VI
Esta amistad yo la utilizo para comprar su favor:
la quiere, bien; si la rechaza, adiós.
Por Dios, le suplico que no me engañe.SHAKESPEARE: El mercader de Venecia.
Mientras el peregrino, ayudado por la luz de una antorcha que sostenía un criado, se adentraba en la intrincada red de pasadizos que establecían comunicación entre las diferentes estancias de la irregular mansión, se le acercó el copero. Éste le insinuó al oído si no tendría inconveniente en aceptar una copa de buena cerveza en su propio aposento, ya que muchos de la servidumbre ardían en deseos de oír las nuevas de Tierra Santa, especialmente las concernientes al caballero Ivanhoe. De pronto apareció Wamba apoyando la proposición y haciendo notar que una copa después de medianoche valía por tres tomadas antes del toque de queda. Sin discutir una aseveración defendida por un entendido de tanta categoría, el peregrino declinó cortésmente la invitación añadiendo que sus votos le prohibían tratar en privado aquellas cuestiones que no se podían hablar en público.
—Estos votos —dijo Wamba al copero— les hacen una mala faena a los criados.
El copero se encogió de hombros con displicencia.
—Mi intención era la de alojarle en la planta noble —dijo—, pero visto que se muestra tan poco sociable con los cristianos, voy a aposentarle junto a Isaac el judío… Anwold —ordenó al portador de la antorcha—, conduce al peregrino a los apartamentos del sur… Os doy las gracias, señor peregrino —añadió—, aunque poco agradecimiento merece tan poca cortesía.
—Buenas noches y que la bendición de la Santa Virgen esté con vos —dijo el peregrino con buenos modales, mientras su guía se ponía en movimiento.
En una pequeña antecámara iluminada por una lámpara de hierro y a la cual daban diferentes puertas, tuvieron un segundo encuentro. Se trataba de una de las doncellas de lady Rowena. En tono autoritario explicó que su señora deseaba hablar con el peregrino, y mientras eso decía, tomó la antorcha de manos del criado indicándole que regresara. Después indicó al peregrino que la siguiese. Aparentemente, éste no juzgó oportuno desairar la invitación como lo había hecho con la anterior ya que, aunque sorprendido por el requerimiento, obedeció sin replicar ni dar muestras de desagrado.
Un corto pasadizo y una escalera de siete escalones, cada uno de los cuales era un tronco de roble, le condujeron a la estancia de lady Rowena. Las paredes habían sido recubiertas de colgaduras bordadas; sedas de diferentes colores, entretejidas con hilos de oro y plata, habían sido dispuestas con toda la habilidad de los artistas de la época para representar hechos de caza y cetrería. La cama estaba cubierta con tapices igualmente ricos y rodeada de cortinajes teñidos de púrpura. También los sillones estaban forrados, y uno de ellos, más elevado que los restantes, tenía un escabel de marfil curiosamente labrado.
No menos de cuatro candelabros de plata, cada uno de ellos sosteniendo grandes hachas de cera, iluminaban la estancia. Pero la magnificencia en que vivía una princesa sajona no causa envidia a las hermosas de hoy en día. Las paredes de la habitación estaban tan mal acabadas y llenas de grietas que las ricas colgaduras eran agitadas por el viento nocturno y la llama de las bujías se contorsionaba en el aire como un pendón al viento, a pesar de estar protegidas por una pantalla. Y el lujo era notorio, mezclado con ciertos toques de buen gusto, pero era escasa la comodidad; sin embargo, por desconocida no era echada en falta.
Lady Rowena, con tres sirvientas a su espalda entretenidas en peinarla, mientras descansaba sentada en el sillón que antes hemos descrito, parecía nacida para recibir pleitesía de todo el mundo. El peregrino, que no quiso ser una excepción, le rindió homenaje mediante una profunda genuflexión.
—Álzate, peregrino —le dijo gentilmente—; el defensor de los ausentes se hace merecedor de un recibimiento especial que no dudarán en otorgarle todos los que estimen la verdad y el honor. —Y añadió, dirigiéndose a su cortejo—: Retiraos, excepción hecha de Elgitha. Deseo hablar con el santo peregrino.
