XLIV

Y ahora valga este final, que es una vieja historia de casorios.

JOHN WEBSTER: El diablo blanco.

Pasado el primer momento de sorpresa, Wilfred de Ivanhoe le preguntó al gran maestre, como juez de campo que era, si había combatido varonilmente y cumplido con su deber con legalidad.

—Varonil y legalmente habéis peleado —dijo el gran maestre—. Declaro a la doncella libre de culpa. Las armas y el cuerpo del caballero muerto quedan a disposición del vencedor.

—No le despojaré de sus armas —dijo el caballero Ivanhoe—, ni expondré su cadáver a la vergüenza pública. Ha luchado en defensa de la cristiandad; le ha derribado el brazo de Dios, no la mano del hombre en esta ocasión. Pero que sus exequias fúnebres se celebren en privado como corresponden a un hombre que ha muerto por una injusta querella. En cuanto a la doncella…

Fue interrumpido por el resonar de cascos de caballo que se aproximaban en tal número y a tal velocidad que hacían temblar la tierra ante ellos. El Caballero Negro entró en el palenque al galope. Iba seguido por una numerosa compañía de soldados y varios caballeros que vestían armadura completa.

He llegado tarde —dijo el del Candado—. Me hubiera gustado causar la ruina de Bois-Guilbert con mi propia mano. Ivanhoe, ¿te parece correcto haber tomado bajo tu responsabilidad esta aventura cuando difícilmente puedes sostenerte en la silla?

—Soberano mío —contestó Ivanhoe—, el cielo ha escogido a este hombre orgulloso como víctima propiciatoria. No merecía el honor de morir por sentencia vuestra.

—La paz sea con él —dijo Ricardo mirando fijamente al cadáver—, si ello es posible. Era un gallardo caballero y ha muerto vistiendo la armadura de acero, como un caballero. Pero no debemos perder el tiempo. ¡Bohun, cumple tu cometido!

Uno de los caballeros abandonó las filas de los servidores del rey, y poniendo la mano sobre el hombro de Albert Malvoisin, le dijo:

—Te arresto por alta traición.

El gran maestre había quedado atónito ante la aparición de tantos caballeros. Pero en este momento reaccionó y dijo:

—¿Quién se atreve a arrestar a un caballero del Temple de Sión que se halla en los límites de su propio preceptorio y en presencia del gran maestre? ¿Con qué autoridad se comete tal ultraje?

—Yo le arresto —replicó el caballero—. Yo, Henry Bohun, conde de Essex y alto condestable de Inglaterra.

—Y arresta a Malvoisin —dio el rey alzando su visor— por orden de Ricardo Plantagenet, aquí presente. Conrade Mont-Fitchet, suerte tienes de no ser súbdito mío. Pero tú, Malvoisin, morirás con tu hermano antes de que el mundo haya envejecido otra semana.

—Me opongo a tu condena —dijo el gran maestre.

—Templario orgulloso —dijo el rey—. No podrás, ¡levanta la vista y contempla cómo flota en tus torreones el real estandarte de Inglaterra, en lugar en la bandera del Temple! Sé cuerdo, Beaumanoir, y no ofrezcas una resistencia descabellada. Tu mano está en la boca del león.

—Apelaré a Roma contra ti —dijo el gran maestre— por usurpación de las inmunidades y privilegios de nuestra Orden.

—Así sea —dijo el rey—. Pero en tu propio provecho no me acuses de usurpación en estos momentos. Disuelve el capítulo y sal con tus seguidores hacia el preceptorio más próximo, si puedes encontrar alguno que no haya sido escenario de traicionera conspiración contra el rey de Inglaterra. O, si lo prefieres, quédate a compartir nuestra hospitalidad y sé testigo de nuestra justicia.

—¿Permanecer como huésped en la casa que yo debería gobernar? —exclamó el templario—. ¡Nunca! Capellanes, entonad el salmo quare fremuerunt gentes. Caballero, escuderos y partidarios del sagrado Temple, ¡preparaos a seguir la bandera de Beau-seant!

