XI

Bandido l.° —En pie, señor; suelte lo que tenga que
decir. En caso contrario, le haremos sentar y le fusilaremos.
Speed .—Estamos perdidos. Son los bandidos que tanto
temen los viajeros.
Val .—Señores míos…
Bandido 1.° —No, no; somos vuestros enemigos.
Bandido 2.° —¡Silencio! ¿Qué tiene que decirnos?
Bandido 3.° —Por mis barbas, es todo un hombre.

SHAKESPEARE: Los dos hidalgos de Verona.

Las aventuras nocturnas de Gurth no habían terminado. En verdad, incluso él mismo fue de esta opinión cuando después de haber dejado atrás varias casas aisladas de las afueras de la villa, se encontró en una profunda hondonada que corría entre bordes muy altos, poblados de malezas y encinas. A una y otra parte a veces había algún gigantesco roble que extendía sus ramas sobre el sendero. La hondonada presentaba un firme incómodo, debido a las profundas huellas de los carros que durante el día habían transportado efectos al lugar del torneo. Reinaba la más intensa oscuridad, ya que ramas y malezas interceptaban los rayos de la luna llena.

De la villa llegaban apagados sones de fiesta, y de tarde en tarde rompían el silencio estruendosas carcajadas, gritos y retazos de alegre música. Todos esos ruidos daban cuenta del estado en que se encontraba la villa, invadida por nobles militares acompañados de sus disolutos asistentes; estos detalles no contribuían a la tranquilidad de Gurth.

—La judía tenía razón —decía para sí—. Por los cielos y por san Dunstan que me gustaría haber llegado a mi destino con mi tesoro a salvo. ¡Hay tal número, ya no diré de errabundos ladrones, sino de caballeros y escuderos errantes y errantes bufones, que un hombre con una sola moneda se vería en peligro y no digamos un pobre porquerizo con un saco lleno de cequíes! Quisiera haber abandonado la sombra de estas infernales malezas y así podría ver a cualquiera de los discípulos de san Nicolás antes de que saltara sobre mí.

Por este motivo, Gurth aceleraba el paso para ganar cuanto antes el campo abierto al que la hondonada conducía, pero no tuvo la suficiente fortuna para alcanzar su objetivo. Al final de una subida y justo donde el monte bajo era más espeso, cuatro hombres cayeron sobre él, tal como había temido, dos por cada lado del camino, y le sujetaron con tanta rapidez, que cualquier resistencia, que al principio hubiera contado con ciertas probabilidades de éxito, ahora resultaba inútil por tardía.

—Entréganos lo que llevas —dijo uno de ellos—, somos los benefactores del pueblo y libramos a cada uno de su carga.

—No me libraríais de la mía tan fácilmente —murmuró Gurth, cuya probada honradez no flaqueaba ni siquiera bajo la amenaza de violencia—, si pudiera dar, aunque sólo fuera tres golpes para defenderla.

—Pronto se verá —dijo el ladrón y, hablando con su compañero aludió—: Traed a ese bribón. Ya veo que desea que le rompamos la cabeza al mismo tiempo que le quitamos la bolsa y así le hagamos sangrar por dos venas a la vez.

A esta orden, Gurth fue brutalmente arrastrado a través de la hondonada hasta llegar a un claro de la espesura, situado entre el camino y el campo abierto. Fue obligado a seguir a sus descorteses conductores. La luna iluminaba aquel claro, ya que ni ramas ni malezas impedían que sus rayos llegaran hasta allí con su luz plateada. Dos individuos más se unieron a la partida, indudablemente aquéllos que habían estado destacados de vigilancia. Eran portadores de puñales en sus costados y sostenían cortos palos en sus manos. Gurth pudo darse cuenta de que todos ellos iban provistos de antifaces, detalle que bastaba para evidenciar su profesión si con anterioridad no la hubieran delatado sus modales.

—¿Cuánto dinero llevas, bellaco? —preguntó uno de los ladrones.

—Treinta cequíes constituyen todos mis bienes —dijo Gurth con astucia.

—Quedan confiscados. ¡Confiscados! —gritaron los ladrones.

—El que un sajón posea treinta cequíes y regrese sobrio de la ciudad es motivo más que suficiente para que le sea confiscado cuanto lleva encima.

—Los ahorré para comprar mi libertad.

—Eres un borrico —replicó uno de los ladrones—. Tres cuartillos de cerveza fuerte te hubieran hecho tan libre como tu propio dueño, y aún más libre que él, si es un sajón como tú.