Las doncellas, sin abandonar la estancia, se retiraron al extremo más alejado. Tomaron asiento en un pequeño banco apoyado contra el muro y allí permanecieron mudas como estatuas, a pesar de que, a tanta distancia, sus murmullos no hubieran turbado la conversación de su ama.
—Peregrino —dijo la señora, luego de una pequeña pausa durante la cual pareció dudar acerca del modo de dirigírsele—; esta noche habéis mencionado un nombre… Me refiero al de Ivanhoe. Le habéis nombrado precisamente entre unos muros donde el sonido de su nombre hubiera de haber tenido mejor aceptación, por naturaleza y parentesco. Pero tan crueles son los designios del destino, que de entre los muchos cuyos corazones han latido al escuchar su nombre, solamente yo me atrevo a preguntaros dónde y en qué condición se encuentra aquél a quien os referíais… Se dice que tras permanecer en Palestina por razones de salud después de la partida del ejército inglés, sufrió persecución por parte de la facción francesa de la cual los normandos son adictos.
—Conozco poco al caballero Ivanhoe —contestó el peregrino con la voz turbada—; mucho me complacería conocerle más a fondo, desde el momento, señora, que vos os interesáis por su destino. Creo que salió airoso de la persecución de que fue objeto en Palestina y que se halla en vísperas de regresar a Inglaterra donde, vos, señora, sabéis mejor que yo cuáles son sus probabilidades de encontrar la felicidad.
Lady Rowena suspiró profundamente y preguntó más particularmente para cuándo se esperaba su llegada y si no se daría el caso de estar expuesto a peligros en su viaje. Con referencia al primer punto, el peregrino confesó su ignorancia, y respecto al segundo, aseguró que el viaje podía ser realizado con éxito desde Venecia a Génova para llegar a Inglaterra a través de Francia.
—Ivanhoe —añadió— dominaba la lengua francesa hasta el punto de estar a salvo de cualquier contratiempo durante esa última parte de su viaje.
—Quiera Dios —dijo lady Rowena—, que ya se encuentre a salvo entre nosotros y pueda ponerse la armadura en el próximo torneo, en el que la caballería de estas tierras ha de desplegar todo su valor y destreza. Si se da el caso de que Athelstane de Coningsburgh alcanza la victoria, malas nuevas esperan a Ivanhoe a su llegada a Inglaterra. ¿Cuál era su aspecto, forastero, cuando le viste por última vez? ¿La dura mano de la enfermedad había dejado huella sobre su fuerza y hermosura?
—Me pareció más moreno y más delgado que cuando llegó de Chipre, formando el cortejo del rey Ricardo. Su semblante denotaba preocupación; de todos modos, no pude verle de cerca, ya que no nos conocemos.
—Me temo que ha de encontrar en su patria pocos motivos para alejar de él las preocupaciones —dijo lady Rowena—. Gracias, peregrino, por tu información referente a mi compañero de infancia… Doncellas, acercaos. Ofreced el último vaso al santo varón a quien no quiero privar por más tiempo de reposo.
Una de las doncellas llegó con una copa de plata llena de vino especiado. Rowena lo llevó a sus labios y lo ofreció después al peregrino.
—Aceptad esta limosna, amigo —prosiguió la dama ofreciéndole una moneda de oro—, como reconocimiento a las penalidades que has soportado visitando los Santos Lugares.
El peregrino agradeció la dádiva con otra profunda reverencia y siguió a Elgitha fuera de la estancia.
En la antesala encontró a Anwold, el asistente; tomó la antorcha de manos de la doncella y le condujo con más prisa que cortesía a la parte innoble del edificio, situada en el exterior, donde cierto número de cuartuchos servían de cobijo a los criados inferiores y a los forasteros de poca categoría.
—¿Cuál es el cuarto del judío? —preguntó el peregrino.
—El perro descreído se cobija en la celda inmediata a vuestra santidad. ¡Por san Dunstan! ¡Cómo habremos de lavarla y limpiarla antes de que pueda servir para dar abrigo a un cristiano!