El gran maestre habló con una dignidad que corría pareja con la del propio rey, e infundió valor a sus sorprendidos y descorazonados partidarios. Se agruparon a su alrededor como el rebaño de ovejas alrededor del perro guardián cuando oye los aullidos del lobo. Pero en ellos no aparecía la timidez propia de un rebaño atemorizado. Sus rostros sombríos expresaban el desafío y sus miradas exteriorizaban la amenazadora hostilidad que no se atrevían a formular con palabras. Las oscuras lanzas formaban una masa compacta en la cual destacaban las blancas capas de los caballeros contrastando con los negros atavíos de sus servidores como los bordes más claros de una negra nube. La multitud, que había levantado un gran clamor de insultos, quedó en silencio mientras contemplaba el formidable y experimentado cuerpo de ejército cuyo desafío siempre había evitado, retrocediendo ante sus ataques frontales.

El conde de Essex, cuando vio que se detenían al estar reunidos, picó espuelas a su caballo y galopó adelante y atrás para disponer a sus seguidores ante tan formidable compañía. Ricardo, solo, como si amara el peligro que su presencia había provocado, cabalgó despacio a lo largo de la primera línea de templarios, gritando a grandes voces:

—¡Qué, señores! ¿Entre tantos gallardos caballeros no se encontrará uno que quiera romper una lanza con Ricardo? ¡Señores del Temple! ¡Vuestras damas no son más que campesinas quemadas por el sol si no merecen que se quiebre una lanza por ellas!

—Los hermanos del Temple —dijo el gran maestre, poniéndose a la cabeza de sus fuerzas— no se mezclan en tan ociosas y profanas querellas. Y en mi presencia ningún caballero templario cruzará la lanza contigo, Ricardo de Inglaterra. El Papa y los príncipes de Europa serán jueces de nuestra disputa y dirán si un príncipe cristiano ha obrado justamente al defender la causa que hoy habéis adoptado. Si no somos atacados, sin atacar saldremos. A tu honor confío las armas y los bienes domésticos de nuestra casa que detrás de nosotros quedan, y a tu conciencia dejamos el escándalo y la ofensa que en el día de hoy has inferido a la cristiandad.

Con estas palabras y sin esperar ninguna respuesta, el gran maestre dio la señal de partida. Las trompetas tocaron la marcha salvaje de carácter oriental que era la señal de avance usada por los templarios. Rompiendo las líneas formaron una columna de marcha y se pusieron en movimiento tan despacio como permitía la andadura de sus caballos, cual si quisieran dar a entender que no era el miedo a unas fuerzas superiores en número, sino únicamente la voluntad del gran maestre, lo que les hacía retirarse.

—¡Por la luz de la frente de Nuestra Señora! —exclamó el rey Ricardo—. Lástima grande es que estos templarios no sean tan de fiar como son valientes y disciplinados.

La multitud, como un tímido chucho que espera a que el objeto de su desafío haya vuelto la espalda para ladrar, gritó débilmente cuando la retaguardia del último escuadrón abandonó el palenque.

Durante la confusión que originó la retirada de los templarios, Rebeca no vio ni oyó nada. Estaba aprisionada por los brazos de su anciano padre, rígida y casi exhausta. Pero una palabra de Isaac la hizo volver finalmente en sí:

—Vamos, querida hija, mi tesoro recobrado. Vamos a echarnos a los pies del buen mancebo.

—No será así —dijo Rebeca—. ¡Oh, no! No… No. No debo atreverme a hablar con él en este momento. ¡Ay!, diría más de lo… No, padre mío, abandonemos al instante este lugar de infortunio.

—Pero, hija mía —decía Isaac—, ¿así hemos de dejar a aquél que se ha presentado como tu hombre fuerte con lanza y escudo, teniendo en nada su vida, para redimirte del cautiverio? Siendo tú, además, hija de un pueblo extraño a él y a los suyos, esta clase de servicios deben ser agradecidos debidamente.

