22
A la mañana siguiente, Wallace se abalanzó sobre ella antes de que Jessie tuviera tiempo de llegar a la chimenea. Nada más entrar en la salita, la agarró del brazo y la empujó contra la pared.
El cubo y el cepillo se le cayeron al suelo con estrépito.
—¡Señor Wallace!
—Deja que te vea. —Él le levantó la barbilla y la miró a los ojos. El aliento le olía a whisky y tenía los ojos muy rojos, como si hubiera dormido poco—. Fui a tu cuarto anoche, pero no estabas en tu cama.
Ella se puso tensa.
—Tal vez fue mientras estaba haciendo un recado para la señora Gilroy. ¿Para qué me necesitaba, señor?
Si seguía tejiendo esa red de mentiras, acabaría atrapada en ella. Trató de dirigirle una mirada seductora, como las que Gregor le había dicho que usara. ¿Por qué de repente le costaba tanto poner en práctica lo que en Dundee le había resultado tan sencillo? Si tuviera a Gregor delante no le costaría nada, pero no podía imaginarse que Wallace era él, sobre todo sabiendo lo que sabía de ese hombre.
«Es un trabajo. La felicidad de Gregor y la bolsa de dinero son las recompensas».
Las manos de Wallace le recorrieron la cintura y las caderas.
—Necesito que hagas feliz a este pobre viejo. Hazme sonreír como sonreía antes, Jessie.
Era el whisky lo que lo hacía hablar así. Tambaleándose hacia ella, le tocó un pecho por encima de la ropa.
La joven luchó contra el impulso de liberarse y salir huyendo de allí.
—¿Cómo puedo hacerlo sonreír, señor?
Wallace se acercó un poco más y le olfateó el pelo.
—Hace mucho tiempo conocí a una muchacha como tú.
Eso era lo último que Jessie había esperado oír.
Wallace volvió a apretarle el pecho bruscamente.
—Era una mujer preciosa, de piel suave. —Levantó la mano para acariciarle la mejilla con los nudillos—. Siempre tenía una sonrisa en los labios cuando me veía.
La expresión del hombre era melancólica.
Jessie forzó una sonrisa, tratando de complacerlo.
—Sí, así. —La mirada de Wallace se entristeció todavía más—. Daría cualquier cosa por volver a verla. Se llamaba Agatha, aunque solían llamarla Aggie.
El nombre captó la atención de Jessie. «Agatha…» Le resultaba extrañamente familiar, aunque no recordaba dónde lo había oído últimamente. Tal vez en la cocina. Mientras el dueño de la casa seguía hablándole de aquella mujer, Jessie apartó la mirada y repasó mentalmente las conversaciones que había escuchado desde que había llegado a Balfour Hall. No, en ninguna de ellas se había mencionado a nadie que se llamara así. Y, sin embargo, en algún sitio lo había oído. Entonces, lo recordó: Gregor había pronunciado ese nombre el día que visitaron Strathbahn.
Contuvo el aliento al establecer la conexión. Agatha era el nombre de la madre de Gregor… Jessie miró a Wallace, que estaba sonriendo con la mirada perdida. ¿Sería una coincidencia? Agatha era un nombre común en la zona.
Al fijarse más en su expresión, vio que parecía profundamente dolido. No estaba hablando de una mujer cualquiera. Estaba hablando de un antiguo amor, uno que lo había marcado.
Al ver que ella lo miraba con atención, Wallace sonrió.
—¿Cuántos años tienes, muchacha?
Qué raro. Le había preguntado exactamente lo mismo el día anterior. ¿Por qué le interesaría tanto saber su edad? ¿Se estaría acordando de su antiguo amor? La mente de Jessie iba a toda velocidad.
—No estoy segura, señor —respondió al fin, encogiéndose de hombros.
—Diecinueve. Agatha tenía diecinueve.
«¿Tendré yo también diecinueve años?» Su edad era uno de los temas que la martirizaban. Le dolía no saber cosas tan básicas de su propia vida. Sin embargo, en ese momento le interesaba más la identidad del antiguo amor de Wallace.
—¿Era una muchacha de la zona?
—Sí, de Craigduff.
—¿Se casó usted con ella?
