XXXIV

REY JUAN: Amigo, té diré
lo que, en mi camino, es una serpiente;
donde pongo el pie la adivino.
¿Entiendes lo que digo?

SHAKESPEARE: El rey Juan.

Había una gran fiesta en el castillo de York, a la cual el príncipe Juan había invitado a aquellos nobles, prelados y jefes con la ayuda de los cuales pensaba llevar a la práctica sus proyectos concernientes a apoderarse del trono de su hermano. Waldemar Fitzurse, su hábil y político agente, les iba convenciendo con gran persuasión e intentaba llevarles al estado de excitación necesario para que declarasen sus intenciones en tan delicado asunto. Pero estos proyectos se retrasaban por la ausencia de más de un miembro destacado de la confederación. La osada testarudez de Front-de-Boeuf, como también su brutal valentía; los ardientes sentimientos y el espíritu inquieto de De Bracy; la sagacidad, experiencia militar y renombrado valor de Bois-Guilbert eran muy importantes para la conspiración y, mientras maldecían en secreto su innecesaria e injustificada ausencia, ni Juan ni su consejero se atrevían a seguir adelante. Parecía ser que también Isaac de York se había desvanecido, y con él la esperanza de disponer de cierta suma de dinero que había de redondear la cantidad que el príncipe Juan había acordado con el israelita y sus hermanos. Todas estas ausencias podían ser consideradas peligrosas en una situación tan crítica.

A la mañana siguiente de la caída del castillo de Torquilstone, empezó a esparcirse por la ciudad de York el rumor que De Bracy y Bois-Guilbert y su confederado Front-de-Boeuf habían sido hechos prisioneros o estaban muertos. Waldemar llevó el rumor a Juan, temiendo que resultara ser cierto, ya que habían salido sólo con un pequeño grupo para atacar a Cedric el Sajón y sus acompañantes. En cualquier otra ocasión, el príncipe hubiera considerado aquel acto de violencia como algo divertido; pero ahora, puesto que retrasaba e impedía sus planes, juró contra los que tal habían hecho, habló de leyes transgredidas, de la alteración del orden público y de atentado a la propiedad privada, todo ello expresado en un tono de voz que parecía el del rey Alfredo.

—Estos merodeadores sin escrúpulos… —decía—. Si algún día llegara a ser monarca de Inglaterra los colgaría a todos del puente levadizo de su propio castillo.

—Pero para llegar a ser monarca de Inglaterra —dijo su consejero—, es preciso no sólo que Vuestra Majestad soporte las transgresiones de estos merodeadores sin escrúpulos, sino que incluso les preste protección, pasando por alto vuestro laudable celo para que se respeten las leyes que ellos están acostumbrados a infringir. Estaríamos listos si los bellacos sajones tuvieran noticia de vuestra visión de los puentes levadizos convertidos en horcas, y el espíritu osado de Cedric parece el más apropiado para que se le ocurra tal fantasía. Vuestra Majestad sabe muy bien lo peligroso que resultaría emprender nuestra acción sin De Bracy, Front-de-Boeuf ni el templario…, y a pesar de todo ya hemos ido demasiado lejos para volvernos atrás.

El príncipe Juan se golpeó la frente con impaciencia y empezó a pasear a lo ancho del aposento.

—Los villanos —decía—, viles y cobardes villanos, me han abandonado en este apuro.

—Calificadles mejor de avutardas aturdidas que van jugando con estas memeces, cuando tan importante negocio se estaba tramitando.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó el príncipe deteniéndose ante Waldemar.

—No lo sé. No sé qué se puede hacer si no es lo que acabo de ordenar. No vine a notificaros esta nueva sin haber tomado las pertinentes medidas para remediarla.

—Sois mi ángel bueno —dijo el príncipe—, y cuando pueda disponer de un canciller como vos, el reinado de Juan será recordado en los anales de la historia. ¿Qué has ordenado?

—He ordenado a Louis Winkelbrand, el lugarteniente de De Bracy, que tocara a botasilla, desplegara el estandarte y se dirigiera al castillo de Front-de-Bceuf para socorrer a nuestros amigos.

La cara del príncipe Juan enrojeció como la de un niño mimado al que se priva de un capricho y se ve obligado a sufrir lo que él considera como un insulto.

