XXXII
Cada nación tiene su policía,
edictos los monarcas y carta las ciudades,
y hasta el forajido al cuidado
de su rudo jefe le debe ordenanza.
Desde el padre Adán y su manzana,
el hombre busca al hombre y se afana por estrechar su unión.Canción anónima antigua.
Amanecía sobre el claro bosque de encinas. Cada rama brillaba con sus perlas de rocío. La cierva conducía a los cervatillos desde el bosque a los espacios abiertos de la pradera y ningún cazador les acechaba.
Los forajidos se habían reunido bajo la vieja encina de Harthill, donde pasaron la noche celebrando las hazañas del asalto. Unos lo habían hecho con vino, otros habían preferido dormir y muchos otros decidieron pasar la noche contando y volviendo a contar los sucesos del día, calculando el botín que aquel triunfo había puesto en las manos de su jefe.
El botín era en verdad cuantioso, ya que sin contar lo que había sido consumido por el fuego, una gran cantidad de plata, ricas armaduras y valiosos brocados cayó en poder de los forajidos, que no hicieron caso de ningún peligro cuando aquel tesoro se encontró al alcance de su mano. A pesar de todo, las leyes de su asociación eran tan severas que ninguno de ellos se hubiera atrevido a apropiarse de la mínima parte del botín, el cual fue reunido en un montón y puesto a la disposición de su jefe.
El lugar de reunión era una vieja encina, pero no la misma donde Locksley había conducido a Gurth y a Wamba. Era otra situada en la mitad de un anfiteatro rodeado de árboles, distante media milla del derruido castillo de Torquilstone. En este lugar, Locksley tomó asiento sobre un trono de césped erigido bajo las retorcidas ramas de la encina, y todos los moradores del bosque se reunieron a su alrededor. Dispuso que el Caballero Negro se sentara a su derecha y Cedric a su izquierda.
—Perdonadme esta libertad, nobles señores, pero soy como un monarca en estas soledades. Éste es mi reino y éstos mis salvajes súbditos. Ellos no me respetarían si cediera mi sitio a cualquier otro mortal. Ahora, señores, ¿quién ha visto a nuestro capellán? ¿Dónde está nuestro fraile? Una misa es el mejor comienzo del día lleno de trabajo para el cristiano. ¿Nadie ha visto al clérigo de Copmanhurst? ¡Por Dios! —exclamó el jefe de los forajidos—. Creo que el alegre clérigo se ha entretenido demasiado con el pellejo de vino. ¿Quién le ha visto después de la caída del castillo?
—Yo le vi atareado en la puerta de la bodega —dijo Miller—, jurando por todos los santos del calendario que tenía que probar el vino gascón de Front-de-Boeuf.
—Entonces los santos le habrán protegido —dijo el capitán de los ladrones—, a no ser que haya bebido demasiado de los pellejos y le haya pillado el derrumbamiento del castillo. Vamos, Miller, toma todos los hombres necesarios y acude al lugar donde le viste por última vez. Saca agua del foso y derrámala sobre las ardientes ruinas. ¡Haré que las desescombren piedra por piedra antes de perder a mi fraile!
El número de los que se ofrecieron a llevar a cabo esta misión, teniendo en cuenta que se estaba a punto de repartir el botín, fue muy considerable, lo que demostraba la alta estima de que gozaba entre la tropa su padre espiritual.
—Mientras tanto, continuemos —dijo Lockslev—. Cuando las nuevas de nuestra hazaña sean conocidas a lo ancho y largo del país, las partidas de De Bracy, Malvoisin y demás aliados de Front-de-Boeuf se movilizarán contra nosotros. Por tanto, será conveniente que nos retiremos de estos lugares cuanto antes. Noble Cedric —dijo dirigiéndose al sajón—, el botín está dividido en dos partes; podéis escoger el que más os plazca para recompensar a vuestra gente por la participación que ha tenido en nuestra aventura.
—Buen montero —dijo Cedric—, mi corazón está triste. El noble Athelstane de Coningsburgh ya no existe. ¡El último descendiente del santo Confesor! ¡Con él han perecido las esperanzas! ¡Su sangre ha apagado una centella que ningún aliento humano podrá reavivar! Mi pueblo, a excepción de los pocos que están aquí conmigo, se muere de impaciencia por trasladar sus restos mortales a su última morada. Lady Rowena está ansiosa de regresar a Rotherwood y debe disponer de escolta suficiente. En cuanto a mí, ya debería haber abandonado este lugar; si he esperado, no ha sido para compartir el botín, porque, ¡por Dios y San Withold, ni yo ni ninguno de los míos habrá de tocar ni un centavo! Si me he quedado ha sido para daros las gracias, a ti y a tus decididos monteros, por habernos salvado el honor y la vida.