—¿Y dónde duerme Gurth, el porquerizo? —preguntó el forastero.
—Gurth ocupa la celda de la derecha, mientras que la del judío está a la izquierda. Vos separaréis al circuncidado del animal que su raza abomina. Mejor habitación hubierais gozado de haber aceptado la invitación de Oswald.
—Ya está bien así —dijo el peregrino—. Difícilmente la contaminación, aún procedente de un judío, puede atravesar una pared de roble.
Y entró en la celda que le estaba destinada; tomó la antorcha de manos del criado, le dio las gracias y le deseó las buenas noches.
Después de cerrar la puerta de la celda, colocó la antorcha en un candelabro de madera e inspeccionó su dormitorio, cuyo mobiliario, sencillo en extremo, consistía en un rústico taburete de madera y una tabla aún más rústica, cubierta de paja limpia y provista de varias pieles de carnero a modo de mantas.
Después de apagar la luz, el peregrino se acostó sin despojarse de sus vestiduras y durmió, o por lo menos permaneció en esta misma postura, hasta que los primeros albores de la mañana penetraron a través del ventanuco que servía para dar ventilación y luz al incómodo habitáculo. Se levantó y, después de rezar sus plegarias y arreglarse la túnica, abandonó la celda. Penetró en la de Isaac, poniendo gran cuidado al levantar el pestillo.
Su ocupante estaba entregado a un sueño bastante agitado sobre un camastro similar al que el peregrino había utilizado para pasar la noche. Las piezas de su vestido, del que se había despojado antes de dormir, habían sido colocadas alrededor de su cuerpo como para ser protegidas de cualquier intento de robo durante las pesadillas de su sueño. La agitación de su rostro lindaba con la agonía. Sus manos se agitaban convulsivas como si lucharan con la pesadilla y, después de proferir algunas exclamaciones en hebreo, pudieron oírse las siguientes en el dialecto normando inglés:
—¡Por el Dios de Abraham, respetad la vida de un infeliz anciano! ¡Soy tan pobre que no tengo ni una miserable moneda…, aunque me descuartizarais, no podría daros nada!
El peregrino no esperó a que el judío llegara al final de su visión y le tocó con el cayado. Seguramente el contacto se asoció, como suele suceder, con sus temores experimentados en sueños, ya que el anciano se sobresaltó. Recogió parte de sus vestiduras con premura y, sujetándolas con la tenacidad con que el halcón clava sus garras en la presa, dirigió hacia el peregrino sus negros ojos penetrantes, que en aquellos instantes expresaban desmesurada sorpresa y un miedo cerval.
—No temas nada de mí, Isaac; considérame tu amigo —dijo el peregrino.
—El Dios de Israel te recompense —dijo el judío dando muestras de gran alivio—. Soñaba que… pero, alabado sea el padre Abraham, sólo se trataba de un sueño.
Y después, recuperándose, añadió con un tono normal de voz:
—¿Y qué causa desea tratar vuestra bondad con el pobre judío a hora tan temprana?
—Sólo quiero advertirte —dijo el peregrino— que de no abandonar esta mansión inmediatamente, tu viaje puede resultarte altamente perjudicial.
—¡Padre Santo! ¿Quién puede tener interés en perjudicar a un miserable como yo?
—Ya puedes figurártelo, pero quiero que sepas que mientras atravesaba la sala anoche, el templario iba hablando a sus esclavos musulmanes utilizando el lenguaje sarraceno, el cual conozco bien, y les encargaba que esta madrugada vigilaran tus pasos y cayeran sobre ti cuando te hubieras alejado de la casa y te condujeran de inmediato al castillo de Philip de Malvoisin y, en su defecto, al de Reginald Front-de-Boeuf.
