XXXVII

Dura es la ley que obliga a abandonar la casa
para combatir pecho contra pecho.
Dura es la ley que se basa en el olvido
de labios que esperan sonriendo.
Pero aún es más dura cuando, el cayado en alto,
habla —¡por Dios!— el pecho de basalto.

La Edad Media.

El tribunal constituido para juzgar a la infeliz e inocente Rebeca ocupaba la parte superior de la gran sala, una plataforma que ya anteriormente hemos descrito y calificado como lugar de honor destinado a los habitantes más distinguidos, o a sus huéspedes, de las antiguas casas señoriales.

En un trono elevado, situado justo enfrente de la acusada, estaba sentado el gran maestre del Temple, vestido con amplias y blancas ropas, sosteniendo en la mano el místico báculo con el símbolo de su Orden. A sus pies se había colocado una mesa, ocupada por dos escribanos, que debían dejar constancia escrita de los procedimientos del juicio. Las negras vestiduras, cabezas rapadas y tristes miradas de estos dos eclesiásticos ofrecían un fuerte contraste con el aspecto marcial de aquéllos que asistían al juego, ya fuera en condición de residentes del preceptorio, ya por haber llegado a formar parte del servicio del gran maestre. Los preceptores, de los cuales podían verse cuatro, ocupaban sitiales más bajos que el de su superior. Los caballeros con menos categoría que los anteriores estaban colocados en bancos más bajos todavía, y distaba entre ellos y los preceptores la misma distancia que entre éstos y el gran maestre. Detrás de ellos, pero todavía sobre el elevado dosel, estaban situados los escuderos de la Orden con vestiduras blancas de calidad inferior.

Toda la asamblea mantenía un aire de suma gravedad y en las caras de los caballeros se notaban las huellas de la osadía marcial, unida al porte solemne por su profesión religiosa. Esta última expresión no faltaba en ningún rostro debido a la presencia del gran maestre.

La parte baja de la sala estaba atiborrada de guardas portadores de partesanas y de otros asistentes llegados allí por la curiosidad, puesto que al mismo tiempo podían ver al gran maestre y a una hechicera judía. La mayor parte de esta gente de rango inferior estaba relacionada de algún modo con la Orden, y por lo tanto se podía distinguir por sus vestidos negros. Pero no se había prohibido la entrada a los campesinos de los alrededores, porque era cuestión de orgullo para Beaumanoir dar la mayor publicidad posible al espectáculo de la justicia que él administraba. Sus grandes ojos azules parecieron hacerse mayores al mirar a la concurrencia, y su rostro se mostraba satisfecho por la conciencia de su propia dignidad y los méritos imaginarios del papel que iba a desempeñar. Un salmo, que él mismo acompañó con la voz profunda y suave que la edad no había privado de fuerza, fue el principio de los procedimientos del juicio. Los sones solemnes, Venite exultemus Domino, tantas veces cantados por los templarios antes de acometer a sus enemigos sobre la tierra, fue considerado por Lucas como el más apropiado para anunciar el próximo triunfo, de ello estaba seguro, sobre los poderes de las tinieblas. Las notas largas y profundas, entonadas por cien voces masculinas habituadas al canto coral, se levantaron hacia el techo abovedado de la sala y retumbaron entre sus arcos con el placentero y solemne rumor de las aguas de un torrente.

Cuando cesaron los cánticos, el gran maestre recorrió lentamente la asamblea con la mirada, y se dio cuenta de que el sitial de Bois-Guilbert estaba desocupado. Éste había abandonado el sitio que le correspondía como preceptor y se había situado en un extremo del banco que ocupaban los simples caballeros del Temple. Ocultaba el rostro con un manto, que sostenía con una mano, mientras que con la otra apretaba la espada por la empuñadura y con su punta envainada como estaba, iba dibujando líneas en el suelo de roble.

