XII
Exhiben su orgullo los heraldos;
elevan su murmullo los clarines y las trompetas.
Nada hay que decir. ¡Al Este y al Oeste
han sido preparadas las lanzas de su hueste!
Pujantes se alzan las lanzas de veinte pies,
así como las espadas aceradas y brillantes,
mientras los yelmos harán despojos.
¡Corre sangre formando arroyos rojos!CHAUCER: Cuentos de Canterbury.
Amaneció el nuevo día, claro y esplendoroso. Antes de que el sol hubiera realizado su ascensión sobre el horizonte, los espectadores más impacientes y mañaneros acudieron a la llanura y se encaminaron al palenque, punto central de reunión, para asegurarse un buen sitio desde el cual poder seguir con detalle las incidencias que la continuación de los ejercicios prometía.
Los mariscales y sus asistentes comparecieron de inmediato seguidos por los heraldos, con el propósito de registrar los nombres de los caballeros que deseaban entrar en liza y el bando al que se apuntaban. Precaución necesaria para equilibrar las dos facciones que debían enfrentarse.
De acuerdo con la costumbre, el Caballero Desheredado debía capitanear una de las partidas, mientras que Brian de Bois-Guilbert, segundo en méritos en el día anterior, fue nombrado primer paladín del otro bando. Naturalmente, los mantenedores se unieron a su partida, excepción hecha de Ralph de Vipont, a quien su caída le privaba de vestir armadura en tan poco lapsus de tiempo. No escasearon distinguidos y nobles candidatos que se alistaron a uno y otro bando.
De hecho, aunque el torneo general en el cual todos los caballeros se enfrentaban a la vez, resultaba más peligroso que el combate individual, era de todos modos más frecuentado y asiduamente practicado por los caballeros de la época. Muchos de ellos, que no tenían la suficiente destreza para combatir con un adversario de bien ganada fama, querían demostrar su valor en el torneo general, donde se le presentaba la ocasión de pelear con oponentes más ajustados a sus fuerzas. Por el momento, ya se habían inscrito cerca de cincuenta caballeros por bando cuando los mariscales de campo anunciaron que las listas quedaban cerradas. Esta noticia causó la consiguiente decepción a los que se habían retrasado.
Alrededor de las diez, toda la pradera se veía poblada con hombres y mujeres a caballo y a pie, apresurándose hacia el torneo y, poco después, una gran diana floreada anunció la llegada del príncipe Juan y su cortejo, formado por los caballeros que merecían participar en el combate y por otros que carecían de esta intención.
Casi al mismo tiempo llegó Cedric el Sajón con lady Rowena, sin la compañía de Athelstane. Dicho noble había embutido su voluminosa persona en una armadura para formar entre los combatientes y, con gran sorpresa de Cedric, se había alistado en el bando del caballero templario. Los dos habían discutido largamente esta insensata elección, pero el sajón tan sólo recibió las vagas razones que dan por costumbre los que están más emperrados en hacer su capricho que en justificarlo.
Athelstane tuvo la prudencia de guardar para sí la mejor, si no la única razón que tenía para unirse a la partida de Bois-Guilbert. Aunque su apatía congénita le impedía granjearse la estimación de lady Rowena, de ningún modo era insensible a sus encantos, y consideraba como cosa hecha y fuera de duda su unión con ella, claro que, con el consentimiento de Cedric y el resto de sus amistades. Por tanto, sólo con disgusto acogió el señor de Coningsburgh que el vencedor del día precedente hubiera ejercido su derecho haciendo objeto de sus preferencias a lady Rowena. Con la intención de castigarle por las atenciones tenidas y que él entendía que interferían sus proyectos, Athelstane no sólo quería desposeer al Desheredado de su aureola de triunfo, sino también, si se presentaba la ocasión, hacerle sentir todo el peso de su hacha, confiando para ello en su fuerza y en el gran conocimiento que tenía del manejo de las armas.
De Bracy y otros nobles allegados al príncipe Juan, siguiendo sus instrucciones, se habían unido al bando de los mantenedores con objeto de ayudar a los deseos que tenía el príncipe de que la victoria se inclinara de este lado. Por otra parte, muchos caballeros, nativos o foráneos, sajones y normandos, poblaban las filas del Caballero Desheredado, ganados por la justa fama que a tan distinguido paladín habían otorgado sus proezas.