Es imposible describir a qué extremo llegó el terror del judío al oír esta información; parecía superior a lo que sus fuerzas podían so portar. Los brazos le colgaban a lo largo del cuerpo, la cabeza se le inclinó sobre el pecho, las rodillas cedieron y cada nervio y músculo pareció quedar enervado y perder toda su energía. Se derrumbó a los pies del peregrino, no al modo del que se inclina y arrodilla para implorar o producir compasión, sino como un hombre acosado por todas partes por una fuerza invisible que lo aplasta anulando su capacidad de resistencia.
—¡Santo Dios de Abraham! —fue su primera exclamación, mientras se retorcía las manos y las elevaba sin levantar su cabeza gris del pavimento—. ¡Oh, bendito Moisés! ¡Sagrado Aarón! ¡El sueño era una advertencia y la visión no vino en vano! ¡Ya puedo sentir los hierros desgarrándome las entrañas! ¡Tal como las flechas, sierras y hachas de hierro lo hicieron con los hombres de Rabbah y con las ciudades de los hijos de Ammón, ya siento mis huesos y mi carne desgarrados!
—Levántate, Isaac, y escúchame con atención —dijo el peregrino, que contemplaba al judío con una mezcla de compasión y disgusto—. Tienes razón en aterrorizarte considerando el modo en que tus hermanos han sido extorsionados por príncipes y nobles; pero levántate, repito, y te indicaré el modo de huir. Abandona esta mansión mientras los que la habitan todavía duermen profundamente, ayudados por la fiesta de ayer noche. Te guiaré a través del bosque por senderos conocidos y no he de abandonarte hasta dejarte a salvo bajo la protección de algún noble señor cuya buena voluntad podrás asegurarte con los medios que seguramente posees.
A medida que los oídos de Isaac iban escuchando las esperanzas de huida implicadas en el anterior disgusto, empezó a levantarse gradualmente, pulgada a pulgada, como quien dice, hasta quedar arrodillado. Tiró entonces para atrás su cabellera gris y fijó sus ojos negros y penetrantes en la cara del peregrino con una mirada que expresaba esperanza y temor, y en la cual no estaba ausente la sospecha. Pero cuando oyó la parte final del parlamento, el terror que había sentido pareció revivir con nueva y más potente fuerza. Escondiendo de nuevo el rostro, exclamó:
—¡Mira que decir que yo poseo medios para asegurarme la buena voluntad de quien sea! Un solo camino conduce a ganar el favor de un cristiano, ¿y cómo podrá hallar dicho camino un pobre judío al que las continuas extorsiones tienen reducido a la miseria de Lázaro? —Y de pronto, como si el recelo fuera más poderoso que cualquier otro sentimiento que en él habitara, exclamó—: Por el amor de Dios, joven, no me traiciones… Por el gran Padre que nos hizo a todos, judíos y gentiles, israelitas e ismaelitas…, no me seas traidor. No dispongo de medios ni siquiera para comprar la buena voluntad de un mendigo cristiano, aunque sólo la tasara en un simple maravedí. —Mientras iba hablando, se levantó y agarró el manto del peregrino, mirándole suplicante. Como si temiera contaminarse, el peregrino consiguió librarse de su contacto.
—Aunque estuvieras cargado con todas las riquezas de tu tribu —le dijo—, ¿qué interés podría tener en perjudicarte? Estas vestiduras me obligan al voto de pobreza y no renunciaría a ellas por nada, excepción hecha de un caballo y de una cota de malla. Por lo tanto, no creas que tengo ningún interés en acompañarte ni que sea mi intento aprovecharme; quédate si es tu deseo… Cedric el Sajón te protegerá.
—Por desgracia —dijo el judío— no me permitirá unirme a su cortejo…, tanto sajones como normandos se avergüenzan del pobre israelita, y en cuanto a atravesar los dominios de Philip de Malvoisin y de Reginald Front-de-Boeuf… Buen mancebo, ¡iré contigo! Démonos prisa…, recojamos nuestras cosas volando. Aquí tienes tu bordón, pero ¿por qué te entretienes?
—No me entretengo —dijo el peregrino, calmando la impaciencia de su acompañante—, pero debo antes pensar el modo más seguro de abandonar este lugar. Sígueme.
