XXII
¡Mi hija! ¡Ay, mi hija! ¡Mis ducados!
¡Ay, mis ducados cristianos!
¡Justicia! ¡Pido justicia y ley! ¡Mis ducados y mi hija!SHAKESPEARE: El mercader de Venecia.
Dejemos a los dos jefes sajones retornar a su banquete con la curiosidad insatisfecha y echemos una mirada a la más rigurosa celda de Isaac de York. El pobre judío había sido arrojado a un calabozo abovedado, situado en el subterráneo de una torre bajo el nivel del suelo, y aun del foso, e invadido por la humedad. La única luz entraba por dos o tres agujeros situados fuera del alcance de la mano del cautivo. Estos boquetes dejaban pasar, incluso cuando el sol del mediodía brillaba con toda su fuerza, una incierta y débil luz que se iba haciendo lóbrega mucho antes de que el resto del castillo hubiera dejado de recibir la bendición del día. Cadenas y grilletes, que habían servido para otros cautivos, colgaban enmohecidos de las paredes de la prisión y en los aros de uno de estos aparejos había restos de huesos blancos que parecían haber formado parte de una pierna humana, dando la impresión de que algún prisionero no sólo había sido abandonado hasta la muerte, sino también hasta quedar reducido a esqueleto. En un extremo de esta fantasmagórica mazmorra había un gran fogón sobre el cual se atravesaban algunas barras de hierro medio consumidas por el orín.
El aspecto del calabozo bastaba para asustar a un corazón más firme que el de Isaac, quien en la proximidad del peligro parecía menos afectado que cuando lo presumía más remoto y contingente. Los amantes de la caza afirman que la liebre siente más temor mientras es perseguida que cuando es apresada por las mandíbulas de los lebreles. Por eso quizá los judíos, debido a sus constantes temores, estén mentalmente condicionados para enfrentarse a cualquier intento que los tiranos quieran ejercer sobre ellos. De ahí que ninguna agresión, cuando tenía lugar, jamás fuera acompañada de la sorpresa, que es el factor más difícil de dominar. Tampoco era la primera ocasión en que Isaac tuvo que enfrentarse al peligro. Contaba ya con experiencia, y además le animaba una cierta esperanza de ser liberado y dejar de ser presa de sus perseguidores. Sobre todo, en él había la inflexible obstinación de su raza y la firme resolución con que los Israelitas saben capear los peores contratiempos que el poder y la violencia pueden infligirles.
Con esta predisposición a la defensa pasiva, mientras intentaba proteger sus extremidades inferiores de la humedad del pavimento, Isaac estaba sentado en un rincón del calabozo donde sus manos retorcidas, su pelo y barbas despeinados, su capa de pieles y alto billete, hubieran podido inspirar bajo la incierta luz un estudio a Rembrandt si éste hubiera vivido en aquella época. En aquella postura permaneció el judío por espacio de tres horas; poco después se oyeron pasos en las escaleras que conducían al calabozo. Los goznes gimieron cuando se abrió la puerta y Reginald Front-de-Boeuf, seguido por los dos esclavos sarracenos del templario, entró en la mazmorra.
Front-de-Boeuf, hombre alto y fornido, curtido en la guerra y en los continuos altercados, nunca había dudado en echar mano de cualquier recurso para aumentar su poder feudal. Tenía unas facciones acordes con su carácter, y que expresaban las más orgullosas y malignas pasiones. Las cicatrices que deformaban su cara, en otro rostro hubieran excitado la simpatía o el respeto, porque se las hubiera considerado como huellas del valor; pero, en el caso especial de Front-de-Boeuf sólo aumentaban la ferocidad de su semblante. Su presencia sólo provocaba el temor. Vestía un coleto de cuero, muy ceñido al cuerpo, sucio y rozado por la armadura. No llevaba armas, excepción hecha de un puñal que servía de contrapeso al manojo de llaves que pendían de su lado derecho.
