II

Había un fraile, más bien un duende por su destreza;
un salteador amante de lo divino;
un hombre apto para ser abad, varonil,
que poseía magníficos caballos.
Cuando cabalgaba, sus bridas se oían
al silbido del ligero, claro viento,
y al igual que el toque quedo de la campana
de la ermita donde él era guardián.

GEOFFREY CHAUCER: Los cuentos de Canterbury.

No dio importancia a la acuciante exhortación de su camarada, y como el ruido de caballos continuara acercándose, fue superior a las fuerzas de Wamba el no evitar entretenerse en su camino bajo cualquier pretexto. Ya recogía un manojo de avellanas no del todo maduras o bien requebraba a alguna joven campesina que cruzaba el sendero. De este modo, los caballeros les dieron alcance.

Eran diez hombres; los que cabalgaban al frente parecían personajes de considerable importancia, y los restantes sus servidores. No resultaba difícil hacerse cargo de la clase y condición de uno de ellos. Se trataba, sin duda, de un eclesiástico de alto rango; su vestido era el de un monje del Císter, pero hecho con materiales mucho mejores que los que dicha regla admite. El manto y el capuchón eran del mejor paño de Flandes y caían en anchos pliegues no exentos de gracia, envolviendo una hermosa persona algo corpulenta. Así como su hábito indicaba predilección por los esplendores mundanos, su porte se veía falto de signos de abnegación. Sus maneras pudieran haber sido clasificadas de correctas, salvo que en sus ojos había un característico brillo epicúreo que denunciaba a un cauto voluptuoso. En otro aspecto, su profesión y situación le habían enseñado a domeñar sus modales, que podía aparentar solemnes a voluntad, aunque su expresión natural era de una indulgencia social que se aproximaba al buen humor.

Desafiando las reglas monacales, los decretos de los Papas y los edictos de los Concilios, las mangas de este dignatario iban ribeteadas y mostraban un revés de ricas pieles, su manto se sujetaba a la garganta por medio de un broche de oro y el hábito se mostraba recargado y de un gran refinamiento, tal como el de una belleza cuáquera de hoy día, la cual, aunque conservando el hábito de su secta, escogiendo el material y utilizándolo con gracia, añade a su simplicidad un cierto aire de coquetería que tiene no poca relación con las vanidades del mundo.

El rico eclesiástico cabalgaba una mula cómoda y bien alimentada; llevaba arreos muy adornados y la brida iba provista de campanillas de plata, siguiendo la costumbre de la época. En la silla no denotaba la falta de destreza habitual en los clérigos sino, por el contrario, la gracia natural de un jinete bien entrenado. A decir verdad, daba la impresión de que una cabalgadura tan humilde como una mula, por bien domada que estuviera y por cómodo y placentero que fuera su paso, era únicamente utilizada por el monje para largos viajes. Un hermano lego perteneciente al cortejo conducía, para ser utilizado en otras ocasiones, un hermosísimo caballo andaluz de los mejores que se crían en España. Estos caballos de magnífica estampa eran importados con fatigas y riesgo por los mercaderes en aquellos lejanos tiempos, destinándolos al uso de las más ricas y distinguidas personalidades. La silla y los arneses de tan soberbio palafrén iban engualdrapados con un paño que casi tocaba el suelo y sobre el cual aparecían bordadas mitras, cruces y otros emblemas eclesiásticos. Otro hermano lego conducía una mula agobiada de carga, probablemente por el equipaje de su superior, y dos monjes de la misma orden, pero de grado inferior, cabalgaban detrás, riendo y conversando entre ellos sin preocuparse de los demás miembros del cortejo.

