XL

¡Alejaos, espectros y fantasmas!
¡Aquí está Ricardo otra vez!

COLLEY CIBBER: La trágica historia del rey Ricardo III.

Cuando el Caballero Negro, ya que es necesario retomar al hilo de sus aventuras, abandonó la encina del bandido generoso, se dirigió directamente hacia una casa religiosa de aquellos alrededores, pequeña en extensión y en renta y llamada el priorato de san Botolph. Allí había sido conducido Ivanhoe, herido, después de la toma del castillo, por el fiel Gurth y el magnánimo Wamba. No importaba ahora relatar lo que en el ínterin sucedió entre Wilfred y su libertador; bastará decir que, después de un largo y grave cambio de impresiones, el prior despachó mensajeros en varias direcciones y que a la mañana siguiente, el Caballero Negro se dispuso a emprender su camino acompañado de Wamba, el bufón, que hacía las veces de guía.

—Nos encontraremos en Coningsburgh —le dijo a Ivanhoe—, el castillo del difunto Athelstane, ya que allí tu padre Cedric celebra el banquete funerario en honor de su noble amigo. Me gustará ver reunidos a tus amigos sajones y así conocerles un poco mejor. Tú también vendrás allí, ya que me he señalado la labor de reconciliarte con tu padre.

Y así se despidió afectuosamente de Ivanhoe, que expresó ardientes deseos de acompañar a su libertador. Pero el Caballero Negro no quiso ni escucharle.

—Descansa en este día; necesitarás todas tus fuerzas para viajar mañana. No llevaré más guía conmigo que el honrado Wamba, el cual, según el humor en que me encuentre, tanto puede hacer de clérigo como de bufón.

—Y yo —dijo Wamba—, estaré de todo corazón a vuestro servicio. Me gustaría asistir al banquete funerario en honor de Athelstane porque, si no es abundante y generoso, es capaz de salir de la tumba para regañar al cocinero, al mayordomo y al copero, cosa que sería digna de ver. Y además, señor caballero, en caso de que el ingenio me faltara, vuestro valor me serviría de excusa ante Cedric.

—Y ¿cómo podría salir adelante mi valor, señor bufón, cuando tu ligero ingenio fallase? Aclárame eso —dijo el caballero.

—El ingenio, señor —replicó el bufón—, puede hacer mucho. Es como un bribón de ideas rápidas que conoce el pie que calza su vecino y sabe ponerse a resguardo cuando soplan fuerte los vientos de las pasiones. Pero el valor es un enemigo vigoroso que todo lo atropella. Rema a contra corriente, con vientos adversos y, sin embargo, se abre paso. Por lo tanto, señor caballero, mientras yo me aprovecho del buen tiempo, que es el lado bueno de mi noble amo, espero que vos os las sabréis componer con él cuando se desate la tormenta.

—Señor Caballero del Candado, ya que de este modo gustáis que se os nombre —dijo Ivanhoe—, me temo que habéis buscado un guía que habla mucho y que os causará disgustos. Pero conoce cada senda y camino de este bosque tanto como el cazador y, como ya habéis podido comprobar, es tan fiel como el mismo acero.

—¡Ah, no! —dijo el caballero—. Ya que se presta a enseñarme el camino, no le regañaré si además quiere hacérmelo placentero. ¡Adiós, buen Wilfred! Te ordeno que no intentes viajar hasta mañana.

Después tendió la mano a Ivanhoe que la apretó contra los labios. Se despidió del prior, montó a caballo y partió en compañía de Wamba. Ivanhoe les siguió con la mirada hasta que se perdieron entre las sombras del bosque vecino. Entonces regresó al convento. Pero poco después del canto de maitines pidió ver al prior. El anciano acudió a toda prisa y le preguntó por su salud.

—Me encuentro mejor —dijo Ivanhoe— de lo que mis más fundadas esperanzas hubieran podido esperar. O mi herida era tan sólo un rasguño o este bálsamo ha obrado maravillas. Creo, incluso, que ya puedo llevar corselete, y es mejor así, porque cruzan por mi mente pensamientos que no me recomiendan permanecer aquí más tiempo inactivo.

—No quieran los santos —dijo el prior— que el hijo de Cedric el Sajón abandone nuestro convento antes de que estén cerradas sus heridas. Sería gran vergüenza para nuestra profesión.

—Yo tampoco abandonaría vuestro techo hospitalaria si no tuviera la seguridad, venerable padre, de poder aguantar el viaje y no me viera obligado a emprenderlo.

—¿Y qué gran necesidad os impulsa a realizar este viaje? —preguntó el prior.

—¿Nunca habéis tenido, santo padre, un mal presentimiento que os acecha, mientras en vano os preguntáis la razón? —contestó el caballero—. ¿Nunca se ha oscurecido vuestra mente como la pradera soleada cuando sobre ella pasa una negra nube que presagia la próxima tormenta? ¿Y no creéis que tales impulsos son dignos de tener en cuenta, ya que constituyen los indicios que nos da nuestro espíritu guardián para avisarnos de que se acerca el peligro?

