10
Cuando regresó a la posada, Gregor no se encontró con las recriminaciones ni los insultos con que Jessie lo había recibido la noche anterior. Al contrario, la joven parecía encantada de verlo. Lo abrazó —lo que, francamente, lo tomó por sorpresa—, y los ojos se le iluminaron al ver que traía un paquete. Él se preguntó cómo se habría entretenido en su ausencia, y volvió a tener la sensación de que no había permanecido en su habitación todo el tiempo. Sin embargo, no había ninguna evidencia de que hubiera forzado la puerta, y la llave estaba en su bolsillo.
Se le ocurrió que tal vez estaba más calmada porque lo habían hecho por la mañana. Si ése era el caso, se le presentaba un difícil dilema: mantenerla satisfecha, feliz y leal, o mantenerla a distancia para no volverse loco. Sonrió para sus adentros.
Esa mañana no había tenido mucha elección. Había sido cuestión de tiempo olvidarse del entrenamiento y ceder a la lujuria que se había apoderado de ambos. Había intentado que la experiencia resultara educativa para Jessie, pero no pensaba engañarse: no había podido resistirse. La lección de buenos modales no había sido una excusa, le hacía mucha falta pero, desde luego, no habría sido necesario dar la clase desnudos. En cuanto la había visto sentada a la mesa, como Dios la trajo al mundo, se la había imaginado en una postura mucho más cómoda. Aliviar su miembro rígido entre sus muslos mientras estaba tumbada sobre el tablero había sido el final inevitable de sus fantasías.
Volvió la vista hacia la mesa. Mucho se temía que no iba a poder mirarla sin excitarse, igual que le pasaba cada vez que miraba a la joven. Le dio los paquetes que le había traído para distraerse.
—He contratado a una modista en Saint Andrews. Pronto tendrás vestidos nuevos. De momento, te he traído un pañuelo y un chal. Y en el camino de vuelta encontré un zapatero que tenía unos zapatos que podrían irte bien.
Los ojos de Jessie se iluminaron al oír mencionar los zapatos. Cuando él se los puso en la mano, los miró maravillada. Gregor se había fijado en que tenía las suelas tan gastadas que parecían de papel.
—Por eso antes… —empezó a decir ella, poniéndose la mano abierta en la planta del pie, como había hecho él esa mañana para tomarle la medida.
Él asintió. Pensaba que no se habría dado cuenta.
Con entusiasmo, cogió el chal y se pasó el fino tejido de lana por la mejilla. Tal como le había parecido a Gregor al elegirlo, hacía juego con sus ojos. El pañuelo de algodón fue recibido con el mismo entusiasmo. Sin embargo, él se arrepintió un poco de haberlo comprado cuando Jessie se lo puso alrededor del cuello y se cubrió el pecho al esconder las puntas dentro del vestido. Luego, con el chal por encima de los hombros, comenzó a bailar por la habitación.
—Parezco una mujer decente —declaró, divertida.
A Gregor no le extrañó que estuviera tan contenta. Según su experiencia, a las mujeres les encantaba recibir regalos. Pero la actitud de Jessie mostraba algo más. No sólo estaba contenta; estaba asombrada, maravillada. Se dio cuenta de que no tenía nada.
Aunque hacía ya muchos años de eso, Gregor recordó la sensación de llegar al puerto de Dundee sólo con la ropa que llevaba puesta y una gran determinación. Sus ganas de trabajar y su habilidad habían sido sus únicas posesiones. La amargura y la rabia habían sido el combustible que lo había hecho funcionar todos esos años. Había tenido la suerte de encontrar una fragata a la que le faltaban hombres para completar la tripulación. Aunque no tenía experiencia, el capitán le había dado una oportunidad. El trabajo duro lo había ayudado a quemar parte de la rabia y el dolor con los que había embarcado. Había aprendido rápido y bien, y pronto empezó a ascender de categoría al mostrar un talento natural para la navegación y la estimación de los vientos. Su padre, Hugh, le había enseñado a leer el tiempo mientras trabajaban juntos los campos. En el mar, había usado sus enseñanzas y las había ampliado.
Con el paso de los años, Gregor se había convertido en dueño de su destino y de unas riquezas considerables, que empezaban a dar beneficios gracias a los intereses. No obstante, ahora se vio a sí mismo, de joven, en los ojos de Jessie. Vio el agradecimiento que había sentido él al recibir sus primeras ganancias, dinero que había enviado al pueblo para que grabaran el nombre de su padre en la lápida de la tumba que compartía con su madre.