—No es más que la triste verdad, pero si estos treinta cequíes bastan para que me dejéis libre, desatadme; ya son vuestros.

—Un momento —dijo uno que parecía ejercer alguna autoridad sobre los otros—. Mientras palpaba tu capa me he dado cuenta de que eres portador de una bolsa que, por las apariencias, contiene una cantidad superior a la que has confesado.

—Pertenece al noble caballero que es mi amo y no la he mencionado porque al contestaros sólo hice referencia a lo que me pertenece.

—Eres honrado —replicó el ladrón—, te lo digo yo y no profesamos tanta devoción a san Nicolás que no puedan tus treinta cequíes salir bien librados si no tratas de engañarnos. Di toda la verdad.

Con un hábil gesto arrebató del cuello de Gurth la gran bolsa de cuero que contenía, junto al resto de cequíes, la bolsa con que Rebeca le había obsequiado. Entonces continuó su interrogatorio:

—¿Quién has dicho que era tu amo?

—El Caballero Desheredado —contestó Gurth.

—¿Aquél cuya excelente lanza le hizo ganar el torneo? ¿Cómo se llama y de qué familia procede?

—Desea ocultar ambas cosas y acerca de ello no me sacaréis una palabra.

—¿Cuál es tu nombre y linaje?

—Declararlos sería tanto como revelar los de mi amo.

—Eres astuto —dijo el ladrón—, pero incauto a la vez. ¿De dónde procede tanto dinero para tu señor? ¿Se trata de una herencia o por qué medio ha conseguido reunirlo?

—Lo consiguió con su eficaz lanza —contestó Gurth—. Estas bolsas contienen el rescate de buenas cabalgaduras y hermosas armaduras.

—¿Cuántos cequíes contienen? —preguntó el ladrón.

—Doscientos cequíes.

—¿Doscientos cequíes, solamente? —exclamó el bandido—. Tu señor ha tratado a los vencidos con generosidad; no hay duda, por lo que dices, que muy poco rescate les ha exigido. Nombra a los que tuvieron que dar oro.

Así lo hizo Gurth.

—¿Y qué rescate pagó Brian de Bois-Guilbert por su caballo y armadura? Ya ves que no puedes engañarme.

—Mi señor —contestó Gurth—, nunca tomará nada del templario a no ser la sangre de sus venas. Están desafiados a muerte y entre ellos no ha lugar la cortesía.

—Claro —contestó el ladrón—. ¿Y qué estabas haciendo en Ashby con tal cantidad de dinero?

—Fui a pagar el precio del caballo y la armadura con que el judío Isaac de York proveyó a mi señor para el torneo.

—¿Y cuánto le pagaste a Isaac de York? A juzgar por su peso, pues todavía restan doscientos cequíes en esta bolsa.

—Pagué ochenta cequíes a Isaac, y él me reintegró cien.

—¿Cómo? ¿Qué? —exclamó toda la cuadrilla a la vez—. ¿Intentas burlarte de nosotros? ¿Acaso pretendes que nos traguemos tan desmesuradas mentiras?

—Lo que os he dicho es tan cierto como que la luna está en el cielo. Encontraréis la cifra exacta en una bolsa de seda que se encuentra dentro de la mayor de cuero y separada del resto de su contenido.

—Date cuenta, hombre, de que estás hablando de un judío —dijo el capitán—, de un israelita…, tan poco dispuesto a dar su oro como las arenas de su tierra natal a devolver el agua que sobre ellas derrama el peregrino.

—Son tan poco comprensivos —dijo otro de los bandidos—, como los carceleros que no han sido sobornados.

—Tal como dije sucedió —dijo Gurth.

—¡Acercad una antorcha, pronto! —dijo el capitán—. Quiero examinar la bolsa. Y si lo que dice este individuo resulta cierto, la bondad del judío no es menos milagrosa que la fuente que apagó la sed de sus padres en pleno desierto.

Alguien trajo una luz, y el ladrón procedió a examinar la bolsa. Los demás se apiñaron a su alrededor, e incluso los dos que tenían sujeto a Gurth aflojaron su presa mientras estiraban el cuello para ver el resultado de la búsqueda. Aprovechando esta negligencia y haciendo un súbito esfuerzo, Gurth consiguió librarse de ellos, y hubiera escapado de haberse decidido a abandonar los bienes de su amo. Pero no era tal su intención. Arrebató un palo de manos de uno de aquellos sujetos y con él abatió al capitán, que en aquel momento estaba ajeno a sus propósitos, y de nuevo se apoderó de la bolsa que contenía el tesoro. Sin embargo, los bandidos eran demasiado numerosos y tras una breve lucha se hicieron dueños de la bolsa y del fiel Gurth.