—¡Infeliz! —dijo el gran maestre después de haberle dedicado una mirada compasiva—. Ya puedes ver, Conrade, cuánto le conturba este santo oficio. A esa triste situación llevan las miradas de una mujer ayudada por el príncipe de los poderes del mal. Comprueba que no puede ni mirarnos, ni siquiera la mira a ella. ¡Quién sabrá debido a qué impulsos dictados por su verdugo traza ahora estos signos cabalísticos en el suelo! ¡Puede que atenten contra nuestras vidas y seguridad; pero escupimos y desafiamos a nuestro eterno enemigo. Semper leo percutiatur!

De este modo hablaba con su confidente Conrade Mont-Fitchet. Después levantó la voz y se dirigió a la asamblea:

—Reverendos y valientes caballeros, preceptores y compañeros de esta santa Orden, hermanos e hijos míos, también vosotros, escuderos bien nacidos y piadosos que aspiráis a ser portadores de esta santa cruz. ¡Y vosotros también, hermanos cristianos de toda condición! Sabed que no nos faltan poderes para convocar en asamblea a esta congregación; porque, aunque inmerecidamente, nos ha sido conferido con esta vara pleno poder para juzgar y someter a nuestro juicio todo aquello que concierne a esta sagrada Orden nuestra. San Bernardo, en las reglas de nuestra caballeresca y religiosa profesión, ha dicho en el capítulo cincuenta y nueve que los hermanos no habían de ser convocados a concilio salvo bajo deseo y orden expresa del gran maestre, dejando a nuestro criterio, así como lo dejó a los más dignos padres que en este oficio nos precedieron, el considerar tanto la ocasión como el tiempo y el lugar en que el capítulo de nuestra Orden o parte de ella había de ser convocado. También en todos estos capítulos es nuestro deber oír el consejo de nuestros hermanos y proceder según creamos conveniente. Pero cuando el lobo salvaje ha entrado en el rebaño y nos ha arrebatado a una de nuestras ovejas, es deber del pastor convocar a sus camaradas para que, con arcos y hondas, pongan en fuga al invasor, según nuestra bien conocida regla que nos ordena herir siempre al león. Por lo tanto, hemos requerido ante nosotros la presencia de una mujer judía, de nombre Rebeca, hija de Isaac de York. Mujer infame por sus sortilegios y brujerías desde el momento que ha contaminado la sangre y trastornado el cerebro, no de un hombre cualquiera, sino de un caballero. Y no de un caballero secular, sino de uno dedicado al servicio del Temple. Y tampoco de un simple templario, sino de un preceptor de nuestra Orden, primero en rango y en honor. Nuestro hermano Brian de Bois-Guilbert es bien conocido de todos nosotros como un fiel y celoso campeón de la cruz; su brazo ha llevado a cabo muchas proezas en los santos lugares, que ha purificado con la sangre de los infieles que los mancillaban. Y la sagacidad y prudencia de nuestro hermano corrían parejas con su valor y disciplina, tanto, que caballeros de Oriente y de Occidente consideran a Bois-Guilbert como candidato a empuñar esta vara cuando le plazca al cielo descargarme de su peso. Si nos hubieran dicho que un hombre como el descrito, de pronto y sin importarle su condición, sus votos, sus hermanos y sus proyectos, se había asociado con una damisela judía, vagabundeando con tal pecaminosa compañía por sitios solitarios, defendiendo su persona, anteponiéndola a la suya propia y, finalmente, que ha sido cegado y trastornado de tal modo que ha llegado al extremo de llevarla a uno de nuestros preceptorios, ¿qué íbamos a decir sino que el demonio había tomado posesión de tan noble caballero? ¿O tal vez que se halla bajo el influjo de algún diabólico sortilegio? Si pensáramos de diferente manera, no tendríamos en consideración ni el rango, valor, reputación, ni cualquier otra circunstancia terrenal, pues nada le evitaría nuestro castigo, porque todo mal puede ser curado, según el texto: Auferte malum ex vobis. Porque varias y graves son las transgresiones contra las reglas de nuestra bendita Orden cometidas en esta lamentable historia. Primera: Ha procedido según su propio deseo, lo cual va contra el capítulo treinta y tres: Quod nullus juxta propriam voluntatem incedat. Segunda: Ha mantenido trato con una persona excomulgada, capítulo cincuenta y siete: Ut fratres non participent cum excommunicatis, y por lo tanto se ha hecho reo de Anathema Maranatha. Tercera: Ha conversado con mujeres extrañas, capítulo que dice: Ut fratres non conversentur cum extraneis mulieribus. Cuarta: No ha evitado, o peor aún por lo que temo: ha solicitado los besos de una mujer, sobre la que reza la última regla de nuestra estimada Orden: Ut fugiantur oscula. Los soldados de la cruz caen en la trampa. Por estos repetidos y nefandos delitos, Brian de Bois-Guilbert debería ser separado y expulsado de nuestra congregación, aunque fuera el brazo y el ojo derecho de la misma.