Abrióse paso hacia la celda adjunta que, como el lector ya sabe, estaba ocupada por el porquerizo Gurth.
—Levántate, Gurth —dijo el peregrino—, y hazlo pronto. Abre la puerta trasera y déjanos salir al judío y a mí.
Gurth, cuyo oficio, tan poco considerado en nuestros días, le daba el rango de un Eumeo en la Inglaterra sajona, se ofendió por el tono familiar y autoritario empleado por el peregrino.
—El judío abandonando Rotherwood y viajando junto al peregrino —dijo apoyándose en el codo y mirando con suficiencia, sin abandonar el camastro.
—Ver salir al judío acompañado del peregrino me parece más irreal que huir con una pieza de tocino bajo el brazo —dijo Wamba, que acababa de entrar en el cuarto.
—De todos modos —dijo Gurth, reclinando de nuevo la cabeza sobre el tronco de madera que hacía las veces de almohada—, tanto el judío como el gentil tendrán la bondad de esperar a que se abra la puerta principal. No podemos consentir que tan honorables huéspedes nos abandonen a hora tan temprana.
—De todos modos —dijo el peregrino con tono autoritario—, creo que no habréis de negarme este favor.
Y así diciendo se acercó al lecho del reticente porquerizo y murmuró a su oído algo en sajón. Gurth se levantó de un brinco, como electrizado. El peregrino, levantando el índice como recomendando cautela, añadió:
—Cuidado, Gurth; cuidado con lo que haces. Siempre te he tenido por un hombre prudente. Repito, levanta el pestillo. No has de tardar en saber más.
Gurth le obedeció con celeridad, mientras Wamba y el judío le seguían, maravillados del súbito cambio en la actitud del porquerizo.
—¡Mi mula, mi mula! —dijo el judío tan pronto la poterna estuvo abierta.
—Dale su mula —dijo el peregrino—, y, óyeme…, proporcióname otra a mí y así podré acompañarle hasta que esté lejos de aquí…; la devolveré en buen estado a alguno de los componentes del cortejo de Cedric, en Ashby. Y tú lo que has de hacer es… —y el resto lo dijo al oído de Gurth.
—De buena gana lo haré, de muy buena gana —dijo Gurth, partiendo al instante para cumplir el encargo.
—Me gustaría saber —dijo Wamba cuando su amigo volvió la espalda— qué cosas aprendéis los peregrinos en Tierra Santa.
—A rezar, loco —contestó el peregrino—, y también aprendemos a arrepentimos de nuestros pecados y a mortificarnos con ayunos, vigilias y largas plegarias.
—Algo más poderoso que todo eso debéis aprender —contestó el bufón—, porque no puedo creer que el arrepentimiento y los rezos puedan hacer de Gurth un hombre educado, como tampoco creo que ni ayunos ni vigilias le convencieran para dejaros una mula… Tal como le conozco, más consideración hubierais encontrado en el verraco de la manada hablándole de vigilias y penitencias que no con Gurth. ¡Valiente tipejo está hecho!
—Vete al cuerno —dijo el peregrino—, no eres más que un loco sajón.
—Has hecho bien —dijo el bufón—, de haber nacido normando. De haberlo sido yo, la suerte me hubiera acompañado y casi hubiera podido alcanzar la sabiduría.
Precisamente entonces apareció Gurth en la parte opuesta del foso conduciendo las mulas por la brida. Los viajeros lo cruzaron utilizando un puente levadizo hecho con dos planchas de madera y no más ancho que la poterna. Daba a una pequeña abertura en la empalizada, que dejaba el paso libre hacia el bosque. Tan pronto alcanzaron las mulas, el judío acomodó con manos temblorosas en la parte posterior de la silla una bolsa de piel de ante que sacó de debajo de la capa y la cual sólo contenía, según aseguró en un murmullo:
—Una muda, tan sólo una muda limpia. —Y montando el animal con más presteza y agilidad de las que hacían presagiar sus muchos años, no perdió tiempo en esconder o en disimular bajo los pliegues de su túnica dicha bolsa, que quedó de este modo en bandolera de su cabalgadura.
