8
—¿De verdad hace falta que me encierres en la habitación cada vez que sales? —Con las manos en las caderas, Jessie lo miró desencantada desde la puerta de la pequeña habitación del servicio. Odiaba que la encerraran. La idea de malgastar otra tarde de ese modo la ponía de mal humor.
Habían pasado una agradable mañana juntos tras su apasionado revolcón sobre la mesa. Jessie lo había pasado muy bien hablando con él de buenos modales, aunque no pensaba reconocerlo. Él también le había hablado sobre la casa de su enemigo y el personal que trabajaba en ella, y la joven había escuchado con atención, memorizando los detalles. Luego él se había preparado para marcharse y la había mandado a su cuarto. Después de lo que habían compartido, Jessie se lo tomó como una traición.
—Ya conoces la respuesta a esa pregunta —dijo él, frunciendo el cejo—. He invertido tiempo en ti y no quiero que mi inversión salga huyendo a Dundee en busca de un dinero que ya debe de haber desaparecido.
Ese comentario la frustró más aún. Jessie cruzó los brazos sobre el pecho y lo fulminó con la mirada.
—Aquí estarás a salvo, lo que debería parecerte una buena idea —declaró él al tiempo que alzaba las manos con impaciencia—. A mí me lo parece. ¿O preferirías que te devolvieran en un carro a Dundee y que te juzgaran por bruja? ¿No? Me daba esa impresión.
«Por mi bien. Por mi seguridad». No era la primera vez que lo oía, y le trajo malos recuerdos. Se había quedado sin argumentos, así que tuvo que conformarse con hacer un mohín.
Señalando hacia el pequeño cuarto, Ramsay añadió:
—Quédate ahí y olvídate de que alguna vez estuviste en Dundee.
A regañadientes, ella hizo lo que le decía. Una vez dentro, se volvió aún con los brazos delante del pecho y esperó a que él le cerrara la puerta en las narices.
—Sonríe, bonita. Te traeré un vestido nuevo cuando regrese. O dos —le dijo señalándole el vestido prestado.
Aunque no quería reconocerlo, la idea de tener ropa nueva la animó. Además, algo en su voz le dijo que se sentía culpable por encerrarla. ¡Le estaba bien empleado! A Jessie no le resultó fácil, pero logró esbozar algo parecido a una sonrisa.
—Mucho mejor. Descansa. Volveré pronto.
Cuando estaba a punto de cerrar la puerta, ella se acordó de algo que había querido preguntarle desde que se había levantado esa mañana.
—¿Ramsay?
Él se detuvo, con la llave en la mano.
—¿Sí?
—¿Cuál es tu nombre de pila?
Él se la quedó mirando y suspiró.
—Te tomas demasiadas confianzas conmigo —repuso—. No debería consentírtelo.
Ella se apretó las manos.
—Lo sé, pero no puedo evitarlo, soy curiosa de nacimiento.
Ramsay seguía mirándola, inseguro. Quería mantener las distancias con ella, era evidente, igual que quería proteger su intimidad en la medida de lo posible. Ni siquiera había mencionado el nombre de su enemigo. ¿Se negaría a decirle cómo se llamaba?
—Gregor —respondió finalmente.
Era una victoria, pero Jessie no podía confiarse. Tenía que seguir siendo prudente.
—Gracias —dijo asintiendo con la cabeza.
«Gregor», repitió mentalmente mientras la puerta se cerraba. No sabía por qué, pero le parecía un hombre muy adecuado para él.
Al oír girar la llave en la cerradura, frunció el cejo.
Las pisadas se alejaron, pero Jessie siguió con la vista fija en la puerta.
—Gregor Ramsay —le dijo a la puerta cerrada—. ¿Por qué te empeñas en seguir encerrándome, Gregor Ramsay?
Estaba furiosa. Se había portado bien, se había mostrado dispuesta a aprender, y habían compartido un placer fuera de lo común. Se tenían más confianza que el día anterior pero, al parecer, no la suficiente.