Se llevó la mano al bolsillo para sacar el último regalo del día. Era un peine, hecho de fina madera labrada. La muchacha aceptó el regalo con cautela, examinando el papel en el que iba envuelto.
—Ábrelo —la animó él.
Al hacerlo, contuvo el aliento, sorprendida.
—Oh, es precioso.
A Gregor le había parecido un objeto sencillo y práctico, pero Jessie estaba encantada, y empezó a usarlo inmediatamente, pasándolo por las puntas de su pelo espeso y ondulado. Se echó a reír al ver que el cabello se estiraba y parecía más largo tras el paso del peine.
Era obvio que no tenía nada, ni siquiera lo más básico. Gregor recordó que había mencionado que su proxeneta le guardaba las ganancias. ¿Para qué estaría ahorrando? Había hecho alguna mención al norte. ¿Tendría un hijo oculto en algún lugar de las Highlands? Eso era algo bastante habitual entre las mujeres de su profesión, pero no había visto ninguna marca en su cuerpo que sugiriera que había estado embarazada.
Al darse cuenta de que él no le quitaba ojo de encima, Jessie se ruborizó y se guardó el peine en el bolsillo del vestido prestado.
—Gracias.
Se frotó las manos en el chal, como si estuviera satisfecha, pero Gregor notó que parecía preocupada.
—¿Qué pasa? ¿No te gusta el chal?
Ella consideró cuidadosamente sus palabras antes de responder.
—¿Me descontarás el precio de la ropa y el peine del pago que me prometiste?
Gregor frunció el cejo. Ni se le había pasado por la cabeza, y le molestó que ella lo hubiera pensado.
—No.
Jessie sonrió aliviada.
Estaba preocupada por el dinero. Era obvio que era muy importante para ella. «Por supuesto que lo es, listo —se dijo, burlándose de sí mismo—. Si no lo fuera, ya se habría marchado hace tiempo».
—Ahora que parezco una mujer decente —añadió ella—, ¿podría bajar a cenar contigo a la taberna esta noche?
Gregor negó con la cabeza sin necesidad de pensarlo.
—Es demasiado arriesgado. Podría venir alguien de Dundee.
—Puedo cubrirme con el chal si es necesario —insistió ella, agarrándolo del brazo—. Me volveré loca si paso más tiempo aquí encerrada.
Estaba tomándose demasiadas confianzas de nuevo. Gregor apretó tanto la mandíbula que empezó a notar calambres.
—¿Ya no te acuerdas de que me dijiste que podrías haberte escapado sola del calabozo si hubieras querido? —le preguntó con una mirada de advertencia—. ¿Cómo puedes quejarte ahora de que te encierre en una habitación?
Ella hizo un mohín para disimular la risa.
Gregor suspiró.
—Te gusta demasiado el peligro —le dijo, más en serio.
—No es verdad —replicó ella—. Me gusta estar a salvo, te lo prometo. Pero al estar sola tantas horas, me pongo nerviosa. —Le dirigió una mirada suplicante—. Por favor, sólo un ratito.
—Jessie, ¿cómo tengo que decirte que no te tomes tantas libertades?
Una sonrisa esperanzada le iluminó la cara.
—Te prometo que no te lo volveré a pedir. Y que seré buena y me estaré tranquilita cuando vuelvas a… encerrarme en la habitación.
Le estaba diciendo eso para hacerlo sentir culpable, lo sabía. «¡Maldita mujer!»
—Está bien. Pero que conste que lo hago en contra de mi buen criterio, y sólo para no verte llorando por las esquinas…
Al bajar a la taberna poco después, Gregor acabó de convencerse de que había cometido un error. Jessie se había cubierto la cabeza con el chal y había entrado pegada a él, pero varios de los hombres sentados a la barra se habían vuelto a mirarlos, como si hubieran olido que entraba una mujer. Él le rodeó la cintura con el brazo, indicando que era de su propiedad, pero eso no impidió que la miraran con lascivia. El humor de Gregor siguió empeorando.
Morag, la doncella, caminaba detrás de la barra con una gran jarra de cerveza en las manos. Se volvió para averiguar a qué se debía tanto alboroto. Al ver que era Ramsay quien entraba y que iba acompañado de su prima, sonrió.
