XXIV

Al igual que el león a su hembra, prometo que
yo la cortejaré.

DOUGLAS: The Bukes of Eneldos.

Mientras se desarrollaban en otros lugares del castillo las escenas que acabamos de referir, la judía Rebeca esperaba su suerte en un apartado y distante torreón. Allí había sido conducida por dos de sus secuestradores. Cuando fue arrojada dentro de la pequeña celda, se encontró con una vieja sibila que continuó murmurando para sí unos versos sajones. Aquella vieja parecía marcar el compás de la danza que ejecutaba su huso. La anciana levantó la cabeza y miró de reojo a la bella judía, con la maligna envidia con que la vejez y la fealdad, unidas a la ruindad, suelen mirar a la juventud y la belleza.

—¡Levántate y lárgate, viejo grillo! —dijo uno de los hombres—. Lo manda nuestro noble amo. Tienes que dejar esta cámara a una huésped más hermosa.

—¡Ay! —gruñó la vieja—. ¡A tales extremos se ha llegado! Tiempos hubo en que mi sola palabra hubiera derribado de su caballo al mejor hombre de armas, y ahora debo levantarme y marchar por las órdenes que me da un mozo de silla como tú.

—Buena dama Urfried —dijo el otro hombre—, no discutas y limítate a abandonar el aposento. Se debe tener un oído fino y presto para escuchar los recados del señor. Has tenido tus días, vieja dama, pero el sol hace tiempo que se puso para ti. Eres la viva imagen de un viejo caballo de batalla devuelto al estéril erial. En tus tiempos tenías buena andadura, pero ahora un burro viejo te aventaja. ¡Vamos, burra, fuera de aquí!

—¡Perros de mal agüero! —dijo la anciana mujer—. Una perrera será vuestra tumba. Que el demonio Zernebock me arranque los miembros, uno por uno, si dejo mi aposento antes de haber hilado todo el copo de mi rueca

—Comunícalo entonces a nuestro amo, viejo demonio hogareño —dijo el hombre, y ambos se retiraron dejando a Rebeca en compañía de la anciana mujer, donde había sido conducida en contra de su voluntad.

—¿Qué diablos estarán tramando ahora? —dijo el vejestorio, hablando para sí, pero lanzando de tanto en tanto malignas miradas a Rebeca—. Fácil es adivinarlo. Ojos brillantes, negras trenzas, piel fina como el papel antes de que el vicario lo manche con su tinta negra. ¡Ay!, resulta fácil adivinar por qué la mandan a este aislado torreón desde el cual un grito se oiría tanto como si fuera proferido quinientas yardas bajo tierra. Tus vecinas serán las lechuzas, hermosa, y sus chillidos se oirán desde más lejos que los tuyos. Forastera, además —dijo fijándose en el vestido y el turbante de Rebeca—. ¿De qué país procedes? ¿Sarracena? ¿O egipcia? ¿Por qué no contestas? ¿Sabes llorar y no sabes hablar?

—No os enfadéis, buena anciana —dijo Rebeca.

—No necesitas decirme más —replicó—. Urfried conoce a un zorro por su huella y los judíos por su lengua.

—Por favor —dijo Rebeca—, decidme qué me espera después de haber sido conducida a este lugar a la fuerza. ¿Quieren mi vida a causa de mi religión? De buena gana se la entregaré.

—¿Tu vida, pequeña? —contestó la sibila—. ¿Por qué habrían desear tu vida? Créeme, tu vida no está en peligro. Te harán servir para los menesteres para los que antes usaban a nobles doncellas sajonas. ¿Se quejará una judía por no alcanzar mejor suerte? Mírame. Era tan joven y doblemente guapa que tú cuando Front-de-Boeuf, padre de este Reginald, y sus normandos asaltaron el castillo. Mi padre y sus siete hijos defendieron su propiedad piso por piso, cámara por cámara. No quedó habitación ni tramo de la escalera que no se hiciera resbaladizo con su sangre. Murieron…, murieron todos, y antes de que se enfriaran sus cuerpos y se secara su sangre, ¡yo ya era presa y escarnio del conquistador!

—¿Nadie me ayudará? ¿No hay manera de escapar? —dijo Rebeca—. ¡Espléndidamente recompensaría tu ayuda!

