor, empujando una moneda sobre la barra.

El propietario asintió y le sirvió una jarra sin quitarles ojo a las mujeres.

La cerveza era fuerte y amarga, y Gregor tosió para librarse de los residuos que le habían quedado en la garganta después del primer sorbo. Entonces oyó un grito a su espalda y notó el impacto de un cuerpo que se abalanzaba sobre él. Tras dejar la jarra sobre el mostrador, se volvió y se encontró frente a frente con la mujer que había ido a parar a su lado. Era Jessie, la morena que había atraído su atención.

—Discúlpeme, señor —dijo ella mientras lo examinaba de arriba abajo con las manos en las caderas y los ojos brillantes de interés.

Él la saludó con una inclinación de la cabeza. La joven estaba tan desgreñada que parecía que jamás hubiera visto un peine. A pesar de que no le habría venido mal un buen baño, Gregor reparó en que sus labios eran muy apetecibles. A su espalda, la pelirroja se acercaba con malas intenciones, a juzgar por la expresión de su rostro. Él la señaló con un gesto de la barbilla.

—Tu rival se acerca.

Entonces, Jessie se hizo rápidamente a un lado, por lo que la pelirroja falló su objetivo y se precipitó sobre él. Gregor le dio unos momentos para que se recuperara y luego le hizo dar media vuelta y la empujó, animándola a continuar la pelea. Jessie se echó a reír y lo miró pestañeando antes de retomar la lucha.

Gregor examinó entonces a la multitud mientras se terminaba su cerveza. Había pasado once años fuera de Escocia. Había viajado por todo el mundo y, al regresar, se había encontrado con un país que se había unido a Inglaterra contra su voluntad. En general, la gente estaba malhumorada, pero las cosas básicas no habían cambiado tanto. Al fin y al cabo, la gente de Dundee estaba acostumbrada a décadas de guerra y dificultades. La ciudad seguía siendo tan bulliciosa como antes, sobre todo cerca del puerto, al que arribaban barcos de todo el mundo remontando el río Tay. El suyo era uno de esos barcos. Once años antes, se había marchado del condado de Fife amargado y pobre como las ratas. Todo ese tiempo en el mar le había permitido volver a casa cargado de dinero. Y, ahora, el barco en el que antaño había trabajado era suyo, al menos en parte.

Entre los mirones que rodeaban a las rameras se oyó un grito, y de inmediato todo el mundo dio un paso atrás. Curioso, Gregor buscó la causa de la súbita alarma. Aparentemente había perdido la oportunidad de ganar algo de dinero apostando por Jessie, ya que ésta se alzaba victoriosa con su contrincante desplomada a sus pies.

Sin embargo, Eliza se recuperó pronto y atacó a la menor oportunidad.

—¡Brujería! —acusó a su oponente, señalándola con una mano temblorosa—. Ha usado la brujería para ganar.

—Cállate, Eliza —se defendió la acusada con las mejillas encendidas de rabia—. Te recuerdo que fui yo quien te ayudó a sobrevivir el pasado invierno. Y te he ganado limpiamente, no puedes negarlo.

—¡Brujería! —insistió la pelirroja con desprecio—. Nos envenenará a todos con sus pociones y sus palabras extrañas.

El ambiente se tensó y los parroquianos empezaron a murmurar.

—Lo he visto —afirmó uno—. Jessie ha puesto los ojos en blanco y entonces ha dado la impresión de que a Eliza le faltaba el aire: se estaba ahogando.

De inmediato, dos hombres se adelantaron y sujetaron por los brazos a la acusada, que se retorció y trató de liberarse al tiempo que escupía y maldecía.

Gregor bajó entonces la vista hacia la pelirroja, que seguía en el suelo. Se sujetaba la garganta con la mano, como si le costara respirar. Tal vez se tratara de un truco. A lo largo de sus viajes había visto hacer trucos parecidos usando un hilo fino o un cabello. Siempre había sentido curiosidad por descubrir qué se escondía detrás.