—Por favor, siéntense ahí —murmuró por encima del hombro, señalando en dirección a una mesa desvencijada situada en un rincón.
Gregor acompañó a Jessie hasta la silla y le indicó a Morag con un gesto que les sirviera cerveza.
—Buenas noches, señor Ramsay, señorita Jessie… —los saludó la doncella mientras les llenaba los vasos.
Jessie le cogió una mano a la muchacha.
—Mira, toca. ¿Has visto qué suave es este chal? —le preguntó mientras llevaba su mano hasta la prenda.
Él frunció el cejo mientras las dos mujeres hablaban en susurros sobre la nueva adquisición de Jessie. Deseó no haber comprado el maldito chal. Cuando Morag se inclinó para apreciar el tejido con Jessie, uno de los parroquianos dio un paso hacia el centro de la habitación para contemplar mejor el panorama. El hombre, un campesino por su apariencia, las estaba mirando con una sonrisa bobalicona.
—Jessie —Gregor la advirtió en voz baja.
Inmediatamente ella guardó silencio y bajó la vista. Al percatarse de la situación, Morag se retiró. Los hombres de la barra seguían pendientes de ellos y, una vez más, Gregor deseó no haber bajado a la taberna.
Jessie se volvió hacia él, expectante.
—Tenemos cosas que hacer —dijo él.
Tratando de ignorar a los parroquianos y su interés por Jessie, se metió la mano en el bolsillo y sacó un trozo de papel y una punta de carboncillo. En un lado de la hoja estaban las anotaciones que había tomado tras su charla con Robert. Le dio la vuelta e hizo un esquema de Balfour Hall. Al darse cuenta de lo que estaba haciendo, Jessie se inclinó sobre el papel, apoyándose en los codos. Tras marcar la entrada principal con una cruz, Gregor dibujó una línea hasta la entrada de servicio. Por si se olvidaba, lo apuntó también con letras.
Jessie llevó un dedo hasta las letras y las miró un rato con el cejo fruncido, pero acabó sacudiendo la cabeza, frustrada.
«No sabe leer».
—Lo siento —se disculpó para que no se sintiera incómoda—. No lo sabía.
Ella clavó la mirada en la mesa, encogiéndose de hombros, pero no pudo disimular que le importaba.
—¿No pudiste ir a la escuela? —Si era así, había sido una lástima, porque era una chica muy lista, con una mente despierta.
—No, aunque es más irónico de lo que crees, porque pasé parte de mi infancia en casa del maestro.
Él la miró en silencio, esperando que le contara más detalles, pero ella no añadió nada más. Gregor estuvo a punto de sugerirle que invirtiera parte de lo que ganara en su educación, pero lo pensó mejor. Volvió a preguntarse para qué estaría ahorrando.
—No importa, nos entenderemos de otra manera.
Muchos marineros no sabían leer ni escribir, ni casi nada que no estuviera relacionado con el mar. Con el carboncillo, Gregor dibujó entonces un carruaje delante de la puerta principal y una mujer con un delantal ante la puerta de servicio.
Al ver lo que estaba haciendo, Jessie asintió, animada. Volvían a entenderse. Él dibujó varios detalles más en el mapa.
—Discúlpeme, señor —los interrumpió una voz masculina.
Al levantar la cabeza, Gregor vio que se trataba de un hombre bien vestido. Rápidamente, se guardó el papel en el bolsillo.
—Estoy seguro de que lo conozco de algo —le dijo el inoportuno intruso—, pero no recuerdo su nombre.
El desconocido era rubio y debía de tener unos cinco años más que él.
Gregor sintió un escalofrío de aprensión.
—No, no creo que nos conozcamos.
Por alguna razón, Jessie parecía divertida con la conversación. No perdía detalle mirando ora a uno, ora al otro. A Gregor le molestó su actitud tan poco discreta. Bruscamente, negó con la cabeza.
—Grant. Mi nombre es James Grant. Recaudo impuestos para la Corona. Tal vez nos conozcamos de eso.
La verdad era que había algo en ese hombre que le resultaba familiar, pensó, dándole vueltas al nombre en su cabeza. Luego maldijo para sus adentros, reprendiéndose por haber cedido a la presión de Jessie. Deberían haber permanecido escondidos en sus habitaciones. Era vital que Ivor Wallace no se enterara de que había regresado. Una vez más, negó con la cabeza.