—¡Por Dios! ¡Waldemar Fitzurse, muchas prerrogativas os habéis tomado! Y en mala hora os habéis atrevido a llamar a botasilla y levantar bandera en una ciudad donde estamos presentes. Y ello sin orden expresa mía.

—Pido el perdón de Vuestra Majestad, pero el tiempo apremiaba y la pérdida de algunos minutos hubiera podido resultar fatal. Juzgué oportuno tomar sobre mis espaldas tan pesada carga en asunto que tanto atañía a los intereses de Vuestra Majestad.

—Estáis perdonado, Fitzurse; la buena intención ha compensado el apresurado atrevimiento. Pero ¿a quién tenemos aquí?, ¡De Bracy en persona, por el madero! Y con extraño atavío acude a nuestra presencia.

En verdad se trataba de De Bracy, «ensangrentado por la espuela y fieramente rojo por la velocidad», según la cita. Su armadura conservaba todas las huellas de la pelea reciente y se la veía rota, abollada y manchada de sangre en muchos sitios, y cubierta de polvo y barro desde la cimera a las espuelas. Sacándose el yelmo, que colocó sobre la mesa, permaneció de pie y en silencio durante un momento, como si quisiera concentrarse antes de dar las noticias que traía.

—De Bracy —preguntó el príncipe Juan—. ¿Qué significa esto? ¡Habla, te lo ordeno! ¿Se han rebelado los sajones?

—Habla, De Bracy —dijo Fitzurse casi al mismo tiempo que su amo—. Te tenemos por un hombre. ¿Dónde está el templario? ¿Y Front-de-Boeuf?

—El templario ha volado —dijo De Bracy—. A Front-de-Boeuf ya no le veréis nunca más. Ha encontrado una tumba roja entre las llamas que han quemado su propio castillo. Sólo yo he podido escapar para contároslo.

—Helado me dejas —dijo Fitzurse—, aunque hayas hablado de fuego y combate.

—Todavía no os he dicho lo peor —dio De Bracy, y acercándose al príncipe Juan, le dijo en voz baja y enfática—; Ricardo está en Inglaterra. Le he visto y he hablado con él.

El príncipe Juan palideció, vaciló sobre sus pies y se apoyó contra el respaldo de un banco de roble, como aquél que recibe una flecha en pleno pecho.

—¡Tú sueñas, De Bracy! Esto no puede ser —dijo Waldemar.

—Es tan verdad como la verdad misma. Me hizo su prisionero y hablé con él.

—¿Con Ricardo Plantagenet, quieres decir? —preguntaba Waldemar.

—Con Ricardo Plantagenet —replicaba De Bracy—. Con Ricardo Corazón de León…, con Ricardo de Inglaterra.

—¿Y te hizo prisionero? Entonces viene a la cabeza de fuerzas —dijo Waldemar.

—No…, únicamente unos cuantos bandidos y monteros iban con él, y con ellos conservaba el incógnito. Oí cómo decía que estaba a punto de separarse de ellos. Se les unió sólo para ayudar en el asalto de Torquilstone.

—¡Ay! —exclamó Fitzurse—, en verdad éstas son las maneras y modos de Ricardo. Un auténtico caballero andante, errante entre mil locas aventuras, confiando en la fuerza de su brazo como cualquier sir Guy o sir Bevis, mientras los pesados asuntos de Estado duermen y su propia seguridad está en peligro. ¿Qué propones que hagamos, De Bracy?

—¿Yo? Ofrecí a Ricardo los servicios de mis mercenarios y los rehusó. Les conduciré a Hull, nos haremos con un barco y zarparemos rumbo a Flandes. Gracias a lo inquieto de los tiempos, un hombre de acción siempre encuentra trabajo. Y tú, Waldemar, ¿tomarás la lanza y el escudo y dejándote de politiquerías me acompañarás y compartiremos la suerte que Dios nos envíe?

—Soy demasiado viejo, Maurice, y tengo una hija —contestó Waldemar.

—Dámela, Fitzurse, y la mantendré como conviene a su rango con la ayuda de mi lanza y de los estribos —dijo De Bracy.

—No será así. Pediré asilo en la iglesia de San Pedro. El arzobispo es como si fuera hermano mío.