Comenzó a caminar arriba y abajo de la habitación con impaciencia. Iba a tener que emplear la magia de nuevo para salir de allí, pero no podía hacerlo hasta asegurarse de que él había abandonado la posada. Odiaba que la encerraran. Era algo que le venía de la infancia. Cuando quedó huérfana, las personas que la adoptaron la encerraban todas las noches.
Se preguntó si a sus hermanos las cosas les habrían ido mejor que a ella. Los habían separado a los tres tras la ejecución de su madre. Le dijeron que era por su propio bien, para la salvación de su alma. El nudo de dolor que Jessie llevaba siempre atado en su interior se apretaba cada vez que pensaba en su familia. No sabía nada de ellos, ni siquiera adónde los habían llevado. La última imagen que tenía de Maisie era de cuando la habían metido a la fuerza en un coche de caballos, entre gritos y patadas. La visión la había atormentado desde ese día. ¿Quién se la habría llevado? Había sido alguien lo bastante rico y poderoso como para tener un carruaje con un escudo de armas en la puerta. Eso era lo único que sabía.
En lo más hondo de su corazón, sabía que Maisie y Lennox sentirían la necesidad de volver a las Highlands, al pueblo donde habían nacido, igual que ella. Los encontraría, aunque fuera la última cosa que hiciera.
Jessie se sentó en el camastro y se dejó arrastrar por los recuerdos.
A ella no había ido a buscarla ningún carruaje elegante. Había permanecido en el pueblo donde su madre había sido lapidada y quemada. Cada vez que tenía que pasar por la plaza donde la habían matado, debía hacer un enorme esfuerzo por contener las lágrimas. El dolor era inmenso, pero había aprendido a disimularlo, porque enfurecía a sus tutores.
El señor Niven, el maestro del pueblo, la había adoptado. Lo había hecho como un acto de caridad, presionado por el párroco local, más que por un auténtico deseo de ayudarla. Pero la esposa del maestro tenía miedo de la hija de la bruja. Nunca la dejaba a solas con sus propios hijos. Ni siquiera dejaba que estudiara con ellos. En vez de eso, la hacía trabajar como doncella. Y, por las noches, la encerraba en un cobertizo, igual que ahora hacía Ramsay.
Durante mucho tiempo, Jessie estuvo demasiado asustada para tratar de escapar. Después de lo que le había sucedido a su madre, no se atrevía a emplear la magia. Pero cada vez llevaba peor lo de estar encerrada. Durante mucho tiempo fue guardándose la rabia en su interior. Al final, el aburrimiento y la ira la impulsaron a reaccionar.
Haciendo uso de la magia, se escapaba del cobertizo, y empezó a escuchar las conversaciones de los Niven. Así, descubrió que la esposa del maestro le tenía miedo. «He oído que los que practican la brujería se reúnen en los bosques las noches de luna llena para confabularse contra los buenos cristianos», la había oído decir una noche. Luego la oyó pedirle a su marido que se librara de la hija de la bruja que les habían obligado a acoger: «Son la semilla del diablo. ¿Cómo puedes permitir que una de ellas viva bajo nuestro techo?».
El señor Niven le había dado la razón con desgana, pero le había recordado que no podía enemistarse con el párroco si quería conservar su trabajo.
Jessie había escuchado con atención, sin perder detalle. Así pues, ¡en alguna parte había otros como ella, y se reunían por las noches en los bosques! El corazón se le había llenado de esperanza, la misma que la animaba a seguir su camino años más tarde. De esa esperanza había bebido durante los tiempos más duros, cuando parecía que no había nada por lo que mereciera la pena vivir. En más de una ocasión había tenido ganas de echarse a dormir y no volver a despertar jamás. Pero era muy tozuda, y había alimentado esa tozudez para cumplir su objetivo en la vida: se había jurado encontrar a su familia, costara lo que costase.