—No puedo negar —contestó el prior santiguándose— que tales cosas han sucedido, siendo obra del cielo, y entonces tales predicciones han tenido siempre visos de verosimilitud. Pero vos, herido como estáis, ¿de qué os servirá seguir el rastro de aquél a quien no podríais ayudar en caso de ser atacado?

—Prior —dijo Ivanhoe—, os equivocáis. Me siento fuerte para pelear a brazo partido con cualquiera que me desafíe. Pero, si no fuera así, ¿no podría ayudarle con otro medio que no fueran la fuerza de las armas? Es bien sabido que los sajones no tienen en gran estima a los normandos y, ¿quién sabe lo que puede suceder ahora que sus corazones están irritados por la muerte de Athelstane y sus cabezas recalentadas por lo mucho que beberán? Juzgo que su presencia entre ellos, en tales momentos, es altamente peligrosa y estoy decidido a compartir o a evitar este peligro. Por lo tanto, para mejor cumplir mi atención, os ruego me prestéis algún palafrén cuyo paso sea más ligero que el de mi caballo de batalla.

—Contad con ello —dijo el amable eclesiástico—. Os prestaré mi propia jaca, que tiene muy buena armadura. Me placería que tuviera el paso tan suave para vos como para el abad de san Alban. Y añadiré lo siguiente a favor de Malkin, porque así la llamo, no sea que pidierais prestado el corcel del titiritero que se pasea entre huevos al son de la gaita: nunca viajaréis en cabalgadura tan gentil y de tan suave andadura. He escrito muchas homilías edificantes para mis hermanos del convento y las pobres almas cristianas mientras viajaba sobre sus lomos.

—Os ruego, reverendo padre —dijo Ivanhoe—, que hagáis preparar a Malkin al momento, mientras indicáis a Gurth que venga con mis armas.

—Permitidme que os recuerde, buen caballero —dijo el prior—, que Malkin tiene tan poca disposición para las armas como su dueño, y que no garantizo que soporte la vista o el peso de vuestro equipo completo. Malkin es una bestia de buen juicio y protestará contra cualquier peso excesivo. Una vez le pedí prestado al cura de san Bees, el grueso volumen De Fructus Temporum, y os prometo que no se movió de la puerta hasta que no cambié el pesado libro por mi breviario.

—Creedme, santo padre —dijo Ivanhoe—. No la cargaré con demasiado peso y si tiene ganas de armar camorra conmigo lleva todas las de perder.

Esto dijo, mientras Gurth ceñía a los tobillos del caballero un par de espuelas doradas, capaces de convencer al caballo más testarudo. Era la mejor razón para someterse a los deseos de su jinete.

Las afiladas puntas de las espuelas con que los tobillos de Ivanhoe estaban ahora armados, provocaron el arrepentimiento del buen prior, que dijo:

—Pero, buen caballero, creo que Malkin no soporta la espuela. Mejor fuera que esperarais la yegua del mayordomo, que se encuentra en la granja y no puede tardar más de una hora, y que es de lo más manejable, porque transporta la mayor parte de la leña que necesita nuestra chimenea y no come grano.

—Os lo agradezco, reverendo padre, pero me acogeré a vuestro primer ofrecimiento, puesto que Malkin ya está en la puerta. Gurth llevará mi armadura y, por el resto, confiad en que no abrumaré la grupa de Malkin para evitar que me saque de mis casillas. Y, ahora, ¡adiós!

Ivanhoe bajó las escaleras más rápidamente y con más soltura de lo que sus heridas hacían presumir, y saltó sobre el caballo deseoso de huir de las inoportunidades del prior. Éste se colocó tan cerca de su flanco como su edad y su gordura se lo permitieron y, ora loaba las cualidades de Malkin, ora recomendaba cuidado al caballero al gobernarla.

—Se encuentra en el período más peligroso tanto para las doncellas como para las yeguas —decía el anciano, riendo su propio chiste—, ya que tiene escasamente quince años.

Ivanhoe, que tenía otra tela en el telar que no era la de acompasar el paso de su palafrén al de su dueño, prestaba oídos sordos a los graves consejos del prior y a sus graciosas ocurrencias. Mandó a su escudero (porqué así se calificaba Gurth a sí mismo) que se mantuviera a su flanco, y después siguió el rastro del Caballero Negro a través del bosque, mientras el prior quedaba rezagado, mirándole y exclamando:

—¡Santa María! ¡Cuán decididos y fieros son estos varones guerreros! Quisiera no haberle confiado a Malkin, porque atosigado como estoy por el reúma, si le pasa algo malo estoy listo. Y sin embargo —añadió volviendo en sí—, ya que tampoco yo hubiera regateado a mis pobres miembros enfermos y viejos la ayuda a la noble causa de la vieja Inglaterra, bueno será que Malkin tome parte en los azares de esta aventura; quizá consideren que nuestra pobre casa merece algún galardón. O también pudiera ser que le regalaran al anciano prior un jaco de buena andadura. Y si no hacen ninguna de las dos cosas, ya que los grandes hombres acostumbran a olvidar los servicios de los humildes, me consideraré bien pagado por haber participado en la heroica gesta. Ha llegado la hora de congregar a los hermanos en el refectorio para desayunar. ¡Ah! Creo que obedecen con más prontitud a esta llamada que a la de maitines y vísperas.

