15

Gregor guardó un profundo silencio mientras cabalgaban hacia su destino.

Jessie respetó su mutismo, a pesar de las numerosas preguntas que se agolpaban en su cabeza. Al volverse para observarlo, vio que su rostro permanecía inescrutable. La ponía nerviosa. Momentos antes habían estado unidos en objetivos y pensamientos, como uña y carne. Pero ahora que había aceptado abrirle su corazón y revelarle sus motivos, era como si se hubiera protegido tras un caparazón.

Tal vez la explicación fuera sencilla, después de todo. La estaba apartando de las tierras de su enemigo para poder contarle lo que había sucedido años atrás sin miedo a ser descubiertos y sin la influencia de ese oscuro caserón. Lo entendía. Era una mansión triste. Había pasado poco tiempo dentro de sus límites, pero el suficiente para darse cuenta de que la felicidad no tenía cabida entre sus muros.

Con mucho cuidado, había rodeado Balfour Hall, estudiando la estructura y el ambiente del lugar y observando sus puertas y ventanas desde la protección de los arbustos de los lujosos jardines. Gracias al plano que le había dibujado Gregor y que había memorizado, no le había costado nada orientarse. Había marcado cada punto de observación con un hechizo, mientras dibujaba una cruz en el suelo con un palo. «Bheir mi-gniomh dhan taigh seo», había susurrado, atrayendo así el caos a los lugares marcados. Cuando alguien pisara alguno de esos puntos, la anarquía se apoderaría de la casa.

Con cada nuevo hechizo que pronunciaba, se maravillaba de lo mucho que había crecido el poder de su magia. Los lugares que había señalado brillaban y desprendían un intenso calor mientras murmuraba los encantamientos. De un modo instintivo, Jessie sabía que eso era debido a su relación con Gregor. El vínculo que había creado con él y los agradables revolcones que habían compartido habían alimentado sus poderes y sus habilidades. Cada día que pasaba estaba más convencida de ello.

Y el conocimiento de ese nuevo poder la hacía estar más segura y confiada. Se sintió muy orgullosa con su trabajo. Había sido meticulosa trazando una red de hechizos alrededor de toda la casa. Pronto necesitarían más manos para poner en orden todo lo que iba a romperse y estropearse. En ese momento ella haría su aparición pidiendo trabajo, bien aleccionada por Gregor.

Balfour Hall era un sitio lujoso. Nunca había estado en un lugar tan elegante. Pero sus paredes rezumaban recuerdos infelices, el legado de las almas atormentadas que las habían habitado. La idea de alojarse entre esos muros no le resultaba atractiva. Ésa era la razón principal por la que necesitaba conocer las razones de Gregor.

Quería saber lo que sentía y, para eso, al parecer tenían que salir del bosque. Aunque era obvio que a él no le apetecía contárselo, finalmente había accedido. En cuanto se apartaron del manto protector formado por las copas de los árboles, su humor se había ensombrecido una vez más. Jessie lo notó sin necesidad de intercambiar ni una palabra con él. Al volver de la casa, lo había encontrado preocupado, pero ahora era como si no le quedara ni una pizca de buen humor en el cuerpo. No debería extrañarse. Sabía que las razones que lo impulsaban eran profundas, complejas y oscuras, por mucho que las disimulara con palabras como «justicia», «misión» o «negocios».

Las colinas se extendían ante ellos, exuberantes bajo el sol de primavera. No había carreteras ni caminantes que rompieran la monotonía del paisaje. A Jessie le pareció que nunca antes había visto unos pastos tan verdes. La naturaleza la llamaba. Sintió un gran deseo de descabalgar y rodar por la hierba, absorbiendo la fuerza gloriosa del entorno. Sin embargo, se reprimió, puesto que sabía que Gregor no lo aprobaría, especialmente con su mal humor actual. Esperaría una ocasión más discreta.

De vez en cuando se cruzaban con muros divisorios y rebaños de ovejas, a las que Gregor miraba con rabia, como si fueran sus enemigas.