—Pero —replicó el capitán de ladrones—, nosotros tan sólo hicimos la mitad de la faena. Tomad lo suficiente para recompensar a vuestros vecinos y seguidores.
—Soy lo suficientemente rico para recompensarles con mi propio peculio —contestó Cedric.
—Y algunos de ellos —añadió Wamba—, han sido bastante precavidos para recompensarse a sí mismos; no marchan con las manos vacías. No creas que todos son como el bufón.
—No se lo reprocho —dijo Locksley—. Nuestras leyes sólo a nosotros atañen.
—Pero a ti, pobre bribón —dijo Cedric dirigiéndose a Wamba y abrazándole—, ¿cómo podré recompensarte a ti, que no temiste a las cadenas y a la muerte? ¡Todos me abandonaron, sólo el pobre loco me guardó lealtad!
Una lágrima brilló en los ojos del rudo señor mientras hablaba…, demostración de cariño y afecto que ni la muerte de Athelstane había producido, pero que ahora expresaba dado el aprecio instintivo que sentía por el payaso, que conseguía conmoverle más que la misma pena.
—No —dijo el bufón librándose de las caricias de su amo—. Si pagáis mis servicios con agua de vuestros ojos, también tendrá que llorar el bufón en vuestra compañía, ¿y qué será entonces de su profesión? Pero, tío, si en verdad queréis recompensarme, os ruego que perdonéis a mi compañero de fatigas: me refiero a Gurth, que os robó una semana de sus servicios para emplearla sirviendo a vuestro hijo.
—¿Perdonarle? —exclamó Cedric—. Haré algo más. Le perdonaré y le recompensaré. ¡Arrodíllate, Gurth!
El porquerizo se dejó caer al momento a los pies de su amo.
—Ya no eres siervo —dijo Cedric tocándole los hombros—. Eres libre de ciudad en ciudad, en el bosque y en la pradera. Te cedo un trozo de tierra de mis dominios de Walbrugham, que pasan de mi propiedad a la tuya y tuya será para siempre. ¡Y caiga la maldición de Dios sobre aquél que no lo acepte!
Como movido por un resorte, Gurth, que ya era libre y propietario, se levantó y dio dos saltos que le alzaron de la tierra casi tan alto como su propia altura.
—¡Un herrero y una lima! —gritaba—. ¡Que liberen a un hombre libre de la argolla! ¡Noble amo! ¡Mis fuerzas se han duplicado con vuestra gracia y por vos he de luchar doblemente! Un espíritu libre habita mi pecho. Acabo de convertirme en mí mismo. ¡Ah, Fangs! —continuó. El fiel can, al ver a su dueño tan alegre, empezó a saltar para expresarle su simpatía—. ¿Todavía reconoces a tu dueño?
—¡Ay! —exclamó Wamba—. Fangs y yo todavía te conocemos. Gurth, aunque ambos llevamos todavía el collar, pero creo que tú no tardarás en olvidarte de nosotros y de ti mismo.
—En verdad que antes he de olvidarme de mí que no de ti, buen camarada —dijo Gurth—, y si fueras capaz de usar bien la libertad, no dudes que el amo no iba a permitir que desearas serlo.
—No —dijo Wamba—, nunca creas que te envidio, hermano Gurth; el siervo está sentado junto al fuego en el salón mientras el hombre libre debe acudir al campo de batalla. Y, como decía Aldhelm de Malmsbury: «Mejor está el loco en el festín, que el prudente en el combate».
Oyóse ruido de cascos de caballo, y apareció lady Rowena rodeada de algunos jinetes y una partida más numerosa de hombres a pie que golpeaban y hacían sonar sus picas y broqueles en señal de alegría por la liberación. Ella, montada en un soberbio palafrén, ricamente vestida, había recobrado toda su dignidad y únicamente una cierta palidez denunciaba los sufrimientos que había padecido. Su encantadora mirada, aunque llena de pena, mostraba destellos de esperanzas en el futuro, al mismo tiempo que un profundo agradecimiento por su liberación. Sabía que Ivanhoe estaba a salvo y también que Athelstane había muerto. Lo primero no dejaba de llenarla del gozo más sincero, y si no sentía complacencia con la segunda noticia, bien podía ser perdonada, ya que significaba su liberación respecto al proyecto con el que discrepaba de Cedric, su tutor.
Cuando Rowena llegó con su alazán junto al improvisado trono de hierba de Locksley, el rudo montero y sus seguidores se pusieron en pie para recibirla, como si obedecieran por instinto a un sentimiento general de cortesía. La sangre afluyó a sus mejillas cuando, moviendo la mano e inclinándose de tal modo que sus rubias trenzas se entremezclaron con las onduladas crines del palafrén, expresó con pocas pero precisas palabras, su gratitud y reconocimiento a Locksley y a sus seguidores.