El compañero del dignatario de la Iglesia era un hombre que había pasado la cuarentena, delgado, alto, fuerte y musculoso; una figura atlética a la que el constante ejercicio parecía no haber dejado ninguna de las partes suaves de la forma humana y a la que las fatigas prolongadas habían reducido a un conglomerado de cuero, huesos y fibras que habían sufrido mil trabajos y estaban dispuestas a soportar otros mil de buena gana. Se cubría con un gorro escarlata adornado de preciosas pieles, semejante en su forma a un mortero en posición inadvertida (de ahí su nombre francés de mortier). Su porte era de gran seguridad, y su expresión no estaba calculada para inspirar respeto, sino miedo, a cualquier extraño. Sus rasgos, fuertes por naturaleza y poderosamente expresivos, estaban curtidos, hasta alcanzar la tonalidad de un negro africano, debido a la constante exposición al sol. Parecía, en su estado normal, descansar de la tormenta de la pasión desvanecida; sin embargo, la protuberancia de las venas de la frente, la facilidad con que el labio superior y su espeso bigote temblaban a la menor emoción, predecían limpia y llanamente que la tormenta podía desencadenarse de nuevo con suma facilidad. Sus agudos y penetrantes ojos oscuros hacían patente en cada mirada una historia de dificultades vencidas y de peligros enfrentados. Parecía desafiar cualquier oposición a sus deseos, tan sólo por el placer de barrerla de su camino por medio de una inexorable demostración de voluntad y de valor. Una profunda cicatriz en una de las cejas aumentaba la rudeza de su rostro y añadía una expresión siniestra al otro ojo, que también había resultado dañado en la misma ocasión, y la visión del cual, aunque buena, había sido perjudicada en cierto grado.

La parte superior del vestido de este personaje se parecía en la forma al de su camarada. Llevaba también un manto monacal, pero el color escarlata demostraba que no pertenecía a ninguna de las cuatro órdenes regulares. Sobre el hombro izquierdo del manto iba recortada en paño blanco una cruz de forma peculiar. Este ropaje externo disimulaba algo que a primera vista no parecía corresponder con su forma, o sea, una especie de camisa de cota de malla, con mangas y guantes, curiosamente entretejida y tan flexible y adaptable al cuerpo como las que se elaboran actualmente con materiales menos ingratos. Las caderas, que podían ser vistas a través de los pliegues del manto, iban también cubiertas de cota de malla; rodillas y pies aparecían defendidos por placas de acero montadas ingeniosamente y una malla, también metálica, cumplía la misión de proteger las piernas desde el tobillo a la rodilla, completando de aquel modo la armadura protectora del caballero. En el cinto llevaba una daga de doble filo, única arma ofensiva que portaba a la vista.

No cabalgaba en una mula como su compañero, sino en un fuerte caballo de viaje, con objeto de ahorrar esfuerzos a un gallardo caballo de batalla que un escudero conducía tras él. Este caballo estaba equipado para su menester, llevaba un plafón de metal en la frente y de él sobresalía una especie de pico afilado. De un lado de la silla de montar colgaba un hacha de combate, ricamente damasquinada y, en el otro, el empenachado casco y la capucha de malla, así como también la espada de doble empuñadura usada por los caballeros andantes en aquellos tiempos. Un segundo escudero portaba con gracia la lanza de su amo, en la punta de la cual flotaba una banderola o gallardete con una cruz, idéntica a la bordada sobre el manto. También llevaba el escudo, pequeño, pero lo suficientemente ancho en su parte superior para proteger el pecho, disminuyendo gradualmente de tamaño hasta llegar a formar un ángulo. Iba cubierto con un paño escarlata con objeto de ocultar la divisa.

Estos dos escuderos iban seguidos por dos sirvientes, cuyos rostros oscuros, blancos turbantes y el aspecto de sus vestiduras, demostraban que eran nativos de algún país de Oriente. El aspecto general de este guerrero y todo su cortejo era salvaje y exótico; el vestido de sus escuderos era barroco y sus servidores orientales llevaban collares de plata alrededor del cuello, y brazaletes del mismo metal en sus tostados brazos y piernas. La seda y los brocados realzaban sus vestiduras, dando así conocimiento de la riqueza y categoría de su amo, marcando al mismo tiempo un fuerte contraste con la simplicidad marcial de su propio atuendo. Iban armados con sables curvos, protegidos por vainas de guarnición engastadas en oro, siendo más costosos todavía los puñales turcos de que iban provistos. Cada uno de ellos era portador en su silla de un fardo de dardos de cuatro pies de largo, con puntas de acero afilado para cazar jabalíes. Esta arma era muy usada por los sarracenos, y de ella aún queda memoria en nuestros días en el ejercicio guerrero llamado «el Jarrid», practicado en los países orientales.

