XXIX
El valiente soldado sube al vigía
y, desde la altura, observa si la lucha ha terminado.SCHILLER: La Doncella de Orleans.
Las horas de peligro son también, a menudo, horas de confidencias y de afecto. Bajamos la guardia debido a la general agitación de nuestros sentimientos y traicionamos la intensidad de aquéllos que, por lo menos en períodos más tranquilos, nuestra prudencia disimula si es que no alcanza a suprimirlos. Encontrándose de nuevo junto a Ivanhoe, la misma Rebeca se sorprendió al notar que sentía tan aguda complacencia, incluso en un momento en que todo lo que les rodeaba a ambos era el peligro cuando no la desesperación. Le tomó el pulso y le preguntó por su estado; había en su tacto y en su tono de voz una desacostumbrada suavidad, la cual denotaba más interés que el que ella misma hubiera deseado demostrar. Su voz era trémula y temblaban sus manos, y únicamente el frío tono con que Ivanhoe preguntó: «¿Eres tú, gentil doncella?», consiguió hacerla volver en sí y le hizo recordar que los sentimientos que sentía no podían, y no debían, ser mutuos. Se le escapó un suspiro, pero fue casi inaudible. Las preguntas que le hizo el caballero acerca de su estado de salud, tenían ya un tono de tranquila camaradería. Ivanhoe se apresuró a contestarle que en cuanto a la salud se encontraba bien y mejor de lo que esperaba.
—Gracias, querida Rebeca, a tu eficaz habilidad —fueron sus últimas palabras.
«Me llama “querida Rebeca” —se dijo la doncella—, pero lo hace con un tono frío y distraído que liga poco con la expresión. ¡A su caballo de batalla, a su perro de caza, los aprecia mucho más que a la despreciable judía!»
—Mi mente, gentil doncella —continuaba Ivanhoe—, está más perturbada por la ansiedad que mi cuerpo por el dolor. Por lo que hablaban los hombres que hasta hace un rato me custodiaban, he sabido que estoy prisionero y, si he interpretado bien lo que decía una voz ronca y potente que poco ha les ha encomendado una misión militar, me hallo en el castillo de Front-de-Boeuf. Si ello es cierto, ¿cómo acabará todo esto y cómo podré proteger a Rowena y a mi padre?
«¡Al judío y a la judía, ni mencionarles siquiera! —dijo Rebeca para sí—. Sin embargo, ¡cuánto le hemos ayudado y cuán injustamente me castiga el cielo por dedicarle mis pensamientos!»
Después de esta breve autoacusación se apresuró a dar a Ivanhoe cuanta información pudo…, que podemos resumir del siguiente modo: El templario Bois-Guilbert y el barón Front-de-Boeuf eran los comandantes de la plaza; el castillo se encontraba asediado, pero no sabía qué fuerzas lo sitiaban. Añadió que en el castillo había un fraile cristiano que quizá podría conocer más detalles.
—¿Un fraile cristiano? —exclamó el caballero con gozo—. Hazle venir, Rebeca, si puedes. Dile que un enfermo pide su consuelo espiritual, dile lo que se te ocurra, pero tráele. Debo hacer o intentar algo, pero ¿cómo podré tomar una determinación mientras no sepa lo que sucede afuera?
Rebeca, para satisfacer los deseos de Ivanhoe, realizó el intento ya conocido de llevar a Cedric a la cámara del caballero herido, el cual fracasó debido a la interferencia de Urfried, la cual también estaba al acecho con objeto de interceptar el camino del falso monje. Rebeca se retiró y comunicó a Ivanhoe el resultado de su encargo.
No dispusieron de mucho tiempo para lamentar que esta fuente de información les hubiera fallado. De pronto, el alboroto en el interior del castillo, causado por los preparativos de defensa y que habla levantado gran ruido durante algún tiempo, se convirtió en un clamor y un barullo diez veces más inquietantes. Los pesados, aunque apresurados pasos de los hombres de armas, atravesaban los muros o resonaban en los retorcidos pasadizos y escaleras que conducían a las barbacanas y otros puntos de defensa. Se oían las voces de los caballeros dictando sus órdenes y dirigiendo las maniobras, aunque muchas veces su sonido era ahogado por el clamor y el estruendo del entrechocar de armaduras. Por tremendo que fuera tal alboroto y por más tremendos que aún fueran los acontecimientos que anunciaban, había en todo ello algo sublime que la fina sensibilidad de Rebeca no dejó de percibir, incluso en aquellos terroríficos instantes. Su mirada era dulce aunque la sangre había afluido a sus mejillas, y sentía una combinación de miedo y un sentimiento sublime y maravilloso, mientras repetía, mitad para sí, mitad para su compañero, aquel texto sagrado:
Resuenan las aljabas,
brillan lanzas y escudos,
los gritos de los capitanes y el de la muerte.
