17
A la mañana siguiente, Gregor permanecía cabizbajo, pero mientras desayunaban le dio instrucciones sobre cómo debía comportarse en Balfour Hall. Repitió los planes que habían elaborado a lo largo de la semana anterior, y le recordó que tenía que prestar atención cuando alguien hiciera mención a alguna venta o negocio. Jessie no deseaba provocarlo, así que le demostró que estaba plenamente concentrada en la tarea.
A media mañana, Gregor pareció darse por satisfecho. Cuando fue a ponerse las botas y la levita, Jessie se dio cuenta de que habían terminado y fue a su habitación a prepararse.
Cuando, al cabo de unos minutos, volvió a salir del cuarto, él le preguntó:
—¿Estás lista?
Era la primera vez que se lo preguntaba. Mirándolo a los ojos, ella asintió con la cabeza. No se atrevió a hablar por miedo a que le temblara la voz.
Jessie bajó la escalera pegada a su espalda, agradecida por la protección. Al llegar a los establos, él la agarró por el brazo y le dio un ligero apretón para infundirle ánimos.
—Sé que te dan miedo los caballos, así que he pedido que nos preparen un carro para que no tengas que montar.
Jessie apretó los labios. No eran los caballos lo que le daba miedo, sino las alturas. No entendía lo que le sucedía, pero al menos hacía un esfuerzo. ¿Lo había hecho porque se sentía culpable por cómo la había tratado el día anterior? ¿O acaso estaba tratando de asegurarse su lealtad?
Se volvió hacia él para mirarlo a los ojos y deseó que dejara de fruncir el cejo. Ahora ya comprendía la expresión atormentada que aparecía en su cara de vez en cuando. El dolor por lo que le había sucedido a su padre lo había convertido en un hombre duro y amargado, movido por un gran deseo de venganza. Cuando quería conseguir algo de ella, podía mostrarse afectuoso, pero sin olvidar nunca su auténtico objetivo: la venganza. Ella no era más que un arma para cumplir su misión.
Y, aunque no debería importarle, aunque no debería entristecerse por eso, lo cierto era que no podía evitarlo. Había cometido el error de enamorarse de ese hombre. Apartándole la mano, se recolocó el chal alrededor de los hombros y se lo anudó al pecho antes de dejar su fardo en el carro. Sólo llevaba el vestido de recambio y el peine que él le había regalado.
Al principio del viaje, se mareó un poco. El vehículo saltaba en los baches y se sacudía de un lado a otro. Era mucho peor que ir a caballo, pensó Jessie. Tuvo que emplear toda su fuerza de voluntad —y una pizca de magia— para superar el mareo y no tener que ir andando el resto del camino.
Cuando su estómago se asentó, pudo fijarse en lo bien que Gregor conducía al potro, en lo fácilmente que lo guiaba por donde quería ir gracias a las riendas. Iba concentrado en la conducción, con las cejas juntas y los labios apretados. Se preguntó si ése sería el aspecto que tendría al mando de su nave. La idea la entristeció aún más. Nunca lo sabría. Si no la hubiera necesitado para su venganza, ni siquiera habría formado parte de su vida. Habían firmado un pacto extraño, pero Jessie no se arrepentía, ni siquiera después de la mala experiencia de la tarde anterior. Sabía que no debería haberlo provocado estando tan disgustado.
Lo miró de reojo. Era un hombre muy atractivo y le dolía imaginarse el dolor que debía de haber sentido al encontrar a su padre muerto siendo un muchacho. Cómo desearía borrar la sombra que le oscurecía la mirada. ¿Le daría la venganza la paz de espíritu que buscaba? Ojalá fuera así. Ivor Wallace era un hombre despreciable por haber destrozado la vida de su vecino de esa manera. Cuanto más pensaba en ello, más ganas tenía de ayudarlo a obtener esa tranquilidad.
Al llegar al bosque, Gregor ató las riendas del carro a una rama y siguieron el camino a pie. Caminaron en silencio. Sólo cuando llegaron al claro desde donde se veía la parte trasera de la mansión, él se detuvo y le dijo:
—Volveré mañana a medianoche. Reúnete conmigo junto al camino, detrás de los rosales.
—Allí estaré —asintió ella.
La razón por la que le pedía eso era evidente: quería conocer los avances en la misión. Pero, a pesar de saberlo, el corazón le dio un vuelco. «Estúpida. Debes librarte de tus sentimientos hacia él. No te traerán nada bueno».
Acostarse con su enemigo sin duda la ayudaría, pensó con ironía.
