VIII

Suenan las trompetas,
contesta el contrario
al bronco desafío;
al cielo llega el clamor guerrero;
las viseras están cerradas y a punto las lanzas,
erguido el penacho de la cimera.
La liza, atravesada; queda un remanso en medio,
una vez abandonada.

JOHN DRYDEN: Palamón y Arcite.

El príncipe Juan frenó el corcel a mitad de su carrera y llamando al prior de Jorvaulx, le hizo saber que el requisito principal de la jornada había sido pasado por alto.

—Por mi camisa —dijo—, hemos olvidado, señor prior, nombrar a la reina del amor y de la belleza cuya blanca mano debe otorgar el laurel de la victoria. Yo por mi parte soy liberal y doy mi voto a los negros ojos de Rebeca.

—Virgen santa —contestó el prior entornando los ojos horrorizado—. ¡Una judía! Mereceríamos ser arrojados a pedradas del palenque si tal hiciéramos, y no soy lo suficientemente viejo para ser un buen mártir. Además, puedo jurar por mi santo patrón que su belleza no supera a la de Rowena, la hermosa sajona.

—Sajona o judía —contestó el príncipe—, judía o sajona, perra o marrana, ¡qué importa! Sabed que si nombro a Rebeca es con el exclusivo objeto de mortificar a los miserables sajones.

Se levantó un murmullo que secundaron incluso sus asistentes más allegados.

—Esto es algo más que una broma —dijo De Bracy—; ante tal insulto, ningún caballero empuñará la lanza.

—Se trata únicamente de insultar por el gusto de hacerlo —dijo uno de los más ancianos e importantes adictos de Juan, de nombre Waldemar Fitzurse.

—Si Vuestra Majestad lo hace sólo ha de traer consecuencias perniciosas para vuestra causa.

—Siempre os había tenido, caballero —dijo Juan tirando de las riendas de su caballo con altanería—, por uno de mis partidarios, no por mi consejero.

—Aquéllos que acompañan a Vuestra Majestad por los senderos que pisáis —dijo Waldemar, hablando no obstante en voz baja—, adquieren el derecho de aconsejaros, ya que vuestros intereses y vuestra seguridad van ligados estrechamente a los suyos propios.

Por el tono usado, Juan dedujo que debía ceder.

—Bromeaba —dijo—; ¡y vosotros os lanzáis sobre mí como enemigos! ¡Nombrad a quien os plazca, por los mil diablos, y haced vuestro gusto!

—No, eso no —dijo De Bracy—. Permanezca desocupado el trono y que sea el mismo vencedor del torneo el que designe la belleza que lo ha de ocupar. Será otro premio para su triunfo y enseñará a las damas a tener en más estima el amor de los caballeros valientes, capaces de elevarlas a tan alto honor.

—Si el vencedor es Brian de Bois-Guilbert —dijo el prior—, apuesto mi rosario que conozco el nombre de la reina del amor y de la belleza.

—Bois-Guilbert —dijo De Bracy— es una buena lanza, pero hay otras no muy lejos de este palenque que no temerían enfrentársele.

—Silencio, caballeros —dijo Waldemar—, y que el príncipe ocupe su asiento. Tanto los caballeros como los espectadores se muestran impacientes, se va haciendo tarde y ya ha llegado la hora de dar comienzo a los juegos.

El príncipe Juan, aunque todavía no era una testa coronada, tenía que soportar todas las desventajas de tener un favorito, en este caso Waldemar Fitzurse, que al prestar sus servicios a su soberano siempre quería hacerlo a su manera. De todos modos, el príncipe le dio la razón a pesar de que su temperamento era justamente el apropiado para discutir la más mínima cuestión y, rodeado por su cortejo, ocupó el trono y dio la señal a los heraldos para que procedieran a proclamar las reglas del torneo, que se pueden resumir así:

Primero: Los cinco mantenedores se comprometían a luchar con quienesquiera que les desafiara.

Segundo: Cualquier caballero dispuesto a entrar en liza podía, si tal era su deseo, escoger contrincante sencillamente tocando con su lanza el escudo del mantenedor elegido. Si lo hacía con la parte inferior quedaba entendido que la confrontación se efectuaría con las llamadas «armas de cortesía», es decir, con lanzas de punta roma a las cuales iba añadida una pieza de madera en su extremo superior, por lo que del encuentro no podía derivarse otro peligro que el del choque de caballos y jinetes. Pero si el escudo era golpeado con el rejón de la lanza, se entendía que el combate era a ultranza, o sea, que los caballeros se verían obligados a pelear con las armas dispuestas como si de una verdadera batalla se tratara.