—¡Ni lo pienses! —dijo la vieja—. De aquí no se escapa sino por puerta de la muerte y tarda mucho, mucho, antes de que se abra para nosotros —añadió, sacudiendo su cabeza gris—. Pero es un consuelo pensar que dejamos sobre la tierra a los que por fuerza habrán de seguirnos. ¡Que te vaya bien, judía! Judía o gentil, tu suerte sería la misma porque tienes que habértelas con aquéllos que no tienen ni escrúpulos ni piedad. Que te vaya bien, repito. Mi copo ya está hilado…, tu tarea tiene todavía que empezar.

—¡Quédate! ¡Quédate por los cielos! —dijo Rebeca—. ¡Quédate aunque sea para maldecirme e insultarme…, aun así tu presencia en algo me protegerá!

—Ni la presencia de la Madre de Dios te servirá de protección —dijo la vieja—. Ahí la tienes —y señaló una imagen rústica de la Virgen María—. Mira a ver si ella puede evitarte la suerte que te espera.

Mientras hablaba, sus facciones se descompusieron en una risa sardónica que la hacía más repugnante. Abandonó la habitación y cerró la puerta tras sí. Rebeca la oyó maldecir a medida que, despacio y con dificultades, descendía las escaleras del torreón.

El destino de Rebeca se adivinaba aún más horrible que el de Rowena. ¿Qué probabilidades había de que usaran la dulzura y la cortesía con un muchacha de la raza oprimida? Sin embargo, la judía tenía una ventaja: estaba mejor preparada para enfrentarse a los peligros a que estaba expuesta. Poseía un carácter fuerte y ricas dotes de observación desde muy tierna edad; la pompa y esplendor de su hogar no habían cegado sus ojos y, por el contrario, estaba preparada para enfrentarse a la precarias circunstancias. Como Damocles en su célebre banquete, Rebeca siempre temía, entre tanto fasto, la espada suspendida de un cabello sobre las cabezas de los de su raza. Estas reflexiones forjaron el sentido común en un temperamento que, en otras circunstancias, hubiera sido altanero, caprichoso y obstinado.

Ella tuvo por ejemplo a su padre, del que aprendió a comportarse con indudable cortesía y con sencilla humildad. No imitaba sus excesos de servidores porque cualquier mezquindad de mente le era ajena, y por otra parte le producía un constante estado de aprehensión y timidez. Se podía decir que se comportaba con orgullosa humildad, como si se conformara con la situación de inferioridad en que la colocaba el ser hija de una raza despreciada, mientras que en su mente era plenamente consciente de que por sus méritos podía gozar de rango superior al que le permitía aspirar el despotismo arbitrario de los prejuicios religiosos.

De este modo estaba preparada para enfrentarse a los adversos acontecimientos. Pero su actual situación requería de toda su presencia de ánimo y a ella apeló.

En primer lugar inspeccionó cuidadosamente el torreón, aunque se hicieran más evidentes las pocas esperanzas de protección o de fuga. No había pasadizo secreto ni trampilla alguna y, excepto la puerta que unía el aposento al cuerpo principal del edificio, el grueso muro circunscribía la totalidad del torreón. La puerta carecía de barra y cerrojo interiores. La única ventana se abría sobre un espacio almenado, más elevado que el torreón, y si a primera vista infundió alguna esperanza a Rebeca, pronto pudo comprobar que carecía de comunicación con el resto de las fortificaciones. Se trataba de una barbacana aislada, prendida en el vacío como una balconada, protegida por un parapeto almenado donde unos cuantos arqueros se hallaban dispuestos para la defensa del torreón, además de proteger con sus tiros la muralla exterior.

No había esperanza, excepción hecha de la resistencia pasiva y la confianza en Dios que suele ser prenda de los caracteres grandes y generosos. Rebeca, aleccionada aunque erróneamente en la interpretación de las Escrituras, no erró al pensar que había llegado su hora de prueba y que algún día los hijos de Sión serían llamados junto a los gentiles. Por el momento, cuanto la rodeaba reafirmaba que su estado presente era de castigo y de prueba y que constituía un especial deber para ella el resistir sin pecar. Dispuesta de este modo a considerarse víctima de la desgracia, Rebeca había reflexionado desde muy joven sobre su situación y había preparado su mente para enfrentarse a los peligros que pudieran salirle al paso.