Los esclavos sarracenos que acompañaban a Front-de-Boeuf iban desprovistos de sus vistosos atavíos, sustituidos ahora por blusas y calzones de rudo lino; llevaban las mangas arremangadas al estilo de los carniceros cuando se disponen a ejercer su oficio en el matadero. Cada uno de ellos era portador de un pequeño cesto, y cuando entraron en el calabozo se detuvieron junto a la puerta hasta que Front-de-Boeuf la cerró con doble llave. Tomada esta precaución, avanzó despacio hacia el judío y fijó la mirada sobre él como si con ella quisiera paralizarle, del mismo modo como ciertos animales fascinan a su presa. En verdad, parecía que los despiadados ojos de Front-de-Boeuf poseían un violento poder sobre su infortunado prisionero, pues el judío estaba sentado con la boca abierta y la mirada fija en el salvaje barón. Sin poder evitar el terror, parecía hundirse y disminuir de volumen bajo la lacerante mirada del fiero normando. Al infeliz Isaac no sólo le faltaban las fuerzas para levantarse y hacer la reverencia que su terror le aconsejaba sino que no acertaba a descubrir su cabeza, ni soltar ninguna palabra de súplica, puesto que imaginaba que las torturas y la muerte pendían sobre su cabeza.
Por otra parte, las magníficas proporciones del normando parecían aumentar de tamaño como las del águila que ahueca el plumaje cuando se dispone a atacar a su presa indefensa. Front-de-Boeuf se detuvo a tres pasos del rincón donde el judío ocupaba el menor espacio posible, e hizo una seña a uno de los esclavos para que se acercara. Adelantóse el sarraceno y, sacando de su cesto una romana y un juego de pesas, que dejó a los pies de Front-de-Boeuf, se retiró inmediatamente a una respetuosa distancia.
Los movimientos de aquellos dos hombres eran pausados y solemnes, imbuidos de una especie de premonición de horror y crueldad. Front-de-Boeuf se dirigió en estos términos a su infortunado cautivo:
—Maldito perro de raza maldita —y su profunda y agorera voz despertó los ecos agoreros del lóbrego calabozo—. ¿Ves estas balanzas?
El infeliz judío contestó con una débil señal afirmativa.
—En estas mismas balanzas —dijo el autoritario barón—, me pesarás mil libras de plata según la ley y peso de la Torre de Londres.
—¡Sagrado Abraham! —contestó el judío, recobrando la voz al darse cuenta del peligro que corría—. ¿Quién ha oído eso jamás? ¿Quién, ni aun en las fábulas de los trovadores, habrá oído nombrar una suma de mil libras de plata? ¿Qué ojos humanos vieron la bendición de tal tesoro? Ni en la ciudad de York, después de haber saqueado mi casa y las de mi tribu, hallaréis la décima parte de la suma a que os habéis referido.
—Soy hombre razonable —dijo Front-de-Boeuf—. Si la plata escasea, no rehusaré el oro. A razón de un marco de oro por cada seis libras de plata podrás librar a tu descreído esqueleto de aquellas penas que jamás pudiste concebir.
—Tened compasión de mí, noble caballero —imploró Isaac—. Soy viejo, pobre y desvalido. No serviría de nada atropellarme. Pobre hazaña es la de pisotear un gusano.
—Viejo puede que sí lo seas —replicó el caballero—, para vergüenza de los locos que han permitido que tus cabellos se tornaran grises dedicado tú a la usura y el latrocinio. Puede que seas débil porque, ¿cuándo ha tenido un judío ni manos ni corazón? Pero es bien sabido que rico sí lo eres.
—Os juro, noble caballero —dijo el judío—, por todas mis creencias y por todas las que tenemos en común…
—¡No cometas perjurio! —le interrumpió el normando—. No permitas que tu obstinación selle tu condena antes de haber contemplado y considerado el destino que te espera. No creas que te hablo con el fin de aterrorizarte y divertirme con la mezquina cobardía que has heredado de tu tribu. Yo te juro por aquello en lo cual no crees, por el Evangelio que nuestra Iglesia predica y por los poderes que le han sido conferidos para atar y desatar, que mi propósito es firme y perentorio. Esta mazmorra no es lugar apropiado para juegos vanos. Prisioneros diez mil veces más distinguidos que tú han muerto entre estos muros y nunca se ha sabido la suerte que corrieron, pero a ti se te ha reservado una larga y lenta muerte, que hará que las demás sean consideradas como un lujo.