Más tiempo se tomó el peregrino en montar, alargando su mano a Gurth, que la besó con veneración. El porquerizo siguió con la vista a los viajeros hasta que se perdieron en el sendero, adentrándose en el bosque. Entonces, Wamba le sacó de sus sueños.
—¿Sabes, amigo Gurth —dijo el bufón—, que te muestras más cortés y piadoso en esta mañana de verano que en otras ocasiones? En estos momentos quisiera ser un reverendo prior o un peregrino descalzo para participar también de tu celo y urbanidad… Por cierto, yo exigiría de ti algo más que un beso en la mano.
—Tu locura no llegaría a tanto, Wamba —contestó Gurth—. Comprendo que tú juzgas las cosas según las apariencias, al igual que lo hace el más sabio entre los nuestros… Bueno, ya es hora de que me cuide de mi rebaño —y diciendo esto se alejó de la casa en compañía del bufón.
Mientras tanto, los viajeros proseguían su camino con gran celeridad, demostrativa de los temores del judío, ya que la prisa no es una característica propia de gentes de su edad. El peregrino, para el que ninguna senda ni atajo del bosque le eran extraños, escogía por sistema los más apartados y escondidos. Ante tal circunstancia, en más de una ocasión se reanimaron las sospechas del israelita; temía que le condujera a una emboscada.
Sus dudas eran explicables si tenemos en cuenta que, salvo la excepción de los peces voladores, no había en aquella época raza habitante de la tierra, el aire o las aguas que fuera objeto de tan obstinada, general e incansable persecución como la judía. Basándose en las más lógicas pretensiones o en las acusaciones más ligeras, absurdas y sin fundamento, sus personas y propiedades estaban expuestas a cualquier explosión de furia popular. Porque tanto los normandos como los sajones, daneses y británicos, aunque enemigos entre sí, competían para demostrar cuál de ellos detestaba más profundamente a la raza judía. Ésta, sin duda por su pundonor religioso, era acreedora del odio, el desprecio, el envilecimiento y tan sólo merecía la persecución y el ser despreciada. Los reyes de sangre normanda y los nobles independientes que les imitaban en los actos tiránicos, sostenían contra esta sufrida raza una sistemática, metódica e interesada persecución. Es bien conocida una anécdota referida al rey Juan. Se cuenta que una vez encerró a un rico judío en uno de sus castillos y que le hizo arrancar un diente cada día, hasta que el infeliz israelita, cuya mandíbula estaba ya medio desguarnecida, se avino a pagar una importante suma, único objetivo que perseguía el tirano. El poco dinero que corría por el país estaba en manos de este pueblo perseguido, y los nobles, tomando ejemplo de sus soberanos, no dudaban en utilizar cualquier medio para conseguirlo, llegando incluso a la tortura. A pesar de todo, el amor a la fácil ganancia inculcaba a los judíos un comportamiento pasivo que les inducía a soportar los males y persecuciones de que eran objeto; tan sólo tenían en cuenta el gran provecho que podían sacar de un país con tantas riquezas naturales como Inglaterra. A pesar de las continuas vejaciones, aumentadas por el decreto de impuestos especiales para los judíos, creado con el único y deliberado propósito de despojarles y exprimirles al máximo, éstos incrementaban, multiplicaban y acumulaban grandes sumas que pasaban de mano en mano por medio de letras de cambio…, invención por la que se dice que el comercio está en deuda con ellos, y que les permitía transmitir las riquezas de un país a otro cuando la persecución se acentuaba.
De este modo, la obstinación y avaricia de los judíos se enfrentaba con el fanatismo y tiranía de los gobernantes. Parecía incrementarse en proporción directa con el aumento de las vejaciones; pero las inmensas riquezas que el comercio les proporcionaba, aunque algunas veces corrieran serio peligro, en otras ocasiones les eran útiles para aumentar su influencia y asegurarles cierto grado de protección. En ese ambiente vivían y en él habían formado su carácter, siempre alerta, receloso y tímido, aunque también obstinado, tenaz y muy hábil en sortear los peligros a que estaban expuestos.