Pero Ivanhoe, como el caballo de batalla descrito en este mismo pasaje sublime, estaba ardiendo de impaciencia por su inactividad y poseído de incontenibles deseos de intervenir en la lucha de la que era preludio aquel alboroto.
—Si pudiera arrastrarme hasta aquella ventana —decía—, tan sólo para poder ver cómo se desarrolla el combate. ¡Si tuviera un arco para disparar una flecha, o poseyera un hacha para golpear, bastaría un solo molinete para quedar libres! Pero es en vano…, es en vano… Estoy, al mismo tiempo, sin fuerzas y desarmado.
—No te excites, noble caballero —contestó Rebeca—. Los sones han cesado de súbito, quizá signifique que no van a combatir.
—No entiendes nada —dijo Wilfred con impaciencia—. Este silencio sólo demuestra que los hombres ya ocupan el lugar asignado en las murallas y que están esperando un ataque súbito; es el silencio que precede a la tormenta. Estallará al instante con toda su furia. ¡Si pudiera llegar a la ventana!
—No conseguirías nada más que abrir tu herida, noble caballero —replicó su enfermera. Y observando sus grandes deseos, añadió con firmeza—: Yo misma me situaré en el alféizar y te describiré como pueda lo que sucede.
—¡No debes hacerlo! ¡No lo hagas! —exclamó Ivanhoe—. Cada postigo, cada abertura, será pronto blanco de los arqueros; cualquier flecha perdida…
—¡Será bienvenida! —murmuró Rebeca mientras subía con paso firme dos o tres escalones que conducían a la ventana.
—¡Rebeca, querida Rebeca! —exclamó Ivanhoe—. Esto no en un pasatiempo para doncellas. No te expongas a ser herida o muerta y me hagas un desgraciado para siempre; por lo menos cúbrete con aquel viejo broquel y muéstrate tan poco como el quicio lo permita.
Siguiendo con alada gracia las instrucciones de Ivanhoe y procurándose la protección del antiguo escudo, que apoyó sobre la parte inferior de la ventana, Rebeca, con relativa seguridad, pudo ser testigo de lo que sucedía en el exterior del castillo. Detalló a Ivanhoe los preparativos de los asaltantes para la prueba final. En realidad su situación era la más adecuada, porque al estar situada en un ángulo del edificio principal, Rebeca no sólo podía ver lo que sucedía fuera del recinto amurallado, sino que dominaba la fortificación más adelantada, que sería el primer lugar atacado. Era una fortificación exterior de no mucha altura ni solidez, destinada a proteger la poterna por la cual Front-de-Boeuf había hecho salir a Cedric. El foso del castillo dividía esta especie de barbacana del resto del edificio, con el objeto de que, en caso de ser conquistado, resultara fácil aislarla del resto de la fortaleza levantando el puente levadizo. Había también un rastrillo correspondiente a la poterna del castillo, y todo el conjunto estaba rodeado por una sólida empalizada. Rebeca dedujo, por el gran número de defensores situados en aquel lugar, que los sitiados albergaban serias dudas acerca de su seguridad, y por la concentración de asaltantes en dirección opuesta en línea recta al reducto, parecía no menos claro que lo habían seleccionado para su primer ataque por parecerles el punto más vulnerable.
Comunicó estas impresiones a toda prisa a Ivanhoe y añadió:
—Por el bosque pululan gran número de arqueros, aunque pocos han abandonado sus sombras protectoras.
—¿Cuál es su bandera? —preguntó Ivanhoe.
—No llevan ninguna insignia de guerra, por lo que puedo ver.
—Bizarra novedad —murmuró el caballero—. Disponerse a asaltar este castillo sin hacer ondear ni bandera ni pendón… ¿Puedes ver quiénes les mandan?
—Parece ser un caballero que viste armadura completa —dijo la judía—. Es el único que va armado de pies a cabeza y parece dirigir todas las maniobras.
—¿Qué divisa lleva en el escudo?