De nuevo hizo una señal a los esclavos y habló aparte con ellos en su lengua, ya que también había estado en Palestina, donde quizá tomara lecciones de crueldad. Los sarracenos sacaron de su cestos cierta cantidad de carbón de encina, un fuelle y un frasco de aceite. Mientras el uno prendía fuego con eslabón y pedernal, el otro dispuso el carbón sobre el oxidado fogón, después le dio al fuelle hasta que el combustible estuvo al rojo vivo.
—¿Puedes ver, Isaac —habló Front-de-Boeuf—, la serie de barras de hierro sobre las brasas de carbón? Sobre esta cálida cama yacerás como si de una mullida cama se tratara, libre de todas tus vestiduras. Uno de estos esclavos atizará el fuego bajo tu cuerpo, mientras el otro unta tus pobres miembros con aceite, no fuera que se quemara el asado. Ahora, pues, escoge entre tan incómodo lecho o el pago de mil libras de plata porque, por la cabeza de mi padre, que no tienes otra opción.
—¡Es imposible! —exclamó el mísero judío—. ¡Imposible que vuestro proyecto sea verdadero! ¡El buen Dios de la naturaleza nunca ha creado un corazón capaz de llevar a cabo tal crueldad!
—No creas eso, Isaac —dijo Front-de-Boeuf—, sería un fatal error. ¿Crees que yo, que he visto una ciudad saqueada en la cual miles de mis compatriotas cristianos perecieron por el fuego o por la espada, voy a vacilar ante los gritos y gemidos de un solo judío miserable? ¿O supones que estos esclavos negros que no tienen ni ley, ni patria, ni conciencia, sino sólo el deseo de su dueño, que usan el veneno, la porra, el puñal o la cuerda a su menor señal, crees tú que ellos se van a compadecer de ti, ellos que ni siquiera entienden el lenguaje en que les hablas? Reflexiona, anciano; descárgate de un aparte de tus riquezas superfluas; restituye a las manos de un cristiano una parte de lo que adquiriste por la usura. Tus mañas pronto llenarán tu bolsa de nuevo, pero ni médico ni medicina podrán restituirte la carne ni el pellejo una vez que te hayan tendido sobre estas barras. Paga tu rescate, te repito, y regocíjate de que por tal precio puedas redimirte de una mazmorra de la cual pocos han salido para poder contar sus secretos. No gastaré más palabras contigo. Escoge entre tus caudales o tu carne y tu sangre, y según tu decisión procederé.
—¡Que me asistan Abraham y Jacob y todos los padres de mi pueblo! —dijo Isaac—. ¡No puedo escoger porque no dispongo de medios para satisfacer tu desorbitada demanda!
—Cogedle y desnudadle, esclavos —gritó el caballero—. ¡Y que le asistan los padres de su pueblo si pueden hacerlo!
Los esclavos, guiados más por la mirada y los gestos de la mano del barón que por la lengua, avanzaron y agarraron al pobre Isaac, le levantaron del suelo y sosteniéndole entre los dos esperaron instrucciones del despiadado barón. El infeliz judío miraba los rostros de los negros, así como el de Front-de-Boeuf, esperando descubrir algún síntoma de flaqueza; pero el del barón mostraba la misma fría, despreciativa y sarcástica sonrisa que había preludiado su crueldad. Por otra parte, los salvajes ojos de los sarracenos permanecían fijos bajo sus negras cejas, y de pronto adquirieron una expresión más siniestra todavía debido a los círculos blancos que rodeaban sus pupilas. No hay duda de que evidenciaban el secreto placer que esperaban gozar en la próxima escena, que no el desagrado por ser sus ejecutantes. Entonces el judío miró al llameante fogón y al comprender que no había ninguna oportunidad, cedió a las exigencias de su verdugo.
—Pagaré las mil libras de plata. Es decir —-añadió después de una pausa—, las pagaré con la ayuda de mis hermanos, porque me veré obligado a mendigar a la puerta de nuestra sinagoga para reunir tan insólita suma. ¿Cuándo y dónde debo entregároslas?