—¡Bribón! —dijo el capitán levantándose—. Me has roto la cabeza y si yo fuera otro pagarías cara tu insolencia. Pero conocerás tu suerte en un momento. Primero hablaremos de tu señor, pues los negocios del amo deben preceder a los del escudero según las reglas de caballería. Mientras, estáte quieto…, si haces el más ligero movimiento te expones a recibir algo que te mantendrá quieto para siempre. ¡Camaradas! Esta bolsa está bordada con caracteres hebreos, por lo tanto hay que creer que lo que el hombre dijo es verdad. Su amo, el caballero andante, no debe recibir daño de nuestra parte. Se parece demasiado a nosotros para que le perjudiquemos, ya que los perros no se muerden entre ellos cuando los zorros y lobos andan sueltos.

—Él, ¿como nosotros? —exclamó uno de la banda—. ¡Me gustaría ver cómo te las arreglas para demostrármelo!

—No seas estúpido —replicó el capitán—. ¿No es acaso pobre y desheredado como nosotros? ¿No se gana la vida a punta de espada como nosotros? ¿No ha derrotado a Front-de-Boeuf y a Malvoisin como lo haríamos nosotros si pudiéramos? ¿No se ha declarado enemigo de muerte de Brian de Bois-Guilbert, a quien tantos motivos de temor debemos? Y aunque no fuera así, ¿hemos de tener peor conciencia que un descreído, un hebreo judío?

—No, sería una vergüenza —murmuró otro individuo—; de todas formas, cuando estaba a las órdenes del valiente Gandelin no teníamos tales escrúpulos de conciencia. Además, este insolente campesino… ¿también él ha de salir bien librado?

—De ningún modo si tú eres capaz de darle una lección. ¡Eh, amigo! —continuó el capitán, dirigiéndose a Gurth—. ¿Conoces el manejo del palo[6] que con tanta presteza acabas de emplear?

—En mi opinión —dijo Gurth—, nadie mejor que tú puede contestar a esta pregunta.

—A fe mía que me has atizado un buen porrazo; hazle el mismo servicio a este compañero y marcharás libremente, pero si no…, como ocurra lo contrario y… puesto que eres un bellaco tal como has demostrado ser, a fe mía que me vería obligado a pagar yo mismo tu rescate. Toma tu palo, Miller —añadió el capitán—, y protege tu cabeza; vosotros dejad libre a este tipo y dadle también un garrote. Hay suficiente luz para la pelea.

Armados los dos contendientes con idénticos palos, se adelantaron hacia el centro del claro para aprovechar al máximo la luz de la luna. Los demás ladrones reían y gritaban a su camarada:

—¡Miller, cuidado con la sesera!

Miller agarró el palo, lo atenazó hacia su mitad y daba molinetes por sobre su cabeza. Al propio tiempo exclamaba con presunción:

—Acércate, bellaco, si te atreves, y conocerás la fuerza que tiene el molinero[7].

Contestó Gurth ejecutando la misma suerte de molinetes con igual destreza, sin perder la serenidad, y le gritó:

—Entonces, eres ladrón por partida doble, y yo como hombre de bien, no temo tus bravatas.

Seguidamente se arremetieron y durante los primeros minutos quedaron igualados en fuerza, bravura y habilidad, interceptando y respondiendo a los golpes de su rival con veloz destreza. Por el ruido de los continuos golpes, una persona situada a cierta distancia hubiera dicho que se enfrentaban dos bandos formados por seis combatientes cada uno. Combates menos decididos e incluso menos peligrosos han sido cantados en versos heroicos, pero el encuentro de Gurth contra Miller permanecerá silenciado u olvidado, sin duda por falta de poeta consagrado que cante su gesta. De todos modos, aunque la lucha con el palo está pasada de moda, haremos lo que podamos para cantar en prosa llana la proeza de los dos valientes campeones.

La pelea se presentó igualada al principio, hasta que Miller empezó a fatigarse al encontrar tan briosa oposición y al tener que soportar las pullas de sus compañeros, los cuales, como es usual en estos casos, disfrutaban con la afrenta que le era impuesta. No era el estado de ánimo adecuado para luchar con el palo, ya que tal tipo de combate requiere conservar la sangre fría. De este modo le daba la ventaja a Gurth, cuyo temperamento, aunque brioso, era más equilibrado y le permitía sacar todo el provecho de su probada habilidad.