El prior de san Botolph se adentró en el refectorio para presidir el desayuno de pescado seco y cerveza que se estaba sirviendo a los frailes. Voluminoso e importante, ocupó su sitio en la mesa y no cesaron sus murmuraciones acerca de las posibles donaciones que se harían al convento y de los grandes servicios que él mismo había prestado, discursos que en cualquier otra ocasión hubieran llamado la atención. Pero como el pescado seco estaba muy salado y la cerveza era razonablemente fuerte, las mandíbulas de los hermanos estaban demasiado ocupadas para al mismo tiempo poder hacer uso de sus oídos; no sabemos de ninguno de los componentes de la cofradía que se viera tentado de especular con los indicios que el prior dejaba escapar, excepción hecha del padre Diggory, que padecía un fuerte dolor de muelas y utilizaba solamente un carrillo para comer.

Mientras el Caballero Negro y su guía iban andando a su placer por el bosque, el buen caballero tanteaba a veces por lo bajo alguna tonadilla de un trovador enamorado y otras estimulaba con preguntas la predisposición a la charla de su servidor, por lo que su diálogo constituía una extraña mezcla de agudezas y canciones de la cual nos gustaría dar a los lectores una idea. Deben imaginar a este caballero tal como lo hemos descrito, fuerte de complexión, alto, de anchas espaldas y huesos largos, montando en su poderoso percherón que parecía creado a propósito para cargar con aquel peso, pues lo soportaba con facilidad. El visor del yelmo levantado para poder respirar más libremente, aunque mantenía en su sitio la visera, que impedía distinguir sus rasgos. Pero sí podían verse sus pómulos huesudos y los grandes ojos brillantes que centelleaban entre la sombra del alzado visor; la entera figura del campeón, así como sus miradas, expresaban descuidada alegría y confianza…, estado de ánimo no muy indicado para prevenir el peligro ni para enfrentarle a él con presteza cuando se presentara. Sin embargo, estaba familiarizado con el peligro, ya que su ocupación eran la guerra y las aventuras.

El bufón vestía su habitual ropaje fantasioso, pero los últimos acontecimientos le habían impulsado a sustituir su espada de madera por una cortante buena hoz, además de una rodela. A pesar de su profesión, durante el asalto a Torquilstone dio muestras de su destreza en el manejo de ambas armas. En verdad, la debilidad del cerebro de Wamba tenía su origen en una especie de impaciente irritabilidad que no le permitía estarse quieto por mucho tiempo o adherirse a ciertas ideas aunque, durante unos pocos minutos, fuera capaz de ejecutar cualquier trabajo o comprender cualquier cuestión. Por lo tanto, mientras montaba, no cesaba de oscilar atrás y adelante, y ora estaba sobre las orejas del animal, ora sobre su mismo trasero. Tan pronto dejaba pender ambas piernas, de un solo costado, como se sentaba del revés, de cara a la cola, gesticulando y haciendo mil muecas. Hasta que el palafrén tomó tan a pecho sus bromas que le tumbó en el suelo tan largo como era, incidente que divirtió sobremanera al caballero, pero que hizo que en lo sucesivo su acompañante se mantuviera más firme sobre el caballo.

En aquellos momentos, la alegre pareja estaba enfrascada cantando un virelai, como se les llamaba, en el cual el payaso tenía encomendada la parte más ligera, comparada con la más ortodoxa del Caballero del Candado. Y la cantinela decía:

Anna Marie, amor, el sol ya ha salido.

Anna Marie, amor, ya está aquí la mañana,

las brumas se dispersan, amor, los pájaros cantan libres

por la mañana, amor, Anna Marie.

Anna Marie, amor, por la mañana

el cazador permite que su cuerno dé alegres sones,

y, contento, el eco hace vibrar árboles y peñascos.

Es hora de levantarse, amor, Anna Marie.

WAMBA

¡Oh!, Tybalt, amor, Tybalt, no me despiertes todavía

cuando alrededor de mi almohada revolotean

los más suaves sueños,

porque, ¿qué es el gozo que experimentamos al despertar

comparado con esas visiones? Di, Tybalt, mi amor.

Que los pájaros se levanten al son de la campana matutina,

que el cazador haga sonar su cuerno en la colina,

sones más suaves y más dulces placeres gozo en mi duermevela…

Pero no creas que sueño contigo, Tybalt, amor mío.

—Delicada canción —dijo Wamba cuando hubieron terminado la estrofa—, y juro por mi capuchón que también encierra una hermosa moraleja. Acostumbraba a cantarla con Gurth, mi compañero de diversiones y, ahora, por la gracia de Dios y de su amo, transformado en un hombre libre. Una vez nos ganamos una buena azotaina porque estábamos tan compenetrados con la melodía que permanecimos en cama hasta dos horas después del amanecer, cantando la cantinela del dormir y del despertar. Desde entonces me duelen los huesos cada vez que pienso en la dichosa canción. Sin embargo, si he cantado la parte de Anna Marie ha sido sólo para daros gusto, señor.