Sin embargo, la prisionera tembló y su cara cambió de color al oír pasos en la escalera. Poco después se abría despacio la puerta del torreón y un hombre alto, vestido al estilo de los bandidos que habían causado sus desgracias, entró y cerró la puerta tras sí. El gorro escondía la parte superior del rostro. Aquel sujeto, como si se preparara a ejecutar alguna acción vergonzante, permaneció de pie ante la asustada prisionera. Si su indumentaria declaraba que era un rufián, por otra parte revelaba cierto embarazo en declarar el propósito que le había llevado allí, como si deseara que Rebeca, esforzando la imaginación, tuviera tiempo para adivinar la causa. Despojóse ella de dos valiosos brazaletes y se apresuró a entregárselos, suponiendo que al satisfacer su avaricia significaba pedir su ayuda.

—Toma esto, buen amigo —dijo—, y por Dios ten piedad de mí y de mi anciano padre. Estas joyas son de valor, pero son fruslerías comparadas con las que él te puede ofrecer para obtener nuestra libertad.

—Hermosa flor de Palestina —dijo el bandido—. Hermoso brillo tienen estas perlas, pero no pueden compararse con la blancura de tus dientes; los diamantes son brillantes, pero no pueden competir con tus ojos, y desde que me dedico a estos trabajos voluntarios, tengo hecho el voto de preferir la belleza a las riquezas.

—No cometas tal desaguisado —dijo Rebeca—. ¡Toma mi rescate y ten piedad! El oro te permitirá comprar el placer. Perjudicarnos sólo te proporcionará remordimientos. Mi padre satisfará de buena gana tus más caprichosos deseos y, si obras sabiamente, con el oro y la plata que te proporcionaremos podrás reintegrarte a la sociedad y a la vida civil. Podrás obtener el perdón de tus pasados errores y salvarte de la necesidad de cometerlos de nuevo.

—Bien has hablado —contestó el bandido en lengua francesa, sin duda al serle difícil sostener en sajón la conversación iniciada por Rebeca—. Pero debes saber, brillante lirio del valle de Baca, que tu padre ya se halla en manos de un poderoso alquimista que sabe cómo convertir en oro y plata incluso los oxidados hierros de un fogón de mazmorra. El venerable Isaac está en un alambique para que destile cuanto se requiera de él, y no pueden ayudarle ni mi mediación ni tus súplicas. Tu rescate debe pagarse con amor y belleza, pues no aceptaré otra moneda.

—Tú no eres un bandido —contestó Rebeca en la misma lengua que él se le había dirigido—. Jamás un bandido ha rehusado tales ofertas. Y además, ninguno de estas tierras habla el dialecto que tú has usado. No eres un bandido, sino un normando…, un normando quizá noble de nacimiento, y que ahora debe demostrar su nobleza con sus actos, despojándose de la horrible máscara que sólo significa violencia y ultraje.

—Y tú que tan buena adivina eres —dijo Brian de Bois-Guilbert descubriendo su cara—, no eres una verdadera hija de Israel; eres, salvo en juventud y en belleza, una verdadera bruja de Endor. Sea, no soy ningún bandido, hermosa rosa de Sharon. Por el contrario, soy alguien más dispuesto a colgar de tu cuello y tus brazos perlas y diamantes, que tan bien te sientan, que a privarte de tales adornos.

—¿Qué deseas de mí, si no es mi riqueza? —preguntó Rebeca—. No puede haber tratos entre nosotros. Tú eres cristiano, yo judía. Nuestra unión sería contraria a las leyes, lo mismo a las de la Iglesia que a las de la sinagoga.

—Así sería —replicó el templario, riendo—. ¿Casarme con una judía? Pardieu! ¡Ni que fuera la reina de Saba! Debes saber, además, dulce hija de Sión, que si el más cristiano de los reyes me ofreciera su hija más cristiana con el Languedoc como dote, no podría desposarla. Va contra mis votos casarme con ninguna doncella, no siendo par amour, que es como te amaré. Soy un templario; contempla la cruz de mi sagrada orden.

—¿Te atreves a apelar a este signo —dijo Rebeca— en una ocasión como la presente?

—Si hago tal cosa —dijo el templario—, no te concierne en absoluto ya que no crees en el signo de nuestra salvación.

—Creo aquello que me han enseñado mis padres —dijo Rebeca—, ¡y que Dios me absuelva si son erróneas mis creencias! Pero, caballero, ¿qué creencias serán las tuyas cuando apelas sin escrúpulo a aquello que tienes por más sagrado en el mismo instante en que estás a punto de transgredir el más solemne de tus votos de caballero y de religioso?