Tan pronto como Juan se dio cuenta de que la que había de ser reina del día había llegado al campo, dando muestras de una exquisita cortesía que tan bien le sentaba cuando se decidía a dar muestra de ella, galopó hacia lady Rowena, se descubrió, saltó del caballo ayudó a la joven belleza a desmontar, mientras que su comitiva también se descubría y uno de los más distinguidos sostenía por la brida su palafrén.
—De este modo cumplimos con nuestro deber de dar ejemplo de lealtad a la reina del amor y de la belleza y seremos nosotros quienes le acompañemos al trono que ha de ocupar en este día. Señoras —añadió Juan—, honrad a vuestra reina tal como desearíais que se hiciera con vosotras si se prestara la ocasión.
Después escoltó a Rowena hasta su sitial, situado justamente enfrente de ella. Las más hermosas y distinguidas damas se apresuraban a dar escolta y a escoger un asiento lo más cerca posible de su eventual soberana.
Tan pronto como Rowena hubo tomado asiento, la música sonó en honor de la recién nombrada dignidad, aunque medio apagada por los gritos de la multitud.
El sol arrancaba destellos de las armas pulidas de los caballeros de ambos bandos, situados en los dos extremos de la palestra y enfrascados en conferencia acalorada acerca del mejor modo de disponer las líneas de combate para alcanzar la victoria. Los heraldos reclamaron silencio para que fueran promulgadas las leyes del torneo. Dichas reglas tenían por objeto disminuir los peligros del día, precaución necesaria, ya que la escaramuza tendría efecto a punta de lanza y filo de espadas.
Se prohibía a los caballeros ejecutar la estocada, debiendo limitarse al golpe. Cualquier caballero podía hacer uso de la maza o del hacha de batalla. La daga, sin embargo, era calificada como arma prohibida. El caballero desmontado podía entablar combate con cualquier otro de la misma situación, pero, en este caso, ningún caballero montado podía hostigarle.
Cuando cualquiera de ellos forzara a su contrario a tocar la empalizada con su cuerpo o armas, éste era obligado a declararse vencido y su armadura y caballo quedaban a la disposición de su contrincante. El caballero de este modo vencido no podía participar de nuevo en la lucha. Cuando cualquier combatiente diera con su cuerpo en tierra y se sintiera imposibilitado de volver a levantarse, sus pajes o escuderos podían entrar en el palenque para socorrerle y sacarle de él, pero, de darse tal situación, dicho caballero sería considerado vencido y confiscadas sus armas y caballo. El combate cesaría tan pronto como el príncipe Juan arrojara a la palestra su vara de mando o cetro, siendo ésta otra de las preocupaciones que se tomaban para evitar la innecesaria efusión de sangre por exceso de duración en unos ejercicios tan violentos. Cualquier caballero que faltara a las reglas del torneo o a las generales de la caballería sería despojado de sus armas y sentado a horcajadas sobre la empalizada con su escudo puesto al revés, para afrenta general y público castigo a su villana conducta.
Habiendo dado fin a los avisos, los heraldos concluyeron con la exhortación a cada caballero de que cumpliera con el deber y mereciera la simpatía de la reina del amor y la belleza.
Hecha esta proclama, los heraldos volvieron a sus sitios. Los caballeros, efectuando su entrada en liza por extremos opuestos, uno detrás de otro, se alinearon en doble fila encarándose rival a rival y situándose al jefe de cada bando en el justo medio de la primera línea. Antes habían cuidado de la disposición de las filas y colocado a cada rival en el lugar que le había sido asignado.
Era una escena cargada de belleza y no carente de expectación; se vela a los gallardos caballeros montados firmemente en sus corceles y armados con gran lujo de detalles, preparados y dispuestos para dar la cara en tan rudo choque. Sentados en las sillas de combate, como columnas de acero, esperaban la señal para empezar la lucha con la misma fogosidad de que daban muestra sus briosos corceles, que relinchaban y escarbaban el suelo en señal de impaciencia.