—No. Estamos de paso. Y no soy de esta zona de Escocia.
El hombre pareció confundido.
—En ese caso, discúlpeme.
Su modo de fruncir el cejo y agachar la cabeza le resultaron tremendamente familiares. Lo había visto antes, no le cabía ninguna duda. ¿Sería alguien de Craigduff? Eso no favorecería sus planes. Tal vez Gregor tampoco debería salir de la habitación, al igual que Jessie.
—No tendríamos que haber bajado —murmuró mientras el hombre se alejaba.
—Es nuestro vecino —comentó ella en un susurro cómplice, como si estuviera compartiendo información de gran trascendencia.
Gregor mostró su disgusto. Sólo le faltaba eso, un vecino de habitación que fuera de Craigduff. Alguien que pudiera identificarlo y contarle a todo el mundo que había regresado al pueblo. Lo último que quería era que alguien advirtiera a Wallace de que estaba en la zona.
«Pero ¿cómo demonios sabe Jessie que es nuestro vecino si no ha salido de la habitación en toda la tarde?…»
—¿Cómo lo sabes?
Ella abrió mucho los ojos, pero en seguida se recuperó y, pestañeando, respondió:
—Morag me dijo que en la habitación de al lado se alojaba un tal señor Grant.
Gregor se sentía cada vez más inquieto, y Jessie no lo estaba ayudando mucho con sus comentarios. Tenía que poner su plan en marcha en seguida, antes de que las noticias de su regreso se extendieran por el condado. No obstante, en vez de eso, estaba perdiendo el tiempo con la mujer que había contratado para que sedujera a Wallace.
—Vámonos. Aquí no estamos a salvo.
—No —protestó ella con tristeza—. Nadie me ve la cara tal como estoy. Ni siquiera me están mirando.
Se equivocaba. Todos los hombres de la sala estaban pendientes de ella. De hecho, estaban casi salivando como perros en celo de ganas de echarle un buen vistazo. Gregor le dirigió una mirada severa.
—No es sólo por ti. Yo tampoco quiero que me reconozcan.
—Oh.
Cuando vio su expresión alarmada, supo que por fin ella había entendido el riesgo que corrían.
—Vamos, muévete. No remolonees —la apremió—. Tengo una botella de oporto arriba. Seguiremos hablando allí.
Tras asegurarse de que el papel seguía en su sitio, se acabó la cerveza de un trago. Cuanto antes volvieran a la seguridad de la habitación, mejor.
A Jessie no le hizo ninguna gracia tener que marcharse tan pronto. Cuando Gregor se puso de pie, lo miró con una expresión tan apagada como si acabara de enterarse de la muerte de un amigo. Agarrándola de la muñeca, le dejó claro que el tema no estaba abierto a debates.
A mitad de camino, mientras subían la escalera, Jessie empezó a protestar:
—Casi no me ha dado tiempo a sentarme y ya me arrastras a la habitación de nuevo.
—No debería haberte dejado salir siquiera, que es muy distinto —replicó él mirándola por encima del hombro.
Se estaba entreteniendo a propósito, agarrándose a la barandilla como una niña pequeña que no quiere volver a casa.
Con un gesto de impaciencia, Gregor la invitó a pasar delante de él en el pasillo.
—No querrás que nos identifiquen, ¿no?
Cuando llegaron a sus habitaciones, la hizo entrar y cerró la puerta con llave. Ella se quitó el chal y lo dejó sobre una silla antes de volverse hacia él con los brazos en jarras.
Gregor llevaba demasiadas frustraciones acumuladas para un solo día. Se le había acabado la paciencia. Sujetándola por los hombros, la obligó a mirarlo a los ojos.
—¿Cómo sabías que ese caballero era nuestro vecino?
Ella apartó la mirada inmediatamente.
—Ya te lo he dicho. Morag mencionó su nombre.
—Estás mintiendo.
Ella cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Morag te ha estado dejando salir de la habitación?
—¡No! —replicó Jessie con decisión—. Pregúntaselo a ella si no me crees.
—¿De verdad piensas que voy a perder el tiempo preguntándole al servicio lo que haces o dejas de hacer?
Sacudiendo la cabeza, Gregor la soltó y fue a buscar la botella de oporto que estaba en la repisa de encima de la chimenea. Sirvió el oscuro vino en dos vasos y le acercó uno, dejándolo resbalar sobre la mesa.