Hizo una pausa en su exposición. Un débil murmullo se levantó de la asamblea. Algunos de los más jóvenes, que habían tenido tentaciones de sonreír al oír el estatuto De osculis fugiendis, adoptaron una extremada gravedad al escuchar el final de la perorata y esperaron con ansiedad lo que el gran maestre estaba a punto de exponer.

—Tan severo debía ser el castigo de un caballero templario que de grado ofendiera los estatutos de su Orden en puntos tan importantes. Pero si por medio de encantamientos o sortilegios, Satán hubiera conseguido apoderarse del caballero, quizá al poner con demasiada confianza sus ojos sobre la belleza de una damisela, deberemos lamentar antes que castigar sus culpables transgresiones, imponiéndole una penitencia que le purifique de su iniquidad. Entonces tendríamos que depositar todas las culpas y toda nuestra indignación sobre el maldito instrumento causa inmediata de su caída. Adelantaos pues y dad testimonio todos aquéllos que habéis sido testigos de estos desgraciados hechos para que podamos formar opinión y obrar en consecuencia. También sabremos si nuestra justicia se ha de contentar castigando a la mujer descreída o si debemos, con el corazón sangrante, hacer extensivo el castigo a nuestro hermano.

Varios individuos fueron llamados para atestiguar los peligros que Bois-Guilbert había padecido al querer salvar a Rebeca del castillo en llamas y el total olvido de su propia seguridad mientras atendía a la de ella. Los hombres dieron testimonio con la habitual exageración de las mentes primitivas que han sido excitadas por algún hecho poco usual. Su natural predisposición para lo maravilloso se exacerbaba con la satisfacción de que su declaración parecía complacer a la eminente persona ante la cual la hacían. Así, los peligros a los que se había enfrentado Bois-Guilbert, ya grandes de por sí, en el relato se hicieron portentosos. La actitud del caballero para salvar a Rebeca, y después para defenderla, se exageró hasta sobrepasar los límites no ya de la discreción, sino también del más fantástico celo caballeresco. Se puso de relieve, también, la ciega obediencia a cuanto ella decía, aunque fuera pronunciado en tono desabrido y severo; fue descrito todo de tal modo, que en un hombre altanero como el templario pareció casi antinatural.

El preceptor de Templestowe fue requerido para que explicara de qué modo Bois-Guilbert y la judía habían llegado al preceptorio. Malvoisin supo disimular su complicidad hábilmente. Pero mientras en apariencia evitaba delatar los sentimientos de Bois-Guilbert, permitía con sus palabras que los asistentes creyeran que el templario se hallaba sometido a una alienación temporal de su mente, pues no había otra explicación que justificara su enamoramiento por la damisela. Con suspiros de penitente, el preceptor confesó su propia contrición, ya que había admitido a Rebeca y a su amante entre los muros del preceptorio.