—Algo parecido a una barra de hierro y un candado pintado en azul sobre un fondo negro.
—¡Una barra y un candado! —dijo Ivanhoe—. No sé quien pueda ser el que tal divisa ostenta, pero sí sé que podría ser la mía dadas las circunstancias en que me hallo. ¿Puedes leer el lema?
—Ya me cuesta el distinguir la divisa a esta distancia.
—¿No parece haber otros jefes? —exclamó el ansioso inquisidor.
—Desde mi posición no veo a nadie que se distinga de los demás —dijo Rebeca—, pero no hay duda que la otra parte del castillo también está sitiada. Parece que ahora se disponen a avanzar… ¡Dios de Sión, protégenos! ¡Qué visión tan espantosa! Los de primera línea llevan grandes escudos y se protegen con planchas de madera; los que les siguen tensan los arcos mientras avanzan. ¡Están apuntando! ¡Dios de Moisés, perdona a tus criaturas!
Su descripción fue interrumpida en este lugar por la señal de ataque, dada por el bramido del cuerno y contestado inmediatamente por un floreo de las trompetas normandas desde la muralla, sonido que, mezclado al de los tambores y atabales, se convertía en signo de desafío contra el reto del enemigo. Los gritos de ambos bandos aumentaban la amedrentadora escena. Los atacantes gritaban: «¡San Jorge por Inglaterra!», y los normandos les contestaban con grandes gritos de «En avant, De Tracy!, Beau-séant! Beau-séant!, Front-de-Boeuf à la rescousse»!, que eran los gritos de guerra de sus distintos jefes.
De todas formas no serían los gritos los que decidirían el combate, y los desesperados esfuerzos de los asaltantes quedaron compensados por una defensa igualmente vigorosa. Los arqueros, bien entrenados por sus pasatiempos de caza en los bosques, disparaban tan graneado, que ningún sitio donde asomara parte del cuerpo de un defensor escapaba a las flechas. Debido a estos cerrados disparos, tan espesos como una granizada, cada flecha iba dirigida a un blanco determinado y volaban en manadas hacia cualquier abertura de los parapetos, así como contra cualquier ventana donde pudiera estar situado un defensor. Debido a estos continuos disparos, decíamos, dos o tres componentes de la guarnición resultaron muertos y otros varios heridos. Pero, confiados en sus armaduras y en la protección de los muros, los seguidores de Front-de-Boeuf y sus aliados daban muestras de gran obstinación en la defensa, y replicaban disparando sus arcos y ballestas, hondas y otras armas de ataque, a la continua y cerrada rociada de flechas; y, por estar los asaltantes precariamente protegidos, causaron más bajas que las que ellos recibieron. El silbido de los dardos y de los proyectiles procedentes de ambos bandos, solamente se interrumpía por el griterío que se alzaba cuando cualquiera de las partes causaba o padecía alguna pérdida sustancial.
—¡Que tenga yo que estar aquí como un monje mientras otros toman parte en un juego del que dependen mi libertad y mi muerte! —exclamó Ivanhoe—. Mira por la ventana de nuevo, amable doncella, pero cuida que no te vean los arqueros. Mira y dime si el ataque continúa.
Con resignado valor, reforzado por la pausa que había dedicado a sus devociones mentales, Rebeca se situó de nuevo en el quicio, cubriéndose sin embargo para no ser vista desde abajo.
—¿Qué alcanzas a ver, Rebeca? —preguntó otra vez el caballero herido.
—Nada, sino una nube de flechas tan espesa que me causa mareos y me impide ver a aquéllos que las disparan.
—Esto no puede dar ningún resultado —dijo Ivanhoe—, si no ponen todo su empeño en tomar el castillo por la fuerza de las armas; poco podrán hacer las flechas contra los muros y almenas. Dime lo que hace el caballero del candado y la barra porque según se porta el jefe lo hacen sus seguidores.
—No le veo —dijo Rebeca.
—¡Maldito cuervo! —exclamó Ivanhoe—. Pues, ¿no abandona el olmo cuando el viento sopla más fuerte?
