XXIII
Si mi palabra no os conmueve,
y vuestro pecho helado no puede ser ablandado,
como soldado os deberé cortejar
y aun pese al mismo amor.SHAKESPEARE: Los dos hidalgos de Verona.
La habitación en que lady Rowena había sido confinada reunía algunos bastos requisitos ornamentales y de magnificencia. El haber sido alojado allí se podía considerar como una muestra de respeto que les fue negada a los otros prisioneros. La estancia había sido amueblada anteriormente para la esposa de Front-de-Boeuf, pero como había fallecido hacía tiempo, la polilla, ayudada por la negligencia, se había amparado en los ornamentos de buen gusto con que la habían decorado. La tapicería se había deteriorado, perdiendo la viveza de los colores por los efectos de la luz solar y por el paso del tiempo. Aunque desolada, era ésta la pieza del castillo que se había juzgado más apropiada para acomodar a la heredera sajona, y allí fue abandonada para que meditara sobre su suerte hasta que los actores de aquel drama nefasto se hubieran distribuido los diferentes papeles que en él tenían que desempeñar. La medida había sido adoptada en una reunión que sostuvieron Front-de-Boeuf, De Bracy y el templario. Se produjo un apasionado y largo debate sobre las ventajas que cada uno de ellos debía obtener en aquella audaz empresa, y al fin resolvieron la suerte de sus infelices prisioneros.
Por lo tanto, alrededor de las doce apareció De Bracy, a cuyo beneficio se había acordado la expedición, con el propósito de lograr la mano y las propiedades de lady Rowena.
No había consumido todo su tiempo entregado a las deliberaciones del consejo con sus camaradas, sino que había sabido encontrar alguna hora para emperifollarse según la barroca moda de aquel entonces. Había dejado de lado su verde gabán y su máscara. Su largo y abundante pelo había sido peinado en bucles que caían sobre las pieles de su capa. Se había afeitado cuidadosamente; el coleto le llegaba a las pantorrillas y el cinturón, que ceñía y sostenía su poderosa espada, estaba bordado en oro. Ya hemos hablado de la extravagante moda del calzado de la época, pero De Bracy hubiera podido disputar el premio de la extravagancia a los más osados. Así se vestían los petimetres de entonces y, en la presente ocasión, ayudaba al efecto del conjunto el buen tipo y desenvoltura del que de tal modo se había vestido, cuyas maneras compartían la gracia del cortesano y la franqueza del soldado.
Saludó a Rowena realizando un amplio movimiento con su gorra de terciopelo, adornada con un broche de oro que representaba a san Miguel pisando al príncipe de las tinieblas. Después, indicó gentilmente a la dama que tomara asiento, y al ver que ésta continuaba en pie, el caballero desenguantó su mano derecha y se la ofreció para conducirla al asiento. Rowena, sin embargo, declinó con un gesto de cumplimiento y dijo:
—Si me hallo en presencia de mi carcelero, señor, y las circunstancias no me permiten pensar otra cosa, mejor le será al prisionero permanecer en pie hasta que sepa la suerte que le espera.
—¡Ay, hermosa Rowena! —replicó De Bracy—. Estáis en presencia de vuestro cautivo, no de vuestro carcelero. Son vuestros hermosos ojos los que han de dictar para De Bracy la sentencia que de él esperáis.
—No os conozco, caballero —dijo Rowena estirándose con todo el orgullo de la alcurnia y la belleza ofendidas—. No os conozco y la insolente familiaridad con que usáis la jerga de los trovadores cuando os dirigís a mí, no justifica la violencia de un salteador.
—Sólo a vos, hermosa doncella —contestó De Bracy en el mismo tono—, y a vuestros propios encantos hay que culpar de cuanto yo haya hecho y haya traspasado la frontera del respeto que se le debe a quien tengo escogida como reina de mi corazón y estrella de mis ojos.
—Os repito, señor, que no os conozco en absoluto y que ningún hombre con cadena y espuelas debe introducirse de este modo en el aposento de una dama indefensa.
—Que os sea desconocido es el origen de mis desgracias —dijo De Bracy—; sin embargo, me atrevo a esperar que mi nombre no os haya sido desconocido cuando juglares y heraldos hayan proclamado hazañas caballerescas en las lizas o en el campo de batalla.
—Dejad entonces que juglares y heraldos canten vuestra alabanza, señor —replicó Rowena—. Sin duda, es un trabajo más adecuado para sus bocas que para la vuestra. Decidme, ¿cuál de ellos recogerá en una canción, en un libro o en un torneo, la memorable conquista de esta noche, una victoria obtenida sobre un anciano acompañado de unos cuantos tímidos y pusilánimes criados, en la que os habéis llevado como botín a una infortunada doncella que ha sido conducida contra su voluntad al castillo de un usurpador?