Alguien había salido a la calle y estaba llamando a gritos al alguacil para que arrestara a la bruja, Jessica Taskill. Divertido por el giro que habían tomado los acontecimientos, Gregor se apoyó en la barra y observó a la mujerzuela morena que pronto tendría que enfrentarse al pueblo enfurecido, pues sin duda exigirían que la colgaran y la quemaran. Recordó las historias sobre brujas de su infancia que llegaban a su pueblo de vez en cuando. Los sacerdotes advertían a los niños en sus sermones de los peligros de relacionarse con esos seres aliados del demonio, y luego los aterrorizaban con historias de horcas y hogueras. Gregor no se había creído nada entonces, al igual que no se creía las acusaciones de Eliza ahora. Aunque algunas cosas habían cambiado mucho en Escocia durante su ausencia, al parecer otras no habían cambiado en absoluto. Una acusación de brujería seguía provocando la misma reacción violenta entre la gente. Si el alguacil daba crédito a los testigos, la mujer que tenía delante podría estar muerta antes de una semana.

Era una muchacha guapa y astuta, con un as o dos en la manga. Sería una verdadera lástima que tanta belleza y tanto talento se desperdiciaran en la horca o en la hoguera. La idea de hacerla desaparecer entre la multitud le resultaba atractiva. Le recordó a una vez cuando él y su amigo y compañero de aventuras Roderick Cameron habían liberado a un marinero borracho de un calabozo de Cádiz por una apuesta.

Gregor se dijo que debería proseguir su viaje de inmediato. Tenía que regresar a Fife, donde había alquilado una habitación. Pero el espectáculo no había terminado, y le costaba marcharse de allí sin presenciar el final. La mujer a la que habían llamado Jessica Taskill se retorcía como una anguila, maldiciendo sin parar y fulminando a sus captores con la mirada. Al echar los brazos hacia atrás, sus pechos adquirían protagonismo, pero más que ese atractivo evidente, lo que más llamaba la atención de Gregor era su temperamento. Por segunda vez le pareció que podría ser una buena candidata para la misión que tenía en mente. Si lograba liberarla de su actual situación, sin duda le estaría muy agradecida. De hecho, estaría en deuda con él. Tendría que pulirla un poco y enseñarle modales, pero era obvio que no le faltaban aptitudes. Sería un auténtico placer aleccionarla y prepararla para su cometido, sobre todo si esa instrucción anunciaba el primer paso en la caída de su enemigo.

El alguacil no tardó en llegar y en recabar la información que necesitaba.

—Llevadla al calabozo —ordenó.

Cuando Jessie protestó, el guardia sacudió la cabeza con una mirada pesarosa hacia sus pechos semidesnudos.

Mientras se la llevaban, la mujer miró por encima del hombro. Gregor vio sus ojos brillantes y se la imaginó tumbada en una cama, una imagen poderosa a la que su enemigo no podría resistirse. Si encontraba el modo de liberarla, ella estaría encantada de ayudarlo. Merecía la pena intentarlo.

Jessie Taskill se frotó la cara con las manos y miró con furia los barrotes de su celda. No le costaría mucho abrir el candado y escaparse usando un hechizo, aunque, pensándolo bien, la idea no era muy prudente, teniendo en cuenta que estaba allí acusada de brujería. Lo que más rabia le daba era que la hubieran denunciado infundadamente, puesto que no había usado la magia ni una sola vez. Había sido una estúpida al curar a Eliza con infusiones de betónica cuando había enfermado el invierno anterior, ya que, al hacerlo, se había vuelto vulnerable a sus ataques. Eso era algo sobre lo que Jessie reflexionaba en ocasiones: se preguntaba para qué demonios servía un don que acarreaba una carga tan pesada.

Desde que la habían encerrado en el calabozo, su estado de ánimo había cambiado varias veces, pasando de la rabia a la tristeza y de vuelta a la rabia. El calabozo era tan pequeño que ni siquiera podía calmarse andando de un lado a otro. No había nada, ni una silla, ni un catre. La única luz que entraba era la de los sencillos candelabros del pasillo. Aparte del asqueroso cubo del rincón, lo único que había en la celda era la paja del suelo.

Tras agarrarse a los fríos barrotes, apoyó la cara entre ellos y miró en dirección al carcelero, que se estaba comiendo un muslo de pollo. Al darse cuenta de que la mujer lo estaba mirando, se pasó la lengua por los labios grasientos, provocándola.