Durante el anterior diálogo, el príncipe Juan abandonaba el estupor en que le había sumergido la inesperada noticia, atento a todo lo que hablaron sus dos seguidores.

«Me abandonan —decía para sí—, se separan de mí como la hoja marchita se separa de la rama cuando sopla la brisa. ¡Infierno y diablos! ¿Es que no sabré obrar por mí mismo cuando huyan estos cuervos desertores?» Se detuvo; había una expresión de pasión diabólica en la contenida risa con que interrumpió la conversación.

—Milores, por el resplandor de la frente de Nuestra Señora que os tengo por hombres sabios, osados y decididos. Y, sin embargo, despreciáis las riquezas, honores, placeres, todo lo que nuestra empresa prometía, justo en el momento en que podemos triunfar con un solo golpe atrevido.

—No os entiendo —dijo De Bracy—. Tan pronto como corra la nueva del regreso de Ricardo se encontrará al mando de un ejército y todo habrá acabado para nosotros. Os aconsejaría huir a Francia o pedir la protección de la reina madre.

—No busco mi seguridad —dijo altaneramente el príncipe—. Podría conseguirla hablando una sola palabra con mi hermano. Pero aunque tú, De Bracy y también tú, Fitzurse, estéis tan decididos a abandonarme, no me causaría especial deleite ver cómo vuestras cabezas se ennegrecían sobre la puerta de Clifford. ¿Crees, Waldemar, que el arzobispo no consentiría en dejarte arrancar de los mismos escalones del altar si ello le reconciliara con Ricardo? ¿Y olvidas tú, De Bracy, que entre tú y Hull se encuentra Robert Estoteville con todas sus fuerzas y que el marqués de Essex está juntando a sus seguidores? Si teníamos motivos para temer estas levas antes del regreso de Ricardo, ¿tenéis ahora alguna duda respecto a su toma de partido? Créeme, únicamente Estoteville dispone de fuerzas suficientes para lanzar a tus mercenarios al Canal. —Waldemar y De Bracy se miraron mutuamente con franca desesperación—. Sólo un camino conduce a la salvación —continuó el príncipe mientras su rostro se hacía tenebroso como la medianoche—: el causante de nuestros terrores viaja solo. Debemos ir a por él.

—Yo no iré —se apresuró a decir De Bracy—. Me tuvo prisionero y me concedió el perdón. No dañaré ni una pluma de su penacho.

—¿Quién ha hablado de causarle ningún daño? —dijo el príncipe Juan, endureciendo su risa—. El bribón sería capaz de decir que yo ordené que le degollaran. No, una prisión segura es lo aconsejable. Y si esta prisión se encuentra en Inglaterra en vez de en Austria, ¿qué importa? Las cosas quedarían como estaban cuando dimos comienzo a nuestra empresa. Nos fundábamos, precisamente, en que Ricardo debía encontrarse prisionero en Alemania. Nuestro tío Robert vivió y murió en el castillo de Cardiff…

—Sí, pero —dudaba Waldemar— vuestro padre Enrique estaba sentado en un trono más sólido que el vuestro. Yo digo que no hay mejor prisión que la que proporciona el sacristán enterrador, ninguna mazmorra puede compararse al sótano abovedado de una iglesia. Ya sabéis mi opinión.

—Prisión o tumba —dijo De Bracy—, yo me lavo las manos.

¡Villano! —exclamó el príncipe—, no despreciarás nuestro consejo.

—Nunca he despreciado ningún consejo —dijo De Bracy altaneramente—, ¡ni el nombre de villano debe ser emparejado con el mío!

—¡Paz, señor caballero! —intervino Waldemar—. Y vos, mi buen señor, sabed perdonar los escrúpulos del valiente De Bracy. Pronto le libraré de ellos.

—Están fuera del alcance de tu elocuencia, Fitzurse —replicó el caballero.

—¿Por qué, buen sir Maurice —replicó el hábil político—, te inquietas como un brioso corcel que no se detiene a considerar los motivos de su temor? Este Ricardo…, pero si no hace más que unos días que tu más ferviente deseo hubiera sido encontrarte con él, frente a frente, durante el combate. Cien veces te he oído expresar este deseo.