Las cabalgaduras de los sirvientes eran aparentemente tan forasteras como sus jinetes. Eran de origen sarraceno y por consiguiente de ascendencia árabe. Sus finos miembros, pequeños cascos, delicadas patas y facilidad de movimiento contrastaban con los voluminosos y pesados caballos criados en Flandes y en Normandía, útiles a los caballeros armados con armaduras y cota de malla de aquellos tiempos. Estos pesados caballos, colocados al lado de los corredores orientales, eran la personificación del cuerpo y la sombra.

El singular aspecto de la comitiva no sólo atrajo la curiosidad de Wamba, sino que incluso excitó la de su menos frívolo camarada. Inmediatamente reconoció al monje como el prior de la abadía de Jorvaulx, bien conocido en muchas millas a la redonda como amante de la caza, de la buena mesa y, si las malas lenguas no se equivocaban, de otros placeres del mundo aún menos acordes con sus votos monásticos.

De todos modos, las ideas de la época con respecto a la conducta de la clerecía, secular o regular, eran de manga tan ancha que el prior Aymer era tenido en estima por la vencida de su abadía. Su abierto y jovial temperamento, así como su facilidad para dar la absolución a todos los pecadillos normales, le convirtieron en el favorito de los nobles. Cierto que con algunos tenía lazos de sangre, ya que pertenecía a una distinguida familia normanda. Las damas, en particular, hacían mucho caso de las normas morales de un hombre que era un declarado admirador del sexo y que, además, poseía muchos medios para combatir el aburrimiento que con tanta facilidad hacía acto de presencia en los salones de un castillo feudal. El prior practicaba los ejercicios al aire libre con tanta afición, quizá más de la necesaria, que había conseguido ser dueño de los halcones mejor entrenados y los más veloces galgos de los terrenos de caza del septentrión; todas estas circunstancias jugaban a su favor entre las clases elevadas. Con los viejos, tenía otros triunfos: al verse necesitados, les ayudaba a sostener su decoro. Su conocimiento de los libros, aunque superficial, era suficiente para impresionar la ignorancia de la gente con sus arrogantes conocimientos. La gravedad de su porte y de su lenguaje, unidos al tono empleado cuando se esforzaba en dejar bien sentada la autoridad de la Iglesia y del sacerdocio, no dejaban de causar una opinión favorable con respecto a su santidad. Incluso el pueblo bajo, el crítico más severo de la conducta de sus superiores, era tolerante con las pequeñas excentricidades del prior Aymer. Era generoso y ya es sabido que la caridad disimula gran parte de pecados, en sentido inverso a lo que expresan las Escrituras. La renta del monasterio, de la cual buena parte estaba a su disposición, le proporcionaba los medios para atender sus considerables gastos, y también le permitía repartir algún «favor» entre los campesinos y aliviar las desgracias de los oprimidos. Si el prior Aymer cazaba en exceso o permanecía demasiado tiempo sentado a la mesa del banquete…, si el prior Aymer era visto con el primer resplandor de la aurora entrar en la abadía por la puerta posterior de regreso de alguna cita que le había ocupado las horas de la noche, los hombres sólo se encogían de hombros y le aceptaban estas irregularidades pensando solamente que lo mismo hacían muchos otros que, en cambio, no poseían ninguna prerrogativa que en compensación pudiera redimirles. El prior Aymer, por lo tanto, era bien conocido de nuestros siervos sajones, quienes le rindieron pleitesía, recibiendo en pago un benedicite mes filz. Sin embargo, el singular aspecto de su acompañante y sus servidores, captaron tanto su atención y excitaron de tal modo su capacidad de maravillarse, que muy poca atención prestaron a la pregunta del prior de Jorvaulx acerca de si sabían de algún hospedaje en los alrededores. ¡Tanto les impresionó el aspecto semimonástico y semimilitar del forastero y las insólitas vestiduras y armamento de sus criados orientales! También es muy probable que la lengua en que fue proferida la bendición y el tipo de información demandada no fueran del agrado de un campesino sajón.

—He preguntado, hijos míos —dijo el prior, elevando el tono de su voz y utilizando esta vez el dialecto mezcla de normando y de sajón con el cual ambas razas conseguían comunicarse—, si en las proximidades habita algún buen hombre, el cual, por el amor de Dios y devoción a la Santa Madre Iglesia, esté dispuesto a proporcionar albergue y descanso a dos de sus más humildes servidores y a su séquito.