—Oh, no, no. Por desgracia se casó con otro, pero nunca la he olvidado —respondió él con una sonrisa melancólica. Aunque seguía manoseando a Jessie, su mirada perdida le decía que probablemente en su mente estaba viendo a la otra mujer.
Wallace apenas podía mantenerse en pie. Con decisión, Jessie lo agarró por un brazo y lo acompañó hasta el sillón. Por suerte, él no se resistió, y se dejó caer pesadamente sobre la butaca. Parecía más viejo de repente. Musitaba algo, pero Jessie no lo entendió. Tenía la vista perdida en la distancia. Tal vez el arrepentimiento por los errores cometidos a lo largo de su vida lo había convertido en lo que ahora era, un hombre amargado, avaricioso, infeliz, que sólo vivía de los recuerdos. Por un instante sintió lástima de él.
Pero, reaccionando, se dirigió a la chimenea y la limpió lo más de prisa que pudo. Luego se retiró sin despedirse. No quería que volviera a fijarse en ella.
Mientras seguía con sus tareas, la mente de Jessie daba vueltas y más vueltas. ¿Podría ser que las acciones de Wallace en el pasado hubieran estado motivadas por los celos? ¿Sentiría rencor hacia el padre de Gregor porque Agatha lo había elegido a él?
Cuantas más vueltas le daba al tema, más deseaba que pasaran las horas para poder ir a hablar con Gregor y contarle lo que había descubierto. ¿Se sentiría aliviado al enterarse? ¿Sería capaz de perdonar lo que le había ocurrido a su padre?
Decididamente, no. Jessie lo conocía lo suficiente para saber que no podría. Su necesidad de venganza estaba demasiado arraigada, y no bastaría con algo tan insignificante para hacerla desaparecer. De hecho, bien podría causar el efecto contrario. Sin embargo, Jessie no podía sacudirse de encima la sensación de que ésa era la clave de la tragedia que había tenido lugar en Strathbahn: un amor perdido y el odio por el hombre que le había arrebatado ese amor.
Cada día que pasaba, Gregor debía hacer un esfuerzo mayor para mantenerse alejado de Balfour Hall. La noche anterior no había podido dormir, atormentado por los remordimientos. Jessie se había arriesgado demasiado sacando aquellos documentos de la casa, y lo había hecho por él. Le había proporcionado información valiosa, pero el riesgo había sido demasiado grande. ¿Y si alguien la descubría sustrayendo los documentos en mitad de la noche? ¿Cómo iba a justificarse? ¿Y si la habían descubierto mientras los devolvía a su sitio?
La castigarían, era evidente. Las entrañas se le retorcieron sólo de pensarlo y sintió ganas de matar a alguien.
Recorrió la habitación de un lado a otro durante horas, y cuando Morag le llevó algo de comer, se negó a probarlo.
Al ver que la joven no se retiraba, la miró con la cabeza ladeada.
—Disculpe, señor Ramsay. Me preguntaba… ¿Sabe usted si la señorita Jessie va a volver?
La muchacha lo miraba con nostalgia. Hasta la sirvienta la echaba de menos. Y no era de extrañar: Jessie había llenado la posada de vida y alegría.
—Sí, volverá. Volverá pronto. —Entre otras cosas, porque no pensaba que pudiera soportar un día más de esa eterna espera, preguntándose qué estaría pasando en Balfour Hall. Esa noche la sacaría de allí, aunque tuviera que llevársela amordazada y atada al caballo.
Sonriendo, Morag se despidió con una rápida reverencia y se retiró.
La pregunta de la doncella lo obligó a plantearse sus propios sentimientos al respecto. Cuando había entrado en esas habitaciones por primera vez, lo había hecho añorando su barco y la vida en el mar. Echaba en falta sentir los tablones de la cubierta bajo los pies, el suave balanceo de la nave y el no saber qué sorpresas le depararía el nuevo día. Pero todo eso había quedado atrás, eclipsado por el deseo y la necesidad de estar con Jessie. Le molestaba tener que admitir que estaba tan obsesionado por una mujer a la que acababa de conocer. Era una prostituta, una mujer a la que habían detenido acusada de brujería.