Tercero: Cuando los caballeros hubieran cumplido su voto de quebrar cinco lanzas cada uno de ellos, el príncipe debía nombrar al vencedor del primer día del torneo, el cual recibiría como premio un caballo de batalla de exquisita estampa y extremadamente vigoroso y, por añadidura, y en recompensa a su valor, sería merecedor del privilegio de nombrar a la reina del amor y de la belleza, de manos de la cual recibiría el premio al día siguiente.

Cuarto: El segundo día tendría lugar un torneo general al que podían concurrir todos los caballeros presentes deseosos de ganar fama y honra. Serían divididos en dos bandos, formados por el mismo número de combatientes, y se enfrentarían varonilmente hasta que el príncipe Juan juzgara oportuno señalar el final de la pelea. Entonces, la que ostentara por elección el título de reina del amor y de la belleza, coronaría al caballero designado como vencedor con una corona de láminas de oro en forma de hojas de laurel. Con la ceremonia del segundo día finalizaban los juegos caballerescos. Sin embargo, al día siguiente, tendrían lugar pruebas de arco. Se alancearían toros y se llevarían a cabo otros juegos populares para regocijo del pueblo (de este modo el príncipe Juan intentaba ganarse el favor de las clases bajas, arruinadas por sus constantes desplantes y los continuos atropellos).

La palestra, ahora, lucía todo su esplendor. Las gradas en suave declive rebosaban de todo lo que podía ser considerado noble, importante, rico y hermoso en la Inglaterra septentrional y meridional. El contraste de los atavíos de las clases altas ofrecía un espectáculo tan alegre como variado, mientras que la parte inferior y más baja, llena de burgueses y traficantes, daba un tono más oscuro al conjunto debido al color pardo de las ropas que éstos vestían.

—¡Largueza, largueza, galantes caballeros! —gritaron los heraldos poniendo así fin a su proclama. Y a su conjuro empezaron a llover sobre ellos piezas de oro y plata desde las gradas, ya que era un honor demostrar prodigalidad en beneficio de aquéllos que eran los secretarios y cronistas acreditados de las gestas de la época. La generosidad de los espectadores fue premiada con los gritos:

—¡Amor a las damas! ¡Muerte de los campeones! ¡Honor a los generosos! ¡Gloria a los valientes!

A estos gritos se unió el clamor de los asistentes más humildes y los floridos sones marciales de la nutrida banda de trompeteros. Cuando se aplacó el estruendo, los heraldos abandonaron el palenque, con lo que quedaron en él únicamente los mariscales de campo hacia el extremo final, montados en sus caballos e inmóviles como estatuas. Al mismo tiempo, el espacio cerrado del extremo norte del palenque, espacioso como era, se veía poblado hasta rebosar de caballeros deseosos de enfrentar su destreza a la de los mantenedores. El conjunto, visto desde las gradas, ofrecía el aspecto de un mar de plumas en incesante movimiento, mezclado con el brillo de pulidos yelmos y largas lanzas, ante la mayoría de los cuales ondeaba un gallardete sujeto a su extremidad superior. Cuando soplaba la brisa los gallardetes ondulaban y aumentaba la vivacidad de la escena, a la que se unía el incesante temblor de las plumas.

Al fin se abrieron las barreras y cinco caballeros escogidos al azar hicieron su entrada en el palenque, capitaneados por uno de ellos y los cuatro restantes emparejados. Iban espléndidamente armados; el documento sajón del cual extraemos estos datos (el manuscrito Wardour), registra extensamente sus armas, sus colores y los brocados de los meses. No creo preciso entrar en pormenores. Podríamos decir, utilizando el verso de Coleridge:

«Polvo son los caballeros y sus espadas están enmohecidas; confiemos en que sus almas estén en el cielo, con los santos. Hoy, las almenas de sus castillos se han derrumbado. Incluso los mismos castillos no son más que un conjunto de ruinas invadidas por los hierbajos y el solar donde se levantaron es difícilmente reconocible. Muchas razas se han extinguido desde que ellos desaparecieron y fueron olvidados incluso en la misma tierra que ocuparon con toda su autoridad de propietarios y de señores feudales».