—Pero mi defensa —concluyó—, va implícita en la confesión que hice a nuestro padre reverendísimo, el gran maestre. Él conoce los motivos que me guiaron y sabe que no eran malos, aunque mi conducta haya sido irregular. Con gozo aceptaré cualquier penitencia que quiera imponerme.

—Has hablado bien, hermano Albert —dio Beaumanoir—. Tu intención era buena, desde el momento que intentabas detener a tu descarriado hermano en su carrera de locuras insensatas. Pero tu conducta fue equivocada, como la de quien intentara detener a un corcel desbocado y le cogiera del estribo en vez de hacerlo por la brida, con lo cual saldría herido en lugar de conseguir su propósito. Los piadosos fundadores nos han prescrito el rezo de trece padrenuestros por maitines y otros nueve a la hora de vísperas; doblarás estos servicios. Tres veces a la semana pueden los templarios comer carne; pero tú guardarás abstinencia durante los siete días. Todo esto durante las próximas seis semanas, y tu penitencia estará cumplida.

El preceptor de Templestowe se inclinó con una hipócrita mirada de sumisión, y volvió a su sitial.

—No estaría de más, hermanos —decía el gran maestre—, que investigáramos la vida y las conversaciones de esta mujer, especialmente con el propósito de descubrir en ella a uno de estos nefastos seres que usan mágicos encantamientos y sortilegios. Las verdades que hemos oído nos inclinan a suponer que en todo este desgraciado asunto nuestro descarriado hermano ha sido influenciado por algún artificio o maquinación infernal. El cuarto preceptor, presente en la sala, era Hermán de Goodalricke; los tres restantes, Conrade, Malvoisin y el mismo Bois-Guilbert. Hermán era un viejo guerrero con el rostro marcado por las cicatrices de la cimitarra del Islam. Disfrutaba de alto grado y consideración entre sus hermanos de religión. Se levantó y se inclinó ante el gran maestre, y éste le dio inmediatamente licencia para hablar.

—Me gustaría averiguar, padre reverendísimo, qué responde nuestro valiente hermano Brian de Bois-Guilbert a estas monstruosas acusaciones y con qué ojos mira ahora sus desgraciadas relaciones con esta doncella judía.

—Brian de Bois-Guilbert —dijo el gran maestre—, ya has oído la pregunta de nuestro hermano Goodalricke. Esperamos una respuesta. ¡Te ordeno que le respondas!

Brian de Bois-Guilbert volvió la cabeza hacia el gran maestre, y guardó silencio.

—Está poseído por un diablo mudo —dijo Beaumanoir—. Te repudio, Satanás. ¡Habla, Brian de Bois-Guilbert, yo te conjuro por este símbolo de nuestra santa Orden!

Bois-Guilbert hizo un esfuerzo para contener la rabia y la indignación que aumentaban en él; estaba seguro que de haberlas expresado, sin duda no hubieran hablado en su favor.

—Brian de Bois-Guilbert —contestó al fin— no responde, padre reverendísimo, a tan absurdas e imprecisas acusaciones. Si su honor está implicado en ello, sabrá defenderlo con su cuerpo y con esta espada que tantas veces se ha batido en beneficio de la cristiandad.

—Te perdonamos, hermano Brian —dijo Beaumanoir—, porque el que te hayas vanagloriado de tus hazañas guerreras ante nosotros constituye una glorificación de tus propios hechos, por cuanto ha sido inspirado por el enemigo que nos tienta y nos obliga a sobrevalorar nuestra propia valía. Pero has conseguido este perdón, porque consideramos que has hablado no por tu propia voluntad, sino por el maligno impulso de aquél a quien, con permiso del cielo, expulsaremos de esta asamblea.

Una mirada de desdén brilló en los oscuros y fieros ojos de Bois-Guilbert, pero no contestó.

—Y ahora —prosiguió el gran maestre—, ya que la pregunta de nuestro hermano Goodalricke ha sido tan imperfectamente contestada, prosigamos nuestra encuesta. Con la asistencia de nuestro patrón, investiguemos a fondo este misterio de intrigas. Que se adelanten aquéllos que han sido testigos de la vida de esta judía.