«Pero es Jessie…»
¿Cómo había logrado meterse en su vida y llenarla en tan poco tiempo? Pensaba en ella a todas horas. Casi se había convertido en una obsesión. Descalzo, se dirigió a la habitación del servicio, donde días atrás la había encerrado de manera tan cruel. Buscando cualquier indicio de su presencia, encontró su ropa vieja cuidadosamente doblada bajo el camastro. Se sentó en él y examinó las gastadas prendas, sonriendo al recordar lo atractiva que estaba con el corpiño roto, el pelo negro cayéndole por la espalda y los ojos traviesos y brillantes. Apretó la tela entre las manos con añoranza y, tras apoyar los codos en las rodillas, hundió la cara en la prenda rota.
«Jessie, mi dulce Jessie…» Notó una erección al percibir el aroma que permanecía en la ropa. Evocó imágenes de su rostro embargado por el placer en el momento del éxtasis, el instante en el que se había dado cuenta de que realmente tenía poderes mágicos. Radiante y vigorosa, le había recordado a una diosa. Estar en el interior de su cuerpo ya habría sido una experiencia mágica sin ayuda de hechizos, pero verla así, en todo su esplendor y conectada con las fuerzas de la naturaleza, había sido inolvidable. Jessie era distinta, muy superior a cualquier cosa que él pudiera haber imaginado. Era la criatura más exuberante y fascinante que había tenido la suerte de conocer.
En ese instante, cayó en la cuenta de que la muchacha podría haber salido de la habitación usando la magia si hubiera querido, y que también podría haber escapado del calabozo de Dundee. De hecho, se lo había dicho, pero él no le había hecho caso. Ahora que conocía su secreto, todo encajaba. Echó un vistazo a su alrededor. Podría haberse marchado cuando hubiese querido.
«Fue por el dinero. Se quedó por la promesa del dinero», se recordó.
Aunque, en realidad, ya no estaba tan seguro de ello. La noche anterior le había ofrecido pagarle para que pudiera volver a las Highlands, pero ella había rechazado su oferta, insistiendo en cumplir la misión hasta el final. Le había dicho que quería ayudarlo a superar la muerte de su padre. Era la compasión la que la motivaba, al menos en parte.
Jessie se ponía en su lugar porque su familia había sido destrozada y separada igual que la de él. Y esa realidad era la que los había convertido en las personas que ahora eran: duros, decididos, supervivientes en cualquier circunstancia. ¿Sería por eso por lo que se sentía tan identificado con ella? ¿Sería por eso por lo que ella entendía tan bien su necesidad de resolver ese tema, de vengar las injusticias del pasado?
Gregor se sentía mal. Se arrepentía de haber contratado a la muchacha para ese trabajo, ya que por su culpa estaba en peligro. Era una persona muy vulnerable.
«Y yo la he enviado directamente a un nido de víboras».
Apretó los dientes, maldiciéndose a sí mismo para sus adentros. Su corazón estaba dividido entre la necesidad de perpetrar una venganza que llevaba once años planeando y la preocupación por una mujer a la que había conocido pocos días antes.
Mientras estaba sentado en el camastro, reflexionando sobre todo eso, el sol ascendió un poco más en el cielo e iluminó la habitación. Entonces, algo en el suelo atrajo sus rayos: había algo que brillaba entre dos tablones del suelo. Se agachó para verlo mejor. Parecían dos monedas, puestas de lado y escondidas entre los tablones.
¡Eran los dos chelines que él le había dado en Dundee como prueba de su buena voluntad! Hasta ese momento, no se había preguntado dónde los habría guardado. Al verlos tan escondidos, empezando a cubrirse de polvo, sintió una punzada de dolor en el estómago. Para Jessie, cada penique era importante. Había escondido el dinero como probablemente había aprendido a esconderlo compartiendo habitación con un montón de prostitutas y un proxeneta avaricioso.
Gregor se levantó y dejó las pertenencias de Jessie sobre el camastro. Ya había sufrido bastante. Por lo poco que le había contado de su vida, sabía que siempre había sido víctima de la persecución, de un tipo o de otro. Si Wallace descubriera sus poderes, la perseguiría también.
No quería que la vida de la muchacha siguiera siendo una persecución continua. Tras reconocerlo, se odió un poco más por ser el responsable de que estuviera en esa situación.