Los caballeros sostenían enhiestas sus lanzas y los rejones brillaban al sol, mientras los gallardetes que adornaban su extremo se estremecían al viento por encima de los ondulados plumeros que remataban los brillantes yelmos. Se mantuvieron en esta posición mientras los mariscales de campo pasaban revista con toda minuciosidad y comprobaban el número de los contendientes, no fuera que algún bando fuera superior al otro. La cuenta fue justa. Los mariscales abandonaron el palenque y William de Wyvil, con voz de trueno, dio la consigna: «Laissez aller»!. Sonaron las trompetas y los caballeros hundieron las espuelas en el flanco de sus caballos; las primeras filas se arremetieron a pleno galope, lanza en ristre y chocaron en mitad de la palestra con tal ímpetu, que el ruido del encontronazo pudo oírse a varias millas a la redonda. La segunda fila de cada bando avanzó lentamente para prestar su apoyo a los vencidos y seguir más de cerca las incidencias del combate o la victoria de sus compañeros.
De momento no fue fácil dilucidar el resultado del choque, ya que el aire se espesó a causa del polvo que había levantado el galope de tantos caballos a la vez y pasó un minuto largo antes de que los espectadores pudieran discernir qué había sucedido. Cuando la visibilidad lo permitió, pudo verse que la mitad de los contendientes estaban desmontados, algunos debido a la habilidad con que su oponente había manejado la lanza, otros por la superior fuerza y peso del adversario, que se había llevado por delante a caballo y caballero. No faltaba quien estuviera tendido en el suelo, dando la impresión de que era para siempre. Unos habían conseguido incorporarse y procuraban restañar la sangre que brotaba de sus heridas utilizando pañuelos, mientras hacían lo que podían para abandonar el lugar en que se desarrollaba tan tumultuosa lucha. Los caballeros montados, la mayoría de cuyas lanzas se habían roto durante el encuentro, habían echado mano de sus espadas y con ellas peleaban al tiempo que proferían gritos de guerra e intercambiaban imprecaciones como si la vida y el honor dependieran del resultado del combate.
La confusión se incrementó cuando la segunda fila de cada bando se adelantó, disponiéndose a ayudar a sus compañeros como fuerzas de reserva que eran. Los partidarios de Brian de Bois-Guilbert gritaban: «Ah! Beau-séant! Beau-séant[8]! ¡El templo, el templo»!. La parte contraria contestaba gritando: «¡Desheredado! ¡Desheredado»!, consigna que tomaron del lema escrito sobre el escudo del paladín.
Después de topar los campeones con tal furia, se vio que el éxito era alterno, inclinándose ya por los que ocupaban la parte sur, ya por los de la parte norte del palenque, según la fortuna sonriera a uno u otro bando. El estruendo de los choques, los gritos de los combatientes y el clamor de las trompetas, que añadían un punto de terror al tumulto general, ahogaban las quejas de los caídos que rodaban desamparados bajo las patas de los corceles. Las magníficas armaduras de los combatientes estaban ya empañadas por el polvo y la sangre y empezaban a cuartearse bajo los golpes de espadas y hachas de combate. Los airosos plumeros, separados de la cresta de los yelmos, flotaban en el aire como copos de nieve. Todo lo que de hermoso pueda admirarse en el porte marcial, había desaparecido y dio paso a un espectáculo que sólo servía para despertar el terror o la lástima. Sin embargo, tal es la fuerza de la costumbre, que el pueblo llano, inclinado naturalmente a gozar con tales horrores, contemplaba con excitado interés este combate, y lo mismo hacían las más distinguidas damas que poblaban las gradas, las cuales no daban ninguna muestra de disgusto ante la terrible visión. Aquí y allá, de todos modos, algún rostro palidecía o podía oírse un grito ahogado cuando un amante, un hermano o un marido era derribado de su cabalgadura. Pero, en general, las damas asistentes daban ánimos a los combatientes, no solamente aplaudiendo y agitando al aire sus vuelos y pañuelos, sino incluso gritando: «¡Buena lanza!», «¡Buena espada!», cuando veían algún lance interesante.
Siendo tal el interés que el bello sexo demostraba por el sangriento combate, resultaba más comprensible la atracción de los hombres; dicho entusiasmo se manifestaba con ruidosas exclamaciones a cada cambio de fortuna, mientras los ojos de la multitud seguían clavados en la palestra de tal modo que daba la impresión de que recibían en sus cuerpos los mandobles que tan generosamente se prodigaban. En las pausas se oía la voz de los heraldos exclamando:
—¡No desfallezcáis, nobles caballeros! ¡El hombre muere, pero su fama perdura! ¡Luchad, pues mejor la muerte que la derrota! ¡Luchad, nobles caballeros, porque hermosos ojos contemplan vuestras hazañas!