El bufón empezó de nuevo otra balada, una especie de cómica cantinela a la cual el caballero, uniéndose a la tonada después de haberla aprendido, replicó de manera adecuada.

CABALLERO Y WAMBA

Llegaron tres hombres joviales del sur, el oeste y el norte,

cantando siempre este rondó

para conquistar a la viuda de Wycombe,

¿y por qué la viuda diría que no?

El primero era caballero y venía de Tynedale,

cantando siempre este rondó.

Y sus padres, Dios nos salve, eran gente de gran prestigio,

¿y por qué la viuda diría que no?

De su padre, el lord, y de su tío, el escudero,

presumía en verso y en rondó.

Y ella le mandó a calentarse junto a su propia chimenea

porque tal clase de viudas siempre dicen que no.

WAMBA

El siguiente juró por la sangre y por los clavos,

cantando alegre este rondó; que era hidalgo, como hay Dios, y su linaje de Gales,

y, ¿dónde estaba la viuda que pudiera decirle no?

Sir David Morgan Grijfith Hugh

Tudory Rhice, según dice el rondó;

y ella dijo que una viuda para tantos era muy poco

y por eso, al de Gales a freír espárragos mandó.

Pero entonces llegó un montero, un montero de Kent,

jovialmente cantando su rondó;

hablóle a la viuda de vivir de rentas,

y ¿dónde estaba la viuda que dijera que no?

AMBOS

Así pues, el caballero y el escudero, ambos fueron tirados

al lodazal, para que allí cantaran su rondó;

porque a un montero de Kent, con su renta anual,

nunca hubo viuda que le dijera que no.

—Quisiera, Wamba —dijo el caballero—, que nuestro anfitrión de la gran encina, o bien su capellán, el fraile jovial, oyeran tu tonadilla en loor de este falso montero.

—Pero yo no lo quisiera —dijo Wamba—, por el cuerpo que cuelga de vuestro tahalí.

—Se trata de una prueba de la buena voluntad de Locksley, aunque no creo que nunca lo necesite. Tres notas de este cuerno harían acudir, a nuestro alrededor, estoy seguro, a una nutrida representación de aquellos alegres monteros.

—Yo diría que este hermoso regalo es la prueba de que, Dios no lo quiera, estamos expuestos a no circular apaciblemente.

—¿Qué quieres decir? ¿Crees que por este obsequio amistoso alguien se atreverá a atacarnos?

—Como si nada hubiera dicho —replicó Wamba—, porque los árboles del bosque tienen oídos como las paredes. Pero ¿podéis arreglarme esto, señor caballero? ¿Cuándo será mejor que tengáis vacía la jarra de vino y la bolsa?

—¿Cómo? Nunca, según creo —replicó el caballero.

—Por dar una respuesta tan idiota, nunca mereceríais tener ninguna de ellas en la mano. Mejor es que la jarra esté vacía cuando se la tengáis que pasar a un sajón, y dejar el dinero en casa cuando tengáis que cruzar el bosque.

—¿Crees, entonces, que nuestros amigos son ladrones?

—No me habéis oído decir tal cosa, señor caballero —dijo Wamba—. El corcel de un caballero descansa si éste se despoja de su cota de malla cuando le espera por delante una larga jornada. Y también es cierto que le hace bien el alma del jinete el librarse de aquello que es la raíz de todo mal. Sin embargo, no insultaré, a quienes practican tal oficio. Solamente que prefiero tener mi cota de acero en casa y mi bolsa en mi habitación cuando topo con estos buenos compañeros, así por lo menos les ahorro trabajo.

—Deberíamos rezar por ellos, amigo mío, a pesar de como los calificas.

—Rezaré por ellos de todo corazón —dijo Wamba—, pero en la ciudad, no en el bosque como el abad de san Bees, a quien obligaron a decir misa utilizando un tronco de encina por altar.

—Puedes decir lo que quieras, Wamba, pero estos monteros se portaron como buenos vasallos y le rindieron un buen servicio a tu amo Cedric en Torquilstone.

—¡Ay, sí que es verdad! Pero según los términos de sus negocios con Dios.

—¿Sus negocios, Wamba? ¿Qué quieres decir con esto?

—A ver si lo entendéis —contestó el bufón—. Tienen una cuenta corriente con el cielo, como llamaba a sus números nuestro bodeguero, tan rigurosa como la que Isaac lleva con sus deudores y, como él, entregan muy poco y se cobran menos intereses; inscribiendo a su favor, naturalmente, el siete por ciento de usura que el texto bendito les ha prometido sobre los préstamos caritativos.

—Dame un ejemplo para que lo entienda, Wamba. No comprendo nada de cifras, intereses ni tantos por ciento —contestó el caballero.

—Pero ¿cómo? Si Vuestra Excelencia no es imbécil, os gustará saber que estos buenos amigos compensan una buena acción con otra no tan laudable; como es el darle una corona a un fraile mendicante y quitarle cien besantes a un abad gordinflón o besar a una ramera en el bosque y consolar a una pobre viuda.

—¿Y cuál de ellas es la buena acción y cuál la mala? —interrumpió el caballero.