«Se pasan la noche como bestias salvajes, fornicando a la luz de la luna», fue otra de las cosas que oyó.
Jessie tardó algún tiempo en descubrir lo que significaba la palabra «fornicar» pero, cuando lo hizo, instintivamente supo que sentir deseo y actuar para aliviarlo no era nada malo. Eso era lo que hacían los que eran como ella y no se avergonzaban. La vergüenza no era algo natural; era un comportamiento enseñado por los que despreciaban la naturaleza y no querían conectar con ella.
«Son malos», la mujer del maestro lo repetía a menudo. No por la noche, a escondidas, sino que se lo decía a la cara escupiendo las palabras, como si eso fuera a protegerla del mal.
Aunque Jessie no era más que una niña, nunca lo había creído. Su madre le había enseñado otra cosa: «No somos malos, somos hijos de la naturaleza. Son ellos los que siguen el camino del demonio, aunque nos acusen a nosotros de hacerlo. No entienden nuestras costumbres y se niegan a aceptarlas».
Su madre tenía razón. Cada día le había traído nuevas pruebas de que no los había engañado. Jessie deseaba con todas sus fuerzas encontrar su camino en la vida, pero ¡no se lo ponían fácil con tantas puertas cerradas!
Levantándose de un salto, se acercó a la puerta y pegó la oreja a la madera. No llegaba ruido desde la habitación de Gregor. Dejándose caer de rodillas, le susurró a la cerradura. Sopló en el hueco y se imaginó una llave mientras murmuraba el viejo hechizo. Un momento después, la luz cambió cerca de la cerradura. Fue como si cobrara consistencia y se introdujera en ella para abrirla, como si el hechizo se hubiera vuelto brillante y visible.
Sorprendida, se echó hacia atrás. Era la primera vez que le sucedía eso. Cuando la puerta se abrió, lo hizo con un sonido musical, y Jessie tuvo la sensación de que se inclinaba ante ella, como invitándola a salir.
Se llevó los dedos a los labios, atónita.
«Mi magia está floreciendo. ¿Por qué precisamente ahora?»
La había notado pujando en su interior, luchando por salir. Cada vez le costaba más resistirse al impulso de explorar sus capacidades. Lo evitaba porque sabía que se jugaba la vida, pero las ganas de hacerlo no dejaban de aumentar. Era como si estuviera alcanzando su madurez como bruja; una sensación muy parecida a la que había tenido cuando había madurado como mujer y había empezado a desear a los hombres, pero más peligrosa.
La magia era su tesoro secreto, siempre lo sería, una joya invisible que no podía vender pero que la hacía sentir privilegiada. No obstante, al mismo tiempo, la frustraba sobremanera, ya que no podía emplearla por miedo a que los demás la acusaran por despecho, por miedo o por envidia. Era un don, pero también una maldición. Había aprendido a asumirlo.
Sin embargo, ese hechizo era distinto de los anteriores. Brillaba intensamente, como si estuviera vivo, como si su magia fuera más poderosa de lo que había sido el día anterior. «Qué extraño». Encogiéndose de hombros, Jessie salió del cuarto, buscando algo con lo que distraerse.
Lo primero que hizo fue volver al baúl que se encontraba junto a la cama de Gregor, que seguía cerrado con llave. Volvió a abrirlo y vio que estaba exactamente igual que el día anterior. Tras dejarlo tal como lo había encontrado, se sentó en la cama. Aflojándose el corpiño, miró a su alrededor. Había tan pocas cosas con las que entretenerse… Bueno, había pocas cosas con las que entretenerse cuando él no estaba, pensó sonriendo. Gregor Ramsay era una auténtica distracción en sí mismo.
Se tumbó en su cama. Sin dejar de sonreír, paseó la mano sobre el colchón, palpando el hueco dejado por su cuerpo antes de rodar hasta meterse en él. Cerró los ojos y aspiró el aroma que había dejado en la almohada. Mientras disfrutaba de su olor, recordó el revolcón que habían compartido por la mañana y lo agradable que había sido también compartir el desayuno.