El estómago de Jessie protestó. Usando la magia podría hacer llegar el pollo hasta la celda. Era tentador, muy tentador. Cada vez le costaba más resistirse al impulso de usar su habilidad secreta, pero si una persona más afirmaba haberla visto emplear sus poderes mágicos, el alguacil la haría ahorcar antes del amanecer, sin molestarse siquiera en celebrar un juicio. Jessie tenía esperanzas de que la soltaran. El alguacil frecuentaba las tabernas y las casas de putas, y ella esperaba usar esa información a cambio de su libertad. No obstante, tenía que ser paciente y utilizar bien sus armas. Sentándose en cuclillas, se preguntó si habrían llevado hasta allí la paja directamente del establo. La deprimente casucha que compartía con otras seis mujeres era muy preferible a ese lugar. Nunca se había imaginado que algún día pensaría de ese modo.

Eliza era una de las mujeres con las que había compartido alojamiento. Habían pasado buenos y malos momentos juntas pero, a pesar de todo, ella la había traicionado al delatarla, lo que la entristecía sobremanera. Se habían peleado muchas veces antes, pero nunca de esa forma. Lo habitual era que luego se reconciliaran. El cliente era de Eliza, pero había demostrado interés en Jessie, y Ranald había saltado ante la posibilidad de ganar un dinero extra potenciando la pelea entre las dos mujeres. No se había dado cuenta de que Eliza se había molestado tanto. Ojalá lo hubiera notado antes.

Algo la había distraído. Un hombre. Uno que no había visto nunca por allí. Un forastero de ojos oscuros y una cicatriz en la cara. Era un hombre alto, que la había mirado con atención y ella se había dejado distraer. «¡Imbécil!»

Volvió a frotarse la cara con las manos. Ranald debía de estar muy enfadado con ella. Lo conocía lo suficiente para saber que no podía contar con su ayuda. Él se encargaba de guardarle las ganancias. Si Jessie no volvía, se las quedaría para sí.

«Eso no va a pasar», se juró. Aunque tuviera que emplear la magia para conseguirlo, no pensaba renunciar a su única esperanza, a su sueño. Había pasado bastante tiempo desde la última vez que había usado su don, desde la enfermedad de Eliza, y últimamente Jessie había empezado a dormir mejor. Lo que le quitaba el sueño no era la magia en sí, sino las reacciones que ésta provocaba en quienes la rodeaban. Era el rastro de destrucción que dejaba a su paso lo que no podía soportar, algo de lo que, por desgracia, había sido testigo desde que era una niña. Curiosamente, durante los últimos meses notaba la magia con más fuerza que nunca. Era como si su habilidad secreta le pidiera que la explorara y la alimentara. Era una sensación parecida a la del paso de niña a mujer.

Al oír voces en el pasillo, se puso de rodillas y se acercó a los barrotes. Con cautela, miró hacia afuera. Había un recién llegado con el guardia y, a juzgar por su atuendo, se trataba de un sacerdote. Jessie se echó hacia atrás y suspiró. Sin duda había ido a soltarle un sermón sobre la bondad y la santidad, siempre por el bien de su alma, por supuesto. Apoyó los codos en las rodillas y la barbilla en las manos. Sus creencias iban en una dirección muy distinta. Como todos en la familia de su madre, su alma estaba en armonía con la naturaleza, no con la Iglesia.

En cuanto hubiera ahorrado un poco más podría volver a las Highlands, donde eran más tolerantes con los que eran como ella. Allí podría dejar que su don floreciera y creciera tanto como quisiera. La magia se estaba despertando en su interior, era un legado poderoso que no podía ignorar. Cada día tenía que reforzar los diques para mantenerlo controlado, para evitar que se desbordara. En las Highlands podría vivir sin miedo. «En casa —pensó—. En casa, con mi familia». Ése era su sueño.

Cerró los ojos. Los recuerdos de la infancia la atormentaban. Su sueño no era más que eso: un sueño. Y, a juzgar por los acontecimientos de ese día, probablemente sería un sueño incumplido. Si no lograba escapar, sufriría el mismo destino que su madre. Tenía que arriesgarse. Tenía que usar la magia una vez más.

De nuevo, oyó pasos en el pasillo.

Cuando el sacerdote se marchara, tomaría una decisión. Se levantó y retrocedió hasta el fondo de la celda, donde permaneció con los brazos cruzados sobre el pecho. Cuando el carcelero metió la llave en el candado, Jessie la miró con deseo. No le costaría nada hacer que se le soltara del cinturón cuando se volviera a alejar, pero no podía correr ese riesgo. Y menos aún con un cura delante.