Así habló, con un tono de voz que denotaba a las claras que era muy consciente de su propia importancia, lo cual formaba un rudo contraste con los vocablos que había juzgado conveniente emplear.

«¡Dos de los más humildes servidores de la Madre Iglesia! —repitió Wamba para sí… Sin embargo, aunque fuera un bufón, tomó la precaución de que su comentario no fuera audible—. ¡Me gustaría ver sus senescales, mayordomos y otros servidores importantes!»

Después de hacer esta reflexión sobre el discurso del prior, alzó la mirada y contestó a la pregunta que se le había hecho:

—Si los reverendos padres —dijo— son partidarios de un alojamiento agradable y cómodo, cabalgando unas pocas millas llegarán al priorato de Brinxworth, donde a la vista del rango de Sus Señorías, seguro han de conseguir la recepción más honorable. Pero, si en cambio, prefieren pasar una velada de penitencia, pueden bajar por este sendero que les conducirá a la ermita de Copmanhurst, donde un piadoso anacoreta compartirá su refugio y también les hará partícipes de los beneficios de sus plegarias.

El prior meneó la cabeza al oír ambas alternativas.

—Mi buen amigo —dijo—, si el sonido de tus campanillas no te hubiera trastornado el seso, sabrías que clerieus clericum non decimat no quiere decir que los clérigos debamos pedirnos hospitalidad los unos a los otros, sino más bien que deseamos requerir la de los laicos, dándoles así la ocasión de servir a Dios cuando rinden honores y alivian a sus servidores acreditados.

—Es cierto —replicó Wamba— que yo, siendo solamente un asno, estoy sin embargo muy honrado de llevar campanillas como la mula de su reverendísima. De todos modos, siempre había creído que la caridad de la Madre Iglesia, así como la de sus servidores, empezaba por uno mismo.

—Mal rayo caiga sobre tu insolencia —dijo el caballero armado con alta y chillona voz, picando espuelas—. Muéstranos, si puedes, el camino hacia…, ¿cómo se llama vuestro hidalgo, prior Aymer?

—Cedric —contestó el prior—, Cedric el Sajón. Dime, buen compañero, ¿estamos cerca de su casa y podrías enseñarnos el camino?

—Sería difícil encontrarlo —contestó Gurth, rompiendo el silencio por primera vez—. La familia de Cedric se retira pronto a descansar.

—No me digas —dijo el militar—. Les resultará fácil levantarse y atender las necesidades de viajeros de nuestra alcurnia, que no se rebajarán a mendigar la hospitalidad que tienen derecho a exigir.

—No sé —dijo Gurth hoscamente— si debo mostrar el camino de la mansión de mi amo a quienes exigen como un derecho lo que otros están muy honrados de pedir como un favor.

—¿Te atreves a discutir conmigo, esclavo? —dijo el soldado. Y picando espuelas hizo caracolear su caballo mientras levantaba el látigo que sostenía en la mano con objeto de castigar lo que él consideraba una insolencia del campesino.

Gurth le dirigió una mirada salvaje y vengativa mientras llevaba la mano a la empuñadura de su cuchillo con un movimiento instintivo, aunque algo dubitativo. Sólo la intervención del prior Aymer, que colocó su mula entre su compañero y el porquerizo, evitó un acto de violencia.

—¡No, por santa María, hermano Brian! No estáis en Palestina avasallando salvajes turcos e infieles sarracenos. Los isleños no somos amantes de bofetadas, excepción hecha de las que administra la sagrada Iglesia, la cual castiga a quienes ama… Dime, buen camarada —se dirigió a Wamba, reforzando su elocuencia con una pequeña moneda de plata—. ¿Cuál es el camino hacia la casa de Cedric el Sajón? Es imposible que no lo sepas. Precisamente tu deber es encaminar a los viajeros errantes, incluso si su oficio no es tan santo como el nuestro.

—En verdad, venerable padre —contestó el bufón—, que la mentalidad sarracena de vuestro acompañante me ha aterrorizado tanto que incluso me ha hecho olvidar el camino hacia mi propia casa…, no estoy muy seguro de conseguir llegar a ella esta noche.