—¡Muy buena predicación, hija de Sirach! —contestó el templario—. Sin embargo, hermoso Eclesiastés, tus estrechos prejuicios judíos te impiden ver nuestros altos privilegios. El matrimonio sería un sacrilegio para un templario, pero sería absuelto de cualquier otra falta menor en el próximo congreso de nuestra orden. Ni los más prudentes monarcas, ni sus padres, han gozado de más amplios privilegios que los de los pobres soldados del Templo de Sión, ganados por el celo puesto en su defensa. Los protectores del Templo de Salomón pueden exigir la licencia de que gozaba Salomón.

—Si lees las Escrituras —dijo la judía— y las vidas de los santos con el único fin de justificar tu propia conducta licenciosa, tu crimen es comparable al de aquél que extrae veneno de las hierbas más curativas y necesarias.

Los ojos del templario echaron fuego ante tal reprimenda.

—Escucha, Rebeca —dijo—. Hasta hora te he hablado dulcemente, pero a partir de este momento mi lenguaje será el del conquistador. Tú eres la cautiva de mi arco y mi lanza, estás sujeta a mis deseos según la ley de todas las naciones; no he de ceder ni una pulgada en mis derechos y obtendré por la fuerza aquello que me niegas.

—No te acerques —dijo Rebeca—. No te acerques y óyeme antes de que cometas tal mortal pecado. Podrás domeñar mi fuerza, ya que Dios hizo débil a la mujer y confió su defensa a la generosidad del hombre. Pero proclamaré tu villanía, templario, de uno a otro extremo de Europa. Deberé a la superstición de tus hermanos lo que quizá su compasión me negaría. Cada concilio, cada capítulo de tu orden sabrá que has pecado con una judía como si un hereje fueras. Los que no se horroricen con tu crimen te maldecirán por haber deshonrado la cruz que llevas, hasta el punto de perseguir a una hija de mi pueblo.

—Eres muy aguda, judía —replicó el templario, convencido de las verdades que había dicho, ya que las reglas de su orden condenaban con grandes castigos el tipo de intrigas como las que intentaba llevar a cabo—. Muy aguda eres, pero muy alto habrás de gritar tus quejas si han de ser oídas fuera de las murallas de este castillo. Aquí, tanto los murmullos como los lamentos, llamamientos a la justicia y gritos de socorro, se desvanecen en el silencio. Sólo una cosa puede salvarte, Rebeca. Ríndete a tu destino. Adopta nuestra religión y te daré tal situación que cualquier dama normanda te envidiará en posición y belleza por ser la favorita de la mejor lanza de entre los defensores del Templo.

—¡Rendirme a mi destino! —dijo Rebeca—. ¡Santo Cielo! Dime, ¿cuál destino? ¡Adoptar tu religión! ¿Qué clase de religión puede ser la que ampara tal villanía? ¡La mejor de los templarios! ¡Mal caballero! ¡Fraile perjuro! ¡Te escupo y te desafío! ¡Las promesas del Dios de Abraham han abierto una puerta de escape a su hija…, incluso de este cúmulo de infamias he de escapar!

Mientras hablaba, abrió la ventana porticada que daba a la terraza almenada. De un salto se situó sobre el parapeto, dispuesta a dejarse caer en el tremendo abismo. Desprevenido, ya que hasta el momento la judía había permanecido completamente inmóvil, Bois-Guilbert no tuvo tiempo ni de interceptarla ni de detenerla. Como intentara adelantarse, ella exclamó:

—Permanece donde estás, templario orgulloso. ¡O avanza si lo prefieres! Un solo paso más y me lanzo al precipicio. ¡Mi cuerpo perderá su forma humana destrozado sobre las piedras de este patio antes de convertirse en víctima de tu brutalidad!

Mientras hablaba, juntó las manos y las levantó al cielo como pidiendo perdón para su alma antes de dar el salto final. El templario dudaba; su decisión, que nunca había dado paso a la piedad, cedió ante la fortaleza de la judía.

—¡Baja, muchacha temeraria! Te juro, por la tierra y el mar y el cielo, que no he de ofenderte.

—¡No confío en ti, templario! —dijo Rebeca—. Me has enseñado cómo apreciar las virtudes de tu orden. El próximo concilio te absolvería por haber faltado a un juramento que a nada te compromete, pues nada te importa el honor o el deshonor de una miserable doncella judía.

