24

Gregor llegó al lugar donde se habían encontrado la noche anterior casi sin aliento. Los pulmones le ardían. Aunque no había dejado de correr en ningún momento, Jessie ya no estaba. Frotándose la cabeza con las manos, miró la luna y maldijo en voz baja. ¡Cómo había podido llegar tarde!

A la carrera, comprobó que no estuviera en los establos ni en los demás edificios cercanos. Se había ido. Le había fallado. Imaginársela allí esperándolo, regresando al fin a la casa decepcionada, sin comprender sus motivos, lo volvía loco. La noche anterior se había alegrado tanto de verlo. Al parecer, no había estado muy segura de que fuera a aparecer. Y, sólo una noche más tarde, le había demostrado que sus sospechas eran fundadas, que no podía fiarse de las promesas de los hombres.

Se volvió hacia el caserón. Jessie estaba allí, en alguna parte. Se dirigió a la entrada de servicio. La puerta no estaba cerrada con llave, así que, sin pensarlo dos veces, entró en la cocina. ¿Dónde demonios estaría su habitación? Tendría que habérselo preguntado el día anterior.

No importaba. La encontraría. La llamaría a gritos desde el tejado si hacía falta.

La puerta que daba al pasillo estaba abierta, y vio que al otro extremo había luz. Se dirigió hacia allí. Al llegar a la puerta de donde salía la luz, se detuvo a escuchar. En la distancia, oyó voces. Eran voces masculinas. Dos o más hombres gritaban y reían.

A sus pies, algo le llamó entonces la atención. Era un chal azul. Al reconocerlo, la sangre se le heló en las venas.

El grito de una mujer resonó en el silencio de la noche.

«¡Jessie!»

Gregor salió corriendo en dirección al lugar donde había sonado el grito. Al llegar a la puerta del comedor, la escena que lo recibió hizo que perdiera el control. Ciego de furia, vio a Jessie encima de la mesa, tambaleándose con el vestido roto. Un hombre se estaba burlando de ella y otro la estaba amenazando con un atizador. Un odio terrible se apoderó de él.

Tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlar el impulso de entrar en la estancia como un toro enloquecido, gritando y embistiendo a quien se interpusiera en su camino. Instintivamente, su mano voló hasta la daga que llevaba colgando del cinturón. Tragando bilis, se obligó a fijarse en los hombres que amenazaban a la muchacha. Comprobó que eran dos. Uno muy grande, bien vestido, y otro más menudo.

—Señor Forbes —dijo este último—, cuando se caiga dejará de resistirse.

«Forbes Wallace».

Jessie movió los brazos como si quisiera mantener el equilibrio, pero al mismo tiempo le propinó una patada al hombre que intentaba agarrarle el tobillo. Entonces, puso los ojos en blanco y Gregor distinguió que éstos lanzaban destellos violetas. Estaba tratando de usar la magia.

«No, Jessie, no lo hagas».

Al ver que perdía el sentido y se desplomaba, Gregor acabó de abrir la puerta con tanta fuerza que ésta golpeó la pared con estrépito. La luz de las velas parpadeó y un objeto de cristal cayó de un mueble cercano y se rompió en mil pedazos.

Entró en la habitación.

Cuando el hombre del atizador se volvió hacia él, Gregor se lo arrebató de la mano aprovechando que lo había cogido por sorpresa. A continuación, lo golpeó en la cabeza con su propia arma. El hombre se tambaleó y cayó al suelo.

Al ver a Jessie desmayada sobre la mesa con el vestido roto, se dio cuenta de lo que había estado a punto de suceder y sintió una punzada de rabia y de dolor.

El otro hombre se dirigió entonces hacia él con los puños en alto y los ojos brillantes de furia.

Gregor arrojó el atizador a una esquina y se arremangó. La idea de una pelea le resultaba de lo más apetecible.

Dejó que su oponente lanzara el primer golpe, ya que no parecía muy peligroso: era todo piel y huesos. Agachándose, esquivó el puñetazo con facilidad y, antes de incorporarse, le lanzó un gancho desde abajo, directo al estómago.

El otro se dobló con un gruñido de dolor. Gregor aprovechó para rematar con un fuerte golpe a la mandíbula que lo lanzó contra una vitrina. Desde allí, se fue deslizando hacia el suelo, inconsciente.