Minutos después, estaba resuelto a marcharse cuanto antes. Era demasiado pronto, lo sabía, pero no podía quedarse de brazos cruzados ni un segundo más. Quería sacarla de Balfour Hall. No podía soportar la idea de que corriera peligro por su culpa.
La noche anterior, Jessie se había negado a irse de allí, pero esta vez se mantendría firme. No escucharía sus razones ni se dejaría convencer. Ella estaba decidida a cumplir con la misión que le había encomendado y lo había convencido de que estaría a salvo, pero la incertidumbre lo estaba matando. La necesidad de entrar en esa casa, derribar a Wallace de un puñetazo y sacar a su mujer de allí ganó la partida a sus planes de venganza cuidadosamente elaborados; planes sutiles y devastadores que había pasado once años preparando.
Apretando los dientes, se obligó a tranquilizarse. Si Wallace descubría que Jessie y él estaban conchabados, la situación de la joven empeoraría y él no podría perdonárselo nunca. No obstante, recordó que tenían una cita a medianoche. Se la llevaría de Balfour Hall entonces, aunque fuera a rastras. Animándose con esa idea, se resignó a esperar.
El tiempo pasaba muy lentamente. Nunca un día se le había hecho tan largo. A media tarde, no pudo soportarlo más y se puso en camino.
El sol se estaba ocultando en el horizonte cuando Gregor ató su caballo en el bosque, por encima de Balfour Hall. Miró hacia la mansión, buscándola con la vista. Al no verla, la impaciencia volvió a apoderarse de él. La tentación de bajar a buscarla era tan fuerte que pensó que iba a volverse loco. No podía arriesgarse a cometer alguna imprudencia, así que empezó a andar por el camino que llevaba al pueblo para pasar el rato.
Cuando la oscuridad se impuso, Gregor alzó la vista y descubrió que sus pies lo habían llevado hasta el pequeño cementerio que había detrás de la iglesia, en la colina que se levantaba sobre Craigduff. Allí había pasado sus últimas horas antes de marcharse de Escocia. Allí había visto cómo bajaban el ataúd de su padre y lo enterraban junto al de su madre.
Se volvió hacia la iglesia, cuya silueta se recortaba contra el cielo. Cuando la brisa se llevó las nubes que cubrían la luna, vio un sendero conocido entre las tumbas y abrió la verja del cementerio.
Aunque la luna aún estaba baja en el cielo y no arrojaba mucha luz, Gregor recordaba perfectamente el camino y no le costó llegar al sitio que buscaba. Su padre lo había llevado allí cada domingo al salir de la iglesia para presentarle sus respetos a su esposa, la madre de Gregor. Habían ido en invierno y en verano, lloviera o nevara. Recordó el sonido de las voces de la congregación bajando la colina mientras su padre y él, sombrero en mano, permanecían frente a la tumba de la mujer que ambos añoraban.
Sentándose en cuclillas frente a la tumba, Gregor limpió la lápida con la mano. Alguien había grabado el nombre de su padre junto al de su madre. El dinero le había llegado a duras penas para comprar el ataúd, así que el nombre había tenido que esperar. Envió su primer sueldo al cantero con una carta en la que le daba instrucciones. Se alegró de ver que las había cumplido.
Tan perdido estaba en sus recuerdos que se sobresaltó al oír unos pasos que se arrastraban. Al mirar por encima del hombro, vio que se trataba de una anciana encorvada que caminaba con la ayuda de un bastón y que tenía la cabeza y los hombros ocultos bajo un chal. Se acercaba muy lentamente, tambaleándose y canturreando en voz baja. Él supuso que debía de atajar por el cementerio mientras volvía a su casa. Gregor estaba un par de metros alejado del camino. Si se quedaba muy quieto, tal vez ella no se daría cuenta de su presencia.
Pero, para su sorpresa, al llegar a su altura, la anciana se apartó del camino y se encaminó directamente hacia él. Levantó el bastón en el aire y le golpeó el hombro con él.
—Gregor Ramsay, ¿eres tú? —preguntó entornando los ojos antes de dirigirle una sonrisa desdentada—. Vaya, vaya, eso me pareció al verte junto a la tumba de tus padres.
Él se levantó, divertido.
La anciana se retiró entonces el chal de la frente y sacudió la cabeza al ver que él no la reconocía.