Era una sensación a la que no estaba acostumbrada. No acababa de explicárselo, pero el caso era que, cada vez que él se marchaba, lo echaba de menos. No se trataba sólo de que le fastidiara que la encerrara, sino que le molestaba que se fuera sin ella. Se había acostumbrado a oír su risa sardónica y sus palabras burlonas. Por no mencionar sus constantes miradas ardientes, que encendían una hoguera en su interior.
Cuando él se iba, las habitaciones parecían estar desiertas, abandonadas. Días antes, habría estado encantada de poder disfrutar de un espacio tan cómodo, cálido y espacioso para ella sola, donde todas sus necesidades estaban cubiertas. Y, por si fuera poco, cuando todo acabara, recibiría un pago generoso. Debería estar encantada con su suerte. Eso era mucho mejor que andar por las calles buscando clientes.
Sin embargo, no podía evitarlo: le apetecía salir de la habitación. Se preguntó por qué no podía llevarla consigo cuando iba a ocuparse de sus asuntos. Era cierto que probablemente la estuvieran buscando, pero podría haberse disfrazado. Él tenía experiencia en disfraces, y ella podría ayudarlo en lo que fuera que estuviera haciendo.
Debía de haber una buena razón que lo impulsara a dejarla allí, aun temiendo que pudiera escaparse, en vez de llevarla consigo en todo momento sin perderla de vista.
Abrió los ojos de golpe.
¿Habría ido a visitar a otra mujer? ¿A una mujer a la que nunca le pediría algo tan sórdido como seducir a su enemigo? ¿Una novia? ¿Tal vez alguien de origen noble con la que planeaba casarse?
En cuanto la idea se instaló en su cabeza, sintió nacer en su interior una gran frustración. Y esa frustración dio paso en seguida a una gran necesidad de rebelarse.
Sentándose en la cama, miró en dirección a la puerta que daba al pasillo. Antes de llegar junto a ella, ya había empezado a pensar en el hechizo que la abriría.
Gregor caminaba impaciente de un lado a otro del vestíbulo de la casa de subastas más importante de Saint Andrews. Su procurador le había dado el nombre del subastador que se encargaba de casi todas las compraventas de fincas y terrenos en Fife, desde Saint Andrews hasta Kircaldy.
El escribiente que estaba en el vestíbulo donde él aguardaba levantó la pluma y lo miró frunciendo el cejo desde detrás de su mesa. Era la tercera vez que lo hacía. Gregor se dio por aludido y se sentó.
Aunque había salido de la posada en un estado menos alterado que el del día anterior, gradualmente había vuelto a ponerse nervioso. La causa era la misma de siempre: Jessie. Debería estar con los cinco sentidos puestos en sus negocios, pero no podía. Desde que se había rendido a la lujuria, no hacía otra cosa más que pensar en ella. Si acaso, su deseo por ella había aumentado. ¿Qué tenía esa mujer que no podía quitársela de la cabeza?
Odiaba sentirse culpable por encerrarla en la habitación. Eso era lo que cualquier hombre en sus cabales habría hecho, pero ella lo había mirado como si fuera un monstruo. Lo peor era que ver su boca curvada en un mohín y sus ojos suplicantes lo afectaba más de lo que debería. No acababa de comprenderlo. Su expresión decepcionada lo había perseguido todo el camino hasta Saint Andrews. Se preocupaba demasiado por ella. Y, otra cosa, no debería haberle dicho su nombre de pila. No era más que una ramera que había contratado para una misión muy concreta.
Pero lo más curioso era que, por mucho que se repitiera esas palabras, no se correspondían con el concepto que tenía de Jessie. Nunca se había encontrado con una mujer así. Había algo fuera de lo común en ella, algo que le resultaba irresistible. Era descarada como el mismo demonio, pero hasta cuando se estaba portando con descaro, no podía dejar de admirar su espíritu entusiasta. Era lo que la hacía distinta de las demás.