Todas las miradas buscaban a los paladines de cada bando, perdidos en la confusión general. Éstos, en lo más cruento de la pelea, animaban a sus compañeros con voces de ánimo y con el ejemplo. Ambos tuvieron numerosas ocasiones de demostrar su cortesía, ya que ni Brian de Bois-Guilbert ni el Desheredado pudieron encontrar en el bando contrario ningún rival que pudiera comparárseles. Repetidamente intentaron enfrentarse en singular combate, espoleados por la mutua animosidad, conscientes de que la derrota de cualquiera de los dos sería decisiva para la victoria final. De todos modos, era tal la confusión, que durante la primera parte del combate sus esfuerzos por enfrentarse resultaron inútiles. Por otra parte, también evitó que se enfrentaran el ardor desplegado en la batalla por los contendientes de ambos bandos que, deseosos de ganar honor y fama, estaban ansiosos de pelear con el paladín del bando rival.
Pero cuando la palestra vio disminuir el número de los que en ella luchaban a causa de los que se habían declarado vencidos, habían sido acorralados contra la empalizada o puestos fuera de combate, el templario y el Desheredado se encontraron por fin frente a frente y se atacaron con toda la furia mortal que el odio personal y la rivalidad por conseguir el triunfo pueden conferir. Tal fue la destreza desplegada por ellos, atacando y defendiendo, que la multitud estalló en un grito unánime, expresando así su contento y admiración.
El bando del Desheredado, por el momento, llevaba la peor parte. El gigantesco brazo de Front-de-Boeuf por un lado, y la inconmensurable fuerza de Athelstane por otro, habían barrido a quienes osaron oponérseles. Viéndose libres de sus directos adversarios, pareció que se les ocurría a ambos caballeros que el mejor servicio que podían rendir a su bando era el de ayudar al templario en su confrontación con el Desheredado. Por lo tanto, volviendo sus caballos al mismo tiempo, cargaron los dos sobre el Desheredado, por la derecha uno, el otro por la izquierda. Evidentemente, era imposible que cualquiera que estuviera expuesto a tan desigual y súbito ataque saliera bien librado. Menos mal que un grito general de los espectadores, los cuales no podían contener la natural simpatía hacia el más desvalido, le advirtió del peligro.
—¡Cuidado! ¡Cuidado! —gritaron casi al unísono, con lo que el caballero comprendió el peligro que se avecinaba y, dándole de lleno al templario, tiró de las riendas para esquivar la embestida de Athelstane y de Front-de-Boeuf. Ambos, al atacar el mismo objetivo desde lugares directamente opuestos, casi se embistieron de frente al no poder detener la carrera de sus caballos; sin embargo, consiguieron dominarlos, y obligándoles a girar en redondo, persiguieron al Desheredado con el claro propósito de derribarle.
Nada hubiera podido salvarle de no contar con el vigor y la agilidad del caballo que ganara el día anterior. Dicho corcel conservaba toda su energía, mientras que el de Bois-Guilbert estaba herido y los de Athelstane y Front-de-Boeuf fatigados a causa del peso de sus gigantescos jinetes y armaduras, unido todo ello a la dureza de los combates del día. La maestría del Desheredado y la movilidad del caballo que montaba le ayudaron a mantener a sus tres adversarios a punta de espada durante algunos minutos, revolviéndose y girando como el halcón en plena caza, manteniendo a sus enemigos a tanta distancia como pudo y cargando, ahora contra uno de ellos, luego contra el otro, repartiendo tajos con su espada sin entretenerse en parar los que a él dirigían sus antagonistas.
Pero aunque la concurrencia premiaba su habilidad con sonoros aplausos, resultaba evidente que la fuerza del enemigo era desproporcionada para sus fuerzas. De ahí que los nobles que rodeaban al príncipe Juan le rogaran unánimemente que lanzara su bastón al terreno de liza, para evitar que el bravo caballero fuera vencido por las circunstancias.
—¡No seré yo quien lance la vara! ¡Por el rayo del cielo! —contestó el príncipe Juan—. Este malandrín que oculta su nombre y desprecia nuestra hospitalidad ya ha ganado un premio y tiene que verse obligado a ver cómo a otros les llega el turno.
Una vez pronunciadas estas palabras, un incidente inesperado cambió el signo del día.