Con decisión, se volvió y se alejó ladera abajo en dirección a Balfour Hall. Sabía que él la estaba observando porque notaba sus ojos clavados en la espalda, pero no miró hacia atrás. En cambio, se obligó a centrarse en la tarea que la aguardaba. El objetivo era doble. Por un lado, estaban la bolsa de dinero y el viaje al norte. Por otro, la venganza que Gregor necesitaba para librarse del nubarrón que le ensombrecía el alma. Ella había hecho suyo ese objetivo, y ahora ambos eran igualmente importantes.
Le encantaría poder verlo relajado y de buen humor antes de decirle adiós definitivamente. Al pensar en la despedida sintió una punzada en el pecho, pero se apresuró a reprimirla. No podía ni quería disgustarse antes de tiempo.
A medida que se acercaba a la mansión, iba repasando los planes. Sabía dónde estaba la puerta de servicio, pero tenía que presentarse en la entrada principal, como si fuera una recién llegada a la zona. Rodeando los jardines, se dirigió al camino que llegaba a la casa desde el pueblo y lo siguió.
Desde esa perspectiva, Balfour Hall era todavía más impresionante. La piedra gris y las sombrías ventanas le conferían un aspecto amenazador. Al levantar la vista hasta la planta superior, donde estaban las habitaciones del servicio, Jessie tragó saliva con dificultad al pensar en la escalera. Tenía que ser fuerte. «Lo lograré».
Cinco escalones de mármol conducían a la puerta principal, que era grande y estaba coronada por una vidriera. Respirando hondo, tiró del gran llamador de latón y luego lo soltó. Alisándose las arrugas del sencillo vestido que Gregor le había comprado para la ocasión, la muchacha adoptó una expresión humilde y recatada. Cuando la puerta comenzó a abrirse, sonrió, deseosa de agradar desde el principio.
Al otro lado de la puerta se oían voces que gritaban instrucciones. Daba la sensación de que la casa era un auténtico caos. Buena señal.
—No necesitamos nada —le dijo la mujer que abrió a modo de saludo mientras se secaba las manos en el delantal. Tenía los puños del vestido remangados y el cejo muy fruncido. Parecía malhumorada, pero también agotada.
Jessie supuso que debía de tratarse del ama de llaves.
—No vendo nada, señora. Vine a visitar a mi prima, que vive cerca, y oí que podrían necesitar los servicios de una doncella. Soy muy trabajadora.
Estirando el cuello, Jessie echó un vistazo al suntuoso vestíbulo. Era la primera vez que veía una vivienda tan lujosa. Se recordó que el amo de aquella mansión había conseguido todo ese lujo a costa del sufrimiento de otras personas. Pero, igualmente, seguía pareciéndole espectacular. Mientras contemplaba el vestíbulo, una criada bajó tambaleándose la escalera, con una montaña de ropa blanca a punto de caérsele de las manos. Al llegar abajo, tropezó y soltó la ropa.
Jessie comprobó encantada que sus hechizos seguían en marcha. No le había resultado fácil crearlos, y ver que funcionaban tan bien la llenó de orgullo. Sabía que buena parte de su éxito se debía a su asociación con el hombre que no podía apartar de su mente. La pasión que sentía por Gregor había hecho florecer sus poderes mágicos. Si hacía falta, podía volver a usar la magia. Sería arriesgado, pero aceleraría las cosas, y la recompensa sería ver a Gregor libre de las cargas que acarreaba.
—Sólo contratamos a gente del pueblo —dijo la mujer que había abierto la puerta—. Son normas de la casa, instauradas por la señora. —Miró a Jessie de arriba abajo—. La señora Wallace prefiere contratar sólo a personas conocidas, de confianza.
—Podría empezar ahora mismo, señora…
Jessie pensó un hechizo para que el ama de llaves le dejara cruzar el umbral.
La mujer la miró con desconfianza durante unos segundos más antes de rendirse.
—Soy la señora Gilroy.
—Podría empezar de inmediato, señora Gilroy —repitió ella, sonriendo y haciendo una reverencia, decidida a dar una imagen dispuesta y alegre—. Parece que no le vendría mal un poco de ayuda —añadió señalando con la cabeza a la criada que, de rodillas, recogía la ropa blanca esparcida por el suelo.
Entonces se oyeron unos gritos procedentes de algún lugar de la casa, y un gran perro lobo cruzó el vestíbulo a la carrera con un niño pegado a sus talones.
El ama de llaves miró por encima del hombro y se volvió hacia la joven con el cejo fruncido.
—Pasa. La señora tiene una de sus jaquecas, pero le preguntaré si quiere entrevistarte. Dios sabe que no nos vendría nada mal un poco de ayuda.