La joven se aproximó a él.
—Para ti yo no valgo más que el servicio, y bien que me estás interrogando —repuso.
Las palabras de Jessie delataban lo poco que le gustaba estar al servicio de nadie. O, al menos, al suyo.
—Tienes razón —admitió él, sentándose a la mesa. Luego soltó un gruñido y añadió—: Eres un nido de problemas. Tal vez debería haber dejado que te pudrieras en ese calabozo.
La mirada ofendida que ella le dirigió hizo que Gregor se echara a reír.
Ahora, ella parecía enfadada.
—¿Dónde has estado hoy? —le espetó.
Él alzó las cejas.
—Ya sabes dónde he estado. Comprándote ropa.
—¿Te ayudó una mujer?
«Dios mío, qué curiosa es. Nunca se cansa de preguntar».
—Sí, una modista.
Ella lo miró, frustrada, mientras él daba un trago.
Jessie empezó a caminar por la habitación. La luz de las velas resaltaba su silueta, y los ojos de Gregor se sintieron irremediablemente atraídos. Esa riña sólo se resolvería con una disculpa por parte de ella o con un buen revolcón. Preferiblemente, las dos cosas.
—No sé si te has dado cuenta de que he respondido a tus preguntas con educación. Espero que hayas tomado nota de cómo se hace.
La indómita pelirroja maldijo en voz alta, indudablemente cada vez más furiosa.
Gregor se echó a reír.
—Eres la mujer más rebelde que he conocido.
A ella pareció gustarle el comentario, aunque no por las razones que cabría esperar.
—Y ¿has conocido a muchas? Háblame de ellas.
Al parecer, la pobre se aburría muchísimo allí encerrada.
—Cuéntame cosas sobre ellas —insistió Jessie, deteniéndose frente a él—. Quiero aprender.
Su actitud era tan exigente que Gregor sintió ganas de contarle todos los detalles sórdidos.
—¿Quieres que te hable de las putas que he conocido en mis viajes?
—Sí —respondió ella con los ojos brillantes y los labios apretados.
Enardecido por su desafío, dejó el vaso sobre la mesa.
—Bien. Te hablaré de ellas.
Entonces, se puso en pie, le rodeó la cintura con un brazo y la empujó hacia la cama grande. Una vez allí, la tumbó sobre su espalda, disfrutando al ver que los pechos se le escapaban del corpiño al caer. Gregor afirmó una rodilla en lo alto, por encima del vestido, manteniéndola así aprisionada con la falda. Luego se apoyó en una mano y se alzó sobre ella, manoseándole los pechos liberados con la otra.
Aunque los ojos de la joven brillaban de rabia, apoyó las manos en la cama. Su expresión delataba lo que estaba sintiendo. Sabía que lo había provocado y que iba a tener que asumir las consecuencias. Gregor sonrió para sus adentros. Nunca había conocido a una mujer tan testaruda como ella. Pero, aunque estuviera enfadada, los pezones se le habían endurecido. Además, sospechaba que el rubor que le cubría las mejillas era tanto de excitación como de enfado.
Tras desprenderse de la levita, se quitó la camisa por encima de la cabeza y la lanzó a un lado sin mirar.
Ella contempló su torso desnudo casi a regañadientes.
—¿Ves esto? —le preguntó Gregor, señalando una pequeña cicatriz en el costado izquierdo.
Ella buscó con la mirada hasta encontrarla y asintió.
—Me la gané en una pelea con cuchillos en Marruecos. El premio era pasar una noche con una belleza de piel oscura cuya especialidad era hacer que los hombres se corrieran gracias a sus masajes con aceites exóticos, antes de montarse en su polla bien engrasada.
Jessie apretó los puños y se retorció bajo su cuerpo.
—Gané la pelea y el premio y lo disfruté enormemente. En la India pagué los servicios de una puta que tenía la piel llena de dibujos y piedras preciosas incrustadas en las orejas que brillaban a la luz de las velas mientras me la tiraba.
Ella maldijo entre dientes.
—En Italia bebí vino dulce entre los pechos de una prostituta y comí fruta directamente de su coño.
Jessie se revolvió entonces con más fuerza y lo miró como si lo odiara.
—He visto a una bailarina tan ágil que recogía con los pliegues del coño las monedas que los hombres le ofrecían.
—¡Caramba, qué hábil! —exclamó ella con la voz ronca por la emoción—. No me extraña que hayas pasado tanto tiempo fuera de Escocia.