—Dios os bendiga, hombres valientes —concluyó—. Dios y Nuestra Señora os bendigan y os paguen por haber expuesto galantemente vuestras vidas para socorrer al oprimido. Si alguno de vosotros tiene hambre algún día, que recuerde que Rowena dispone de alimentos, si tenéis sed, tengo más de un pellejo de vino y de cerveza negra, y si los normandos os sacan de estos bosques, Rowena tiene bosques propios donde sus galantes liberadores podrán cazar con plena libertad y donde ningún guarda les preguntará a quién pertenece la flecha que abatió el ciervo.
—Gracias, gentil señora —dijo Locksley—. Gracias en mi nombre y el de mis compañeros. Pero el habernos salvado ya lleva implícita la recompensa. Los que andamos por el bosque llevamos a cabo muchas acciones reprobables, y el haber liberado a lady Rowena puede ser considerado como una compensación.
Inclinándose de nuevo sobre su palafrén, Rowena dio la vuelta dispuesta a partir; pero al detenerse un momento, mientras Cedric que debía acompañarla se despedía también, se topó inesperadamente con el prisionero De Bracy. Éste se hallaba bajo un árbol, enfrascado en profundas meditaciones y con los brazos cruzados sobre el pecho. Rowena intentó pasar inadvertida. Levantó él la mirada, de todos modos, y cuando se dio cuenta de su presencia, la vergüenza enrojeció sus hermosos rasgos. Tuvo un momento de indecisión; después, adelantándose, tomó de la rienda al palafrén y se arrodilló ante ella.
—¿Se dignará lady Rowena poner sus ojos sobre un caballero cautivo…, sobre un soldado deshonrado?
—Señor caballero —contestó Rowena—. En empresas como la vuestra el verdadero deshonor no radica en el fracaso, sino en el éxito.
—La victoria —contestó De Bracy— suele suavizar el corazón. Decidme que lady Rowena perdona la violencia dictada por una pasión enfermiza, y pronto se dará cuenta de que De Bracy sabe cómo servirla de un modo más noble.
—Os perdono, señor caballero —dijo Rowena—. Os perdono como cristiana que soy.
—Esto significa —dijo Wamba— que no le perdona en absoluto.
—Pero nunca podré perdonar la ruina y desolación que vuestra locura ha ocasionado —continuó Rowena.
—Quitad vuestras garras de las riendas —dijo Cedric, acercándose—. Si no fuera una deshonra, te juro por el sol que nos alumbra que ahora mismo te clavaba en el suelo con mi jabalina, pero ten la seguridad, Maurice de Bracy, que pagarás la parte que has tenido en esta empresa de locos.
—Aquél que amenaza a un prisionero, amenaza impunemente —dijo De Bracy—. Pero ¿cuándo ha tenido un sajón una pizca de cortesía? —y retirándose dos pasos atrás, permitió que Rowena adelantara.
Cedric, antes de emprender la marcha, expresó su gratitud al Caballero Negro y le invitó sinceramente a que le acompañara a Rotherwood.
—Ya sé —decía— que vosotros los caballeros andantes queréis guiar vuestra fortuna a punta de lanza y nada os importan las riquezas ni el instalaros en un sitio determinado. Pero la guerra es una señora variable y un hogar incluso a veces conviene a los campeones cuyo oficio es vagabundear. Un hogar os habéis ganado: los salones de Rotherwood, noble caballero. Cedric dispone de riqueza suficiente para reparar las fortunas maltrechas y todo lo que posee pertenece a sus libertadores. Por lo tanto, venid a Rotherwood; no como huésped, sino como hijo o hermano.
—Cedric ya me ha hecho rico —dijo el Caballero Negro—, al enseñarme el valor de las virtudes sajonas. Iré a Rotherwood, bravo sajón, y pronto; pero ahora negocios urgentes me apartan de vuestros salones. Quizá cuando acuda allí habré de pediros una merced que pondrá a prueba incluso vuestra probada generosidad.
—Antes de que la pidáis ya os está concedida —dijo Cedric, apretando la mano enguantada del caballero—. Concedida está, aunque me cueste la mitad de mi fortuna.
—No empeñéis vuestra palabra tan a la ligera —dijo el Caballero del Candado—, aunque espero merecer el favor que os pediré. Y ahora, adiós.
—Sólo tengo que añadir —dijo el sajón—, que durante los funerales del noble Athelstane me instalaré en el castillo de Coningsburgh. Sus puertas estarán abiertas a todos aquéllos que quieran participar en el banquete funerario y os comunico, en nombre de la noble Edith, madre del príncipe difunto, que nunca se cerrarán ante los que tan brava, aunque inútilmente, han trabajado para salvar a Athelstane del yugo y del acero normandos.