—Sois injusta, lady Rowena —dijo De Bracy mordiéndose los labios, confundido y hablando con un tono más natural a su persona que el de postiza galantería que al principio había adoptado—. Al estar desprovista de pasión, no podéis excusar la locura de nadie, aunque sea originada por vuestra propia belleza.
—Os ruego, caballero —dijo Rowena—, que ceséis en ese lenguaje tan comúnmente usado por los bardos vagabundos y que sienta tan mal a la boca de un caballero. En verdad que me obligáis a tomar asiento, ya que caéis en lugares comunes de los cuales cualquier vulgar aldeano tiene acopio suficiente para recitar hasta las Navidades.
—Orgullosa damisela —dijo De Bracy, despechado al ver que su galante estilo no le proporcionaba sino desdén—, con orgullo os replicaré. Sabed, pues, que he intentado explicaros mis pretensiones del modo más conveniente a vuestra condición. Pero parece más adecuado a vuestro carácter el ser cortejada bruscamente que no con buenas palabras y frases galantes.
—La cortesía en el lenguaje —dijo Rowena—, cuando es usada para enmascarar hechos ruines no es nada más que un cinturón de caballero sobre el pecho de un vil payaso. No me asombra que la reserva os desconcierte…, más honorable hubiera sido conservar el vestido y el lenguaje de un salteador de caminos que no disimular las propias hazañas bajo capa de lenguaje gentil y buenos modales.
—Bien me aconsejáis, señora —dijo el normando—. Os comunico en el rudo lenguaje, que es la mejor justificación de los rudos hechos, que nunca abandonaréis este castillo si no lo es como esposa de Maurice de Bracy. No tolero que mis empresas acaben en decepción. Ningún normando tiene por qué rendir cuentas escrupulosamente de su conducta a la doncella sajona, menos aún, y por ello la más apropiada para ser mi esposa. ¿Por qué otros medios podríais ser elevada a tan alto honor y ocupar un lugar privilegiado si no es con mi alianza? ¿De qué otro modo podríais escapar de los estrechos recintos de la granja rural donde los sajones pacen junto a los cerdos que constituyen toda su riqueza? Podríais ocupar un sitio honrada como os merecéis, entre lo que en Inglaterra existe de más distinguido por la belleza y dignificado por el poder.
—Caballero —replicó Rowena—, la granja que despreciáis ha sido mi refugio desde la infancia y, creedme, cuando la abandone, si es que llega este día, será con alguien que no haya aprendido a despreciar el cobijo y las costumbres en que he sido educada.
—Me imagino lo que queréis decirme, señora —dijo De Bracy—, aunque sin duda creéis que su significado es demasiado complejo para mis entendederas. Pero no soñéis que Ricardo Corazón de León ocupe de nuevo su trono y mucho menos que su favorito, Wilfred de Ivanhoe, tenga ocasión de conduciros a sus plantas para ser bien recibida como esposa del caballero favorito. Cualquier otro pretendiente se sentiría celoso, pero mi firme decisión no puede alterarse por un proyecto tan infantil e irrealizable. Sabed, señora, que este rival también ha caído en mi poder y que sólo de mí depende revelar su presencia en el castillo a Front-de-Boeuf, cuyos celos serían más fatales que los míos.
—¿Wilfred aquí? —dijo Rowena con desdén—. Esto es tan cierto como que Front-de-Boeuf sea su rival. —Cuando dijo esto De Bracy la miró fijamente por un instante.
—¿De veras no estabais enterada? ¿No sabíais que Wilfred de Ivanhoe viajaba en la litera del judío? ¡Conveniente transporte para el cruzado cuyo brazo de pasta había de reconquistar el Santo Sepulcro! —y se rió burlonamente.
—Y si se halla aquí —dijo Rowena, en un fingido tono indiferente y sin poder evitar la agonía del temor—, ¿en qué es el rival de Front-de-Boeuf? O, ¿qué más debe temer sino un breve cautiverio y un rescate honroso según los usos de la caballería?