Entre los que se habían alistado a las filas del Caballero Desheredado, figuraba un guerrero de negra armadura y corcel del mismo color, de buena alzada y poderosos miembros, y que daba toda la impresión de ser tan fuerte y vigoroso como el jinete que lo montaba. Dicho caballero, sobre cuyo escudo no aparecía divisa alguna, había demostrado hasta el momento poco interés por el resultado de la lucha que se llevaba a cabo, aunque había vencido con similar apatía y facilidad a los combatientes que le atacaron. Nunca había intentado sacar provecho de la ventaja adquirida y no atacaba tampoco a nadie por iniciativa propia. En una palabra, hasta ahora se había comportado más como espectador que como participante en las escaramuzas, circunstancia que le valió el que la concurrencia le aplicara el mote de Negro Holgazán.
Dicho caballero pareció sacudir de repente su apatía, al ver tan comprometido al paladín de su partido, ya que, picando espuelas, acudió en su ayuda con la furia de un rayo, a pleno galope de su descansado caballo, mientras con voz semejante al clamor de las trompetas exclamaba:
—¡Desheredado, allá voy en tu ayuda!
Por lo demás, ya era hora, porque mientras el Desheredado acosaba al templario, ya se le había acercado Front-de-Boeuf espada en alto. Antes de que pudiera descargar el golpe, el Holgazán le hirió con tal coraje que, resbalando la espada en el pulido yelmo, fue a dar sobre el arzón, y caballo y caballero cayeron al suelo debido a la fuerza del golpe atestado. El Negro Holgazán dirigió entonces su caballo contra el de Coningsburgh, y por haber salido de su anterior choque Front-de-Boeuf con la espada rota, arrancó de manos del voluminoso sajón el hacha de combate que esgrimía y, con la facilidad de quien conoce muy bien el manejo de tal arma, le propinó tal golpe en todo lo alto que Athelstane rodó también sin sentido. Habiendo llevado a cabo esta doble proeza, por la cual fue mayormente aplaudido al no creérsele capaz de realizarla, el caballero pareció asumir de nuevo su estado de reposo y regresó con gran calma al extremo norte de la palestra. Dejó a su jefe para que se entendiera con Brian de Bois-Guilbert. La tarea se presentaba tan difícil como antes. El caballo del templario había sangrado en abundancia y cedía bajo el empuje del Desheredado. Bois-Guilbert cayó al suelo con el pie enredado en el estribo, del cual no había conseguido desembarazarse a tiempo. Desmontó su antagonista, y agitando su espada por encima de la cabeza le conminó a rendirse, cuando el príncipe Juan, más conmovido ahora por la peligrosa suerte del templario que anteriormente por la de su rival, le salvó de la humillación de confesarse vencido lanzando al suelo su vara y poniendo de este modo punto final a la lucha.
En realidad ya ardían solamente los últimos rescoldos de la pelea, porque de los pocos caballeros que aún permanecían en la palestra, la mayoría de ellos había optado por tácito consenso por mantenerse a distancia y confiar el resultado del combate a las fuerzas de sus jefes.
Los escuderos, cuyo deber de atender a sus amos había sido difícil y peligroso en medio del fragor de la lucha, encontraban así la ocasión de entrar en el palenque y cumplir con su deber de atender debidamente a los heridos. Éstos eran levantados con el máximo cuidado, se les atendía debidamente y después eran conducidos a las tiendas adjuntas o a los alojamientos destinados a este propósito en la cercana villa.
Así terminó el memorable torneo de Ashby-de-la-Zouche, uno de los más disputados de la época, porque aunque sólo murieron cuatro caballeros, sin contar a uno que se asfixió debido al recalentamiento de su armadura, más de treinta resultaron heridos de gravedad, cuatro o cinco de los cuales jamás pudieron recobrarse. Algunos quedaron inútiles y los que mejor librados salieron se llevaron a la tumba las huellas que en su cuerpo dejó el combate. De ahí que en las antiguas historias sea siempre mencionado como el gentil y placentero paso de armas de Ashby.
Había llegado el momento de que el príncipe Juan nombrara al caballero que se había portado mejor, y determinó que el honor de la jornada recaía sobre aquél a quien la voz popular había bautizado con el mote de Negro Holgazán. Se le hizo notar al príncipe, impugnando su decreto, que de hecho la victoria la había conseguido el Caballero Desheredado, quien en el transcurso del día había derrotado a seis campeones con la fuerza del propio brazo y, finalmente, había descabalgado al paladín del bando contrario. Pero el príncipe Juan se mantuvo en sus trece, argumentando que el Desheredado y sus huestes hubieran salido derrotados de no haber contado con la poderosa ayuda del caballero de la negra armadura, al cual, por tanto, insistía en otorgar el premio.