—¿Te has olvidado de mí? Soy la prima de tu madre, Margaret Mackie.
Gregor no estaba seguro de qué lo sorprendió más: que alguien en aquel pueblo se acordara de él o que los rasgos de la anciana, aunque envejecidos, le resultaran tan familiares que lo hicieran retroceder a su infancia en un instante.
—Claro que te recuerdo, prima Margaret. Es que me ha sorprendido que me vieras en la oscuridad.
Ella se echó a reír.
—Reconozco que al principio me pregunté si serías un demonio que había venido a merodear por el cementerio.
La risa de la mujer acabó en un ataque de tos, que hizo que Gregor se diera cuenta de lo frágil que era su salud. Se acercó a ella y la sujetó por el codo.
La anciana volvió a levantar el bastón para señalar con él en dirección al pueblo.
—Acompáñame a casa, muchacho, y por el camino me cuentas dónde diablos has estado escondido durante todo este tiempo.
Gregor sonrió. Hacía mucho que nadie lo llamaba «muchacho». No le apetecía en lo más mínimo ir al pueblo por si alguien más lo reconocía, pero se lo debía. Le debía eso y mucho más. Margaret había ayudado a su padre a criarlo tras la muerte de su madre. Además, así se distraería mientras esperaba a que llegara la medianoche.
Cuando se pusieron en marcha, Margaret pareció recuperar la agilidad. Su mente parecía tan aguda como Gregor la recordaba.
—¿Te has casado? ¿Tienes hijos? —preguntó, sincera y directa como siempre.
—No.
—Bueno, pues no esperes mucho. Los hombres tienen derecho a pasárselo bien antes de sentar la cabeza, pero no es justo para los hijos tener un padre tan mayor que no pueda trabajar para mantenerlos después de traerlos a este valle de lágrimas.
Las preocupaciones de Margaret le parecieron tan distintas de las suyas que la miró sorprendido. Tuvo la impresión de que acababa de viajar veinte años hacia el pasado, cuando la acompañaba por ese mismo sendero y le hablaba de cosas de mujeres que a él le resultaban del todo ajenas.
—Al principio, después de que quemaste la casa, me preocupé por ti. Pero luego me tranquilicé cuando el cantero me contó que le habías enviado una buena suma de dinero para que añadiera el nombre de tu padre a la lápida.
A Gregor no se le había pasado por la cabeza en ningún momento que alguien pudiera echarlo de menos. Pero, al parecer, tanto Robert como Margaret lo habían añorado. Se había portado mal con ellos, desapareciendo durante tanto tiempo sin dar señales de vida.
—Lo que le envié fue mi primer sueldo. Tras el funeral, me embarqué. He estado en el mar.
—Ajá, así que el mar se te llevó —dijo ella.
Habían llegado a la calle principal. Mientras caminaban, Margaret le señalaba las casas contándole quién había fallecido y quién se había casado y tenido hijos. Al parecer, pensaba que era su obligación ponerlo al corriente de las novedades del pueblo. Al llegar a su casa, lo invitó a pasar, anunciando que tenía pan recién horneado, jamón y un traguito de whisky del bueno.
Gregor se volvió en dirección a Balfour Hall. Todavía era temprano, así que entró.
El sombrío interior de la casa de la prima de su madre era tal y como lo recordaba. Nada había cambiado. El fuego que ardía en la chimenea arrojaba la suficiente luz para ver que la silla baja de Margaret seguía en la misma posición que la última vez que él había estado allí, una posición que le permitía mirar por la ventana. Al lado de la silla estaba el taburete donde Gregor se sentaba cuando iba a visitarla de pequeño.
Esta vez, la anciana le ofreció la silla mientras seguía informándolo de todo lo que había sucedido en el pueblo durante su ausencia. Gregor comenzó a impacientarse. Tenía miedo de llegar tarde a Balfour Hall y hacer esperar a Jessie.
Finalmente, la prima Margaret se sentó en el taburete y lo estudió a la luz del fuego.
—Tienes una cicatriz —señaló.
—Más de una —replicó él con una sonrisa irónica.
—No has venido para quedarte, ¿no es cierto, muchacho?
—No, no lo creo, prima Margaret. El mar me ha tratado muy bien.