—Rowena —dijo De Bracy—, estáis alucinada por un error tan común en vuestro sexo que creéis que sólo puede haber rivalidad originada por vuestros propios encantos. ¿No sabéis que existen los celos de la ambición y de la riqueza, así como existen los del amor? ¿Y que por todo esto nuestro huésped, Front-de-Boeuf, apartará de su camino a cualquiera que se atreva a interferirse en sus pretensiones a la hermosa baronía de Ivanhoe, con tanta bravura, presteza y falta de escrúpulos como pondría en el caso de ser postergado a los ojos azules de alguna damisela? Pero, dadme vuestra sonrisa, señora, y el campeón herido no tendrá nada que temer de Front-de-Boeuf, a quien en verdad debéis temer porque estaréis a la merced de alguien que nunca ha dado muestras de compasión.
—¡Salvadle, por el amor de los cielos! —dijo Rowena, cediendo en su firmeza debido al terror que le causaba la suerte que amenazaba a su amado.
—Puedo, quiero y es mi intención —dijo De Bracy—, porque cuando Rowena consienta en ser la esposa de De Bracy, ¿quién se atreverá a poner la mano sobre su pariente, el hijo de su tutor, el compañero de su juventud? Vuestro amor debe comprar su protección. No soy lo suficientemente loco y romántico para aumentar la fortuna o evitar la desgracia de alguien que podría convertirse en un obstáculo insuperable para mis deseos. Usad en su favor el poder que tenéis sobre mí y estará salvado…, no hagáis uso de él y Wilfred morirá sin que con ello esté más cerca vuestra libertad.
—El lenguaje con que os expresáis —contestó Rowena— tiene en su indiferente desnudez algo que no se aviene con los horrores que parece expresar. ¡No creo que vuestras intenciones sean tan malvadas o vuestro poder sea tan grande!
—Hallad consuelo entonces en esta creencia —dijo De Bracy—, hasta que el tiempo os demuestre que es falsa. Vuestro amado yace herido en este castillo…, vuestro amante preferido. Existe una barrera entre Front-de-Boeuf y lo que él quiere, incluso por encima de la ambición o la belleza. ¿Haría falta algo más que una puñalada o un golpe de jabalina para eliminar para siempre cualquier oposición? No, y si Front-de-Boeuf temiera apelar a tan descarados procedimientos, no tendría más que ordenar al médico que le administrara una droga equivocada, dejar que el criado o la enfermera que le asisten retiraran la almohada de su cabeza y Wilfred, tal como ahora se encuentra, se despediría de nosotros sin efusión de sangre. También Cedric…
—Cedric también —dijo Rowena, repitiendo sus palabras—. ¡Mi noble…, mi generoso tutor! ¡Merezco los males que han caído sobre mí por haberme olvidado de su suerte aunque fuera por pensar en la de su hijo!
—El destino de Cedric también depende de vuestra determinación —dijo De Bracy—, y dejo que seáis vos quien decida.
Hasta aquí Rowena había interpretado su papel con indomable valor, debido a que no se había creído que el peligro fuera tan serio e inminente. Sus facciones correspondían a las que los fisonomistas consideran propias de las complexiones rubias: suaves, tímidas y gentiles, pero habían sido templadas y en cierto modo endurecidas por las circunstancias que concurrieron en su educación. Acostumbrada a que todos cedieran ante sus deseos (incluso Cedric, que tan arbitrario solía mostrarse con los demás), había adquirido aquella especie de valor y confianza en sí misma, resultado de la habitual y constante deferencia del círculo en que uno se mueve. Difícilmente podía concebir la posibilidad de que alguien se opusiera a sus designios, y mucho menos verse tratada con total desconsideración.
Su altanería y costumbre de dominar eran en cierto modo ficticias y estaban como superpuestas a su carácter natural, por lo que la abandonaban cuando abría los ojos a la magnitud del peligro. Éste era el caso, en cuanto al futuro que aguardaba a su amado y a su tutor. Y cuando sus deseos, cuya mínima expresión siempre había originado respeto y atención, se opusieron a los de un hombre fuerte y de mente decidida, que además la aventajaba en determinación, su entereza se derrumbó.
Después de haber mirado a su alrededor como si buscara una ayuda que nadie podía darle, levantó las manos al cielo y se abandonó a todos los extremos imaginables del dolor. Era imposible ver a tan hermosa criatura devorada por la angustia sin conmoverse, y De Bracy no fue insensible, aunque sintiera más embarazo que compasión. Cierto que había ido demasiado lejos para retroceder, pero en el presente estado de Rowena no podía hacer nada, ni con argumentos ni con amenazas. Paseaba arriba y abajo, ya recomendando a la aterrorizada doncella que se comportase, ya dudando acerca de cómo había de proceder.