—Me tratas injustamente —afirmó el templario, fervientemente—. Juro por mi santo patrón, por la cruz de mi pecho, por la espada de mi cinturón, por la antigua mansión de mis padres…, ¡te juro que no he de hacerte ningún mal! Si no lo quieres hacer por ti, hazlo por tu padre. Seré su amigo, y puedes creer que en este castillo lo necesitará.

—¡Ay! —dijo Rebeca—. Bien lo sé. ¿Me atreveré a confiar en ti?

—Boca abajo sea puesto mi escudo y deshonrado mi nombre —dijo Brian de Bois-Guilbert—, si tienes alguna razón para quejarte de mí. He roto muchas leyes y mandamientos, pero no mi palabra, jamás.

—Te creo —dijo Rebeca y descendió del parapeto, pero permaneció cerca de las almenas—. Aquí permaneceré y tú quédate donde estás, y si intentas disminuir en un solo paso la distancia que ahora nos separa, comprobarás que la doncella judía prefiere confiar su alma a Dios que su honor al templario.

Mientras Rebeca hablaba, sus facciones, debido a la firme y orgullosa resolución, adquirían una expresiva belleza. Sus ojos no parpadeaban, sus mejillas no empalidecían ante el temor de un destino tan inmediato y tan terrible; por el contrario, la seguridad de tener en sus manos la propia suerte y de que podría escapar según su deseo a la infamia, coloreaba aún más sus facciones y confería un brillo de fuego a sus ojos. Bois-Guilbert, también orgulloso y temperamental, tuvo que reconocer que nunca le había sido dado contemplar una belleza tan viva e imperiosa.

—Que haya paz entre nosotros, Rebeca —dijo.

—Haya paz si es tu deseo —contestó Rebeca—. Paz, pero con esta distancia entre nosotros.

—No necesitas temerme más.

—No te temo gracias al que construyó esta torre tan alta, y de la cual no se puede caer y continuar vivo. ¡Gracias a él y al Dios de Israel, no te tengo miedo!

—Injustamente me tratas —dijo el templario—. Por la tierra, el mar y los cielos que me tratas injustamente. No es mi modo de ser el que me has visto: duro, egoísta y dominante. Fue la mujer que me enseñó la crueldad, y en consecuencia se lo hago pagar a la mujer; pero nunca a una mujer como tú. Óyeme, Rebeca, Jamás caballero tomó la lanza con el corazón más lleno de devoción para con la dama de sus amores que Brian de Bois-Guilbert. Ella era hija de un pobre barón cuyos dominios sólo consistían en una torre ruinosa y un viñedo improductivo, además de unas fanegas de las estériles landas de Burdeos. Su nombre era conocido en cualquier sitio donde tuvieran lugar hechos de armas, más conocido incluso que el de muchas damas que tenían un importante condado por dote. —Emprendió un corto paseo a lo largo de la terraza, como si hubiera perdido conciencia de la presencia de Rebeca—. Sí, mis hazañas, los peligros que corrí, mi sangre, hicieron famoso el nombre de Adelaide de Montemare, desde la corte de Castilla a la de Bizancio. ¿Y cuál fue la recompensa? Cuando regresé con los honores que tantas fatigas me costaron, conseguidos con trabajo y sangre, la encontré casada con un caballero gascón cuyo nombre ni siquiera era conocido fuera de sus pobres posesiones. ¡La amaba y amargamente me vengué de su rota promesa! Pero la venganza cayó sobre mí. Desde entonces me he separado de la vida y su lazos. Como hombre no puedo conocer hogar, no puedo ser cuidado por una amante esposa. Mi vejez no tendrá a su lado un corazón afectuoso. Mi tumba permanecerá solitaria y ningún retoño mío llevará el nombre de Bois-Guilbert. He depositado a los pies del superior el derecho de determinación propia, el privilegio de la independencia. Un templario no puede poseer ni tierras ni bienes, y vive, se mueve y respira según el deseo del otro.

—¡Ay! —dijo Rebeca—. ¿Qué ventajas pueden compensar sacrificios tan absolutos?

—El poder de la venganza, Rebeca —replicó el templario—, y satisfacer la ambición.

—Muy pobre recompensa —dijo Rebeca— para la renuncia de los más caros derechos de la humanidad.