Tal vez el destino le estaba echando una mano. Si a la señora le dolía la cabeza, quizá podría ayudarla con una infusión hecha con la lavanda que había visto en el jardín.
Jessie siguió al ama de llaves hasta el amplio vestíbulo. Era más grande de lo que le había parecido desde fuera, y el suelo estaba cuidadosamente embaldosado. Las paredes aparecían cubiertas por paneles de oscura madera pulida. Sintió deseos de alargar la mano y tocarlos, pero se reprimió. Por la vidriera que había sobre la puerta se filtraba una luz de colores. Gregor ya le había dicho que era una sala espectacular, por donde entraban los invitados a las fiestas, los bailes y otros eventos parecidos. Numerosos cuadros colgaban de la parte superior de las paredes. Casi todos eran retratos de personas y casi todos parecían estar enojados.
—Espera aquí —le ordenó la señora Gilroy antes de entrar en una salita, dejando la puerta abierta.
Jessie aguardó a que la criada acabara de recoger la ropa y se marchara para acercarse a la puerta y echar un vistazo.
La señora Gilroy se había detenido junto a un sillón orejero, donde había una dama vestida completamente de negro. Un momento después, se acercó a la puerta y le hizo un gesto con la mano para que entrara.
—Pasa. La señora te recibirá ahora mismo.
Jessie se apresuró a entrar en el saloncito. Era una habitación muy recargada, con imágenes de aves y árboles pintadas en las paredes. Nunca había visto nada parecido. La sala estaba repleta de sillas, de mullidos sillones y de mesitas auxiliares. A su derecha vio un precioso armario alto con las puertas decoradas con trozos de madera de distintos colores, como si fuera un cuadro. Cerca de la chimenea, que estaba encendida a pesar de que en la salita hacía demasiado calor, la señora permanecía sentada con un pañuelo de encaje apoyado en la mejilla.
Al ver a la recién llegada, cerró el gran libro que sostenía en el regazo. Jessie reparó en que éste tenía una cruz dorada en la cubierta. Era una Biblia. La esposa de Ivor Wallace vestía de negro, parecía infeliz y leía la Biblia.
—Buenos días, señora —la saludó haciendo una rápida reverencia.
La mujer no sonrió, y el cejo permaneció igual de fruncido.
—¿Tienes experiencia? ¿Has servido en una casa tan grande?
—No tan grande, señora, pero soy una buena trabajadora.
—No suelo contratar a nadie sin referencias pero haré una excepción contigo. Estarás a prueba una semana. Si superas la prueba, hablaremos de las condiciones. ¿Queda claro?
Jessie hizo otra reverencia para mostrar su conformidad.
—Sí, señora. Le agradezco que me dé esta oportunidad. —Estuvo a punto de añadir que no se arrepentiría de habérsela dado, pero lo más probable era que acabara arrepintiéndose, así que no dijo nada.
La señora Wallace y el ama de llaves decidieron a continuación las tareas que le serían encomendadas a Jessie durante la semana de prueba. Mientras esperaba a que acabaran, la muchacha se percató de que alguien las estaba observando. Volvió la cabeza lo justo para mirar hacia la puerta por el rabillo del ojo y distinguió que, efectivamente, un hombre las observaba.
¿Sería Ivor Wallace, el enemigo de Gregor?
Cuando la dueña de la casa les dijo que podían retirarse y el ama de llaves volvió a llevarla al vestíbulo, el hombre salió de entre las sombras y agarró a Jessie del brazo. El corazón le dio un vuelco en el pecho. Era un hombre alto y de aspecto amenazador, aunque le pareció demasiado joven para ser el dueño de la casa, e iba vestido con ropa de criado. La miraba con mucho descaro.
—Señora Gilroy —exclamó cogiendo a Jessie como si fuera una niña pequeña a la que hubiera descubierto haciendo una travesura—. ¿Quién es ésta?
Sus modales arrogantes y su modo de hablarle al ama de llaves le hicieron pensar que tal vez se tratara del mayordomo.
—Es Jessie. Estará una semana a prueba… Éste es Cormac. Él dice que es ayuda de cámara, pero ninguno de nosotros sabe exactamente a qué se dedica —los presentó la señora Gilroy con ironía.
Tras fulminar al ama de llaves con la mirada, el hombre soltó a Jessie.
Instintivamente, ella dio un paso atrás, acercándose a la mujer. Cormac era una mala persona. Su modo de mirarla hacía que sintiera escalofríos. Siguió observándolas mientras se alejaban. Aunque no se fiaba de él, Jessie se dijo que no era nadie importante. Pronto tendría acceso al dueño de la casa y podría empezar con la misión propiamente dicha.