Se produjo alguna agitación en la parte inferior de la sala y, cuando el gran maestre quiso saber los motivos, le contestaron que entre la concurrencia se encontraba un pobre hombre al cual la prisionera había devuelto el perfecto uso de sus miembros con un bálsamo milagroso.

El pobre campesino, sajón de nacimiento, fue arrastrado ante la barra del tribunal, aterrorizado por las consecuencias penales en que podía haber incurrido. Temía por su culpa, ya que había sido curado de sus males por una doncella judía. Y por otra parte, no se podía decir que estuviera perfectamente curado, porque utilizaba muletas mientras avanzaba para testimoniar. De mala gana ofreció su testimonio, y lo acompañó de muchas lágrimas, pero admitió que hacía dos años, cuando residía en York, se vio súbitamente asaltado por agudos dolores mientras trabajaba para el rico judío Isaac como carpintero. Añadió que no se había podido mover de la cama hasta que practicó las curas indicadas por Rebeca. Ésta le aconsejó de un modo especial que se aplicase un bálsamo que olía a especias y que le había en cierto modo devuelto el uso de los miembros. Además, ella le había dado un pequeño frasco de aquella untura, además de entregarle una moneda para que pudiera regresar a la casa de sus padres cerca de Templestowe.

—Y con el permiso de vuestra reverencia —dijo el hombre—, no creo que la doncella llevara intención de causarme mal, aunque tiene la mala suerte de haber nacido judía. Y porque incluso cuando he usado este remedio, he rezado un padrenuestro y un credo y nunca ha perdido un ápice de su virtud.

—¡Silencio, esclavo! —dijo el gran maestre—. ¡Vete! Los brutos como tú bien merecen el ir dando tumbos y tener que apelar a curas infernales y acudir a los hijos del mal para que os den trabajos. Te digo que el diablo puede mandar enfermedades con el solo propósito de curarlas con objeto de que se dé crédito a sus sistemas diabólicos. ¿Tienes el ungüento del cual hablas?

El campesino, buscando en su faltriquera con mano temblorosa, sacó una cajita que llevaba inscritos algunos caracteres hebreos en el borde de la tapa, lo cual convenció a la mayoría de los presentes de que el diablo se había metido a boticario. Beaumanoir, después de santiguarse, tomó la caja y, experto en la mayoría de las lenguas orientales, leyó sin dificultades el epígrafe de la tapa: «El león de la tribu de Judá ha vencido».

—Extraños son los poderes de Satanás —decía— que pueden convertir en blasfemia a las Sagradas Escrituras, mezclando el veneno con nuestro necesario alimento. ¿No hay algún médico en la sala que pueda darnos a conocer los ingredientes de este místico ungüento?

Dos sanadores, como ellos mismos se denominaban, comparecieron. Uno era monje, el otro barbero, y ambos confesaron que no conocían los ingredientes. Lo único que podían decir es que olían a mirra y alcanfor, que ellos tenían por hierbas procedentes de Oriente. Pero con el odio natural y profesional contra alguien que practicaba sus mismas artes con éxito, insinuaron que, dado que la medicina y su composición no estaban a su alcance, era seguro que había sido elaborada utilizando los medios ilícitos de la farmacopea mágica, ya que ellos no utilizaban conjuros, pero sí conocían a la perfección su arte, hasta donde puede llegarse en su ejercicio según la fe de un cristiano. Cuando esta investigación médica llegó a su término, el campesino sajón rogó con humildad que le fuera devuelta la medicina que tan buenos resultados le había dado. Pero el gran maestre frunció el ceño, evidentemente disgustado.

—¿Cómo te llamas, compañero? —preguntóle al lisiado.

—Higg, hijo de Snell —contestó el campesino.