Gregor se echó a reír. La perspectiva de acostarse con ella era demasiado atractiva para seguir de mal humor.
—Es verdad que en ninguna parte faltan tentaciones. ¿Sabes? Una vez vi a una mujer encantar a una serpiente hasta tal punto que le penetró el coño, ofreciéndole la cabeza y el resto de su cuerpo para su disfrute.
—¡Lo que no entiendo es para qué has vuelto, si el mundo está lleno de esas delicias!
A pesar de sus airadas respuestas, Gregor vio que sus palabras la excitaban. Se retorcía contra el colchón, agarrando las sábanas con ambas manos, aunque, cuando lo miró, él vio en sus ojos algo parecido al resentimiento. ¿Llegaría a entender a esa mujer alguna vez? De lo único que estaba seguro en ese instante era de que ambos necesitaban aliviarse, y pronto. La polla le dolía de ganas de montarla.
—Ah, pero cada mujer es diferente, Jessie. Unas son mucho más apasionadas que otras.
«Y la pasión es tu mejor atributo».
En ese momento, le retorció un pezón, ansioso por penetrarla. El deseo entre ellos había crecido. El modo en que Jessie se retorcía sobre la cama le hizo desear sentir esos movimientos mucho más directamente: desde dentro.
El último comentario de Gregor parecía haberla molestado especialmente. Una de las veces que movió la cara, le pareció que tenía los ojos llorosos. ¿Se habría pasado de la raya? Se obligó a aflojar, para asegurarse de que estuviera bien, pero ella no quería que se detuviera.
Con un gemido de frustración, le agarró la mano y se la llevó hasta uno de sus pechos.
—Márcame —susurró—. Hazme tuya.
Sorprendido por el súbito cambio de humor de la joven, Gregor trató de soltarse, pero ella le agarró la mano con más fuerza, presionándola contra su cuerpo.
Él guardó silencio, sin saber cómo interpretar su extraño comportamiento. Jessie llevó entonces el puño de Gregor hasta su sexo y se frotó contra él, moviendo las caderas lascivamente.
—Tócame. Aprovéchate de mí. —Su voz era un gemido angustiado—. Métemela. Lléname, por favor. Hazme sentir que valgo tanto como ellas.
Enfadado por haberla hecho sentir así, él negó con la cabeza.
Jessie se colgó de sus antebrazos. Los ojos le brillaban con una necesidad cercana a la locura.
—Por favor, Gregor.
Verla en ese estado hizo que el corazón se le encogiera, y sintió una extraña añoranza que hacía mucho tiempo que no experimentaba.
—Nunca había entrado en un calabozo disfrazado de sacerdote hasta que te conocí, Jessie Taskill.
Sus palabras la calmaron. Dejó de gemir y se secó las lágrimas.
—Vamos, ¿se puede saber qué demonios te ha pasado?
—Me has vuelto loca con tus historias de desenfreno —lo acusó ella con expresión avergonzada—. Por tu culpa, ahora necesito sentir un hombre dentro de mí.
—Y lo tendrás. Ésa ha sido siempre mi intención, cariño.
Ella lo miró solemnemente y él trató de aligerar el ambiente sonriendo y tocándole la punta de la nariz.
—Es lo que quieres, ¿no?
Ella asintió.
Gregor se incorporó para desabrocharse los pantalones.
—Levántate la falda. Ábrete de piernas para mí y te enseñaré exactamente dónde quiero estar.
Jessie inspiró hondo y luego soltó el aire, temblorosa, mientras seguía sus instrucciones. Se remangó la falda y separó las piernas con los pies plantados en la cama.
Gregor quedó capturado por la imagen de su sexo desnudo. Entre las sombras que proyectaban sus muslos sedosos, su raja brillaba, húmeda y acogedora. Tenía el botón de la entrada hinchado, y los labios carnosos lo invitaban a frotarse contra ellos. Ella se recogió la falda con una mano mientras extendía la otra sobre la delicada curva de su vientre, justo sobre el lugar donde nacía el vello oscuro que le cubría el sexo. Él señaló con la barbilla.
—Muéstrame más. Ábrete para mí.
Ella gimió. El ritmo acelerado de su respiración le indicó que estaba luchando con sus intensos deseos. Al verla, los testículos se le contrajeron y se levantaron en su saco, listas para la acción. En ese momento, no se le ocurrió ninguna otra mujer en el mundo con la que prefiriera estar. Mirándola fijamente, se agarró el miembro con fuerza por la base.