Mientras se adentraba a caballo en la calle principal de Saint Andrews, seguía pensando en ella y en su actitud ante el sexo. Sabía que sería perfecta para la misión que le había encomendado, siempre y cuando fuera capaz de reprimirse un poco. Cuando se enfurecía, era más difícil de controlar que una tripulación a la que se le hubiera negado su ración diaria de ron. Tenía que seguir insistiendo en su educación, para que aprendiera a controlar esa boca suya. Tal vez la solución estuviera en ofrecerle recompensas más tangibles.
Con esa idea en mente, había decidido ir a ver a una modista antes de ir a la casa de subastas. No conocía a ninguna en la zona, así que había tenido que preguntar en el mercado. Allí le habían recomendado un establecimiento de aspecto respetable en una calle secundaria. En cuanto dejó a su montura en unas caballerizas, buscó la tienda. Era un local largo y estrecho, con un cartel en la ventana que anunciaba el negocio. Entró con la idea de comprar cuatro cosas que mantuvieran a Jessie entretenida.
Pero, una vez en el interior, se imaginó qué pensaría ella si viera todo aquello, y acabó comprando muchas más cosas de las que había previsto. Al ver un chal de lana del mismo color que sus ojos, lo señaló. La modista lo llevó hasta la mesa que usaba para mostrar las telas y los productos acabados y, cuando él le dio su aprobación, lo dobló y lo envolvió.
—¿Tiene ropa adecuada para una criada?
La modista dudó un momento, pero luego se acercó a la pieza en la que estaba trabajando cuando él había entrado.
—Sí, mire, este vestido, por ejemplo.
Gregor lo examinó mientras ella entraba en la trastienda para coger otro. Le parecieron unos vestidos apropiados para una joven decente que buscara empleo. La talla también le pareció adecuada.
—Me los llevaré los dos.
—Éstos son para otro cliente, pero si quiere encargar unos parecidos…
—Los necesito con urgencia. Si me acaba estos dos vestidos pronto, le pagaré generosamente.
La modista parecía sorprendida por su actitud. Al principio, se resistió, pero al oír la cantidad que estaba dispuesto a pagar, cambió de idea. Cuando le dijo que se llevaría lo que estuviera acabado y que volvería al día siguiente a buscar el resto, los ojos casi se le salieron de las órbitas, pero tras hablar en voz baja con una joven que cosía en una esquina, le prometió que todo estaría listo para el día siguiente.
Cuando estaba a punto de marcharse, vio que la chica tenía en las manos un vestido mucho más elegante de lo que tenía en mente al entrar. Era de seda azul, un vestido propio de una dama. Se imaginó a Jessie pavoneándose por las habitaciones con el vestido puesto, sonrió para sus adentros y le pidió a la modista que lo añadiera al pedido, con los complementos que considerara necesarios.
—Eso hará subir el precio —le advirtió la mujer.
—No hay ningún problema. Volveré mañana.
Ahora, Gregor esperaba para hablar de negocios con el subastador, pero su mente no dejaba de volver a Jessie una y otra vez. En lugar de prepararse para la entrevista que estaba a punto de mantener, comenzó a imaginársela con los vestidos que había comprado para ella.
Al pensarlo en frío, supo que se había equivocado al rendirse a la lujuria. Había pasado demasiado tiempo sin acostarse con una mujer, por eso se olvidaba de que la puta era para su enemigo, no para él. Esa mañana, sin embargo, no había podido resistirse.
Por suerte, en ese momento lo hicieron pasar al despacho. Cuanto más pensaba en Jessie, más se enfurecía consigo mismo, y eso lo distraía de su misión. Había caído en un círculo vicioso.