—Pues bien, Higg, hijo de Snell, yo te digo que es mejor estar impedido que aceptar los beneficios de la medicina de los infieles, aunque te pongan en situación de levantarte y andar. Mejor es despojar a los infieles por la fuerza que no aceptar los obsequios que nos hacen de buena gana o trabajar a sueldo por su beneficio. Vete y haz como te he dicho.

—Lástima —dijo el campesino—. Pero, con la venia de vuestra reverencia, la lección me llega un poco tarde, ya que no soy más que un inválido. Sin embargo, diré a mis dos hermanos, que trabajan para Nathan ben Samuel, que vuestra señoría opina que es más lícito robarle que no prestarle sus servicios con toda fidelidad.

—¡Sacad afuera a este descarado villano! —gritó Beaumanoir, que no estaba preparado para refutar esta aplicación práctica de su teoría general.

Higg, el hijo de Snell, se perdió entre la concurrencia, pero interesado en la suerte que esperaba a su benefactora, se entretuvo para poder conocer la condena que le sería impuesta, arriesgándose a topar de nuevo con la cólera del severo juez que tanto terror le inspiraba.

Llegados a este punto del juicio, el gran maestre ordenó a Rebeca que se despojara del velo. Abriendo la boca por primera vez, la hebrea contestó pacientemente, pero con dignidad:

—No les está permitido a las hijas de mi pueblo descubrir el rostro cuando se encuentran solas en una reunión de extraños.

El dulce tono de su voz, da suavidad de su réplica, causaron en la audiencia un sentimiento de conmiseración y simpatía. Pero Beaumanoir sostenía el criterio de que la supresión de cualquier sentimiento humanitario que pudiera interferirse en lo que él consideraba su deber, tenía forzosamente que ser una virtud por sí misma. Por eso repitió la orden para que su víctima fuera despojada del velo. Estaban a punto de quitarle el velo los guardianes, cuando la joven judía se levantó ante el gran maestre.

—¡Por el amor de vuestra hija! —exclamó; pero después, dándose cuenta, añadió—: ¡Ay, pero si no las tenéis! Entonces, por el recuerdo de vuestra madre, por el amor a vuestras hermanas y por la decencia femenina, no permitáis que me toquen en vuestra presencia. No resulta adecuado que una doncella sea privada de sus atavíos por tales criados. Obedeceré —añadió, con tal expresión de doliente pena en sus ojos y en su voz, que casi consiguió estremecer el corazón del mismo Beaumanoir—. Sois los ancianos de vuestro pueblo y a vuestro requerimiento mostraré el rostro de una desdichada doncella.

Se quitó el velo y observó a los reunidos con una mezcla de pudor y dignidad. Su maravillosa belleza despertó un unánime murmullo de sorpresa, y los caballeros más jóvenes se dijeron con la mirada que la mejor defensa de Brian la hacían sus encantos reales y no los imaginarios de la brujería. Pero Higg, hijo de Snell, se afectó profundamente al contemplar el rostro de su benefactora.

—Dejadme pasar —decía a los guardianes de la puerta de la sala—. ¡Dejadme pasar! ¡Quiero salir! Si la miro de nuevo moriré por la parte que he tenido en su perdición.

—Ve tranquilo, pobre hombre —dijo Rebeca al oír sus exclamaciones—. No me has causado mal por decir la verdad ni puedes ayudarme con tus quejas y lamentos. Ten paz, te lo ruego. Vete a casa y ponte a salvo.

Higg estuvo a punto de ser expulsado por los guardianes, quienes, al sentir compasión por él, temían que su pena expresada en voz alta fuera motivo para que les reprendieran y al mismo tiempo representara un castigo para el inválido. Pero éste prometió guardar silencio y le dieron permiso para permanecer allí. Fueron llamados a testimoniar, entonces, los dos soldados a los cuales Albert Malvoisin no había olvidado de aleccionar sobre lo que tenían que decir.