—¡Muy buen chiste! ¡Sí, señor! —dijo Wamba—. Viajar con un compañero ocurrente aguza el ingenio. Puedo jurar que no dijisteis nada mejor cuando celebrasteis las vísperas beodas con el falso ermitaño. Pero continuaremos. Los joviales hombres del bosque compensan el incendio de una cabaña arrasando un castillo, remiendan un coro y roban una iglesia, liberan a un prisionero desgraciado y matan a un alcaide orgulloso; o, para ceñirnos más a lo que a nosotros concierne, al liberar a un hidalgo sajón, juzgan que bien pueden quemar vivo a un barón normando. En una palabra, son ladrones gentiles y forajidos corteses; pero es mejor topar con ellos cuando están haciendo lo peor.

—¿Y por qué, Wamba?

—¿Por qué? Pues porque entonces sientes remordimiento y es el turno de quedar bien con el cielo. Pero cuando la balanza está equilibrada. ¡Dios ayude a aquéllos que servirán para que abran cuenta nueva! Los viajeros que den con ellos serán despojados sin piedad. Y sin embargo —dijo Wamba acercándose al caballero—, hay todavía unos tipos más peligrosos para los viajeros que estos forajidos.

—¿Y quiénes podrán ser?, porque por aquí no hay ni lobos ni osos, ¿verdad?

—No, pero tenemos a los soldados de Malvoisin. Y permitid que os diga que durante la guerra civil media compañía de ellos es peor que toda una manada entera de lobos en cualquier época. Están ahora esperando recoger los beneficios y se han reforzado con los que huyeron de Torquilstone. Así que, si topamos con ellos, pagaremos por nuestras gestas. Ahora os ruego que me digáis, señor caballero, ¿qué haríais si diéramos con un par de ellos?

—Clavar mi lanza contra sus pechos, Wamba, si nos ocasionaban molestias.

—¿Y si fueran cuatro?

—Beberían de la misma copa.

—¿Y si fuesen seis —continuó Wamba—, y nosotros, como lo somos, solamente dos…, no os acordaríais del cuerno de Locksley?

—¡Cómo! ¿Pedir ayuda contra una pandilla de escoria como ésta, que un buen caballero puede deshacer ante sí como hace el viento con las hojas secas?

—Entonces —dijo Wamba—, os ruego que me dejéis mirar este cuerno que tiene un aliento tan poderoso.

El caballero abrió el broche del tahalí y se lo entregó a su compañero de viaje, que lo colocó de inmediato alrededor de su cuello.

—Tra-lira-la —hizo Wamba silbando las notas—. Conozco la escala tan bien como cualquiera.

—¿Qué has querido decir, bribón? —dijo el caballero—. Devuélveme el cuerno.

—Podéis estar contento, señor caballero; está en buenas manos. Cuando el valor y la locura viajan juntos, la locura debe llevar el cuerno, porque puede soplar mejor.

—Bellaco —dijo el Caballero Negro—, esto excede la medida. Cuida de no agotar mi paciencia.

—No me amenacéis con la violencia —dijo el bufón guardando las distancias con el enfadado adalid—, no sea que la locura utilice su buen par de talones y permita al valor que encuentre su camino lo mejor que pueda a través del bosque.

—Has dado en el blanco —dijo el caballero— y, hablando claro, no dispongo de tiempo para discutir contigo. Guarda el cuerno si así lo deseas, pero prosigamos nuestro camino.

—¿No me causaréis daño, entonces?

—¡Ya te dije que no, bellaco!

—Dadme vuestra palabra de caballero —continuó Wamba mientras se acercaba con cautela.

—Empeño mi palabra de caballero; ¡anda, acércate de una vez!

—Entonces, el valor y la locura vuelven a ser buenos compañeros —dijo el bufón, colocándose abiertamente al lado del caballero—. Pero, de verdad, no me agradan las bofetadas como las que le propinasteis al fraile gordinflón cuando su santidad rodó sobre la verde hierba como un monigote de trapo. Y ahora que la locura lleva el cuerno, que el valor se arme de él y haga lo que sabe; porque si no me equivoco, tenemos compañía en la espesura y nos vigilan de cerca, además.

—¿Qué te hace creerlo?

—Dos o tres veces he visto el brillo de un casco entre las hojas. Si hubieran sido hombres honrados, hubieran seguido por el sendero. Pero estas espesuras son la capilla preferida de los clérigos de san Nicolás.

—A fe mía —dijo el caballero bajando el visor—, creo que tienes razón.

Y en buena hora lo bajó, porque tres flechas salieron al mismo tiempo del temido lugar que Wamba había señalado. Iban dirigidas contra la cabeza y el pecho, y una de ellas hubiera atravesado la cabeza del caballero de no haber topado con el visor de acero, de las otras dos, una fue a dar contra la gorguera y la otra contra el escudo.