Cuando los viajeros habían avanzado un buen trecho siguiendo los intrincados senderos del bosque, el peregrino, al fin, rompió el silencio:
—Esta encina muerta marca el límite de los dominios de Front-de-Boeuf, y hace tiempo que dejamos atrás los de Malvoisin. Ya no hay ningún peligro de que nos persigan.
—Ojalá se les rompan las ruedas del carro —dijo el judío—, como se rompieron las de las huestes del faraón…, pero no me abandones, buen peregrino. Piensa solamente en aquel fiero y salvaje templario y en sus esclavos sarracenos. No tendrán en cuenta ni territorios, ni posesiones ni dominios.
—Nuestros caminos se separan aquí —dijo el peregrino—, porque no conviene a hombre de mi carácter y condición viajar contigo más de lo necesario. Además, ¿qué clase de socorro puedes esperar de mí, un pobre peregrino, contra dos individuos armados?
—Buen mancebo —contestó el judío—, tú puedes defenderme y yo sé que lo harías de buen grado. Pobre como soy, sabré recompensarte…, no con dinero, ya que dinero, ¡el padre Abraham me ayude!, no tengo. Pero…
—Ya te indiqué —dijo el peregrino interrumpiéndole—, que de ti no quiero dinero ni recompensa. Guiarte sí puedo e incluso defenderte en cierto modo, ya que proteger a un judío de un sarraceno difícilmente sería considerado un deshonor por un cristiano. Sea tomo sea, judío, procuraré ponerte a salvo y bajo protección. No queda lejos la ciudad de Sheffield donde fácilmente has de encontrar alguien de tu misma tribu que te brinde refugio.
—¡La bendición de Jacob descienda sobre ti, buen joven! En Sheffield puedo cobijarme en casa de mi pariente Zareth y allí podré encontrar medios para viajar seguro.
—Así sea —concluyó el peregrino—; en Sheffield nos separaremos y media hora de viaje nos pondrá a la vista de la ciudad.
La media hora transcurrió en el más absoluto silencio; quizá el peregrino desdeñaba dirigirse al judío salvo en los casos de extrema necesidad, y el judío, por otra parte, no se atrevía a forzar una conversación con alguien cuya visita al Santo Sepulcro le confería cierto grado de santidad. Se detuvieron en la parte más alta de una pradera ligeramente elevada. El peregrino, señalando hacia Sheffield, que se extendía a sus pies, repitió de nuevo:
—Aquí, pues, nos separamos.
—No antes de que hayáis recibido mi agradecimiento —dijo Isaac—, ya que no quiero pedirte que me acompañes a casa de mi pariente Zareth, el cual podría proporcionarme medios para retribuir tus buenos oficios.
—Ya te tengo dicho —contestó el peregrino—, que no deseo recompensa alguna. Si quieres escoger entre la larga lista de tus deudores a uno de ellos y perdonarle los plazos e intereses de tus préstamos, consideraré bien pagados los servicios que te he prestado, pues habrán servido para aliviar a un infeliz cristiano que puede hallarse en situación comprometida.
—¡Espera, espera! —exclamó el judío, agarrándose a sus vestiduras—. Deseo hacer algo más, algo para tu provecho. Dios sabe cuán pobre es este judío…, sí, Isaac es el mendigo de su tribu. Pero perdona si adivino lo que más necesitas en este momento.
—Si tu adivinanza fuera acertada —contestó el peregrino—, sabrías que deseo algo que no está a tu alcance proporcionarme, aunque fueras tan rico como pobre pretendes ser.
—¿Cómo pretendo ser? —contestó el judío como si fuera el eco—. Créeme, no digo más que la verdad; soy un hombre arruinado, lleno de deudas, reducido a la miseria. Manos poderosas me han despojado de mis bienes, de mi dinero, de mis barcos y de todo lo que poseía… A pesar de estas contrariedades, puedo decirte lo que te hace falta y, quizá, incluso, proporcionártelo. En este instante tu verdadero deseo consiste en poseer un caballo y una armadura.