«Si hubiera de conmoverme por las lágrimas y la pena de esta desconsolada damisela —pensaba para sí—, ¿qué conseguiría si no la pérdida de las esperanzas por las cuales tantos riesgos he corrido, además de las burlas del príncipe Juan y sus alegres camaradas? Y de todas formas, no me encuentro a gusto en el papel que estoy representando. No puedo resistir la tentación de un rostro tan hermoso cuando está embargado por la desesperación ni de estos ojos cuando están inundados de lágrimas. ¡Hubiera preferido que mantuviese su altivez! ¡O que mi dureza de corazón igualara a la de Front-de-Boeuf!»
Agitado por estos pensamientos, lo único que hizo para consolar a la infortunada Rowena y volverla en sí fue asegurarle que todavía no tenía motivos para dejarse llevar por la desesperación. Pero el trabajo que se tomó De Bracy en consolarla fue interrumpido por el cuerno, que sonaba ronco y penetrante. Había alarmado al unísono a todos los habitantes del castillo e interrumpido sus respectivos planes de avaricia y depravación. De todos ellos, quizá fuera De Bracy el que más se alegró de la interrupción, porque su entrevista con lady Rowena había llegado a un punto en el que tan difícil le resultaba proseguir como abandonar su empresa.
Y llegados a este punto creemos necesaria una digresión. Habrá que ofrecer mejores pruebas que las incidencias de un mal relato. Duele pensar que aquellos valientes varones, a los cuales se debe el haber enfrentado a la Corona para conservar las libertades de Inglaterra y con los que hoy estamos en deuda, pudieran haber sido en privado tan temibles opresores, capaces de cometer excesos no sólo contrarios a las leyes de Inglaterra, sino también a las de la naturaleza y de la humanidad. Pero ¡ay!, únicamente tenemos que extractar alguno de los pasajes que transcribió el industrioso historiador Henry, procedentes de los historiadores contemporáneos, para probar que ni la misma ficción puede igualar la negra realidad de los horrores de la época.
La descripción que nos ofrece el autor de las crónicas sajonas respecto a las crueldades cometidas durante el reinado del rey Esteban por los grandes barones y señores de los castillos, que eran normandos, constituye una poderosa prueba de los excesos de que eran capaces cuando sus pasiones se inflamaban:
«Obligaban a los pobres a construir los castillos y, una vez construidos, los llenaban de hombres malvados o, mejor dicho, de demonios que se apoderaban de hombres y mujeres que suponían con algún dinero. Los encerraban en las prisiones y les sometían a peores torturas que las padecidas por los mártires. A unos los ahogaban en barro y colgaban de los pies a los otros, o del cuello, o de los pulgares, prendiendo grandes fuegos debajo de ellos. Oprimían las cabezas de algunos mediante cuerdas de nudos hasta conseguir que los sesos saltaran; a otros los dejaban tirados en mazmorras infestadas de culebras y sapos. Pero sería cruel obligar al lector a que sintiera el dolor, de seguir al autor de esta descripción.[10]»
Otro ejemplo de los amargos frutos de la conquista, y quizá el más duro de los que puedan citarse, es el que hace referencia a la emperatriz Matilde. Ella, aunque hija del rey de Escocia, después reina de Inglaterra y emperatriz de Alemania, hija, esposa y madre de monarcas, se vio obligada, durante su primera estancia en Inglaterra con el objeto de completar sus estudios, a vestir el velo de monja como única solución para escapar a la licenciosa persecución de los nobles normandos. Ésta fue la razón que expresó ante un gran consejo del clero de Inglaterra. La asamblea de clérigos admitió la validez de la alegación y la evidencia de las circunstancias en que se fundaba, dando de este modo un notable e indudable testimonio de la existencia de las desgraciadas costumbres licenciosas que en la época se estilaban. Era de dominio público, se decía, que después de la conquista del rey Guillermo, sus partidarios normandos, desbordados por la importancia de la victoria, no reconocieron más leyes que las de su propio y condenable placer. No sólo despojaban a los sajones de sus tierras y de sus bienes, sino que mancillaban el honor de sus esposas y de sus hijas con la más desbocada depravación. De ahí que fuera común que las matronas y doncellas adoptaran el velo y se refugiaran en los conventos, no llamadas por la vocación religiosa, sino únicamente para preservar su honor contra la desatada malicia de los hombres.
Tales y tan licenciosos eran los tiempos, según se recogió públicamente en la comunicación de la asamblea de clérigos, y como también la recogió el historiado Eadmer. Y no necesitamos añadir nada más para reivindicar la verosimilitud de las escenas que hemos detallado y que vamos a detallar, siguiendo la menos segura y más apócrifa autoridad del Wardour MS.