Finalmente divisaron una granja destartalada. Era más bien el cascarón de una antigua granja, situada en un precioso valle. Jessie estaba a punto de hacer un comentario cuando vio la expresión en el rostro de él. Más que la curva descendente de su boca, fue el dolor reflejado en sus ojos lo que le llamó la atención. Se le hizo un nudo en el estómago.

Ése era el lugar que quería mostrarle.

Observando las piedras que quedaban en pie, no costaba deducir que la casa llevaba muchos años deshabitada. La puerta parecía quemada, y del tejado sólo quedaban las vigas. El trozo de terreno que debía de haber sido el huerto estaba por completo arrasado.

—¿Qué es este lugar?

Gregor continuó mirándolo todo con atención antes de responder:

—Strathbahn. Mi hogar.

Ella se volvió hacia las ruinas y, acto seguido, de nuevo hacia él. Aquello no iba a resultar fácil. A medida que se aproximaban, la reticencia de Gregor fue en aumento. El dolor y la rabia marcaban su expresión en igual medida. Jessie empezaba a hacerse una idea de la magnitud de su necesidad de venganza.

Los caballos acabaron de acercarse a la casa y, cuando Gregor desmontó, ella lo imitó. Tan disgustado estaba que ni siquiera se molestó en atar a los animales, por lo que Jessie sujetó rápidamente las riendas a un palo de la verja que rodeaba la vieja granja y se apresuró a seguirlo.

Daba la sensación de que el lugar le estuviera hablando, que lo atrajera como si él llevara una cuerda atada al cuello. Jessie corrió tras él. Lo alcanzó cuando se estaba agachando para pasar por la puerta.

Por dentro, la casa estaba en tan mal estado como por fuera. Las malas hierbas se abrían paso entre las piedras, y había montones de hojas y helechos secos en las esquinas, donde el viento los había arrastrado durante el invierno. Las pocas vigas que quedaban en el tejado mostraban señales de haberse quemado en un incendio. Los troncos chamuscados podían caerse en cualquier momento. Gregor estaba inmóvil, mirando fijamente la chimenea, o más bien lo que quedaba de ella.

Ella se abrió paso con cuidado entre los escombros.

—¿Aquí es donde vivías con tu madre?

Él negó con la cabeza.

—La tos se la llevó cuando yo tenía cuatro años. Se llamaba Agatha. Mi padre me llevaba a visitar su tumba cada domingo después de ir a la iglesia. Casi no recuerdo nada de ella. Sin embargo —añadió amargamente—, me alegro de que no viviera lo suficiente para presenciar lo que nos sucedió después.

La pena que estaba reviviendo pareció infundirle fuerzas. Levantó la cabeza y Jessie vio que observaba las vigas con odio. Luego miró a su alrededor con los labios muy apretados y los ojos entornados. ¿Habría sido su enemigo el causante de toda esa destrucción? ¿Ivor Wallace había quemado la casa de su familia?

—Mi padre fue quien me crió.

Jessie sintió claramente las emociones de Gregor. Sintió el dolor y la pena que lo embargaban y se extendían, llenando la casa de malas vibraciones.

—¿Tu padre?

—Sí, se llamaba Hugh Ramsay. Era un buen hombre. Me educó bien y me enseñó todo lo que sabía. Pero a veces las buenas personas son vulnerables porque son amables y tratan de ayudar a los demás.

A Jessie le costaba respirar. Tanto las palabras de Gregor como la tensión de sus hombros indicaban que estaba muy afectado. Tal vez no hubiera sido tan buena idea obligarlo a sincerarse.

—Esta tierra llevaba tres generaciones en nuestra familia. La cuidábamos y la trabajábamos bien. Todos los días, mi padre me decía que la trabajaba para que yo me sintiera orgulloso de ella, como lo estaba él. Pero de repente, un día, dejó de decirlo.