—Bueno, bueno —dijo el abad—. Haz un pequeño esfuerzo. Este reverendo hermano ha luchado toda la vida con sarracenos con objeto de recobrar el Santo Sepulcro. Pertenece a la Orden de los Caballeros Templarios, de los cuales seguramente habrás oído hablar. Es mitad monje, mitad soldado.

—Si solamente es medio monje —contestó el bufón—, no debería ser tan desconsiderado con aquellos que encuentra en su camino. Ni aun en el caso de que no tengan ninguna prisa en contestar preguntas que de ningún modo les conciernen.

—Perdono tu ingenio —contestó el prior— con la condición de que me enseñes el camino hacia la mansión de Cedric.

—Bueno —contestó Wamba—, entonces sus reverencias deben continuar por este sendero hasta llegar a una cruz caída de la que escasamente puede verse una cara a ras de suelo. Tomen después el sendero de la izquierda, ya que son cuatro los que se cruzan en la cruz caída. De este modo, yo les aseguro a sus reverencias que encontrarán albergue antes de que descargue la tormenta.

El prior le agradeció el informe y la comitiva, picando espuelas, cabalgó como gente que desea encontrar cobijo antes de que se desencadene una tormenta nocturna. Al desvanecerse en la distancia el ruido de los cascos, Gurth dijo a su compañero:

—Si los reverendos padres siguen tu sabio consejo, difícilmente llegarán a Rotherwood esta noche.

—Por supuesto —dijo el bufón haciendo una mueca—; pero si tienen suerte, pueden llegar a Sheffield y éste es el lugar que merecen. No soy tan mal guardabosque como para enseñarle al perro donde duerme el ciervo, puesto que no tengo ningún interés en que lo cace.

—Tienes razón —dijo Gurth—. No sería aconsejable que Aymer viera a lady Rowena. Y considero que es muy posible que fuera aún peor que Cedric se batiera con este monje militar. Bien, escuchemos y observemos sin abrir boca, como buenos servidores.

Volvamos a los jinetes; éstos muy pronto dejaron atrás a los dos siervos y mantenían la siguiente conversación en idioma franconormando, empleado usualmente por las clases superiores, excepción hecha de los pocos que todavía sentían el orgullo de su ascendencia sajona.

—¿Qué significa la caprichosa insolencia de estos tipejos? —preguntó el templario al cisterciense—. ¿Por qué me habéis impedido que le castigara como es debido?

—Debéis refrenaros, hermano Brian —replicó el prior—. En relación con uno de ellos, me sería difícil justificar a un loco que habla de acuerdo con su locura; y el otro individuo es un representante de esta salvaje, ruda e intratable raza, alguno de cuyos miembros, cómo muchas veces le he repetido, todavía puede encontrarse entre los descendientes de los vencidos sajones y cuyo supremo placer consiste en demostrar por todos los medios a su alcance la aversión que sienten hacia sus conquistadores.

—Muy pronto les inculcaría el sentido de la cortesía a fuerza de golpes —observó Brian—. Estoy acostumbrado a tratar con gente de esta clase: nuestros cautivos turcos eran tan rudos e intratables como el mismo Odín; pues bien, con dos meses de permanencia en mi casa bajo las órdenes de mi mayordomo de esclavos, se han tornado humildes, serviciales, sumisos y cumplidores de mis deseos. Y observad, señor, que siempre hay que estar prevenidos contra el veneno y la daga, ya que los usan a la menor oportunidad que se les dé.

—Sin embargo —contestó el prior Aymer— cada país tiene sus propios usos y costumbres, y además, darle una paliza a aquel bribón de nada nos hubiera servido. No nos hubiese informado respecto al camino de la mansión de Cedric. Y, por otra parte, de haber conseguido llegar, es más que probable que hubiera constituido motivo de querella contra vos. Este rico hidalgo, recordad que ya os lo había explicado, es orgulloso, rudo, e irritable; una pesadilla para la nobleza e incluso para sus vecinos Reginald Front-de-Boeuf y Philip Malvoisin, que precisamente no son niños con los cuales se pueda jugar. Mantiene con tanta testarudez los privilegios de su raza y está tan orgulloso de su ininterrumpida descendencia de Hereward, renombrado campeón de la heptarquía, que es llamado por todos Cedric el Sajón y presume de pertenecer a un pueblo respecto al que otros muchos tratan de disimular su descendencia con objeto de evitar el vae victis, o sea, las vejaciones que se imponen a los vencidos.