—¿Por qué has vuelto, entonces?
Señor, qué mujer tan curiosa. No obstante, siempre lo había sido, así que Gregor no sabía de qué se extrañaba. ¿Qué podía decir?
—Tenía que regresar un día u otro. Volver a ver la casa. —En parte, era cierto, y al decirlo se dio cuenta de que había sido Jessie quien lo había forzado a hacerlo. Lamentó mucho haberla tratado tan mal aquel día—. Tras la muerte de papá, salí huyendo. Tenía miedo de que, si no me iba, seguiría viéndolo allí colgado durante el resto de mi vida. No sabía que la imagen me acompañaría, sin importar lo lejos que viajara.
—Es imposible borrar algo así.
Permanecieron en silencio unos instantes, recordando a Hugh Ramsay y su desgraciada muerte.
—Gregor, antes de que vuelvas a marcharte, tengo algo que contarte. Tu madre no me perdonaría que dejara pasar esta oportunidad de contarte una cosa que ella deseaba que supieras al cumplir los veintiún años.
Nuevamente, él se volvió hacia la puerta, cada vez más ansioso por reunirse con Jessie. ¿Qué querría contarle Margaret? Sin duda, algún mensaje sentimental que le había dejado su madre en su lecho de muerte.
—¿Estuviste a su lado cuando murió? —le preguntó siguiéndole la corriente, puesto que no quería parecer insensible.
—Sí, aunque lo que voy a contarte lo sé desde antes de que tú nacieras.
Gregor apenas la escuchaba, tan grande era su desasosiego por reunirse con Jessie y asegurarse de que estaba a salvo. Las cosas no estaban saliendo como las había previsto esa noche, y empezaba a impacientarse de verdad. Sabía que debía escuchar a la prima de su madre, aunque estaba seguro de que lo que iba a oír sería el mensaje sensiblero de una solterona que había tenido muchos años para adornarlo.
Margaret le tomó entonces la mano y se la agarró con fuerza.
—Sé que va a ser una sorpresa para ti, y no precisamente agradable, pero creo que soy la única persona viva que conoce este secreto y siento que debo contártelo antes de que sea demasiado tarde. Hugh Ramsay era un buen hombre y te cuidó bien, pero no fue el responsable de que tú llegaras a este mundo.
Gregor no entendía nada.
—¿Qué quieres decir?
—Gregor, Hugh Ramsay no era tu padre.
Él negó con la cabeza.
—No puede ser, te equivocas.
La anciana pareció ofendida, incluso insultada ante su respuesta.
—No, no me equivoco. No olvides que tu madre y yo vivíamos juntas, como hermanas, antes de que ella se casara. Cuando se quedó embarazada, fue a mí a quien acudió.
Margaret cogió la petaca y sirvió otro trago de whisky en la taza que Gregor sostenía.
—Tu auténtico padre estaba en Edimburgo, conspirando contra los ingleses, cuando lo descubrió. Faltaban semanas o meses para que regresara… si es que regresaba.
La mujer sacudió la cabeza. Tenía la mirada perdida, como si hubiera viajado en el tiempo hasta ese instante.
—Fueron tiempos muy duros para tu madre, Dios la tenga en su gloria. No comía, no dormía, sólo se preocupaba. Pensé que perdería al niño si no se calmaba. —Lentamente, se volvió hacia él—. Hugh Ramsay llevaba mucho tiempo detrás de ella.
La mente de Gregor funcionaba a toda velocidad, tratando de asimilar lo que estaba oyendo. Su impulso era negarlo todo, pero no podía olvidar los comentarios burlones de la gente del pueblo cuando a los catorce años ya le sacaba una cabeza a su padre. Estaban muy unidos. No había un padre y un hijo que se llevaran mejor que ellos, pero físicamente no se parecían en nada. Hugh le había dicho que no hiciera caso de los comentarios y así lo había hecho. Gregor siempre había asumido que había salido a la familia de su madre.
—Una joven embarazada no puede elegir. Se casó con Hugh y juramos que nadie sabría la verdad.
—¿Papá tampoco lo sabía?