El subastador era un hombre corpulento, con una mirada calculadora y una cara peluca empolvada que resultaba demasiado ostentosa en aquel entorno. En un escritorio cercano, un hombre enjuto se afanaba sobre un montón de papeles. Sólo levantaba la pluma cuando se le acababa la tinta.
Gregor se presentó y se sentó en la silla que le ofrecieron. El subastador inició un largo e irrelevante monólogo sobre el estado de la política bajo el mandato del rey Jorge. En cuanto pudo meter baza, Gregor desvió la conversación hacia el tema que lo había llevado hasta allí.
—Estoy interesado en comprar una finca en Fife con buen suelo agrícola. Unos terrenos que atraigan a buenos arrendatarios que las trabajen mientras yo navego.
El subastador asintió, tamborileando los dedos contra un botón de su chaqueta de terciopelo. Era evidente que desconfiaba de él.
—Ha venido al lugar adecuado.
Gregor no se podía permitir su desconfianza.
—Mi procurador, el señor Anderson, me recomendó que viniera aquí. Hable con él y le dirá que soy solvente y tengo crédito asegurado en el banco.
Tanto el procurador como el banquero que había contratado habían recibido instrucciones estrictas de decir a quien les preguntara que Gregor era un comerciante que había hecho fortuna y que deseaba echar raíces en la región.
La mención de un conocido común tranquilizó un poco al subastador. Sin embargo, cuando Gregor le preguntó sobre fincas específicas que pudieran estar en venta, se puso de nuevo a la defensiva.
—Esa información es confidencial.
Su actitud era sorprendente. En su profesión, debería estar encantado de que alguien se interesara por comprar tierras. ¿Serían los años de guerra contra los ingleses los que lo habrían vuelto tan desconfiado? Gregor apretó los dientes. La impaciencia no iba a llevarlo a ninguna parte. Tanto comprar vestidos y zarandajas le estaba ablandando la mente.
Era la primera vez que compraba tierras, y no conocía las costumbres del negocio. En el mar, la decisión de fiarse o no de alguien tenía que ser rápida e intuitiva, y un trato siempre quedaba abierto a nuevas negociaciones.
—Tal vez debería explicarme. Busco tierras en esta región porque soy un hombre de mar y quiero dejar una herencia más sólida a mi descendencia. No soy de por aquí, pero los antepasados de mi madre lo eran, por eso me resulta una zona atractiva.
—El procedimiento habitual sería que se presentara usted en la próxima subasta.
—Por supuesto —asintió Gregor—. Me quedaré por aquí el tiempo que haga falta. Le aseguro que me lo tomo muy en serio. Llevo muchos años planeando la compra mientras recorro los mares.
El subastador lo contempló acariciándose la barbilla.
—No es muy usual que un caballero se presente aquí con la intención de comprar tierras en esta zona, a causa de los cambios que los ingleses han hecho en las leyes, que han afectado a los negocios y a las personas. —Hizo una pausa, apretando los labios y luego prosiguió—: Nuestra clientela suele ser local, y lo que más se vende son objetos, bienes muebles. De vez en cuando se saca a subasta alguna propiedad, pero eso no es muy habitual. Aún menos habitual es que se presente un cliente ansioso antes de que salga ningún terreno a la venta —añadió con una sonrisa cautelosa.
Gregor se relajó un poco.
—Tengo fe en mis hermanos escoceses, y confío en que vendrán tiempos mejores —dijo alzando las cejas para dejar claro lo que quería decir.
El subastador asintió, aprobando su comentario.
El hombre tenía motivos para desconfiar, aunque los ingleses eran más de enviar soldados para apoderarse de lo que querían, aniquilando a cualquiera que se interpusiera en su camino, que no de pagar por las cosas. Lo positivo del caso era que el subastador no parecía estar preparándose para echarlo de su despacho; sólo quería asegurarse de su buena fe.
—Es posible que pueda haber tierras que se ajusten a sus necesidades en un futuro.