—Prior Aymer —dijo el templario—. Vos sois hombre galante, muy entendido en el estudio de la belleza y también en todas las cuestiones amorosas, como buen trovador que también sois. Sin embargo, muy bella tendrá que ser la celebrada Rowena para equilibrar los sacrificios que habré de soportar si deseo obtener el favor de un individuo tan sedicioso como resulta ser su padre Cedric, según la descripción que de él me hacéis.

—Cedric no es su padre —replicó el prior—. Puedo aseguraros que tan sólo es su pariente lejano; desciende de mejor familia que él y sólo muy lejanamente están emparentados por nacimiento. Sea como sea, se ha constituido en su guardián y lo que custodia le es tan caro como si se tratara de su propia hija… Muy pronto podréis juzgar su belleza. Si la fuerza de su complexión y la mayestática aunque dulce y suave expresión de sus ojos azul celeste no borran de vuestra memoria las negras hijas de Palestina o las huríes del antiguo paraíso de Mahoma, yo me consideraré un infiel y un renegado hijo de la Iglesia.

—¿Recordará nuestra apuesta si la belleza que tanto alabáis resulta ganadora? —preguntó el templario.

—Mi collar de oro —dijo el prior— contra diez pellejos de vino de Quios…; y ya son tan míos como si estuvieran en las bodegas del convento, encerrados bajo llave por el viejo Dionisio, el bodeguero.

—Y sólo yo seré el juez —replicó el templario—. Sólo yo debo convencerme por mi propio juicio de que no he visto doncella más hermosa desde que Pentecostés cayó en el duodécimo mes del año. ¿No es así? Prior, vuestro collar está en peligro; he de llevarlo a la garganta en los torneos de Ashby-de-la-Zouche.

—Si lo ganáis honradamente —replicó el prior—, bien podéis llevarlo dónde y como os plazca. Tengo confianza en que daréis la verdadera respuesta por vuestra palabra de caballero y de religioso. A pesar de todo, hermano, seguid mi consejo y haced uso de la lengua con más cortesía que aquella a la que el trato con los infieles y siervos orientales os tiene acostumbrado. Cuando Cedric el Sajón se siente ofendido, y no es remiso en ofenderse, sin ningún respeto a vuestra hidalguía ni a mi alto empleo, como tampoco a la santidad de ambos, nos echaría de su casa y sería capaz de mandarnos a pernoctar al aire libre, en el bosque, aunque fuera medianoche. Y mucho cuidado en el modo con que miréis a Rowena. El más mínimo recelo a este respecto y estamos perdidos. Se dice que sacó de casa a su único hijo por haberse atrevido a levantar los ojos y dirigir la mirada con afección amorosa hacia esta belleza que, por lo que parece, puede ser adorada a distancia, pero a la que no está permitido acercarse con otros pensamientos que no sean los que tenemos cuando nos aproximamos al pedestal de la Virgen bendita.

—Bien, ya es suficiente —contestó el templario—. Por una noche me doblegaré a la necesidad y me portaré tan blandamente como una doncella. Pero si intentara echarme de la casa, con mis escuderos y los esclavos Hamlet y Abdalla… esto ya sería otro cantar. Sabré libraros de este descrédito. No dudéis de que sabremos mantener nuestra posición.

—No debemos permitir que pueda llegar tan lejos —contestó el prior—. Pero he aquí la cruz caída de la que nos habló el bufón. Tan oscura está la noche que apenas podemos distinguir el camino que debemos seguir. Si mal no recuerdo, indicó que debíamos torcer a la izquierda.

—A la derecha, según creo recordar —dijo Brian.

—Seguro que es a la izquierda; recuerdo cómo señalaba con su espada de madera.

—Sí, pero la sostenía con la mano izquierda y señalaba a la parte contraria —dijo el templario.

Ambos mantenían su opinión con engreída tozudez, como suele suceder en estos casos; los criados fueron consultados, pero no habían estado suficientemente cerca para poder oír las instrucciones de Wamba. Poco después, Brian descubrió algo que había escapado a su atención en la semioscuridad.