»Yo debía de tener unos dieciocho años cuando me di cuenta de que estaba muy preocupado. —Gregor siguió hablando, aunque era evidente que le costaba hacerlo. Era como si tuviera que arrancarse cada palabra de las entrañas—. Nuestro mejor ganado empezó a morir. Hasta mucho más tarde mi padre no me contó que lo habían envenenado.

Se interrumpió. Jessie se imaginó lo duro que debía de haber sido encontrarse a los animales muertos.

—Aunque trabajaba codo con codo con él, no me contaba sus preocupaciones. Al principio se vio obligado a venderle a Wallace las tierras más alejadas de la casa. Eso era lo que le interesaba, las tierras. El objetivo de Wallace era hacerse con toda la región, y si para conseguirlo tenía que echar a la gente de sus casas, lo hacía. Empezaron a suceder desgracias en la zona.

Gregor se había acercado a la chimenea y había apoyado el brazo en la repisa.

—Usaba métodos sucios para conseguir lo que quería. Destruía cosechas, robaba ganado… Luego iba a visitar a quien había sufrido la desgracia, como si fuera un vecino benevolente y preocupado, y ofrecía dinero cuando más lo necesitaban. Después, cuando no podían devolvérselo, se quedaba con sus tierras. No fuimos los primeros, pero con mi padre actuó con más crueldad que con los demás, porque de jóvenes habían sido amigos.

»Cuando lo obligó a venderle el resto de las tierras y nuestro hogar, le dijo que había sido él quien lo había organizado todo. Se rió en su cara.

Jessie lo sintió mucho por Gregor. Alargó la mano para tocarlo, pero era como si no estuviera allí. Como si los recuerdos lo hubieran llevado hacia atrás en el tiempo, muy lejos de ella.

—Mi padre no pudo soportar la vergüenza. No podía mirarme a la cara. Wallace había logrado arrebatárselo todo. Aquella noche, cuando volví a casa desde Craigduff, todo había terminado. Me dejó una carta, explicándome lo que había pasado, y pidiéndome disculpas por permitir que Wallace nos llevara a la ruina. —Levantó la mano y señaló una de las vigas del techo—. Lo encontré aquí. —Su voz se había convertido en un susurro—. Se había ahorcado.

—¡Oh, Gregor, no! —Jessie recibió el impacto de la noticia con la fuerza de un puñetazo.

Fue como si se hubiera levantado un velo. Por fin lo entendía. Ésa era la fuerza que lo había impulsado a embarcarse y a conseguir una fortuna que le permitiera regresar y arruinar a su enemigo. De niña, ella no había tenido la fuerza necesaria para defender a su madre, y la culpabilidad siempre la había atormentado. A Gregor le sucedía lo mismo, sólo que el fardo que cargaba era aún mayor. Ella era una niña cuando mataron a su madre. Él ya era un hombre, joven pero un hombre, y podría haber ayudado a su padre si hubiera sabido lo que ocurría. Se quedó mirando la viga chamuscada, imaginándose cómo debía de haberse sentido al ver a su amado padre colgando de allí.

—Pensaba que tal vez tu enemigo había quemado la casa —murmuró.

—No, fui yo —replicó él con la voz fría como el hielo.

Al mirarlo, Jessie vio que los ojos le ardían de determinación. Un escalofrío le recorrió la espalda.

—Después de enterrarlo, regresé aquí y prendí fuego a la casa. Wallace nos la había arrebatado, pero no la disfrutaría tal y como estaba. —Se encogió de hombros—. Años más tarde me di cuenta de que nunca había estado interesado en la casa. Nunca la usó, ni se la ofreció a otros arrendatarios. Sólo le interesaba acumular tierras para ganar poder.

—Cuantas más tierras acumulara, más alta sería su posición social.

Gregor asintió, pero siguió sin mirarla a la cara.