—En ese caso, me gustaría dejarle una cantidad de dinero a modo de anticipo. Si alguna propiedad sale a subasta en la región, estoy interesado en adquirirla. Le ruego que considere mi ofrecimiento. Estoy dispuesto a superar la oferta más alta que tenga.
El escribiente, que no había dejado de anotar durante su conversación, se detuvo en ese momento. El roce de la pluma sobre el papel se hizo notar por su ausencia.
El subastador volvió la cabeza hacia su empleado, con los labios apretados.
—No puedo aceptar el pago de un anticipo bajo esas condiciones. No sería justo para el resto de mis clientes. En esta casa no nos dejamos manipular ni comprar. Todo lo que se vende tiene que salir antes a subasta de una manera limpia.
A Gregor le pareció que el hombre trataba de disimular la decepción que sentía mientras el escribiente reanudaba su labor. Tuvo la sensación de que el subastador habría aceptado un soborno si no hubiera habido testigos. Sabía que había tierras a punto de ser subastadas. Si la información de Robert era correcta, se trataba de una propiedad de Ivor Wallace. Sin embargo, no podía estar del todo seguro. La información que Jessie pudiera proporcionarle le sería de gran utilidad.
Una vez más, se obligó a contener la impaciencia que sentía. Los sobornos le habían sido útiles en el pasado, tanto para obtener lo que quería como para enriquecerse rápidamente, en las ocasiones en que había sido él quien había recibido el pago. Cuando se trataba de conseguir lo que deseaba, nunca había dejado que los escrúpulos se interpusieran en su camino. El subastador era un hombre mucho más íntegro que él. Le costó no insistir. Gregor tenía otras cosas de las que ocuparse. Establecer un vínculo con aquel hombre debería haberle resultado fácil y rápido. Estaba impaciente por regresar junto a Jessie para seguir con su instrucción.
—¿Puede darme una fecha aproximada para la siguiente subasta?
El hombre negó con la cabeza.
—Estamos preparando una, pero el dueño aún no ha decidido de qué tierras quiere desprenderse.
Él asintió.
—Si quiere, puedo avisarlo cuando se confirme la fecha.
Gregor consideró la propuesta del subastador, pero no podía permitirse dar detalles de donde se alojaba, por si se corría la voz de su interés. Las noticias de un forastero interesado en comprar tierras en la zona sin duda llamarían la atención de Wallace. No quería que sospechara que se encontraba tan cerca.
—Por favor, hágaselo saber a mi procurador —dijo y, tras ponerse en pie para marcharse, añadió—: Espero poder hacer negocios con usted pronto. Me pasaré de nuevo por aquí antes de que acabe el mes.
El subastador lo acompañó hasta la puerta, animándolo a volver cuando quisiera y disculpándose por no poder darle más información. Al salir de allí, Gregor estaba convencido de que enviar a Jessie a Balfour Hall, la casa de Wallace, era una buena idea. Con lo avispada que era, escucharía y se enteraría de muchas cosas. Y, en poco tiempo, él tendría la información que necesitaba.
Mientras se dirigía a las caballerizas, se preguntó cómo se las apañaría para que Jessie le hiciera llegar la información regularmente. Al principio, había pensado que lo mejor sería que lo avisara cuando hubiera obtenido la información que necesitaba, pero para eso haría falta la intervención de una tercera persona, lo que la pondría en una situación peligrosa. No, no era buena idea. Sería mejor quedar directamente con ella en algún lugar acordado de la finca, durante la noche. Así se enteraría regularmente de sus avances y podría darle instrucciones si le surgía alguna duda.
Con una sonrisa, se recordó que, aunque habían avanzado mucho en los últimos dos días, todavía no podían dejar de practicar. Ella estaba acostumbrada a tomar sus propias decisiones. Era una mujer independiente, difícil de manejar. Si quería que no se apartara del objetivo, tendría que controlarla, vigilándola de cerca.
Gregor se preguntó con ironía quién se ocuparía de controlarlo a él cuando ella lo distrajera de su objetivo.