—¡Ay! —exclamó De Bracy—, pero como bien dices tenía que ser frente a frente y durante el combate. Nunca me oíste hablar de asaltarle cuando estuviera solo y en un bosque.

—No eres buen caballero ni sientes escrúpulos —dijo Waldemar—. ¿Fue en el combate donde Lancelot y sir Tristán ganaron la fama? ¿No fue acaso por enfrentarse a gigantescos caballeros entre las sombras de bosques deshabitados?

—¡Ay!, pero yo os aseguro que ni Tristán ni Lancelot hubieran sido enemigos, mano a mano, para Ricardo Corazón de León, y no creo que se les suponga capaces de ir con escolta al encuentro de un hombre solo.

—Estás loco, De Bracy. ¿Qué te propones, tú, un simple capitán alquilado de una compañía de mercenarios, cuyas espadas han sido compradas por el príncipe Juan para tenerlas a su servicio? Deseabas topar con nuestro enemigo y cuando la fortuna de tu amo y señor, la de tus camaradas, la tuya propia y el honor y la vida de cada uno de nosotros están comprometidos, entonces te asaltan los escrúpulos.

—Te repito —dijo De Bracy fríamente— que me perdonó la vida. Verdad es que me expulsó de su presencia y rehusó mi pleitesía. Por lo tanto, no le debo ni favores ni agradecimientos. Pero no levantaré la mano contra él.

—No será preciso. Manda a Louis Winkelbrand con algunas de tus lanzas.

—¡Suficientes rufianes tenéis a vuestro servicio! Ninguno de los míos intervendrá en tal quehacer.

—¿Tan obstinado eres, De Bracy? —preguntó el príncipe Juan—. ¿Me abandonarás después de tantas promesas de servirme?

—No quise decir tal cosa —contestó De Bracy—. Os defenderé en cualquier empresa caballeresca, ya sea en la liza o en el campo de batalla; pero estos métodos de asaltador de caminos no van conmigo.

—Acércate, Waldemar. Cuán desgraciado príncipe soy. Mi padre, el rey Enrique, disponía de fieles servidores. No tuvo más que insinuar que un clérigo disidente le molestaba y la sangre de Thomas Becket, aun siendo un santo, manchó las gradas de su propio altar. ¡Tracy, Morville, Brito[12], leales y osados súbditos, vuestros nombres, vuestro espíritu se ha extinguido! Y aunque Reginald Fitzurse ha dejado un hijo, no hace honor a la valentía ni a la fidelidad de su padre.

—¡Hago honor a ambas virtudes! —dijo Waldemar Fitzurse—. Y ya que no se puede hacer nada mejor, tomaré la dirección de esta empresa. Caros pagó mi padre, de todos modos, los elogios de un amigo celoso y además, la muestra de lealtad que dio a Enrique distaba mucho de parecerse a la que yo voy a llevar a cabo; porque más quisiera habérmelas con todos los santos del calendario que no enfrentarme a Ricardo Corazón de León lanza en ristre. De Bracy, en ti confío para mantener altos los ánimos de los que duden y también para proteger la persona del príncipe Juan. Si recibiera las noticias que confío en mandaros, nuestra empresa ya no será incierta. ¡Paje! Ve a mis aposentos y dile a mi armero que esté preparado. Diles también a Stephen Wetheral, a Broad Thoresby y a las tres lanzas de Spyinghow que se presenten de inmediato; y que el jefe de exploradores, Hugh Bardon, se persone también. Adiós, príncipe mío, hasta que los tiempos sean mejores —y así diciendo, abandonó el aposento.

—Marcha para hacer prisionero a mi hermano —díjole el príncipe a De Bracy—; y con tan poco remordimiento como si fuera asunto que sólo afectara a la libertad de un hidalgo sajón. Confío en que seguirá mis órdenes y tratará a la persona de nuestro querido Ricardo con el debido respeto —De Bracy contestó sólo con una sonrisa.

—Por la luz de la frente de Nuestra Señora —dijo el príncipe Juan—. Las órdenes que le di fueron precisas, aunque puede que no las oyeras, porque se las di cuando estábamos junto a aquel mirador. No podía haber expresado con más claridad nuestro encargo, al decirle que cuidara especialmente de la seguridad de Ricardo. ¡Da por seguro que Waldemar puede temer por su cabeza si no cumple lo ordenado!