La joven sintió una punzada de dolor en el corazón y en el vientre mientras absorbía toda su pena. No le costó nada entender cómo un dolor tan intenso había marcado la existencia de un joven herido. El odio había asumido el mando de su vida. Tenía que llevar a cabo su venganza para poder enterrar realmente a su padre y dejar el pasado atrás. Si no lo hacía, no podría seguir adelante con su vida.

En los ojos de Gregor vio que seguía en el pasado. Lo estaba reviviendo todo. Probablemente había sido él quien había bajado el cuerpo al suelo. Se lo imaginó mirando el cadáver de su padre desplomado a sus pies, cegado de dolor. El sentimiento de pérdida debía de haber ido convirtiéndose en algo que tardaría mucho tiempo en controlar. Cuando finalmente pudo hacerlo, transformó ese odio en un plan de venganza. Jessie se preguntó si la venganza sería un buen remedio para curar las heridas.

Le había cogido mucho cariño, y la joven no podía evitar querer ayudar a todos los que sufrían. Formaba parte de su carácter, aunque muchas veces le ocasionaba problemas.

«Lo ayudaré —se dijo—. Haré que se sienta mejor».

—Gregor —dijo, apretándole el brazo para llamar su atención.

Él se volvió hacia ella. Al principio dio la impresión de que la miraba desde muy lejos, como si no la reconociera. Cuando finalmente se centró, entornó los ojos.

—¿Estás satisfecha ahora? —le preguntó, furibundo.

Jessie lo miró, preocupada por su reacción.

—Tenía que entender lo que motivaba tu deseo de venganza. Le he dado muchas vueltas al tema desde que mataron a mi madre. Y tienes que comprender que vengarte de tu enemigo no cambiará la historia ni te devolverá a tu padre.

A juzgar por la mirada que le dirigió, a Gregor no le apetecía en lo más mínimo escuchar su discurso. Jessie nunca se había enfrentado a un reto parecido. La misión era más compleja de lo que se había imaginado. Alargó de nuevo la mano para calmarlo y consolarlo.

—Querías saberlo, pues ya lo sabes —murmuró él, soltándose bruscamente—. Ahora ya puedes ir a hacer lo que prometiste que harías. Ve a ganarte su confianza y entérate de qué tierras va a vender. Luego infórmame para que yo pueda comprarlas. En cuanto haya recuperado las tierras de mi familia, habremos acabado.

Jessie tuvo la sensación de que acababa de cerrarle una puerta en las narices.

—Gregor, espera.

Pero él ya no la escuchaba. Había salido de la casa y se dirigía a toda prisa hacia su caballo. Tras montar de un salto, golpeó al animal en la grupa para salir a toda velocidad. Consternada, lo vio partir por el camino por el que habían venido. Tras levantarse un poco la falda, lo siguió, maldiciéndose por haberlo presionado. Gregor había ido a ese lugar contra su voluntad, pero Jessie necesitaba saber lo que había ocurrido, por mucho que se alterara. Lo malo era que ahora tenía que regresar sola, empezando por montar sin que nadie la ayudara.

Nerviosa, trató de repetir el hechizo que había empleado por la mañana, que le mantenía el culo pegado a la silla de montar pasara lo que pasase. Era lo que se le había ocurrido para poder montar sin tener que preocuparse por si se caía. Sabía que, para la mayoría de la gente, la distancia desde lo alto de un caballo no suponía ningún problema, pero para ella era distinto, porque cualquier altura le hacía revivir un instante muy duro de su vida: el momento en que la habían obligado a subirse a un muro de la iglesia del pueblo para presenciar la ejecución de su madre.

La yegua estaba inquieta, ansiosa por reunirse con su compañero. Al mirar por encima del lomo, Jessie vio que Gregor estaba a punto de desaparecer en lo alto de la colina. Si no se detenía pronto a esperarla, iba a tener que encontrar el camino de vuelta sola.

—No fallaré. No me caeré —susurró con los ojos cerrados y la frente apoyada en el flanco del animal—. Y juro que no le fallaré a Gregor Ramsay, por muy enfadado que esté por culpa de mi maldita curiosidad.