—Hay alguien dormido o tal vez muerto al pie de esta cruz… Hugo, muévelo con la punta de la lanza.

No acababa de hacerlo cuando la figura se levantó, exclamando en buen francés:

—Quienquiera que seáis, es una descortesía por vuestra parte el distraerme de mis pensamientos.

—Unicamente deseábamos preguntarle —dijo el prior—, el camino hacia Rotherwood, domicilio de Cedric el Sajón.

—Yo también me dirijo allá —replicó el forastero—, y si dispusiera de un caballo os serviría de guía, porque, aunque conozco muy bien el camino, resulta un poco intrincado.

—Tendrás nuestra recompensa y agradecimiento, amigo mío —dijo el prior—, si nos llevas sanos y salvos a la mansión de Cedric.

Ordenó a un criado que montara el caballo que hasta ahora iba libre y le diera el suyo al forastero que les iba a servir de guía.

Su conductor escogió el camino opuesto al que Wamba les había indicado con objeto de extraviarles. La senda se adentraba en el bosque y tuvieron que sortear más de un barranco y cruzar algún torrente peligroso, que se deslizaba en terreno pantanoso; pero el forastero parecía conocer como por instinto la tierra más firme y los más seguros vados, y así, con conocimiento y precaución, logró conducir sin incidentes a toda la partida a una avenida de árboles más espaciada que las que hasta ahora habían visto. Señalando un bajo e irregular edificio que aparecía en el otro extremo, dijo al prior:

—He aquí Rotherwood, el refugio de Cedric el Sajón.

Dicha información fue causa de gozo para Aymer, cuyos nervios no eran de lo más templado, pues había sufrido enormemente al cruzar los terrenos fangosos. Tanto, que no había tenido ganas de encontrar ocasión para mostrarse curioso. Sintiéndose recuperado y cerca de un albergue, su curiosidad empezó a despertar, y le preguntó al guía quién era y qué era.

—Un peregrino acabado de llegar de Tierra Santa —fue la respuesta.

—Más conveniente hubiera sido que permanecierais allí para luchar por la reconquista del Santo Sepulcro —dijo el templario.

—Tenéis razón, reverendo caballero —contestó el peregrino, al que no parecía extrañar el aspecto del templario—. Si los ha habido que han prometido bajo juramento recobrar Tierra Santa viajando a tanta distancia de donde el deber los reclama, ¿resultará anormal que un pacífico campesino como yo renuncie a llevar a cabo la tarea que otros han abandonado?

La intención del templario fue la de contestar airadamente, pero le interrumpió el prior, que una vez más hizo patente su estupor por el hecho de que su guía, después de larga ausencia, conociera tan bien los escondidos senderos del bosque.

—Soy nativo de estos lugares —contestó el guía, y al pronunciar estas palabras ya se hallaba delante de la mansión de Cedric.

Era un edificio bajo y asimétrico, con varios cercados y patios interiores, que se extendían sobre una considerable extensión de terreno. El edificio, aunque hablaba a favor de la riqueza de su dueño, no guardaba ninguna semejanza con las residencias amuralladas y altivas como castillos en las cuales residía la nobleza normanda, y que habían llegado a ser el único modelo arquitectónico de Inglaterra.

De todas formas, Rotherwood no carecía de defensas; carecer de ellas era un lujo que ninguna casa importante podía permitirse en aquel período plagado de disturbios. Por otra parte, no podía correr el riesgo de encontrarse derruida e incendiada antes de que llegara la aurora. Un foso profundo, lleno de agua procedente de un arroyuelo cercano, circundaba toda la construcción. Una doble empalizada de afilados palos procedentes del bosque vecino, protegía ambas márgenes del foso. Una entrada en la parte occidental de la empalizada, abierta en su parte exterior, comunicábase con otra similar de la parte interior por medio de un puente levadizo. Se habían tomado las debidas precauciones para que dichas entradas estuvieran protegidas en sus ángulos por salientes, desde los cuales podían fácilmente defenderlas los ballesteros y honderos.

Antes de entrar, el templario hizo sonar su cuerno de caza con estruendo, ya que la lluvia, cuya amenaza se había anunciado largamente, había empezado ahora a caer con gran violencia.