El peregrino se sobresaltó, volviéndose súbitamente hacia el judío, al que miró fijamente.
—¿Qué bribón te hizo esta confidencia? —preguntó.
—Poco importa —contestó el judío, sonriendo—, ya que estoy en lo cierto. Y del mismo modo que puedo adivinar tus necesidades, puedo satisfacerlas.
—Ten en cuenta que mi persona, mi vestido y mis votos…
—Conozco bien a los cristianos —replicó el judío interrumpiéndole—. Sé que incluso el más noble de vosotros es capaz de vestir un sayo y calzar sandalias para soportar una penitencia supersticiosa, peregrinando a pie a las tumbas de hombres muertos.
—No blasfemes, judío —dijo el peregrino con rudeza.
—Perdóname si he hablado con rudeza. Pero tanto anoche como esta mañana has pronunciado ciertas palabras que como las chispas del pedernal han delatado el metal con el que iban cargadas; además, debajo del sayo de peregrino se esconden una cadena de caballero y unas espuelas de oro. Las vi brillar esta mañana cuando te has acercado a mi lecho.
El peregrino no pudo evitar una sonrisa y dijo:
—Si registráramos tu atuendo con la misma curiosidad, ¿cuántos descubrimientos interesantes podríamos hacer, ¡eh!, Isaac?
—No mucho más de lo que ves —dijo el judío mudando de color mientras con prisa ponía a la vista papel y pluma. Y como si deseara cortar la conversación se puso a escribir sobre un papel que apoyó sobre la copa de su sombrero amarillo, sin desmontar siquiera de la mula. Cuando terminó, entregó al peregrino la nota escrita con caracteres hebreos, diciéndole:
—En la ciudad de Leicester todo el mundo conoce al adinerado judío Kirjath Jairam de Lombardía. Dale esta nota…, tiene en venta seis arneses de Milán, el peor de los cuales haría las delicias de una testa coronada… Y diez caballos…, también el peor de ellos podría ser montado por un rey en trance de tener que defender su trono. Podrás escoger entre lo que más te plazca, junto con todo lo que necesitas para el torneo: cuando las justas hayan dado fin, lo devolverás todo en buen estado…, a no ser que prefieras pagarlo.
—Pero Isaac —dijo el peregrino sonriendo—, ¿no sabes que en estos ejercicios el caballo y las armas del caballero desmontado pasan a ser propiedad de su vencedor? Así pues, puedo tener mala suerte y perder lo que no puedo reemplazar ni pagar.
Esta posibilidad pareció sorprender al judío, que rehaciéndose contestó con presteza:
—No… no… no. Es imposible. No quiero creerlo. Cuentas con la bendición de nuestro Padre. Tu lanza será tan poderosa como la vara de Moisés.
Y diciendo esto, tiró de las riendas de su mula; el peregrino, a su vez, le atrapó por el gabán.
—Escucha, Isaac, tú no conoces todos los riesgos que hay en un torneo. El caballo puede resultar herido y la armadura perjudicada, porque no pienso reparar en caballo ni jinete. Además, los de tu raza nunca dan nada por nada; por lo tanto, algo habré de pagar por el servicio.
El judío se revolvió en la silla como hombre atacado por un cólico, pero sus sentimientos más elevados predominaron sobre los que en él eran más habituales.
—No me importa —dijo—; me da igual. Déjame ir. Si hay perjuicios no te costarán nada y, si se pierde dinero, Kirjath Jairam te lo perdonará en razón del parentesco con Isaac. ¡Cuídate! Adiós, buen mancebo —dijo, dando la vuelta. Después añadió—: No te entregues con demasiada pasión a este vano barullo…, y no me preocupo al hablar de este modo por el caballo ni por la armadura, sino por tu vida y por la integridad de tus miembros.
—Muchas gracias por tu consejo —contestó el peregrino, sonriendo de nuevo—. Haré uso de tu amabilidad con toda franqueza y, aunque me será difícil, pienso recompensarte por ella.
Se separaron y se dirigieron a Sheffield por diferentes caminos.