¿De qué le serviría entonces al lector conocer sus nombres y los perecederos símbolos de su rango militar?

De todos modos, en aquel preciso instante, ajenos al olvido que esperaba a sus nombres y a sus gestas, los campeones entraban en liza sujetando sus briosos corceles y obligándoles a moverse suavemente. Exhibían la gracia de su paso acompasado, según la destreza del jinete. Al tiempo de irrumpir en el palenque, pudo oírse el estrépito de una música salvaje que provenía de la parte posterior de las tiendas donde estaban alojados los mantenedores. Era de origen oriental, sin duda por haber sido importada de Tierra Santa. Las campanas y los tambores sonaban al unísono, como si al mismo tiempo anunciaran el desafío y la bienvenida a los caballeros que se habían presentado. Bajo los ojos de la inmensa concurrencia, los cinco caballeros avanzaron hasta la plataforma donde se levantaban las tiendas de los mantenedores y, abriéndose en abanico, cada uno de ellos tocó ligeramente con la lanza el escudo del caballero con el cual deseaba medir sus fuerzas. El pueblo bajo e incluso muchos de los asistentes de más categoría, y podría añadirse que muchas de las damas, se sintieron defraudados al ver que los campeones escogían las armas de cortesía. Del mismo modo como hoy en día esta clase de gente disfruta con las más profundas tragedias, en aquellos tiempos el placer aumentaba en razón directa del peligro que corrían los contendientes.

Habiendo expresado sus propósitos pacíficos, los campeones se alinearon en el extremo opuesto del palenque mientras los mantenedores, abandonando sus respectivos pabellones, montaban sus corceles y, capitaneados por Brian de Bois-Guilbert, descendían de la plataforma y encaraban individualmente al caballero que había tocado su escudo.

Al toque de clarines y trompetas, arremetieron los unos contra los otros a pleno galope, y tan superior fue la habilidad o la suerte de los mantenedores, que los contrincantes de De Bois-Guilbert, Malvoisin y Front-de-Boeuf rodaron por el suelo. El antagonista de Grantmesnil, en vez de dirigir la punta de la lanza contra el escudo o el penacho de su enemigo, la desvió tanto que la rompió contra el cuerpo de su oponente…, acción juzgada más inhábil que el ser desmontado, ya que esto podía suceder por accidente, mientras que lo otro evidenciaba torpeza y carencia de destreza en acoplar el manejo de la lanza y el dominio de la cabalgadura. Unicamente el quinto caballero mantuvo en alto el honor del equipo, enfrentado al caballero de la Orden de San Juan. Ambos partieron sus lanzas limpiamente, sin ventaja por ningún bando.

Los gritos de la multitud, las aclamaciones de los heraldos y el clamor de las trompetas anunciaron el triunfo de los unos y la derrota de los otros. Los primeros se retiraron a sus respectivos pabellones, mientras que los segundos, alzándose del suelo como pudieron, abandonaron el palenque entre el desprecio general y con la vergüenza de la derrota, para ir a tratar con los vencedores acerca de la suerte de sus armas y monturas que según las leyes del torneo habían perdido. Sólo el quinto de la partida permaneció el tiempo suficiente en el palenque para recibir el aplauso de los espectadores, y, recibiéndolos, se retiró aumentando sin duda con ello la mortificación de sus compañeros.

Un segundo y tercer grupo de caballeros entraron en liza, y aunque corrieron suertes diversas, la ventaja estuvo de parte de los mantenedores. Ninguno fue desmontado ni se desvió en su carrera…, desgracia que cayó sobre uno o dos de sus antagonistas en cada choque. El coraje de los que se les oponían pareció disminuir sensiblemente ante sus continuos éxitos. Sólo tres caballeros se presentaron en el cuarto encuentro y pasando por alto los escudos de Bois-Guilbert y de Front-de-Boeuf, se contentaron con tocar a los tres restantes caballeros, que por el motivo que fuese no habían demostrado tanta fuerza ni destreza. Esta política de selección no alteró el resultado y los mantenedores salieron de nuevo vencedores: uno de los antagonistas fue desmontado y los otros dos fallaron en el attaint, es decir, en el paso de armas consistente en dirigir la lanza en línea recta, con fuerza y firmeza, contra el yelmo o el escudo del contrario de suerte que o se rompe el arma o se consigue desmontar al caballero.