Aunque los dos eran villanos endurecidos e inflexibles, la visión de la doncella cautiva y de su delicada belleza pareció al principio desconcertarles. Pero una mirada muy expresiva del preceptor de Templestowe les retornó a su actitud sumisa y dieron cuenta, con una precisión de detalles que hubiera parecido sospechosa a jueces más imparciales, de las circunstancias, falsas y triviales, de los hechos. Todo el relato se hacía sumamente sospechoso por el modo exagerado con que se contaba y por los siniestros comentarios que los testigos añadían por su cuenta. En nuestros días su declaración hubiera sido clasificada en dos apartados: el uno, de hechos completamente imposibles físicamente, y el segundo, de hechos inmateriales e inexistentes. Pero ambos eran fácilmente considerados como dignos de crédito en aquellos tiempos de ignorancia y superstición. En el primer apartado se dijo que Rebeca había sido sorprendida hablando en una lengua desconocida; que las canciones que cantaba tenían una extraña y dulce melodía, capaz de encantar los oídos que la escuchaban, al tiempo que hacía latir los corazones; que hablaba consigo misma y miraba al cielo como esperando una respuesta; que sus vestiduras eran de forma extraña y exótica y muy diferente a las que usan las mujeres de buena reputación; que llevaba anillos en los que iban grabados signos cabalísticos y que caracteres extraños estaban bordados en su velo.

Todos estos pormenores, tan normales y triviales, fueron considerados como pruebas graves, fundamentalmente sospechosas, y que proporcionaban la casi evidencia de que Rebeca mantenía ilícita correspondencia con poderes de otro mundo.

Pero no había testimonio, por increíble que fuera, que la audiencia o la mayor parte de ella no diera por válido de buena gana. Uno de los soldados la había sorprendido curando la herida de otro soldado que él había llevado a Torquilstone. Contó que la judía realizó cabalísticos signos sobre la herida mientras repetía algunas palabras misteriosas, y puso a Dios por testigo de que nada había podido entender; entonces la punta de flecha se separó por sí sola de la herida, la hemorragia se detuvo, cerróse la llaga, y el moribundo, al cabo de un cuarto de hora, ya se paseaba por las murallas ayudando al testigo a manejar una palanca para arrojar piedras al enemigo. Esta leyenda quizá tenía su fundamento en el hecho de la cura que Rebeca le había hecho a Ivanhoe en el castillo. Pero resultaba difícil discutir la veracidad de aquel testigo, ya que, para respaldar su declaración verbal, sacó de su bolsa la punta de dardo de ballesta que, según su relato, había salido milagrosamente de la herida, y como la punta de hierro pesaba una onza justa, confirmó el relato por fantástico que pareciera.

Su camarada había presenciado, desde un parapeto cercano, la escena entre Rebeca y Bois-Guilbert cuando aquélla estuvo a punto de lanzarse desde lo alto del torreón. Para que su relato no fuera menos fantástico que el de su compañero, este individuo dio por cierto que Rebeca se situó sobre el pretil de la ventana y allí tomó la forma de un cisne, blanco como la leche. Según él, bajo esta apariencia rodeó volando tres veces el castillo de Torquilstone; volvió de nuevo al torreón, donde se posó adquiriendo de nuevo la forma de mujer.

Menos de la mitad de estos argumentos de peso hubieran bastado para condenar a cualquier vieja mujer, pobre y fea, aunque no hubiera sido judía. Esta última y fatal circunstancia, unida a todas las pruebas presentadas, constituía una carga demasiado pesada para la juventud de Rebeca, aunque dicha juventud fuera acompañada de la más exquisita belleza.

El gran maestre había recogido los votos y ahora pedía a Rebeca con voz solemne, que dijera si tenía algo que alegar a la sentencia condenatoria que estaba a punto de pronunciar.