—¡No abandona! ¡No, no lo hace! —dijo Rebeca—. Ahora puedo verle; encabeza a un grupo de hombres que ya se encuentran cerca de la empalizada, la destrozan con hachas. Su negro plumero flota sobre la multitud como un cuervo volando sobre un campo cubierto de cadáveres… Han abierto brecha…, se precipitan al interior. ¡Son rechazados! Front-de-Boeuf capitanea a los defensores; puedo distinguir sus formas gigantescas entre ellos. Se alzan de nuevo a la brecha y el paso es disputado mano a mano, hombre por hombre. ¡Dios de Jacob! ¡Es como si toparan dos encontradas mareas, el choque de dos océanos impulsados por vientos contrarios!
Y tras decir esto se retiró de la ventana como si ya no pudiera soportar más tiempo tan terrible visión.
—Mira de nuevo, Rebeca —decía Ivanhoe, sin entender la causa de su retirada—. Los tiros de los arqueros deben haber cesado, ya que ahora se pelea cuerpo a cuerpo. Mira de nuevo, ahora hay menos peligro.
Miró otra vez y casi inmediatamente exclamó:
—¡Sagrados Profetas de la Ley! Front-de-Boeuf y el Caballero Negro están luchando cuerpo a cuerpo en la brecha de la empalizada ente el estruendo que levantan sus seguidores. ¡Cielos, luchad al lado de los oprimidos y de los cautivos! —Soltó entonces un agudo chillido y exclamó—: ¡Ha caído! ¡Ha caído!
—¿Quién ha caído? —gritó Ivanhoe—. Por el amor de Nuestra Señora, ¡dime quién cayó!
—El Caballero Negro —contestó Rebeca desmayadamente. De pronto gritó de nuevo con gozoso apasionamiento—: Pero no…, ¡no! ¡Alabado sea el nombre del Señor! De nuevo está en pie y lucha como si su brazo poseyera la fuerza de veinte hombres. Se ha roto su espada; arrebata un hacha de manos de un montero, descarga golpe tras golpe sobre Front-de-Boeuf, el gigante vacila y tiembla como una encina al ser talada por el leñador…, cae…, cae…
—¿Quién, Front-de-Boeuf? —inquirió Ivanhoe.
—¡Front-de-Boeuf! —contestó la judía—. Sus hombres acuden en su ayuda, capitaneados por el templario…, este refuerzo obliga a detenerse al campeón. Se llevan a Front-de-Boeuf al recinto amurallado.
—Los asaltantes han ocupado la empalizada, ¿verdad? —dijo Ivanhoe.
—Sí, ¡la han ocupado! —exclamó Rebeca—. En estos momentos presionan fuertemente a los sitiados en la muralla; algunos colocan escaleras, otros se acumulan como enjambres de abejas e intentan subir sobre los hombros de los demás. Desde arriba caen piedras, vigas y troncos sobre sus cabezas y tan pronto como los heridos son retirados a retaguardia, tropas de refresco les sustituyen en el asalto. ¡Gran Dios! ¿Le has dado al hombre tu propia imagen para que fuera cruelmente desfigurada por sus hermanos?
—No pienses en eso —dijo Ivanhoe—; ésta no es hora para tales pensamientos. ¿Quién cede terreno, quién consigue abrirse camino?
—Las escaleras han sido despeñadas —replicó Rebeca temblando—; los soldados se retuercen bajo ellas como reptiles pisoteados. Los sitiados llevan la mejor parte.
—¡San Jorge, lucha a nuestro lado! —exclamó el caballero—. ¿Se retiran los falsos monteros?
—¡No! —exclamó Rebeca—. Se portan como verdaderos monteros. El Caballero Negro se acerca a la poterna con su hacha descomunal…, se puede oír el clamor de sus golpes, que dominan el griterío y el estruendo de la batalla. Piedras y vigas caen sobre el osado campeón…, ¡y les hace tanto caso como si se tratara de paja y plumas!
—Por san Juan de Acre —dijo Ivanhoe levantándose gozosamente sobre el lecho—. ¡Sólo hay un hombre en Inglaterra capaz de tal proeza!
—La puerta de la poterna tiembla —continuó Rebeca—, cruje, se hace astillas bajo sus golpes. Los monteros se precipitan dentro, la barbacana está ganada. ¡Oh, Dios! Desalojan a los defensores de la muralla, los arrojan al foso. Hombres, si en verdad sois dignos de este nombre, ¡respetad a los que se rinden!
—El puente, el puente que comunica con el castillo, ¿lo han conquistado?