Miller embestía furiosamente, dando golpes con ambas extremidades del palo, intentando conseguir que la lucha se desarrollara en la media distancia, mientras que Gurth se defendía del ataque levantando ambas manos, defendiendo cabeza y cuerpo por medio de rápidos giros del garrote. Así se mantuvo a la defensiva, coordinando perfectamente la mirada, los pies y las manos hasta que se dio cuenta que su adversario perdía el aliento. Entonces le atacó directamente a la cara con la mano izquierda y, cuando Miller se dispuso a detener el golpe, agarró el palo con ambas manos y de volea hirió con toda la fuerza la sien de su oponente. Éste quedó tendido cuán largo era sobre la verde hierba.

—¡Perfectamente ejecutado! —gritaron los ladrones—. Y limpiamente, además. ¡Viva Inglaterra! El sajón ha salvado la bolsa y el pellejo, y el molinero ha encontrado la horma de su zapato.

—Puedes seguir tu camino, amigo mío —le dijo a Gurth el capitán, confirmando el clamor general—. Dos de mis compañeros te enseñarán el mejor camino para llegar al pabellón de tu señor sano y salvo, evitando de este modo la posibilidad de que topes con merodeadores nocturnos con sentimientos menos blandos que los nuestros, pues en noches como ésta abundan por estos contornos tipos de esta clase… Recuerda, de todos modos, que has rehusado revelar tu nombre…, no preguntes el nuestro y no trates de averiguar qué quiénes somos, ya que, de intentarlo, caerán sobre ti peores desgracias que las que hasta hoy has debido soportar.

Gurth agradeció al capitán su amabilidad y le prometió seguir sus consejos. Dos forajidos tomaron sus respectivos palos, rogando a Gurth que no les perdiera de vista. Después dieron la vuelta y siguieron un sendero adyacente que cruzaba las malezas y el desmonte cercano. En el mismo límite del bosque, otros dos hombres hablaron con sus dos guías y habiendo recibido la contestación en voz baja, se adentraron de nuevo en la espesura y les permitieron pasar sin molestias. Este incidente confirmó a Gurth la creencia de que la cuadrilla era fuerte y numerosa y que sus miembros montaban guardia regularmente para vigilar su lugar de reunión.

Al llegar al campo abierto, donde a Gurth le hubiera podido resultar difícil dar con el camino, los ladrones le guiaron hasta la cima de un montículo desde donde pudo ver, bajo la luz de la luna, las empalizadas del torneo, los brillantes pabellones que a cada extremo de ellas se levantaban temblando al aire y los pendones iluminados por los rayos de plata. Pudo oír también los cantos de los centinelas que, de este modo, hacían menos aburrido el cumplimiento de su deber nocturno. Los ladrones se detuvieron.

—No te acompañamos más, no sería prudente que lo hiciéramos. Recuerda el aviso que te ha dado el capitán. Guarda secreto acerca de lo que te ha sucedido esta noche y no tendrás que arrepentirte. Si no haces caso de nuestro consejo, ni la torre de Londres podrá protegerte de nuestra venganza.

—Buenas noches, amables señores —dijo Gurth—, recordaré vuestras indicaciones y creo que no hay en mí intención alguna de ofenderos cuando os digo que os deseo una ocupación más segura y honrada.

De este modo se separaron, volviendo los forajidos por donde habían venido. Gurth se encaminó hacia la tienda de su amo, al cual, haciendo caso omiso de las recomendaciones que le habían sido hechas, contó todas las aventuras de aquella noche.

El Caballero Desheredado estaba asombrado, tanto por la generosidad de Rebeca de la cual decidió de todos modos aprovecharse, como de la que habían dado muestras los ladrones, virtud ésta de la generosidad a todas luces ajena a tal profesión. El curso de sus reflexiones relativas a los extraños sucesos tuvo que ser interrumpido por la necesidad de tomar algún reposo, indispensable si consideramos la fatiga del día anterior y, por otra parte, la necesidad de recuperarse para la próxima jornada.

Por lo tanto, el caballero se estiró para descansar sobre un rico colchón con que la tienda estaba provista, y el fiel Gurth le imitó extendiéndose sobre una piel de oso que hacía las veces de alfombra de la tienda, tomando la precaución de hacerlo colocándose atravesado en la entrada, de modo que nadie pudiera entrar sin despertarle.