—Invocar vuestra piedad —dijo la hermosa judía con voz algo trémula de emoción—, estoy segura de que sería tan inútil como vano decir que curar a los enfermos y heridos de otra religión no puede ser causa de descontento para el Creador que ambos reconocemos. De nada serviría alegar que muchas de las cosas que estos hombres (¡el cielo les perdone!) han dicho son imposibles, de poco me iba a servir ya que creéis en la posibilidad de que sean ciertas. Y, también de poca utilidad que explicara que mi vestido, lenguaje y costumbres son las del pueblo al cual pertenezco… He estado a punto de decir de mi patria, pero ¡ay!, no la tenemos. Ni tampoco quiero justificarme a expensas de mi opresor, que se encuentra allí escuchando las mentiras y consintiéndolas porque convierten en víctima al tirano. Dios nos juzgará a él y a mí, pero antes prefiero sufrir diez muertes iguales a la que tendréis el placer de imponerme que continuar oyendo las proposiciones que este hombre de Belial me hacía cuando me encontraba sin amigos, sin defensa y era su prisionera. Pero él profesa vuestra misma fe y su más ligera insinuación pesaría más que las más solemnes protestas de una judía. No echaré sobre él, por lo tanto, las culpas que me atribuís. Pero a él, a Brian de Bois-Guilbert, apelo para que diga si estas acusaciones son ciertas o falsas, si son tan monstruosas y calumniadoras como mortales.

Se produjo una pausa; todos los ojos miraban a Bois-Guilbert, que guardaba silencio.

—Habla —dijo ella—. Si eres hombre, si eres cristiano, ¡habla! Te conjuro por el hábito que vistes, por el nombre que has heredado, por la orden de caballería que has adoptado, por el honor de tu madre, por la tumba y los huesos de tu padre, te conjuro a declarar si todo lo que de mí se ha dicho es verdad.

—Contéstalo, hermano —dijo el gran maestre—, si el enemigo con el cual luchas te lo permite.

De hecho, Bois-Guilbert parecía agitado por encontradas pasiones, que casi hacían convulsionar su cara. Entonces, con voz sofocada y mirando a Rebeca, gritó:

—¡El papel! ¡El papel!

—¡Ay! —dijo Beaumanoir—. Ésta es la verdadera prueba. La víctima de sus brujerías sólo puede nombrar el papel fatal en el cual, sin duda, está escrito el encantamiento que es la causa de su silencio.

Pero Rebeca dio otra interpretación a las palabras que parecía haber pronunciado Bois-Guilbert y, posando la mirada sobre el trozo de papel que aún tenía en la mano, vio que en él venía escrito en caracteres arábigos: «¡Pide un campeón!». La ola de comentarios que originó la extraña réplica de Bois-Guilbert dio tiempo a Rebeca para leerlo y destruirlo inmediatamente sin que nadie se diera cuenta de nada. Cuando los murmullos cesaron, habló el gran maestre:

—Rebeca, ningún provecho sacarás del testimonio del desgraciado caballero, sobre el cual, podemos comprobarlo, el enemigo tiene tanto poder. ¿Tienes algo más que decir?

—Todavía me queda una última oportunidad de salvar la vida, incluso según vuestras leyes implacables. Mi vida ha sido miserable, miserable por lo menos recientemente. Pero no rehusaré el don de Dios mientras Él me dé medios para conservarlo y defenderlo. Niego tu inculpación: sostengo mi inocencia y declaro la falsedad de esta acusación. Reclamo el privilegio, del juicio por combate, el Juicio de Dios, y seré representada por mi campeón.

—¿Y quién, Rebeca —replicó el gran maestre—, enristrará la lanza por una hechicera? ¿Quién será el campeón de una judía?

—Dios me proporcionará un campeón —dijo Rebeca—. Es imposible que en Inglaterra, la hospitalaria, la generosa, la libre, donde tantos están dispuestos a poner su vida en peligro por el honor, no se encuentre a alguien dispuesto a luchar por la justicia. Pero es suficiente, porque desafío a combate ante Dios a este juicio. Ahí va mi prenda.

Se quitó de la mano el guante bordado y lo tiró ante el gran maestre, con un aire de sencillez y dignidad que provocó la sorpresa y la admiración generales.