—Gracias, fiel armadura. Wamba, carguemos contra ellos —dijo el caballero, y se dirigió al galope a la espesura. Allí dio con seis o siete soldados que se abalanzaron contra él a todo correr, con las lanzas preparadas. Tres de ellas se hicieron astillas contra su peto, causando tan poco daño como si hubieran sido dirigidas contra una torre de acero. Los ojos del Caballero Negro parecían despedir fuego a través del visor. Irguióse sobre los estribos con un aire indescriptible de dignidad y exclamó:

—¿Qué significa esto, señores?

Los hombres no dieron otra réplica que desenfundar sus espada y, atacándole por los flancos, gritaron:

—¡Muere, tirano!

—¡Ah!, ¡San Eduardo! ¡San Jorge! —dijo el Caballero Negro, derribando un hombre a cada golpe con que acompañaba sus invocaciones—. ¿Tenemos traidores?

Sus contrincantes, desesperados como estaban, retrocedieron ante un brazo que causaba la muerte con cada golpe. Parecía que el terror que producía su fuerza iba a hacerle ganar la partida contra todo pronóstico, cuando un caballero, protegido por una armadura azul, y que hasta entonces se había mantenido a retaguardia de los demás asaltantes, espoleó su caballo y avanzó lanza en ristre. Apuntando no al jinete, sino al corcel hirió mortalmente al noble animal.

—¡Éste fue un golpe felón! —exclamó el Caballero Negro cuando el corcel cayó a tierra arrastrándole.

Y en este momento, Wamba sopló el cuerno, porque los acontecimientos se habían desarrollado con tanta rapidez que no dispuso de tiempo para hacerlo antes. El repentino sonido hizo retroceder una vez más a los atacantes y Wamba, aunque muy mal armado, no dudó en precipitarse a ayudar a levantarse al Caballero Negro.

—¡Vergüenza sobre vosotros, infieles cobardes! —exclamó el de la armadura azul, que parecía ser el jefe de los asesinos—. ¿Huís del sonido vacío de un cuerno soplado por un bufón?

Animados por estas palabras, atacaron de nuevo al Caballero Negro, cuya mejor defensa ahora consistía en apoyar su espalda contra el tronco de una encina y defenderse con la espada. El caballero felón que disponía de otra lanza, y vigilando el momento en que el caballero estuviera más acosado, cargó al galope contra él con la esperanza de dejarlo clavado en el tronco. Pero Wamba frustró de nuevo su propósito. El bufón, compensando con su agilidad sus pocas fuerzas, y pasando desapercibido de los soldados que estaban ocupados en lograr un objetivo más importante, rodeó el lugar de la lucha y consiguió efectivamente detener la fatídica galopada del caballero azul, desjarretando a su caballo con un golpe de su pequeña hoz. Hombre y caballo rodaron por el suelo. Sin embargo, la situación del Caballero del Candado no dejaba de ser precaria por ser atacado de cerca por varios hombres armados impecablemente. Empezó a sentirse fatigado a causa de los continuos y violentos esfuerzos que se veía obligado a realizar con objeto de defenderse en tantos sitios y casi al mismo tiempo. Entonces, una flecha provista de una pluma de ganso gris clavó en el suelo al más fornido de sus atacantes, y una partida de monteros, capitaneada por Locksley y el jovial fraile, irrumpió en el claro y, tomando decidida y efectiva parte en la refriega, pronto dieron buena cuenta de los rufianes, todos los cuales quedaron en el suelo, muertos o heridos de muerte. El Caballero Negro dio las gracias a sus libertadores con una dignidad que no habían observado en su anterior comportamiento, que más había sido el de un rudo soldado que el de una persona de alto rango.

—Me interesa muchísimo —dijo—, aun antes de expresar toda mi gratitud a mis dispuestos amigos, averiguar, si puedo, quiénes eran mis gratuitos enemigos. Abre el visor de este caballero azul, Wamba, ya que parece ser el jefe de estos villanos.

El bufón se acercó inmediatamente al jefe de los asesinos, el cual, aturdido por la caída y casi aplastado por el caballo herido, yacía en el suelo incapaz de luchar o de huir.

—Vamos, valiente señor —dijo Wamba—, seré vuestro armero al mismo tiempo que vuestro palafrenero. Os he desmontado y ahora os quitaré el yelmo.

Y así diciendo y sin demasiados miramientos, deshizo las cintas del yelmo del Caballero Azul. Al rodar por el suelo, descubrió el Caballero del Candado un rostro que no esperaba encontrar en tales circunstancias.

—¡Waldemar Fitzurse! —dijo asombrado—. ¿Quién ha obligado a un hombre de tu alcurnia y de tu aparente valía a realizar esta mala acción?

—Ricardo —dijo el caballero cautivo, mirándole—, conoces poco a los hombres y no sabes adónde pueden llevar a cada hijo de Adán la ambición y la venganza.

—¿Venganza? —exclamó el Caballero Negro—. Nunca te engañé. No tienes de qué vengarte.

—Mi hija, Ricardo, cuya mano despreciaste. ¿No fue una injuria para un normando cuya sangre es tan noble como la tuya?

—¿Tu hija? —replicó el Caballero Negro—. Adecuado motivo para suscitar una enemistad y para solucionarla con sangre. Apartaos, señores, quiero hablar con él a solas. Y ahora, Waldemar Fitzurse, dime la verdad…, confiésame quién te mandó cometer este traidor hecho.