—Estás de suerte, Jessica Taskill —le dijo el guardia—. El pastor se ha levantado de la cama para rezar un rato contigo.

La joven apretó los labios para resistirse a la tentación de gritarles que sus creencias eran muy distintas de las de ella. Logró controlarse, diciéndose que si guardaba silencio y actuaba como si estuviera arrepentida saldría antes de allí.

Cuando el pastor hubo entrado en la celda, el guardia volvió a cerrar el candado y, sosteniendo la vela en alto, dijo:

—Si le causa problemas, llámeme, padre, y vendré en seguida.

Jessie miró al sacerdote. Llevaba un sombrero de ala ancha y tenía la cabeza baja, con lo que no podía verle la cara. Entornó los ojos y dobló ligeramente las rodillas para verlo mejor, pero en ese momento el carcelero dejó la vela en un candelabro fuera de la celda. Cuando sus ojos se acostumbraron a la nueva luz, pudo examinar al visitante. Era un hombre alto, de anchos hombros, que no se parecía a ningún sacerdote que hubiera visto antes. Ciertamente llevaba la sotana propia de su gremio, larga y sombría, abotonada desde el cuello hasta los tobillos, pero a Jessie no le pasó por alto el anillo de oro de su dedo meñique ni las botas de cuero bueno… ¡con hebillas de plata!

—Gracias —replicó el pastor—. Rezaré unas cuantas oraciones con la desventurada y lo avisaré cuando hayamos acabado.

El carcelero asintió y se retiró.

El supuesto sacerdote mantuvo la cabeza baja hasta que los pasos se hubieron alejado. La luz de la vela no era suficiente para distinguir los rasgos de su cara, por lo que Jessie se inclinó hacia él, cada vez más curiosa. Tenía la mandíbula firme y decidida. Cuando el hombre volvió el rostro hacia ella, vio su boca: era carnosa y apasionada, y en ella nacía una cicatriz que le cruzaba la cara hasta llegar al pómulo.

En ese instante lo reconoció.

—Ese guardia es idiota —susurró—. Un sacerdote no llevaría jamás esas botas.

—Tienes buena vista y una mente rápida —replicó el hombre, quitándose el sombrero y dejando al descubierto el resto de su cara.

A Jessie cada vez le resultaba más interesante lo que veía.

—Te conozco. Estabas en la taberna cuando se me llevaron.

—Sí, y puedo sacarte de aquí, a cambio de un favor.

—¿Has venido a rescatarme? —Jessie se echó a reír. Aunque no necesitaba que nadie la rescatara, su propuesta le interesaba. Si él lograba sacarla de allí, no tendría que usar la magia.

El recién llegado inclinó la cabeza.

—Por un precio.

—Ah, comprendo.

No le importaba ofrecerle sus favores a cambio de su ayuda. Entre otras cosas, porque era tremendamente atractivo, a pesar de la cicatriz y de su mirada implacable. Se notaba que era un hombre fuerte, en plenas facultades físicas, y tenía el aire de esas personas que han viajado por todo el mundo. Los había visto llegar en los barcos que amarraban en el puerto. El hombre por el que se había peleado hacía un rato era rico, pero éste, además, era guapo y parecía potente, de esos que le daban a una un buen meneo.

Sin embargo, Jessie volvió a observarlo con atención. Debía de llevar dinero encima, estaba segura de ello. Pronto averiguaría exactamente cuánto. ¿Por qué querría ayudarla? No necesitaba ser galante ni rescatar a una mujer maldita para satisfacer sus necesidades. Podría haberlo conseguido con cualquier otra prostituta. De hecho, con su aspecto, ni siquiera necesitaría contratar a una fulana. ¿Por qué precisamente ella? Tal vez lo excitaba la situación. Se estaba arriesgando al presentarse allí disfrazado, sabiendo que el alguacil podría llegar en cualquier momento para interrogarla.

En ese instante, el hombre se volvió hacia el pasillo para ver si el carcelero seguía en su puesto. Sin embargo, no parecía especialmente preocupado. Al girarse de nuevo hacia ella, su mirada era de diversión. ¿Le gustaban los retos? Si ése era el caso, había encontrado a la mujer ideal.