—Aquí y ahora —replicó Front-de-Boeuf—. Aquí debe ser entregada la suma, y aquí debe ser pesada. Pesada y contada en el piso de este mismo calabozo. ¿Crees que te dejaré partir antes de que el rescate esté en mis manos?
—¿Y qué seguridades me das —preguntó el judío— respecto a que me será devuelta la libertad después de haber pagado el rescate?
—La palabra de un noble normando, esclavo usurero —contestó Front-de-Boeuf—. La fe de un noble normando, más pura que todo el oro y la plata de tu tribu.
—Pido perdón, noble señor —dijo Isaac tímidamente—. Pero ¿por qué debo confiar en la palabra de alguien que no confía en la mía?
—Porque no te queda más remedio, judío —dijo el caballero con rudeza—. Si ahora te hallaras en la cámara donde guardas tus tesoros en York y estuviera yo pidiéndote un préstamo, te correspondería señalar los términos del pago y tomar tus precauciones, lista es mi cámara. Te llevo ventaja y no mendigaré. Tampoco discutiré los términos por los cuales te daré la libertad.
El judío suspiró profundamente.
—Concededme por lo menos junto a la mía la libertad de mis compañeros de viaje. Se han burlado de mí por ser judío y, sin embargo, sintieron piedad por mi desolación. Por haberse dignado a socorrerme en el camino, parte de mi desgracia ha caído sobre ellos; además, puede que contribuyan en alguna manera a mi rescate.
—Si te refieres a aquellos villanos sajones —dijo Front-de-Boeuf—, su rescate habrá de establecerse en términos diferentes a los tuyos. Ocúpate de tus asuntos, judío, te lo advierto, y no te mezcles en los de los demás.
—Entonces —dijo Isaac—, ¿debo esperar ser liberado solamente junto a mi amigo herido?
—¿Deberé recomendar dos veces a un hijo de Israel que se ocupe de sus propios asuntos y deje a los demás en paz? Ya que has hecho tu elección, sólo resta que pagues tu rescate y cuanto antes,
—Sin embargo, oídme —dijo el judío—. Por la verdadera fortuna que obtendréis a expensas de… —llegado a este punto se interrumpió en seco, temeroso de irritar al salvaje normando—. Pero Front-de-Boeuf reaccionó con una carcajada, terminando la frase del judío:
—¿A expensas de mi conciencia, ibas a decir, Isaac? Dilo…, te digo que soy razonable. Puedo soportar los reproches de un vencido, aunque se trate de un judío. No te mostrabas tan humilde, Isaac, a la hora de pedir justicia contra Jacques Fitzdotterel cuando éste te llamó sanguijuela usurera, una vez que tus exigencias ya habían devorado su patrimonio.
—Juro por el Talmud —dijo el judío— que os han engañado en este asunto. Fitzdotterel me amenazó con su puñal porque le pedía aquellos doblones de plata que me pertenecían. Los términos de pago ya habían caducado.
—Poco me importa lo que hiciera —dijo Front-de-Boeuf—. Mi pregunta es la siguiente: ¿cuándo tendré los cequíes, Isaac?
—Permitid que mi hija Rebeca vaya a York con vuestro salvoconducto, noble caballero —contestó Isaac—, y en el tiempo que tardan caballo y jinete en ir y volver, el tesoro… —se interrumpió y suspiró profundamente, para añadir después de unos segundos de pausa—: El tesoro será contado sobre este mismo suelo,
—¡Tu hija! —dijo Front-de-Boeuf, como si estuviera sorprendido—. Por los cielos, Isaac, debería haber sabido esto. Creí que aquella muchacha morena era tu concubina y se la he entregado como doncella a sir Brian de Bois-Guilbert, según costumbre de los patriarcas y héroes de los antiguos días, los cuales sobre esta materia nos dejaron buen ejemplo.
El chillido que profirió Isaac al oír tan despiadada noticia hizo vibrar la misma bóveda y sorprendió tanto a los dos sarracenos, que soltaron al judío. De esta circunstancia se aprovechó Isaac para desplomarse sobre el pavimento y agarrarse a las rodillas de Front-de-Boeuf.