—El hijo de tu padre —contestó Waldemar—, quien, al hacerlo, quiso vengar la desobediencia tuya para con tu padre.

Los ojos de Ricardo brillaron de indignación, pero su buen natural ganó la partida. Se puso la mano sobre la frente y permaneció un instante mirando la cara del humillado barón, en cuyas facciones el orgullo luchaba con la vergüenza.

—No me pidas tu vida, Waldemar —dijo el rey.

—El que se encuentra entre las garras del león sabe que sería inútil hacerlo.

—Tómala, entonces, sin pedirla —dijo Ricardo—. El león no hace caso de la carroña. Toma tu vida, pero con la condición de que en el espacio de tres días habrás abandonado Inglaterra e irás a esconder tu vergüenza en tu castillo normando. Nunca mencionarás el nombre de Juan de Anjou como instigador de tu felonía. Si eres encontrado en suelo inglés después del tiempo que te he concedido, morirás. O si dices una sola palabra que pueda atentar contra el honor de mi casa, ¡por san Jorge!, que ni los mismos altares te servirían de protección. Te colgaría para que sirvieras de alimento a los cuervos en el torreón más alto de tu propio castillo. Dadle un caballo, Locksley, porque ya veo que tus monteros han atrapado a los que iban sueltos, y dejadle partir sin causarle mal.

—Creo que oigo una voz cuyas órdenes no deben ser discutidas —contestó el montero—. Si no fuera así, enviaría una flecha contra el podrido villano para ahorrarle las fatigas de un largo viaje.

—Tu corazón es inglés, Locksley, y dices bien al opinar que eres el que más obligado está a obedecer mis mandatos. ¡Soy Ricardo de Inglaterra!

Al oír estas palabras, pronunciadas con el tono majestuoso correspondiente a la alta alcurnia y no menos distinguido carácter de Corazón de León, todos los monteros se arrodillaron al mismo tiempo ante él y le rindieron pleitesía, implorando el perdón para sus fechorías.

—Levantaos, amigos míos —dijo Ricardo con voz amable y mirándoles con tal expresión en su cara que estaba claro que su natural buen humor le había ganado la partida al anterior enfado. Tampoco conservaba huellas del último encuentro desesperado, excepto por el ardor debido a los esfuerzos realizados—. Levantaos. Vuestras fechorías en bosques y praderas han quedado compensadas con los servicios leales que prestasteis en Torquilstone a mis súbditos en desgracia, y la poderosa ayuda que hoy le habéis prestado a vuestro soberano. Levantaos, vasallos míos, y sed buenos súbditos de ahora en adelante. Y tú, valiente Locksley…

—No me llaméis más por el nombre de Locksley, soberano mío. Conocedme por el nombre que, me temo, la fama ha esparcido tanto que no es posible que no haya llegado a vuestros oídos. Soy Robin Hood de los bosques de Sherwood.

—¡Rey de forajidos y príncipe de buenos individuos! —dijo el rey—. ¿Quién no habrá oído un nombre que ha llegado incluso a Palestina? Pero ten la seguridad, bravo bandido, de que ninguna de las proezas que hayas realizado en mi ausencia y en los tiempos turbulentos que les han dado ocasión, será recordada en detrimento tuyo.

—Bien dice el proverbio —dijo Wamba, ya que algo tenía que decir, pero sin su habitual petulancia—: «Cuando no está el gato, los ratones juegan todo el rato».

—¿Qué, Wamba, estabas aquí? —dijo Ricardo—. Hacía tanto tiempo que no oía tu voz que creí que habías huido.

—¿Huir yo? —dijo Wamba—. ¿Cuándo habéis visto a la locura separarse del valor? Ahí está el trofeo de mi espada, aquel caballo capado. De todos modos, desearía de todo corazón que se pusiera de nuevo en pie a condición de que su dueño yaciera allí en su lugar. Verdad es que al principio me retiré algo, porque una blusa de bufón no rompe las puntas de lanza como un corselete de malla dé acero. Pero si bien es verdad que no he luchado a punta de espada, debéis reconocer que di un buen concierto de cuerno.

—Y en buena hora, honrado Wamba —replicó el rey—. Tus buenos servicios no caerán en saco roto.

Confíteor! Confíteor! —exclamaba con tono humilde una voz cerca del rey—. Mis latines no me ayudarán demasiado, pero confieso mi mortal traición y pido que se me deje obtener la absolución antes de ser ejecutado.

Ricardo miró a su alrededor y vio al jovial fraile de rodillas, rezando su rosario, mientras su partesana, que no había estado, ociosa durante la refriega, yacía junto a él sobre la hierba. Su expresión era compungida, y para mejor expresar su contrición, los ojos miraban al cielo y los labios colgaban como los adornos de una bolsa, según anotó Wamba. Pero su postura de extrema penitencia era desmentida por la socarronería que le bailaba en el rostro gordinflón y denunciaba que su miedo y compunción eran ficticios.