El otro hombre estaba recobrando el sentido. Gregor esperó a que se levantara, porque aún tenía ganas de volver a derribarlo. Al mirarlo a la cara se dio cuenta de que le resultaba familiar. Lo había visto en la taberna de Dundee la noche que había conocido a Jessie. Era el cliente por el que habían estado peleándose las mujeres.

—Forbes Wallace —dijo.

—¿Quién demonios eres tú?

«Tu hermano». Por un instante, estuvo tentado de decírselo, sólo por ver su expresión de sorpresa, pero no podía soportar oírlo. Cualquier contacto con los habitantes de esa casa era algo de lo que quería olvidarse cuanto antes y para siempre.

—Eres su nuevo chulo —dedujo Forbes.

Negando con la cabeza, Gregor se llevó la mano a la daga y la sacó de la funda.

Los ojos de Wallace brillaron de miedo.

Él se echó a reír para ponerlo nervioso, pero luego lanzó la daga, que se clavó en las tablas de suelo, y levantó los puños.

La mirada de Forbes se movió entre el cuchillo y su dueño.

—No uso armas contra un hombre desarmado —declaró Gregor—. ¡Vamos, defiéndete!

Sin embargo, en vez de jugar limpio, Forbes se abalanzó sobre él como un toro enfurecido, con el hombro apuntando hacia el pecho de Gregor. Éste se apartó a tiempo y lo hizo caer poniéndole la zancadilla.

Con su oponente de nuevo en el suelo, Gregor atacó entonces lanzándose sobre él y sujetándolo con una rodilla encima del hombro. El atizador le quedaba al alcance de la mano.

El hombre soltó un grito de dolor.

—Prefieres la lucha libre al boxeo. Me parece bien.

—¡Maldito seas! —exclamó Wallace, volviendo a mirar la daga una vez más.

«Tratará de hacerse con el cuchillo y entonces le romperé el cuello», se dijo Gregor, y con una sonrisa desafiante, le retorció el brazo.

Forbes aprovechó la oportunidad para tratar de sacárselo de encima mientras alargaba un brazo hacia la daga.

—¡Pelea limpiamente! —le exigió Gregor, apoyándose con más fuerza sobre su hombro.

Wallace volvió a chillar de dolor. Revolviéndose con todas sus fuerzas, apartó a Gregor y se abalanzó sobre la daga, arrastrándose por el suelo.

Cuando se volvió hacia él con expresión triunfal, Gregor le golpeó la mano con el atizador e hizo volar el cuchillo por los aires.

Sorprendido de nuevo, Forbes gritó pidiendo ayuda y retrocedió a rastras hacia la pared.

Tras sujetar el atizador con más fuerza, Gregor colocó entonces la punta bajo la barbilla de su oponente, obligándolo a levantar así la cabeza. Se lo quedó mirando con fijeza sin decir nada.

—¿Qué es lo que quieres? —exclamó Forbes—. ¿Es dinero? ¿Cuánto quieres? —Tenía el labio partido, que le sangraba, al igual que la cabeza.

«¿Qué es lo que quiero?» Gregor se preguntó si quería algo. ¿Venganza? ¿Justicia? No. Lo que quería era libertad. Quería liberarse del pasado.

Le presionó la nuez con el atizador, sintiendo un gran deseo de apretar con todas sus fuerzas.

—Gregor. —Era la voz de Jessie. Una rápida ojeada por encima del hombro lo informó de que estaba consciente y lo estaba mirando horrorizada.

—No te acerques —le dijo.

Volvió a oír su voz, pero esta vez estaba hablando en gaélico. El atizador empezó a calentarse y a brillar.

Estaba empleando la magia para tratar de detenerlo.

Gregor sintió pánico. Si la descubrían usando la magia, la acusarían de brujería.

—¡Jessie, no! —gritó fulminándola con la mirada por encima del hombro.

—Si lo matas, te colgarán —le advirtió ella, horrorizada.

El atizador aumentó de temperatura. Cuando se quemó la mano, Gregor lo lanzó a una esquina y se conformó con propinarle un puñetazo en la mandíbula a Forbes Wallace que lo dejó aturdido.

Luego se levantó del suelo flexionando los dedos.

Jessie estaba a cuatro patas sobre la mesa, con los ojos muy abiertos y temblando violentamente.

—Vamos, larguémonos de aquí.

Mientras la cogía en brazos y la dejaba en el suelo, oyeron voces que se acercaban por el pasillo. La puerta situada en el otro extremo del comedor se abrió y entró un hombre con una palmatoria en alto.

Ivor Wallace. El terrateniente había envejecido, pero Gregor lo reconoció en cuanto entró en la estancia.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó examinando la escena.