—No —replicó Rebeca—. El templario lo ha destruido después de cruzarlo. Unos pocos defensores se han refugiado con él en el castillo, los gemidos y lamentos que oís hablan muy claro de la suerte de los restantes. ¡Ay!, me doy cuenta de que es más difícil contemplar la victoria que la batalla.
—¿Qué hacen ahora, doncella? —preguntó Ivanhoe—; mira de nuevo. No es hora de desmayarse al ver la sangre derramada.
—Todo se ha acabado por el momento —contestó Rebeca—. Nuestros amigos se fortifican en la barbacana conquistada, la cual es un excelente cobijo contra los tiros de sus enemigos, que más parecen inquietarles que herirles.
—Nuestros amigos —dijo Wilfred—, no abandonarán una empresa tan gloriosamente empezada, puesto que felices han sido los primeros resultados. ¡Oh, no! Tengo toda mi fe depositada en el buen caballero cuya hacha ha destrozado tablones de encina y barras de hierro. Cosa singular —murmuró de nuevo para sí—, si existieran dos hombres capaces de tal proeza. Una barra y un candado sobre campo azul, ¿qué podrá significar? Rebeca, ¿no ves ningún otro detalle que distinga al Caballero Negro?
—Nada —dijo la judía—, todo en él es negro como el ala del cuervo nocturno. Nada puedo ver que lo caracterice, pero habiéndole visto desplegar su fuerza en el combate, creo que le reconocería entre mil guerreros. Acude a la lucha como si se dispusiera a asistir a un banquete. Es algo más que la fuerza. Da la sensación de que pone toda su alma y coraje en cada golpe que asesta a sus enemigos. ¡Que Dios le absuelva del pecado de derramar tanta sangre! Da miedo, al mismo tiempo que impresiona, contemplar cómo el brazo y el corazón de un hombre pueden triunfar sobre centenares.
—Rebeca —dijo Ivanhoe—, acabas de describir a un héroe; seguramente sólo descansarán para tomar aliento o para estudiar el modo de cruzar el foso. Bajo el mando de un jefe como el que has descrito, no hay lugar para miedos de pajarraco, ni retrasos que enfríen la sangre, ni abandonos de empresas sublimes, ya que las circunstancias que las hacen arduas son las mismas que las convierten en gloriosas. Juro por el honor de los míos, prometo en el nombre de la hermosa dama de mis amores, que sufriría gustoso diez años de cautiverio si pudiera luchar al lado de este buen caballero en el presente combate.
—¡Ay! —suspiró Rebeca, abandonando su posición junto a la ventana y acercándose al lecho del caballero herido—. Estas impacientes exclamaciones, los excesos con que aumentáis vuestra debilidad, no dejarán de perjudicar vuestra recuperación. ¿Cómo podéis esperar herir a los demás antes de que cicatrice la herida que habéis recibido?
—Rebeca —replicó—, tú no puedes saber cuán imposible le resulta a uno que ha sido criado para las acciones de caballería permanecer en actitud pasiva como un clérigo o una mujer, y más cuando se realizan grandiosas hazañas a su alrededor. El amor a la batalla es el pan que nos alimenta, el polvo de los encuentros es lo mejor que podemos respirar. No vivimos, no deseamos vivir ni sobrevivir a nuestra victoria y renombre. Éstas, doncella, son las reglas de la caballería a las que hemos prestado juramento y a las cuales sacrificamos todo aquello que nos es más querido.
—¡Ay! —dijo la hermosa judía—, ¿y acaso, valiente caballero, tiene más importancia que un sacrificio dedicado al demonio? ¿Qué provecho sacáis de toda la sangre derramada, de todos los trabajos y dolores que habéis sufrido, de todas las lágrimas que vuestras proezas han hecho derramar, cuando la muerte consigue romper la lanza del hombre fuerte y superar la velocidad de su caballo de batalla?
—¿Qué queda? —indicó Ivanhoe—. La gloria, doncella, la gloria que adorna nuestra sepultura y perfuma nuestro nombre.
—¿La gloria? —continuó Rebeca—. ¡Ay!, consiste en la armadura cubierta de orín que cuelga lastimosamente sobre la lúgubre y derruida tumba del guerrero. Es la inscripción esculpida, pero ya tan borrosa que con dificultad el monje ignorante trata de leer al peregrino curioso. ¿Son éstas suficientes recompensas al sacrificio de cualquier afecto cariñoso, a una vida gastada miserablemente y que convierte también en miserables a los demás? ¿O es que los rústicos versos de un juglar vagabundo tienen tanta virtud que el amor hogareño, los amables afectos, la paz y la felicidad, han de ser pospuestos para convertir al hombre en un héroe que protagoniza las baladas que cantan los juglares errantes a los villanos borrachos cuando en la taberna toman la última cerveza?