—Los reconozco y agradezco con toda devoción —decía Rebeca—. No podría ser de otro modo. Pero ahora no…, en memoria de tu amada Raquel, padre, complace esta petición mía. ¡Ahora no!

—Pero —decía Isaac insistiendo— nos van a considerar más desagradecidos que los mismos perros.

—Pero es que no te das cuenta, querido mío, de que el rey Ricardo está presente y que…

—¡Cierto, inmejorable y prudente Rebeca mía! ¡Marchemos de aquí, marchemos! Está falto de dinero, ya que acaba de regresar de Palestina y, según dicen de la prisión, ¡y no le hará falta ningún pretexto para quitármelo aunque sea sacando a relucir mis modestos tratos con su hermano Juan! ¡Vamos, salgamos de este lugar!

Y dándole ahora prisas a su hija, la sacó del palenque y la trasladó y se puso a salvo en casa del rabino Nathan.

Habiéndose retirado la judía que había sido la protagonista de los sucesos del día, la atención del populacho se dirigió al Caballero Negro. Ahora llenaban los aires con sus gritos:

—¡Viva Ricardo Corazón de León y abajo los templarios usurpadores!

—A pesar de toda lealtad de labios afuera —le decía Ivanhoe al conde de Essex—, no fue mala cosa que el rey tomara la precaución de traeros con él, noble conde, y a tantos de vuestros fieles seguidores con vos.

El conde sonrió y sacudió la cabeza.

—Gallardo Ivanhoe, ¡tan bien como conoces a tu amo y todavía le crees capaz de tomar tal precaución! Me dirigía a York, pues tenía noticia de que el príncipe Juan se dirigía también allí, y entonces topé con el rey Ricardo, que como un verdadero caballero andante galopando hacia acá para hacerme cargo personalmente de esta aventura del templario y la judía con la sola fuerza de su brazo. Le di escolta con mi compañía de soldados casi a su pesar.

—¿Y qué noticias hay de York, bravo conde? —preguntó Ivanhoe—. ¿Se harán fuertes allí los rebeldes?

—Tan fuertes como las nieves de diciembre ante el sol de julio —dijo el conde—. Se están dispersando, ¿y quién crees que vino a darnos la noticia sino el mismísimo Juan en persona?

—¡El traidor! ¡El insolente traidor desagradecido! —decía Ivanhoe—. ¿No ordenó Ricardo su encierro?

—¡Oh! Le recibió como si se encontraran después de una alegre partida de caza y, señalándome a mí y a mis soldados, dijo: «Ya ves, hermano mío, que van conmigo algunos hombres irritados. Mejor será que vayas con nuestra madre, le lleves el testimonio de mi afecto filial y permanezcas junto a ella hasta que se calmen los ánimos».

—¿Esto fue todo lo que dijo? —quiso saber Ivanhoe—. ¿Nadie puso en su conocimiento que, obrando así, con su clemencia invita a la traición?

—Exactamente del mismo modo —replicó el conde—, como podría decirse que alguien invita a la muerte al comprometerse en un combate cuando una peligrosa herida no está aún cerrada.

—Os perdono la broma, señor conde —dijo Ivanhoe—. Pero, recordad: yo he expuesto mi vida solamente, Ricardo el bienestar de su reino.

—Aquéllos que no se preocupan gran cosa de su propio bienestar —contestó el de Essex—, raras veces prestan gran atención al de los demás. Pero démonos prisa en acudir al castillo, porque Ricardo tiene intenciones de castigar a algunos de los miembros subalternos de la conspiración aunque haya perdonado al principal.

De las investigaciones judiciales que se llevaron a cabo en aquella ocasión y de las cuales se da extensa noticia en el manuscrito de Wardour, se desprende que Maurice de Bracy huyó cruzando el mar y se puso al servicio de Felipe de Francia; Philip de Malvoisin y su hermano Albert fueron ejecutados, aunque Waldemar Fitzurse, el alma de la conspiración, se libró con el destierro, y el príncipe Juan, a cuyo provecho se había organizado, no fue ni siquiera recriminado por su hermano, tan buen natural tenía. Nadie, sin embargo, se compadeció de la suerte de los dos hermanos Malvoisin, que solamente padecieron la muerte que bien merecían por sus numerosos actos de falsedad, crueldad y opresión.