—Probablemente lo sospechaba, pero era un buen hombre. —Margaret le apoyó la mano en el brazo—. Te crió como si fueras su propio hijo. —Tras mirarlo detenidamente, siguió hablando—: Por desgracia para él, tu verdadero padre seguía obsesionado con tu madre. Era un hombre celoso, un hombre cruel…
La anciana se interrumpió, como si le costara encontrar las palabras para lo que tenía que decir.
La sangre de Gregor se le heló en las venas al intuir lo que estaba a punto de oír.
—Le hizo la vida imposible a tu padre por casarse con la mujer que él quería. Incluso después de la muerte de ella, su odio siguió vivo. Se juró no descansar hasta haberle arrebatado a tu padre todo cuanto había conseguido en la vida.
El corazón le latía desbocado, golpeándole el pecho. La boca se le había secado de golpe y le costaba tragar saliva. Ivor Wallace les había arrebatado todo cuanto tenían. Ivor Wallace había envenenado el ganado y había obligado a su padre a venderle sus tierras. No… no podía ser cierto…
—Hugh Ramsay era un hombre orgulloso —prosiguió la anciana—. No pudo soportar la idea de que lo había perdido todo y no podía dejarte nada en herencia. Por eso se quitó la vida.
Él se agarró a la silla.
—No soy hijo de Ivor Wallace.
Margaret respondió a la expresión furiosa de Gregor con otra de resignación. La conocía bien y sabía que no le mentiría en algo tan importante. Incapaz de sostenerle la mirada un momento más y mareado por la impresión, enterró la cara entre las manos.
—No puede ser. Ese hombre es inmoral, avaricioso y cruel sin remedio.
—Sí, y está amargado por su sed de venganza.
«Venganza…»
Gregor sintió que un puñal se le clavaba en las entrañas.
Cerró los ojos y se los apretó con las manos. Era como si Margaret le hubiera colocado un espejo delante de la cara. El reflejo era incuestionable, y la verdad resultaba muy difícil de aceptar. Pero lo cierto era que la venganza engendraba venganza. Si Ivor Wallace había destruido a su padre por las razones que Margaret Mackie afirmaba, él estaba actuando por los mismos motivos. Durante unos instantes no oyó lo que ella le decía. Finalmente, la anciana guardó silencio.
Durante once años había permitido que la necesidad de venganza dominara su existencia. Había ignorado a su única pariente viva y a su viejo amigo Robert porque sólo podía pensar en su enemigo. Había enviado a la dulce Jessie a la guarida de ese monstruo sabiendo el peligro que corría, porque estaba obsesionado con la represalia.
«Jessie».
La imagen de la muchacha se convirtió en un faro salvador en medio de la tormenta de negación y desesperanza. Era algo por lo que valía la pena luchar en mitad de una vida de sueños rotos y creencias destrozadas. Tenía que sacarla de allí. Tenía que llevarla a un lugar seguro.
Levantando la cabeza, preguntó:
—¿Sabe él que soy su hijo?
—Nadie se lo ha dicho —respondió Margaret, mirándolo con cautela—, aunque es posible que lo sospeche. Llegaste poco después de la boda de tus padres.
Esa posibilidad no lo hizo sentirse mejor. Se levantó.
—No quiero saber nada de él.
—No me sorprende. He tenido muchos años para pensar en ello. Ivor Wallace no me merece ningún respeto, y cada año que pasa está peor. Es un hombre amargado, dominado por la avaricia. Pero también te diré una cosa: a veces, cuando un hombre pierde a la mujer que ama… pierde también la razón.
«Cuando un hombre pierde a la mujer que ama…»
Gregor apoyó la mano en el hombro de la anciana, jurándose en silencio que se aseguraría de que no le faltara de nada en su vejez antes de marcharse.
Una vez en la calle, maldijo al darse cuenta de lo mucho que había ascendido la luna en el cielo. Era tarde. La noche se le había escapado entre los dedos mientras escuchaba la revelación de su pariente. Jessie debía de haber pensado que no había acudido a la cita y habría vuelto a la casa.
Corrió todo lo a prisa que pudo. Volvió a cruzar el cementerio y a atravesar los campos y el bosque que llevaban a Balfour Hall.
Por fin, la mansión se alzó ante sus ojos.
No quería entrar en esa casa, y menos aún sabiendo que era hijo del dueño, su odiado enemigo. Sin embargo, lo haría, porque Jessie estaba allí.