Después del cuarto encuentro tuvo lugar una larga pausa. No parecía haber nadie deseoso de reanudar los desafíos. Los espectadores murmuraban entre ellos puesto que entre los mantenedores, Malvoisin y Front-de-Boeuf eran impopulares debido a su carácter, y los restantes no eran tenidos en estima ya que eran extraños o forasteros. Pero nadie participaba tan profundamente de los sentimientos de general desagrado como Cedric el Sajón, que en cada victoria de los mantenedores normandos veía un repetido triunfo sobre el honor de Inglaterra. La educación recibida no le había adiestrado en los ejercicios de la caballería, aunque con las armas de sus antepasados sajones había probado, en más de una ocasión, ser un combatiente bravo y decidido. Miraba con ansiedad a Athelstane, quien había aprendido el arte de la época, como si le implorara que hiciera algún esfuerzo personal para recobrar la victoria que gradualmente pasaba a manos de los templarios y de sus aliados. Pero, aunque era de bravo corazón y gran fortaleza física, Athelstane tenía un temperamento demasiado inerte y falto de ambición para llevar a cabo las proezas que Cedric parecía esperar de él.

—El día es contrario a Inglaterra, milord —dijo Cedric intencionadamente—. ¿No os sentís tentado de empuñar una lanza?

—Lo haré mañana cuando se luche en mêlée —contestó Athelstane—. No vale la pena que hoy tome las armas.

Dos cosas disgustaron a Cedric en esta respuesta. Figuraba en ella la palabra normanda mêlée para expresar la lucha en grupo, y evidenciaba cierta indiferencia por el honor del país; pero aquella frase la había pronunciado Athelstane, por el que sentía profundo respeto. Además, no tuvo tiempo de hacer ninguna observación, porque Wamba intervino diciendo:

—Es más meritorio, aunque no mucho más fácil, ser el mejor entre cien que no serlo ante uno solo.

Athelstane acogió la observación como si fuera un cumplido, pero Cedric, que entendió mejor el significado de la indirecta del bufón, le dirigió una mirada severa y amenazadora. Wamba tuvo suerte de que el lugar y la ocasión en que se encontraban, dada su condición y oficio, le ahorraran de recibir muestras más sensibles de enfado por parte de su amo. La pausa del torneo todavía continuaba; sólo fue interrumpida por los gritos de los heraldos que exclamaban:

—¡Amor a las damas, lanzas hechas astillas! ¡Adelante, gallardos caballeros, ojos bellísimos contemplan vuestras proezas!

También la trompetería de los mantenedores dejaba oír de tarde en tarde ruidosos sones de triunfo o de desafío, mientras que los payasos que debían actuar al final disfrutaban de una inesperada inactividad. Los caballeros y nobles ancianos lamentaban en voz baja la decadencia del espíritu marcial, hablaban de las gestas de antaño y convenían en que en los tiempos actuales el país no florecía con tan hermosas doncellas como cuando ellos eran jóvenes. El príncipe Juan empezó a hablar con su comitiva acerca de la conveniencia de dar comienzo al banquete y otorgar el laurel de la victoria a Brian de Bois-Guilbert quien, con una sola lanza, había conseguido desmontar a dos caballeros y dejar a otro maltrecho.

Cuando la trompetería sarracena dio por terminada una de las largas florituras con que había quebrado el silencio de la palestra, fue contestada por fin por una trompeta solitaria que emitió una nota de desafío desde la extremidad septentrional. Todos los ojos se volvieron hacia el nuevo campeón que anunciaba el son. Tan pronto se abrieron las barreras, el nuevo caballero hizo su entrada en el palenque. Por lo poco que podía adivinarse en un hombre provisto de armadura, el nuevo desafiador no sobrepasaba en mucho la talla media y parecía delgado de complexión. Su armadura era de acero con dibujos dorados, y sobre su escudo aparecía una joven encima desarraigada y, en español, la palabra «desheredado». Montaba un gallardo caballo negro, y al cruzar la palestra saludó al príncipe y a las damas, bajando con gracia la punta de la lanza. La destreza con que manejaba su corcel y una cierta gracia juvenil que se adivinaba en sus modos, contribuyeron a granjearle el favor de la multitud, cuyos representantes de clase inferior le demostraban su afecto gritándole:

—¡Toca el escudo de Ralph de Vipont! ¡Desafía al caballero hospitalario! ¡Es el jinete más inseguro; es la mejor opción que puedes hacer!