Poco después del Juicio de Dios, Cedric el Sajón fue llamado a la corte de Ricardo, el cual, con objeto de apaciguar los condados revueltos por la ambición de su hermano, había sentado sus reales en York. Cedric hizo muchos aspavientos al recibir el mensaje, pero no desobedeció. De hecho, el regreso de Ricardo había desvanecido cualquier esperanza que hubiera podido alimentar de restaurar en el trono de Inglaterra a una dinastía sajona, pues cualquiera que fuera el caudillo que los sajones hubieran encontrado en caso de una guerra civil, estaba claro que nada se podía saber bajo el poder indiscutible de Ricardo, popular debido a sus buenas prendas personales y a su fama militar. Sin embargo, su administración lamentablemente descuidada, y tan pronto demasiado indulgente como inclinada al despotismo.

Pero, sobre todo, no escapaba a las dotes de observación de Cedric, aunque lo reconociera de mala gana, que su proyecto de lograr una absoluta unión entre los sajones mediante el matrimonio de Rowena y Athelstane debía darse por imposible definitivamente debido al mutuo disentimiento de las dos partes afectadas. En realidad, se trataba de una circunstancia en la que, en su ardor por la causa sajona, no había podido reparar. Incluso cuando la falta de mutuo afecto de ambos se manifestó clara y llanamente, le costó mucho creer que dos sajones de ascendencia real pusieran pegas por causas personales a una alianza tan necesaria por el bien de la nación. Pero nada era tan cierto: Rowena siempre había demostrado su repugnancia por Athelstane, y ahora éste no era menos claro al exponer públicamente que nunca más reanudaría las atenciones que le había dirigido. Ésta era su resolución. La testarudez natural de Cedric naufragó ante estos obstáculos, de los cuales, al encontrarse él en la conjunción de las dos fuerzas, debía sacar dos desengaños, uno en cada mano. De todos modos intentó un último y vigoroso ataque ante Athelstane y encontró al resucitado vástago de la realeza sajona empeñado como los hidalgos rurales de nuestros días en una lucha furiosa contra el clero.

Parecer ser que, después de todo, sus amenazas contra el abad de san Edmund tuvieron por resultado su encierro, así como el de los monjes, por espacio de tres días en las mazmorras de Coningsburgh, sometidos a una dieta mezquina. Y esto fue debido en parte a su naturaleza indolente y amable y, en parte a los ruegos de su madre Edith, aficionada, como todas las damas de aquella época, a las órdenes clericales. Por esta atrocidad el abad le amenazó con la excomunión y escribió una lista aterradora de daños sufridos en los intestinos y el estómago como consecuencia del injusto y tiránico encierro al que habían sido sometidos. Con tal controversia y debido a las medidas que había adoptado para contrarrestar esta persecución clerical, Cedric halló la mente de Athelstane tan por completo ocupada que no disponía de más sitio para cualquier otra idea. Cuando se mencionó el nombre de Rowena, Athelstane pidió permiso para vaciar un cubilete a su salud y brindó para que pronto fuera la novia de su pariente Wilfred. Estaba claro que se trataba de un caso desesperado. Era evidente que ya nada se podía obtener de Athelstane o, como expresó Wamba en una frase que desde los lejanos tiempos sajones ha llegado a nuestros días, era «un gallo que no quería pelea».