—Tomad todo lo que habéis pedido, señor caballero. Tomad diez veces más, reducidme a la pobreza y a la mendicidad si así lo queréis, mejor atravesadme con vuestro puñal, tostadme en este fogón, ¡pero no atentéis contra mi hija! ¡Dejadla partir con salud y honor! Ya que habéis nacido de mujer, respetad el honor de una doncella indefensa. Ella es la imagen de mi difunta Raquel, ella es el último de los seis velos de su amor. ¿Privaréis a un marido viudo del único consuelo que le queda? ¿Reduciréis a un padre al extremo de desear que su último retoño viviente descanse junto a su difunta madre en la tumba de su padres?
—Hubiera deseado —dijo el normando algo suavizado— saber esto con anterioridad. Pensaba que vuestra raza sólo amaba los sacos de dinero.
—No nos creáis tan viles, aunque seamos judíos —dijo Isaac, deseoso de aprovechar aquel momento de aparente simpatía—. El zorro al que se da caza, el gato salvaje al que se tortura, aman a sus retoños. ¡Los despreciados y perseguidos judíos aman a sus hijos!
—Si es así —dijo Front-de-Boeuf—, lo tendré en cuenta en el futuro. Isaac, por tu propia salvación…, esto no ayuda en nada, no puedo evitar lo que ha sucedido o lo que se derivará de ello. He dado mi palabra a mi camarada de armas y no la rompería ni por diez judíos y judías juntos. Además, ¿qué razones tienes para pensar que esto perjudicará a la muchacha, incluso si se convierte en el botín de Bois-Guilbert?
—Será algo malo, tiene que serlo a la fuerza —exclamó Isaac, retorciéndose las manos de pena—. ¿Cuándo el aliento de un templario ha dejado de ocasionar crueles penas a los hombres y deshonor a las mujeres?
—¡Perro infiel! —dijo Front-de-Boeuf con los ojos chispeantes y quizá no del todo disgustado por la ocasión de excitarse—. No blasfemes de la Orden del Templo de Sión y procura en su lugar el rescate que has prometido o de lo contrario voy a abrir tu garganta judía.
—¡Ladrón y villano! —dijo el judío devolviendo los insultos de su opresor con pasión tal que, aunque impotente, no podía reprimir—, ¡Nada he de pagarte, ni una sola moneda de plata te daré a no ser que mi hija me sea devuelta con honra y salud!
—¿Estás en tus cabales, israelita? —dijo el normando secamente—. ¿Poseen tu carne y tu sangre algún encantamiento que las protejan de los hierros al rojo y del aceite hirviente?
—¡Nada me importa! —dijo el judío, cuyo afecto paternal le abocaba a la desesperación—. Haz conmigo lo peor. Mi hija es carne y sangre mucho más querida por mí que estos miembros que amenazas. No te daré ninguna plata a no ser que fuera derretida y derramada en tu garganta… ¡No, ni una moneda de plata te daré, nazareno, aunque fuera por salvarte de la condenación que mereces por tu indeseable vida! Toma mi vida si quieres y no olvides que el judío, en medio de las torturas, sabe cómo defraudar al cristiano.
—¡Lo veremos! —dijo Front-de-Boeuf—. ¡Por el tronco bendito que es la abominación de tu maldita tribu, que has de sufrir los rigores del fuego y del acero! ¡Desnudadle, esclavos, y encadenadle a las barras del fogón!
A pesar de la débil resistencia del anciano, los sarracenos le despojaron de su túnica con facilidad y procedían a desnudarle cuando el sonido de un cuerno resonó por tres veces en el castillo, penetró incluso en los recovecos de la apartada celda e inmediatamente después se oyeron fuertes voces reclamando a sir Reginald Front-de-Boeuf. No deseando ser hallado en tan diabólica ocupación, el salvaje barón hizo una señal para que los esclavos devolvieran la túnica a Isaac, y, abandonando la mazmorra con sus acompañantes, dejó al judío dando gracias a Dios por su liberación y lamentando el cautiverio de su hija y la suerte que probablemente habría corrido. Y al meditar sobre todo ello tuvo que apelar a toda la fuerza de sus sentimientos personales y paternales.