Con las manos en las caderas, se acercó a él. A la oscilante luz de la vela, sus rasgos angulosos se destacaban entre las sombras.

—Pagaré tu precio, a cambio de la libertad.

Antes de que él pudiera decir nada más, Jessie se dejó caer de rodillas y le colocó la mano en la entrepierna. Él abrió la boca como si quisiera hablar, pero se detuvo alzando las cejas al darse cuenta de lo que ella pretendía hacer. Jessie sonrió. Suponía que él había pensado cobrarse el precio tras el rescate. Sin duda sería menos arriesgado, pero la rebeldía le corría por las venas. ¿La reprendería? ¿Le daría una palmada en la mano para que se apartara?

No. No sólo no le apartó la mano, sino que su hermosa boca se curvó en una sugerente sonrisa. Jessie reconoció las señales que le estaba enviando. No era un hombre que se dejara amilanar, y el deseo de probarlo hizo que la sangre se le acelerara. Le daría placer allí mismo, no estaba dispuesta a esperar. Le apretó el paquete y levantó la mirada.

—¿No te da miedo que te descubran? —preguntó.

—Sabía que me estaba metiendo en una misión peligrosa —repuso él—, aunque la verdad es que no me imaginaba que las cosas irían de este modo.

Así pues, Jessie había acertado en sus suposiciones. El hombre había pensado cobrarse luego su deuda. Aunque, si le gustaba el riesgo, eso le iba a encantar. Echándose el pelo hacia atrás con un golpe de la cabeza, le deslizó las manos bajo la sotana y ascendió por sus muslos por encima de los pantalones. Al llegar al cinturón, sopesó por un instante la bolsa del dinero antes de continuar. Era impresionantemente pesada, más de lo que se había imaginado al ver la calidad de sus botas.

—Eres muy atrevida.

—Lo soy.

Volvió a acariciarle el paquete y su coño palpitó al comprobar que el bulto había crecido. Estaba duro y listo para ella dentro de la prisión de sus pantalones.

—Eres muy grande, señor —susurró la muchacha en tono burlón.

—Y más que lo voy a ser si sigues tocándome con esas manos tan expertas —replicó él con la mirada fija en su escote.

Jessie rió en voz baja y le rodeó los muslos con las manos, tomándoles la medida y apretándolos. Sus músculos eran fuertes como rocas. Podría levantarla y llevarla en brazos si quisiera. Bajó hasta las botas y volvió a subir hasta su objetivo en la parte delantera de los pantalones. Su miembro había aumentado de tamaño más aún y estaba del todo empinado. La joven se humedeció al notarla bajo sus dedos. Con un murmullo de aprobación, lo agarró con firmeza.

—Qué agradable sería montar un arma tan poderosa.

Maldiciendo entre dientes, él echó un último vistazo al pasillo. Al ver que ella se disponía a desabrocharle la sotana para tener mejor acceso, apretó los labios.

Jessie reparó en lo alto que era. Se alzaba sobre ella como una torre, y su actitud era la de un hombre seguro de sí mismo, viril, obstinado y misterioso. El conjunto era muy tentador. Quería darle placer…, entre otras cosas. Cuando su verga saltó, liberada, ella la agarró con la mano; estaba caliente. Con la otra mano le sostuvo los testículos, que respondieron levantándose dentro de su saco. Si hubieran estado tumbados, le habría encantado montarse sobre él a horcajadas y cabalgarlo. Ese hombre la ponía tan cachonda que el sexo le palpitaba. Quería agarrarse de los barrotes y suplicarle que la montara por detrás. Le rodeó la verga con los dedos, midiendo su grosor, y suspiró impresionada mientras la humedad le resbalaba por los muslos.

Rápida como un relámpago, la mano del desconocido se cerró entonces sobre la suya. Por un momento, Jessie pensó que iba a ordenarle que se detuviera, pero su corazón volvió a acelerarse al ver su mirada desafiante.

—Te quemarán tres veces en la hoguera, puta bruja, si te descubren haciendo marranadas con un sacerdote —la provocó.

Jessie contuvo el aliento y le sostuvo la mirada. El brillo pecaminoso de los ojos del forastero hacía que pareciera cualquier cosa menos un pastor de la Iglesia.

Apretándole el miembro con firmeza, se acarició los labios con la lengua.

—Si tengo que arder en la hoguera, prefiero que sea por una buena causa —repuso.