Entre la determinación de los dos amantes y del propio Cedric solamente se levantaban dos obstáculos: su propia obstinación y el desagrado que le producía la dinastía normanda. El primero pronto empezó a ceder bajo la presión de los ruegos de su pupila y ante el orgullo que no podía evitar por la fama de su hijo. Además, no era insensible al honor que representaba unir su sangre a la de una descendiente de Alfredo el Grande en un momento en que más altas aspiraciones, como la de unirse a un descendiente de Eduardo el Confesor, eran abandonadas para siempre. La aversión de Cedric hacia la descendencia de reyes normandos era también algo imprecisa, porque la imposibilidad de librar a Inglaterra de la nueva dinastía conducía a la larga a prestar lealtad de facto al rey. Por otra parte, el rey Ricardo, que se deleitaba con el descarnado humor de Cedric y con su rancio modo de expresarse, le dedicó tales atenciones personales durante los siete días que permaneció en la corte, que finalmente dio su consentimiento para el matrimonio de su pupila Rowena con su hijo Wilfred de Ivanhoe.

La ceremonia nupcial de nuestro héroe, de este modo aprobada formalmente por su padre, se celebró en el más augusto de los templos, la catedral de York. Asistió el rey en persona, y por el modo en que trató en ésta y en otras ocasiones a los perseguidos y hasta entonces envilecidos sajones, se podía deducir la esperanza de alcanzar sus justos derechos que hasta entonces habían podido ser motivo de una guerra civil. La Iglesia desplegó toda la solemnidad de que sabe dar muestras para conseguir un brillante efecto.

Gurth, galantemente ataviado, asistía al joven caballero como escudero, ya que tan fielmente había sabido servirle, y Wamba se había adornado con un nuevo gorro y con el más tintineante aparejo de cascabeles de plata. Compañeros de peligros y adversidad, eran ahora, como tenían derecho a esperar, partícipes de su más próspero destino.

Pero además de este cortejo doméstico, las distinguidas nupcias contaron con la presencia de los normandos de alto linaje, así como también con la de sajones de alta alcurnia, a los que se unieron en el regocijo las clases inferiores. Esto confirió al matrimonio de dos personas el carácter de preludio de fuerza, paz y armonía entre dos razas, las cuales, desde, entonces, se han entremezclado de un modo tan completo que no es visible ninguna diferencia entre ellas. Cedric vivió para ver esta unión en un estado perfecto, pues las dos naciones se relacionaron socialmente y sus miembros se casaron entre sí, deponiendo los normandos su desdén y los sajones refinando su rusticidad. Pero no fue hasta el reinado de Eduardo III que la mezcla de lenguas (lo que ahora llamamos inglés), fue hablada en la corte de Londres, y la hostilidad entre normandos y sajones desapareció por entero.

Fue durante la segunda mañana después de esta feliz boda cuando la doncella le comunicó a lady Rowena que una damisela pedía ser admitida y solicitaba que la entrevista se llevara a cabo sin testigos. Rowena dudaba, se hacía preguntas, se excitó su curiosidad y acabó ordenando que se admitiera a la doncella y que salieran sus servidores.

Una figura noble e imperativa hizo su entrada, envuelta en un largo velo blanco, que resaltaba más que escondía la elegancia y majestad de sus formas. Su actitud era respetuosa, libre de toda sombra de temor y tampoco daba a entender que fuera a pedir algún favor. Rowena siempre estaba dispuesta a oír las relaciones y a atender las quejas de los demás. Se levantó con intención de conducir a su hermosa visitante a un asiento, pero la forastera miró a Elgitha y de nuevo hizo patente su deseo de hablar a solas con lady Rowena. No acababa de retirarse de mala gana Elgitha cuando, con gran sorpresa de lady Ivanhoe, su bella visita dobló una rodilla, apretó las manos contra su frente e inclinando su cabeza hasta el suelo a pesar de la resistencia de lady Rowena, besó la orla bordada de su túnica.

—¿Qué significa esto, señora? —dijo la sorprendida novia—. ¿Por qué me hacéis objeto de tanta cortesía?

—Porque a vos, lady Ivanhoe —dijo Rebeca levantándose y adoptando de nuevo la habitual dignidad de su modo—, debo legalmente pagar la deuda de gratitud que le debo a Wilfred de Ivanhoe. Yo soy, perdonad la rudeza con que os he ofrecido el homenaje de mi raza, yo soy la infeliz judía por quien vuestro esposo expuso la vida con tantas probabilidades en contra en el cercado de Templestowe.