—Será mejor que vaya a sus aposentos —contestó De Bracy— y le haga plenamente consciente de los deseos de Vuestra Majestad, ya que, si escaparon del todo a mis oídos, pueden no haber llegado a los de Waldemar.

—No, no —interrumpió el príncipe con impaciencia—. Te aseguro que me oyó y, además, tengo un encargo para ti. Maurice, ven aquí; deja que me apoye en tu brazo.

Dieron una vuelta al salón en esta familiar postura y después el príncipe Juan, con aires de la más confidencial intimidad, dijo:

—¿Qué piensas de este Waldemar Fitzurse, amigo De Bracy? Confía en ser nuestro canciller. Seguro que lo habremos de meditar mucho antes de dar tal cargo a alguien que en tan poca estima tiene nuestra sangre, pues lo ha demostrado al hacerse cargo tan decididamente de esta expedición contra Ricardo. Tú piensas, estoy seguro de ello, que has perdido nuestra estima por haberte negado a cumplir tan desagradable misión. Pero, no, Maurice. Mereces mi alabanza por tu virtuosa constancia. Hay cosas que es preciso hacer y ello no significa que apreciemos a la mano que las ejecuta; por otra parte, puede haber negativas que hagan aumentar nuestra estima por aquéllos que se niegan a nuestra petición. El arresto de mi hermano no es ningún timbre de gloria para el alto oficio de canciller, pero sí lo es tu caballeresca y valiente negativa; tu gesto te hace acreedor al bastón de mando de mariscal. Piensa en ello, De Bracy, y acude a tu trabajo.

—Tirano trapisondista —murmuraba De Bracy mientras abandonaba el aposento del príncipe—. Mala suerte tienen aquéllos que en ti confían. ¡Tu canciller! Aquél que deba respaldar tu conciencia poco trabajo tendrá. ¡Pero mariscal de Inglaterra! Ésa… —decía mientras extendía el brazo como si ya sostuviera en la mano el bastón de mando y, de pronto, asumiendo un aspecto marcial en el momento que cruzaba ante la cámara—, ésa es en verdad una recompensa por la cual se puede luchar.

Tan pronto como De Bracy abandonó el salón, el príncipe Juan requirió a un sirviente.

—Di a Hugh Bardon, nuestro jefe de exploradores, que se persone aquí tan pronto como haya terminado de hablar con Waldemar Fitzurse.

Al cabo de un rato llegó el explorador jefe.

—Bardon, ¿qué quería de ti Waldemar?

—Me ha pedido dos hombres decididos, buenos conocedores de las asperezas y soledades de las selvas del Norte. Y que a la vez fueran hábiles para seguir la huella del hombre y del caballo.

—¿Se los proporcionaste?

—Que Vuestra Majestad no confíe más en mí si no lo hice —contestó el jefe de los exploradores—. Uno procede de Hexhamshire y es capaz de seguir el rastro de los ladrones Tynedale y Teviotdale como el galgo rastrea al ciervo herido. El otro se ha criado en Yorkshire y ha hecho vibrar la cuerda de su arco en el mismo Sherwood; conoce cada claro y cada vereda, monte bajo y fragosidad que pueda haber desde aquí a Richmond.

—Está bien. ¿Salió ya con ellos Waldemar?

—Al instante —dijo Bardon.

—¿Con qué compañía? —preguntó Juan descuidadamente.

—Broad Thoresby va con él y Wetheral, al que por su crueldad llaman Stephen Corazón de Acero. Además van tres hombres de armas del norte y que formaban parte de la partida de Ralph Middleton. Son conocidos como las lanzas de Spyinghow.

—Está bien —dijo el príncipe Juan, y añadió después de una pausa—: Bardon, importa mucho que vigiles de cerca a Maurice De Bracy…, sin que se dé cuenta, claro. Y haznos conocer sus movimientos de tanto en tanto, además de informarme con quién y de qué habla. No fracases en esto, tu cabeza responde.

Hugh Bardon se inclinó al retirarse.

—Si Maurice me traiciona —decía el príncipe Juan—, si me traiciona, como su comportamiento me hace temer, tendré su cabeza aunque Ricardo estuviera asaltando las puertas de York.