El campeón avanzaba entre estos bien intencionados consejos; subió a la plataforma por la suave pendiente que a ella conducía, desde la palestra, y, ante el asombro general, galopó directamente hacia el pabellón central, golpeó con la punta de la lanza el escudo de Brian de Bois-Guilbert haciéndolo sonar con estrépito. Todos los presentes quedaron sorprendidos ante tamaña presunción, pero nadie superó en estupefacción al sorprendido caballero objeto de este desafío a mortal combate, quien estaba lejos de esperar tan directa confrontación y se hallaba sentado despreocupadamente a la puerta de su pabellón.

—¿Ya te has confesado, hermano? —dijo el templario—. ¿Has oído misa esta mañana, para que tan abiertamente pongas en peligro tu vida?

—Estoy tan dispuesto a enfrentarme con la muerte como puedas estarlo tú mismo —contestó el Caballero Desheredado, porque con este nombre se había inscrito en los libros del torneo.

—Si es así, toma tu sitio en el palenque —dijo Bois-Guilbert—, y mira el sol por última vez porque esta noche dormirás en el paraíso.

—Muchas gracias por tu cortesía —replicó el Desheredado—, y en recompensa te aconsejo tomar un caballo fresco y una nueva lanza, porque, por mi honor, que te harán falta ambas cosas.

Habiendo expresado así su confianza en sí mismo, volvió grupas y deshizo el camino andado hasta bajar de la plataforma. Desde allí obligó al caballo a hacer marcha atrás, hasta alcanzar el extremo norte, donde permaneció estático en espera de su oponente. Esta muestra de habilidad hípica le valió de nuevo el aplauso de la multitud.

Aunque irritado por las recomendaciones que su adversario le había hecho, Brian de Bois-Guilbert no pasó por alto sus consejos, ya que su honor estaba demasiado comprometido como para no tomar todas las precauciones necesarias y asegurarse el triunfo sobre un oponente tan presuntuoso. Cambió su caballo por otro de probada bravura y fuerza. Escogió una lanza más resistente por si la anterior hubiera salido perjudicada de los encuentros que había tenido que soportar. Finalmente, apartó su escudo, que había sufrido algún deterioro, y recibió otro de manos de sus escuderos. El primero sólo iba adornado con el emblema general de los templarios, que representaba a dos caballeros montados en el mismo corcel, como símbolo de la pobreza y humildad de la Orden, cualidades que más tarde se transformaron en arrogancia y lujo y fueron a la larga la causa de su supresión. El nuevo escudo de Bois-Guilbert representaba un cuervo en pleno vuelo, portador de una calavera entre las garras y la leyenda Gare le Corbeau.

Cuando los caballeros hubieron ocupado su sitio en cada extremo de la palestra, la expectación general alcanzó su punto culminante. Pocos eran los que se atrevían a aventurar la posibilidad de que el choque tuviera un final feliz para el Desheredado, a pesar de que su valor y su galantería le habían granjeado la buena voluntad de los espectadores.

No habían terminado las trompetas de dar la señal, cuando los dos campeones arremetieron uno contra el otro con la velocidad del rayo y chocaron en mitad de la palestra con el estruendo del trueno. Las lanzas quedaron hechas astillas hasta el mismo mango, y por un momento se tuvo la impresión de que los jinetes habían caído, pues la fuerza del encuentro había hecho doblar los cuartos traseros de las dos cabalgaduras. Sólo la destreza de los jinetes al utilizar las espuelas y riendas consiguió que los caballos recobraran. Después de mirarse por un instante con ojos que parecían despedir fuego a través de los visores de los yelmos, cada uno de los caballeros dio media vuelta y se retiró a su respectivo rincón. Allí fueron provistos de nuevas lanzas por sus asistentes.

El inmenso griterío de los espectadores, unido al agitar de gorros y pañuelos, dio testimonio del interés de la multitud por el encuentro más nivelado y mejor ejecutado de toda la jornada. Pero no habían ocupado los contendientes sus respectivas plazas, cuando el clamor general se convirtió en un denso silencio de muerte, tan profundo, que parecía que la gente tenía incluso miedo de respirar.

Después de permitir una breve pausa para que recobraran el aliento los caballos y los combatientes, el príncipe Juan dio con su vara la señal para que salieran de nuevo.