—Damisela —dijo Rowena—, en aquel día Wilfred de Ivanhoe no hizo más que devolver en escasa medida el precio de vuestra incesante caridad para con él cuando estaba herido y en desgracia. Hablad, ¿hay algo más en que él o yo podamos serviros?

—En nada —dijo Rebeca con calma—, a no ser que le queráis transmitir mi agradecido adiós.

—Entonces, ¿abandonáis Inglaterra? —dijo Rowena, apenas recuperada de la sorpresa de tan extraordinaria visita.

—La abandono, señora, antes de que acabe la mañana. Mí padre tiene un hermano que goza del favor de Mohammed Boabdil, rey de Granada. Allí acudimos, seguros de gozar de la paz y protección que el Islam otorga a los de nuestra raza a cambio de un impuesto.

—¿No estáis igualmente protegidos en Inglaterra? Mi esposo goza del favor del rey. El mismo rey es justo y generoso.

—Señora —dijo Rebeca—, no lo dudo. Pero las gentes de Inglaterra son una raza orgullosa, en constante disputa con sus vecinos o entre ellas, y siempre dispuestas a hundir la espada en el vientre del prójimo. Éste no es refugio seguro para los hijos de mi pueblo. Efraim es una paloma sin corazón. Isacar un miserable sobrecargado de trabajo, un ganapán, agobiado por dos pesados fardos. En una tierra de guerra y sangre, rodeada de enemigos hostiles y dividida en su interior por facciones enemigas, Israel no puede esperar descanso en su larga peregrinación.

—Pero, vos, doncella —dijo Rowena—, con toda seguridad no tenéis nada que temer. Aquélla que estuvo a la cabecera del lecho del enfermo Ivanhoe —continuó, levantándose con entusiasmo— no tiene nada que temer en Inglaterra, donde sajones y normandos disputarán para dirimir quién de ellos le honra más.

—Vuestro discurso ha sido bello, señora —decía Rebeca—, y más todavía su intención; pero no puede ser… Nos separa una inmensidad. Nuestra educación, nuestra fe nos prohíben a ambos cruzarlas. Adiós…, sin embargo, antes de partir, concededme una petición. El velo de novia cubre vuestra cara, dignaos levantarlo para que pueda contemplar las facciones de las cuales tan alto habla la fama.

—Casi no vale la pena de ser contempladas —dijo Rowena—. Pero esperando que mi visitante hará lo mismo, levanto mi velo.

Se despojó del velo y, en parte por ser consciente de su propia belleza y en parte por pudor, enrojeció con tal intensidad que sus mejillas, frente, cuello y pecho se tiñeron de rosa. También se ruborizó Rebeca, pero fue algo momentáneo y, dominado por más altas emociones, el rubor pasó sobre sus facciones como la nube carmesí que cambia de color cuando el sol se hunde en el horizonte.

—Señora, el rostro que os habéis dignado mostrarme permanecerá mucho tiempo en mi memoria. Reinan en él la gentileza y la bondad, y si hay en él un ápice de orgullo y de vanidad mundanos, ¿cómo podremos reprochar al que está hecho de tierra que conserve su color original? Mucho, mucho tiempo recordaré vuestras facciones y bendigo a Dios por dejar a mi noble libertador unido a…

Se detuvo súbitamente con los ojos llenos de lágrimas. Las enjugó a toda prisa y contestó a las ansiosas preguntas de Rowena:

—Me encuentro bien, señora… Pero mi corazón sufre cuando me acuerdo de Torquilstone y de las lizas de Templestowe. Adiós. Sólo me queda por cumplir la más trivial de mis obligaciones. Aceptad este cofrecillo y no os asombréis de su contenido.

Rowena abrió el cofrecillo revestido de plata y pudo ver una gargantilla o collar, acompañado de unos pendientes de diamantes, sin duda de inmenso valor.