De todos modos, y ante la sorpresa general, el caballero así distinguido no aparecía por parte alguna. Había abandonado el palenque inmediatamente después del final del encuentro y había sido visto por algunos espectadores mientras descendía una de las suaves colinas que llevaban al bosque, marchando con aquel despreocupado porte y paso tranquilo que le había merecido el epíteto de Negro Holgazán. Después de haber sido convocado por dos veces por el toque de las trompetas y las proclamas de los heraldos, fue preciso nombrar a otro que recibiera los honores que se le habían conferido. Ya no disponía de excusas el principe para dejar de proclamar vencedor al Caballero Desheredado, y por lo tanto así tuvo que hacerlo.
Cruzando el palenque, cuyo suelo estaba resbaladizo por la sangre e invadido por los restos de armaduras rotas y cuerpos de caballos degollados o muertos, los mariscales de campo condujeron de nuevo al vencedor a los pies del trono del príncipe Juan.
—Caballero Desheredado —dijo el príncipe—. Ya que sólo consentís en que os nombremos por este epíteto, por segunda vez os concedo los honores de este torneo y os hago sabedor del derecho que os asiste para reclamar y recibir de manos de la reina del amor y la belleza la corona del honor que tan justamente ha ganado vuestro valor.
El caballero se inclinó profundamente, pero no contestó. Mientras sonaban las trompetas, mientras los heraldos enloquecían proclamando honor a los valientes y la gloria a los vencedores, mientras las damas agitaban sus pañuelos de seda y sus velos bordados y mientras todo el graderío estallaba en un clamoroso grito de entusiasmo, los maestres de campo condujeron a través del palenque al Caballero Desheredado hasta el trono de honor ocupado por lady Rowena. Al llegar al primer escalón del trono, el paladín fue ayudado a arrodillarse. En realidad, todos sus actos, desde que el combate terminó, parecían dictados más por voluntad ajena que por su propio impulso, y pudo observarse que vacilaba mientras era conducido por segunda vez a través del palenque. Rowena, con paso digno y lleno de gracia, descendiendo del lugar que ocupaba, ya estaba a punto de colocar la corona que llevaba en la mano sobre el yelmo del campeón, cuando los mariscales exclamaron al unísono:
—Así no puede ser. Tiene que descubrirse.
El caballero musitó algunas palabras que se perdieron en la cavidad del yelmo; sin embargo, pareció haber dado a entender que no deseaba que se lo quitaran.
Ya fuera por respeto al ceremonial o por curiosidad, los mariscales no hicieron ningún caso de las aprehensiones demostradas, sino que le libraron del yelmo cortando los cordones del casco y aflojando las hebillas de la gola. Hecho esto, pudieron verse las facciones bien formadas, aunque tostadas por el sol, de un joven de veinticinco años, enmarcadas en abundante y corto cabello rubio. Estaba pálido como la muerte y con la cara marcada en uno o dos sitios por huellas de sangre.
Tan pronto como Rowena le vio, dejó escapar un débil chillido; sin embargo, recuperando al instante el dominio de sí misma, se obligó a continuar, según pareció, y mientras temblaba bajo los efectos de la emoción súbita e inesperada, colocó sobre la cabeza inclinada del vencedor la magnífica corona que constituía la consabida recompensa de la jornada. Después pronunció con clara y bien entonada voz, estas palabras:
—Os entrego esta corona, señor caballero, como trofeo al valor que se otorga al vencedor de este día —hizo una pausa antes de añadir con firmeza—: ¡Y nunca tal corona podría ceñir sienes más dignas!
El caballero inclinó la cabeza y besó las manos de la encantadora soberana, de las cuales había recibido la recompensa, y entonces, inclinándose aún más hacia delante, se desmayó a sus pies.
La consternación fue general. Cedric, al cual había dejado mudo la repentina aparición del hijo repudiado, se adelantó corriendo a separarle de Rowena, pero ya se le habían adelantado los mariscales de campo, quienes adivinando la razón del desfallecimiento de Ivanhoe se habían apresurado a descargarle de la armadura, descubriendo que una punta de lanza había atravesado su coraza y había producido una herida en el costado.