En este segundo encuentro, el templario apuntó al centro del escudo de su antagonista, y arremetió tan certeramente y con tanto brío, que su lanza quedó destrozada y el Desheredado vaciló en su montura. Éste, por su parte, desde el principio de su carrera había apuntado el escudo de Bois-Guilbert pero, cambiando de objetivo súbitamente y casi en el mismo momento del choque, arremetió con la punta de la lanza contra el yelmo, blanco más difícil de alcanzar, pero que, de conseguirse, hacía irresistible el choque. Directa y limpiamente, dio en el visor del normando, donde la punta de la lanza quedó prendida entre las barras de acero. Incluso ante tamaño contratiempo, el templario estuvo a la altura de su reputación, y de no haber cedido las correas de su arnés, no hubiera sido desmontado. Fuera como fuese, silla, caballo y caballero rodaron por el suelo envueltos en una nube de polvo.

Fue cuestión de momentos que el templario se desembarazara de los estribos del caballo caído, y cegado por la rabia causada por su desgracia y por las aclamaciones con que su derrota era celebrada por los espectadores, desenvainara la espada y la agitara en un gesto de desafío contra el vencedor. El Desheredado saltó de su montura y también desenvainó. Sin embargo, los mariscales de campo espolearon sus caballos y se interpusieron entre los dos rivales, recordándoles las reglas del torneo, que no permitían aquel tipo de lucha.

—Confío en que nos encontremos de nuevo —dijo el templario lanzando una mirada de odio a su antagonista— y en un lugar donde no haya nadie para separarnos.

—Si no es así, la culpa no será mía —contestó el Desheredado. Y prosiguió—: A pie o a caballo, con lanza, hacha o espada, me da igual; estoy dispuesto a encontrarme contigo donde sea.

Más y más ásperas expresiones hubieran intercambiado, pero los mariscales, cruzando sus lanzas entre ellos, les obligaron a separarse. El Desheredado volvió a su primitivo lugar y Bois-Guilbert a su tienda, donde permaneció durante el resto del día sufriendo la desesperación de su derrota.

Sin desmontar, el vencedor pidió una taza de vino y alzando la celada de su yelmo anunció que brindaba por «todos los ingleses de corazón y por la confusión de los tiranos extranjeros». Ordenó entonces al trompetero que tocara a desafío general y rogó a los heraldos que comunicaran a los restantes mantenedores que renunciaba a la previa elección y que lucharía con ellos en el orden que ellos mismos establecieran para enfrentársele.

El gigantesco Front-de-Boeuf, armado de punta en blanco, fue el primero que entró en liza. Sobre su escudo, representado en negro, había un cráneo de buey medio borrado por los numerosos golpes recibidos. Llevaba escrita la arrogante leyenda Cave, Adsum. Ante este campeón, el Desheredado obtuvo una ligera, pero decisiva ventaja. Ambos caballeros rompieron sus lanzas limpiamente, pero Front-de-Boeuf, por haber perdido un estribo, fue considerado perdedor.

También obtuvo éxito el desconocido en su tercer encuentro, contra Philip de Malvoisin. Golpeó con tanta fuerza el casco de dicho barón, que se rompieron las hebillas del yelmo, circunstancia que le salvó de ser desmontado al poder manejar el caballo con más facilidad. Fue declarado perdedor como su compañero.

En su cuarto combate, contra Grantmesnil, el Desheredado dio muestras de tanta cortesía como anteriormente las había dado de valor y habilidad. El caballo de Grantmesnil, joven e inquieto, se desvió durante el curso de su carrera perjudicando la puntería de su jinete. El Desheredado no quiso aprovechar la ventaja que este accidente le proporcionaba y levantó su lanza, mientras pasaba junto al caballero sin tocarle. Volvió grupas hasta el lugar de la palestra que le pertenecía, ofreciendo a su rival por medio de un heraldo la oportunidad de un segundo encuentro, gentileza que Grantmesnil declinó, declarándose vencido tanto por la cortesía como por la destreza de su oponente.

Ralph de Vipont aumentó la lista de triunfos del forastero; fue derribado con tal fuerza, que la sangre manó de su boca y narices, y fue retirado de la palestra sin conocimiento.

Las aclamaciones de miles de presentes dieron sobrada fe de su entusiasmo, al ser proclamado que por unanimidad del príncipe y los mariscales de campo, el honor de la jornada era asignado al Caballero Desheredado.