—¡Por el alma de Hereward! —replicó el caballero con impaciencia—. Estás hablando, doncella, de algo que no entiendes. ¿Quieres apagar la luz de la caballería, que es lo único que distingue al noble del villano, al gentil caballero del malvado y el salvaje, que valora a nuestra vida por encima, muy por encima de las cimas de nuestro honor, nos hace vencer al dolor, la fatiga y los sufrimientos, y nos enseña a no temer nada malo a excepción de la desgracia? Tú no eres cristiana, Rebeca, y desconoces estos altos sentimientos que hinchan el pecho de una doncella noble cuando su amante ha llevado a cabo alguna hazaña que atiza el fuego de su fama. ¡La caballería, doncella, es la causa de todo noble afecto! Es el descanso de los oprimidos, que endereza los entuertos y castiga el poder abusivo del tirano. La nobleza, sin la caballería, sería algo sin contenido, y la libertad encuentra la mejor protección en su lanza y en su espada.
—Soy, es verdad —dijo Rebeca—, un esqueje de una raza cuyo valor se distingue en la defensa de la tierra que les pertenecía, ¿pero que nunca guerreó, ni siquiera cuando ya estaba constituida en nación. Sólo lo hizo cuando así lo mandaba Dios para defender a su patria de la opresión. Los sones de la trompeta ya no despiertan a Judá y sus desdeñados hijos, que ahora no son más que las víctimas pasivas de la opresión militar. Has hablado justamente, caballero. Mientras el Dios de Jacob no elija entre su pueblo escogido a un nuevo Gedeón o a un segundo Macabeo, poco adecuado es el que una damisela judía hable de guerras o de batallas.
La inteligente doncella terminó su argumentación en un tono lastimero, que expresaba con toda amplitud la conciencia del envilecimiento de su pueblo y amargura de que Ivanhoe la considerase indigna de intervenir en un caso de honor e incapaz de expresar sentimientos generosos y honorables.
«¡Cuán poco conoce lo que mi pecho alberga —se decía—, al imaginar que albergo la cobardía y un alma mezquina porque he censurado la fantasiosa caballería de los nazarenos! ¡Ojalá pluguiera al cielo que mi sangre derramada gota a gota bastara para redimir al pueblo de Judá de su cautividad! ¡No, mejor pluguiera a Dios que fuera posible liberar a mi padre y a este benefactor suyo de las cadenas del opresor! ¡El orgulloso cristiano vería entonces si la hija del pueblo elegido no se atrevía a morir tan bravamente como cualquier vana doncella nazarena que presume de descender de algún vanidoso capitán del árido y frío septentrión! —Miró entonces al lecho del caballero herido y prosiguió con sus reflexiones—. Duerme. La naturaleza exhausta por el sufrimiento y el derroche de fuerzas se aprovecha del primer momento de relativo descanso y le sumerge en el sueño reparador. ¿Será un crimen que le mire cuando quizás es la última vez que lo hago? ¡Quizá dentro de poco ya no animarán su rostro la valentía y la decisión que no le abandonan ni aun en sueños! Cuando se distienda su nariz, se entreabra su boca y tenga los ojos fijos e inyectados en sangre, y cuando el orgulloso y noble caballero sea pisado por el más bajo criado de este maldito castillo, y no se mueva cuando le hiera el talón. ¡Y mi padre! ¡Oh, mi padre! ¡Vergüenza para la hija que ha olvidado sus canas pensando tan sólo en los rizos rubios de la juventud! ¿Es que no sé que todos los males que me afligen son los mensajeros del castigo que Jehová envía a la hijita desnaturalizada que se preocupa antes por el cautiverio de un extraño que de los sufrimientos de su padre, que olvida la desolación de Judá y contempla complacida la belleza de un extraño? ¡Pero arrancaré de mi corazón esta locura aunque cada fibra sangre al hacerlo!»
Se cubrió completamente con el velo y se sentó dando la espalda al caballero, fortaleciendo o intentando fortalecer su espíritu, no solamente contra los males que del exterior podían llegarle, sino también contra los traidores pensamientos que luchaban en su interior.