El deseo que distinguió en los ojos de ella al observar su erección hizo que ésta diera un brinco en la palma de su mano. Al ver cómo abría los labios y cómo le brillaba alguna lágrima rezagada en las pestañas, la deseó aún más. Jessie se llevó entonces la mano entre las piernas y se separó los pliegues, dejando al descubierto sus lugares más íntimos. La abertura, oscura y muy húmeda, le resultaba de lo más atractiva. La idea de meter su polla dentro de ese canal caliente y prieto era más de lo que podía soportar. Rindiéndose a la tentación, se colocó sobre ella mirándola a los ojos mientras buscaba su raja con la punta del miembro.
Al meterla, comprobó que su hendidura estaba tan mojada y caliente como le había parecido. La expresión de su rostro cambió cuando penetró en su interior. Las historias que le había contado habían encendido su deseo. Estaba ardiendo. En cuanto estuvo clavado en ella hasta el fondo, Jessie gritó y empezó a agitarse ansiosamente a su alrededor.
—Por todos los demonios —susurró él, rindiéndose a la abrumadora necesidad de empujar e hincarse en ella.
Jessie se aferró a él, gimiendo mientras la montaba, acariciándole los hombros y la espalda y levantando las caderas del colchón. Era tan receptiva y apasionada que Gregor deseó tenerla entre sus brazos toda la noche. ¿Quién se lo iba a impedir?
Los encendidos jadeos de la joven hicieron que le ardiera la piel. Le había rodeado las caderas con las piernas. Él aceleró entonces el ritmo de sus embestidas. Cada vez que entraba en contacto con sus partes más profundas, Jessie se arqueaba para acercarse más a él. Gregor disfrutaba como un loco de su abrazo íntimo y de la mirada ardiente que le dirigía. Pensó maravillado en lo distinta que era de todas aquellas otras prostitutas. Aquellas mujeres lo habían impresionado con sus trucos y sus habilidades, pero nunca había encontrado a nadie tan sensual y apasionado como Jessie.
Con la estocada definitiva, que los lanzó a ambos en brazos del éxtasis compartido, Gregor Ramsay tuvo una revelación: pasara lo que pasase durante las próximas semanas, nunca olvidaría a esa mujer.
Se despertó en mitad de la noche al oírla gritar. Alzó la cabeza y miró a su alrededor preguntándose dónde estaba. El cabo de una vela parpadeaba en su soporte sobre la mesilla de noche. A su luz, Gregor vio a la cálida mujer que dormía a su lado, acurrucada contra su pecho. Se frotó la cara con la mano que le quedaba libre. Fuera estaba oscuro. La madrugada aún quedaba lejos. Cuando estaba a punto de echarse a dormir otra vez, el cuerpo de su compañera de cama se tensó y volvió a gritar. El sonido lo inquietó, porque le recordó al de un animal en apuros.
En la penumbra, vio que estaba apretando los puños. Abría y cerraba los dedos, del mismo modo que su boca y sus párpados se movían rápidamente. Parecía que tenía una pesadilla. ¿Debería despertarla? La acunó suavemente hasta que se tranquilizó. Entonces, ella se arrimó más a él y siguió durmiendo, ya más sosegada.
Pasados unos instantes, su respiración se acompasó, volviendo a ser tranquila y relajada. Había hecho bien no despertándola. Sin embargo, a él no iba a resultarle tan fácil volver a dormirse. Se preguntó qué le habría sucedido para tener esas pesadillas.
Desvelado, Gregor siguió dándole vueltas a la cabeza. ¿Cuándo se habría ganado el sobrenombre de la Puta de Dundee? ¿Cuánto tiempo llevaría ganándose la vida dando placer a los hombres? Eran cosas que no se había planteado hasta ese momento, ya que Jessie disimulaba muy bien y nunca mostraba en público sus debilidades. Ni siquiera cuando se enfadaba se mostraba asustada ni desanimada.
¿Qué le habría ocurrido y cuándo habría perdido la inocencia? ¿Se la habrían arrebatado o la habría entregado voluntariamente? Nunca le había hablado de cómo se había metido en el negocio. Gregor sabía que eso no debería preocuparle, pero lo cierto era que le preocupaba. Y cada vez más.