Mientras tanto, un grupo de mirones se congregó en la puerta: una mujer mayor en camisón, que Gregor reconoció como la señora Wallace, y varios criados a medio vestir.

La mirada de Ivor Wallace se clavó en Gregor, y la familiar sensación de odio se instaló en el pecho de él al mirar al hombre que había destrozado su vida y su mundo once años atrás.

—Soy el hijo de Hugh Ramsay.

No era una gran explicación, pero tenía que decirlo.

Wallace ladeó la cabeza al reconocerlo, y entonces Gregor vio el gran parecido que había entre ellos: los ojos, la barbilla, los pómulos, las espesas cejas. Por mucho que le doliera admitirlo, resultaba innegable. Mirándolo a la cara, supo que era inútil no querer admitirlo: ese hombre era su padre. Apretó los dientes, luchando contra la marea de sensaciones que lo inundó. Su vida entera había estado llena de secretos y mentiras. Los odió a todos, incluso a su madre y a Hugh, por haberse hecho tanto daño a sí mismos y por haberle ocultado la verdad.

Levantando la palmatoria para ver mejor, Ivor avanzó hacia él.

—¿Eres el hijo de Agatha? —al preguntarlo, su mano tembló y la llama de la vela titiló.

«Lo sabe», pensó Gregor. El brillo emocionado en los ojos de Ivor Wallace era inconfundible: sabía que era su padre.

Mientras observaba a Gregor de arriba abajo, la expresión de su rostro cambió. Una sonrisa le suavizó los rasgos y un brillo de esperanza iluminó sus ojos.

A su espalda, la esposa del hombre ahogó un gemido con la mano y luego se santiguó.

Ella también lo sabía. Al parecer, allí lo sabía todo el mundo excepto él.

Todo el odio que Gregor había sentido tras la muerte de Hugh regresó multiplicado. Sintió como si volviera a ser el chico furioso que quería ir a buscar a Wallace y darle la paliza que se merecía.

Pero entonces notó que Jessie se pegaba a su lado, y la rodeó con el brazo para tranquilizarla. Volvió a pensar que ella era el faro que lo guiaba en medio de la oscuridad y el caos. Jessie era lo único bueno que había salido de todo ese triste asunto.

Forbes había recobrado la conciencia y se estaba secando la sangre del labio, apoyado en un codo.

—Alejaos de esa mujer —les advirtió—. La buscan en Dundee. Está acusada de brujería.

Gregor se tensó. La seguridad de Jessie era lo único que le importaba en ese momento. La agarró con fuerza de la mano.

Se oyeron murmullos de preocupación junto a la puerta. Algunos criados se pusieron de puntillas para echar un vistazo antes de marcharse, asustados.

Gregor le dirigió entonces una mirada glacial a Forbes, su hermanastro. Ese hombre le resultaba aún más repulsivo que su padre. Al volver a mirar a su padre natural, Gregor supo que por fin se había liberado. Ya no quería seguir adelante con su plan de venganza. El pasado quedaría enterrado como debía.

—Sí, soy el hijo de Agatha y sé quién eres tú, pero no volverás a verme nunca más.

La expresión del viejo se apagó de golpe. Se tambaleó. En sus ojos, tristes y cansados, leyó la verdad: si le hubiera dado una paliza y le hubiera quemado la casa, no le habría hecho más daño que con sus palabras.

Apretando la mano de Jessie, se volvió para marcharse, pero entonces oyó a su espalda la voz de Ivor Wallace:

—Te has convertido en un hombre hecho y derecho, Gregor.

Él sintió una punzada en el corazón.

«No gracias a ti», pensó, y sin soltar a Jessie, se abrió paso entre los mirones y salió al vestíbulo. Los criados se dispersaron rápidamente. Al parecer, la acusación de brujería había hecho que les salieran alas en los pies.

—Avisaré al alguacil de Dundee —gritó Forbes mientras se alejaban—. Le diré dónde estáis. No llegaréis muy lejos.

Gregor apretó la mano de Jessie con más fuerza.

—Prepárate para correr, lo más a prisa que puedas —le susurró.

—Estoy preparada —replicó ella.

Al volverse hacia Jessie, vio que lo estaba mirando con afecto y respeto. No se merecía a una mujer como ella.

Aunque fuera lo último que hiciera en la vida, se aseguraría de que saliera de allí. Ni el alguacil ni nadie le pondrían las manos encima.