—¿Qué motivo te ha hecho arrodillar, fraile loco? —preguntó Ricardo—. ¿Temes que tu diocesano tenga noticia de cuán fervientemente sirves a Nuestra Señora y a san Dunstan? ¡Vamos, hombre, no tengas miedo! Ricardo de Inglaterra no traiciona los secretos que se han ahogado en un pellejo de buen vino.

—No, graciosísimo soberano —contestó el ermitaño (nadie tan bien conocido de los lectores habituales de los romances que narran las hazañas de Robin Hood como el fraile Tuck)—; no temo al que porta la cruz, sino al que sostiene el cetro. ¡Ay! ¡Que mi puño sacrílego haya golpeado la oreja de mi enojado señor!

—¿Por ahí sopla el viento? —rióse Ricardo—. De verdad, había olvidado la bofetada, aunque después de recibirla me silbaron los oídos durante todo el día. Pero si me la diste limpiamente, que juzguen estos hombres si no fue devuelta con creces; pero, si crees que todavía te debo algo, estoy dispuesto…

—De ningún modo —replicó Tuck, el fraile—, ya me la devolvisteis y con crecidos intereses. ¡Ojalá Vuestra Majestad pague siempre las deudas tan cumplidamente!

—Si pudiera hacerlo con los puños mis acreedores no tendrían razón de temer que mis arcas se encuentren vacías —dijo el rey.

—Sin embargo —dijo el fraile, volviendo a sus aires de hipócrita compunción—, no sé qué penitencia me ha sido impuesta por tan sacrílega bofetada…

—No hablemos más de ello, hermano —dijo el rey—. Después de haber recibido tantos golpes de paganos e infieles, no tendría razón si disputara por una bofetada administrada por un clérigo tan santo como el de Copmanhurst. Sin embargo, honrado fraile mío, creo que sería mejor para ti y para la Iglesia que te consiguiera licencia para dejar los hábitos. Podrías convertirte en un montero de mi guardia al servicio de mi persona, como antes lo estabas al del altar de san Dunstan.

—Soberano mío —dijo el fraile—, os pido humildemente perdón; y muy pronto habríais de excusarme si supierais cuán arraigado está en mí el pecado de la pereza. ¡San Dunstan, no nos niegues tu gracia! Permanece quieto en tu hornacina aunque yo haya olvidado mis oraciones mientras mato un venado bien cebado. Si estoy fuera de mi celda durante la noche, haciendo no importa qué, san Dunstan nunca se queja; un amo tranquilo, esto es lo que es, y pacífico como ningún otro de madera. Ser montero al servicio de Su Majestad el Rey, es gran honor, quién lo duda, sin embargo…, si tuviera que alejarme aunque fuera sólo para consolar a una viuda en un rincón, o para matar un ciervo en otro lugar, todo sería murmurar: «¿Dónde está este perro de cura?». Y otro diría: «¿Quién ha visto al maldito turco?». «El villano descastado que colgó los hábitos mata más venados que el resto de la gente», diría un guarda. «Va detrás de todas las liebres del país», diría el de más allá. En resumen, mi buen soberano, os ruego que me dejéis tal como me encontrasteis. Pero, si deseáis mostrar en algo vuestra benevolencia conmigo, consideradme como el pobre clérigo de la capilla de San Dunstan en Copmanhurst, el cual aceptará agradecido cualquier pequeña donación.

—Ya te entiendo —dijo el rey—. El santo clérigo tendrá licencia de tala y caza en mis bosques de Wharncliffe. Piensa, de todos modos, que sólo te asigno tres antílopes en cada estación, y que si no me das cumplida cuenta cuando degüelles treinta, ¡no soy caballero cristiano ni rey verdadero!

—Vuestra Majestad puede tener la seguridad de que, con la ayuda de san Dunstan, encontraré el medio de multiplicar vuestra generosa donación.

—No lo dudo en absoluto, buen hermano —dijo el rey—, y como el venado es algo seco, nuestro bodeguero recibirá órdenes de entregarte cada año un pellejo de vino rancio, un porrón de malvasía y tres barricas de cerveza de la primera prensada. Si esto no calma tu sed, ven a la corte y habla con mi mayordomo.

—Pero ¿y san Dunstan?

—Un cáliz, una estola y telas para el altar —continuó el rey, santiguándose—. Pero no debemos dejarnos llevar por este juego, no sea que Dios nos castigue por pensar más en nuestros desvaríos que en su culto.

—Salgo fiador de mi patrón —dijo el fraile alegremente.

—Sal fiador por ti mismo, fraile —dijo el rey Ricardo algo secamente. Pero en seguida extendió la mano al ermitaño, el cual, algo avergonzado, se arrodilló y le rindió pleitesía, besándosela.

—Hace menos honor a mi mano abierta que a mi puño cerrado —dijo el monarca—. Ante la mano solamente te arrodillas y ante el puño te tiraste por los suelos.

Pero el fraile, temeroso quizá de ofenderle al continuar la conversación en tono demasiado jocoso (falso paso del que se deben guardar cuidadosamente todos aquéllos que traten con monarcas), hizo una profunda reverencia y retrocedió unos pasos.

Al mismo tiempo, dos nuevos personajes aparecieron en escena.