—Es imposible —dijo, devolviendo el cofrecillo—. No me atrevo a aceptar un obsequio de tanto valor.

—A pesar de todo, guardadlo, señora —replicó Rebeca—. Tenéis poder, rango, autoridad, influencia; nosotros tenemos la riqueza que es el origen de nuestra fuerza y de nuestra debilidad. El valor de estas bagatelas multiplicado por diez conseguiría menos que vuestro menor deseo. Por lo tanto, para vos el obsequio es de poco valor, y para mí, ya que de él me desprendo, tiene todavía menos. No permitáis que piense que consideráis tan miserable y mezquina a mi nación como la considera la gente común. ¿Creéis que valoro estos fragmentos brillantes de una piedra por encima de mi libertad? ¿O que mi padre se atreve a compararlos al honor de su única hija? Aceptadlo, señora, para mí carecen de valor. Nunca más llevaré joyas.

—Entonces, ¿no sois feliz? —preguntó Rowena, conmovida con el tono con que había pronunciado estas últimas palabras—. ¡Oh, quedaos con nosotros, los consejos de nuestros eclesiásticos os librarán de los errores de vuestra ley y yo seré vuestra hermana!

—No, señora —contestó Rebeca, con la misma suave melancolía, tranquila y habitual de su voz y comportamiento—. Esto no es posible. No puedo cambiar la fe de mis padres como si se tratara de un vestido inadecuado para el clima en que deseo vivir. Además, señora, no seré desgraciada. Aquél a quien dedicaré mi vida futura será mi consuelo si cumplo su voluntad.

—Entonces, ¿tenéis conventos y pensáis retiraros a uno de ellos? —preguntó Rowena.

—No, señora —dijo la judía—. Pero entre nuestra gente, desde los tiempos de Abraham hasta nuestros días, ha habido mujeres que han dedicado su vida y sus pensamientos al cielo y sus acciones a actos de piedad para con sus semejantes, atendiendo a los enfermos, alimentando al hambriento y socorriendo al desvalido. Rebeca será una de ellas. Decidle esto a vuestro señor si por casualidad se interesara por el destino de aquella cuya vida salvó.

La voz de Rebeca se hizo involuntariamente trémula y adquirió una ternura que quizá delató más que lo que ella hubiera querido revelar. Se apresuró a despedirse de Rowena.

—Adiós —decía—. Quiera Aquél que creó a ambos, judíos y cristianos, derramar sobre vos sus mejores bendiciones. La embarcación que ha de llevarnos levará anclas antes de que lleguemos al puerto.

Se deslizó fuera del aposento, dejando a Rowena tan sorprendida como si una visión la hubiera visitado. La bella sajona relató la singular entrevista a su esposo, en cuyo ánimo causó profunda impresión. Vivió mucho tiempo, y felizmente, con Rowena, porque se sentían mutuamente atraídos desde muy temprana edad, y aumentaba su cariño el recuerdo de los obstáculos que habían tenido que vencer para unirse. Sin embargo, sería dar muestras de excesiva curiosidad preguntar si el recuerdo de la hermosura y magnanimidad de Rebeca no acudía a la mente de Ivanhoe con más frecuencia que la que la bella descendiente de Alfredo el Grande hubiera deseado o aprobado.

Ivanhoe se distinguió en el servicio del rey Ricardo y fue merecedor de muchas muestras del favor real. Hubiera podido subir todavía más alto de no haber sido por la muerte prematura del heroico Corazón de León ante el castillo de Chaluz, cerca de Limoges. Con la vida de un generoso, pero temerario y romántico monarca, acabaron también todos los proyectos que su ambición y generosidad habían alimentado. Pueden aplicársele, con pocas alteraciones, los versos que Johnson compuso para Carlos de Suecia:

Su suerte le destinó a quedar varado

en una playa extranjera,

una fortaleza insignificante

de condición modesta;

su nombre, al ser pronunciada, demudó al mundo,

quedó para que sirviera de moraleja

o para ornamentar un RELATO.