—No digas tal cosa, doncella —indicó el templario—. ¡La venganza es un placer de los dioses! Y si se la han reservado para ellos, según nos enseñan los sacerdotes, es porque lo consideran un placer demasiado precioso para los meros mortales. ¿Y la ambición? Es una tentación que puede incluso deshacer la armonía de los cielos. —Hizo una pausa y después añadió—: Rebeca, aquélla que prefiere la muerte al deshonor debe ser dueña de un alma poderosa y orgullosa. ¡Debes ser mía! ¡No, no te excites!, tendrá que ser con tu consentimiento y según las condiciones que impongas. Tienes que consentir en compartir conmigo unas esperanzas más dilatadas que las que pueden contemplarse desde el trono de un monarca. Óyeme antes de contestar y juzga antes de rehusar. El templario, tal como tú has dicho, pierde sus derechos sociales, su poder de actuar libremente, pero se convierte en miembro de un cuerpo poderoso ante el cual ya tiemblan los tronos, del mismo modo como una gota de agua se mezcla y pasa a formar parte del irresistible océano que socava los acantilados y se traga armadas reales. Esa fuerza tan poderosa es nuestra liga. De esta poderosa orden yo no soy un miembro cualquiera, sino uno de los principales comandantes. Puedo aspirar a sostener algún día el bastón de gran maestre. Los pobres soldados del Temple no pueden solamente pisar el cuello de los reyes, eso está al alcance de cualquier fraile con sandalias. Nuestros pasos nos permiten acceder a sus tronos. Nuestros guanteletes arrebatarán el cetro de su mano. Ni el reinado del Mesías que tan en vano esperáis ofrece tanto poder a vuestras dispersas tribus como aquel a que yo puedo aspirar. He buscado alguna alma generosa que quiera compartir el poder y la he encontrado en ti.

—¿Y se lo propones a una de mi raza? —contestó Rebeca—, Piensa que…

—No me repliques —-dijo el templario— sacando a relucir la diferencia de nuestros respectivos credos. En nuestros cónclaves secretos nos reímos de estas historias infantiles. No creas que no sabemos que fue una imbécil locura la de nuestros fundadores al despreciar los placeres de la vida por la delicia de morir mártires, víctimas del hambre, la sed o la peste, cuando no por la espada de los salvajes, mientras se hallaban empeñados en defender un desierto estéril. Nuestra orden pronto apuntó a objetivos más osados, tuvo más amplia visión de las cosas y supo encontrar mejor aplicación a nuestros sacrificios. Nuestras inmensas posesiones en todos los reinos de Europa, nuestra fama familiar, que atrae a nuestro círculo a la flor y nata de la caballería procedentes de todos los climas de la cristiandad, todo ello se dedica a fines que nuestros piadosos fundadores no podían sospechar y que son cuidadosamente ocultados a los débiles de espíritu que se unen a nuestra orden creyendo en sus antiguos principios y cuya superstición les convierte en nuestras herramientas involuntarias. Pero no levantaré más el velo de nuestros misterios. Esta llamada que da el cuerno de caza anuncia algún acontecimiento que puede requerir mi presencia. Piensa en lo que te he dicho. ¡Adiós! No te pido que perdones las violencias de mis amenazas porque eran necesarias para que pudieras sacar a relucir tu carácter. El oro se revela por el toque de la piedra. Volveré pronto y hablaremos más extensamente.

Entró de nuevo en la cámara del torreón y descendió las escaleras dejando a Rebeca algo aterrorizada por la terrible muerte a que estuvo expuesta, pero más aún por la obstinada ambición de que había dado muestra el hombre, bajo cuyo poder estaba. Cuando de nuevo entró en la cámara del torreón, dio en primer lugar gracias al Dios de Jacob por la protección que le había brindado, y le pidió que no dejara de ofrecerla a ella y a su padre. Otro nombre se deslizó en su petición: era el del cristiano herido, al que el destino había colocado en manos de unos hombres sedientos de sangre y enemigos suyos declarados. En verdad, su corazón le reprochaba que al entrar en contacto con la deidad de sus plegarias, mezclara en ellas la memoria de alguien cuyo destino no podía ser jamás el de ella…, un nazareno, un enemigo de su fe. Pero su aliento ya había pronunciado la petición y ni los estrechos prejuicios de su secta podían inducir a Rebeca a desear anularla.