—¡Ay, ay! —dijo Wamba, que se había vuelto a hacer cargo de sus funciones—. Buenos alimentos habrá, lástima que el noble Athelstane no pueda asistir al banquete de su propio funeral. Pero —añadió el bufón levantando los ojos al cielo con gravedad—, ya se encuentra cenando en el cielo y, sin duda, que sabe hacerle honor a los alimentos.
—Haya paz y vámonos —dijo Cedric, reprimiendo la rabia que, provocada por el chiste inoportuno, cedió ante el recuerdo de los recientes servicios de Wamba. Rowena le dijo adiós al del candado agitando la mano graciosamente. El sajón le deseó que Dios le guiara, y después avanzaron por un claro del bosque.
Al poco tiempo de haber iniciado el camino, se encontraron con una procesión que adelantaba bajo las verdes ramas del bosque, rodeando despacio el anfiteatro vegetal y tomando la misma dirección que Rowena y sus acompañantes. Se trata de los clérigos de un cercano monasterio que, esperando ganar la generosa donación que Cedric había prometido en beneficio del alma de Athelstane, acompañaban el carro sobre el cual iba el cadáver y le cantaban salmos e himnos mientras era tristemente conducido por sus vasallos al castillo de Coningsburgh, para allí ser depositado en la misma tumba de Hengist. Muchos de sus deudos se habían reunido al tener noticias de su muerte y seguían al cortejo dando por lo menos muestras externas de un gran abatimiento y desconsuelo. De nuevo se levantaron los forajidos y rindieron el mismo rústico y espontáneo homenaje a la muerte que habían rendido antes a la belleza. El lento canto y espacioso paso de los clérigos les trajo el recuerdo de los camaradas muertos en la pasada refriega. Pero tales recuerdos apenas duraban en el ánimo de aquéllos que estaban habituados a una vida de peligro y aventuras, y antes que el viento apagara los sones del himno de la muerte, los forajidos ya se habían enfrascado de nuevo en la distribución del botín.
—Valiente caballero —dijo Locksley al campeón negro—, sin vuestra ayuda, buen corazón y fuerte brazo nuestra empresa hubiera fracasado. Por lo tanto, dignaos coger aquello que os plazca del montón de despojos como recuerdo de nuestra encina.
—Acepto el ofrecimiento —dijo el caballero—, con tanta franqueza como ha sido formulado, y pido licencia para disponer de sir Maurice de Bracy a mi completo capricho.
—Ya es vuestro —dijo Locksley—, y buena suerte ha tenido. De no haber sido así, el tirano hubiera adornado la rama más alta de esta encina en compañía de tantos de sus mercenarios como hubiéramos podido juntar, los cuales hubieran colgado como bellotas a su alrededor. Pero es vuestro prisionero y se encontraría a salvo incluso si hubiera degollado a mi padre.
—De Bracy —dijo el Caballero Negro—, eres libre. Vete. Aquél de quien sois prisionero tiene a menos el tomar venganza de hechos pasados. Pero, presta atención al futuro si no quieres que te suceda lo peor. Maurice de Bracy, te lo repito: ¡ten cuidado!
De Bracy se inclinó profundamente y en silencio. Estaba a punto de marchar, cuando todos los monteros soltaron a la vez un grito de burla y de desprecio. El orgulloso caballero se detuvo de pronto, retrocedió, se cruzó de brazos, se estiró cuanto pudo y exclamó:
—¡Haya paz, bellacos chillones! Os atrevéis a gritar cuando perseguís la presa, pero no cuando puede defenderse. De Bracy se ríe de vuestro reproche, del mismo modo que desdeñaría vuestro aplauso. ¡Id a vuestras madrigueras, bandidos, ladrones! Guardad silencio cuando se mencione algo noble y caballeresco a una legua de distancia de vuestras guaridas de zorro.
Este inoportuno reto le hubiera podido valer a De Bracy una lluvia de flechas de no haber intervenido rápida e imperativamente el jefe de la partida. Mientras, el caballero cogió de las riendas un caballo de entre los muchos que pacían por allí y, procedentes de los establos de Front-de-Boeuf, formaban parte del valioso botín. Subió a la silla y salió al galope a través del bosque.
Cuando se hubo calmado algo el clamor que levantó este incidente, el jefe de la partida quitó de su cuello el rico cuerno que había ganado recientemente en la prueba de arco, en Ashby.
—Noble caballero —le dijo al del Candado—, si vuestras gracia no desdeña aceptar un cuerno que ha usado un montero inglés, os ruego que lo aceptéis en recuerdo de vuestra buena acción. Y cuando os encontréis en apuros o estéis perdido en cualquier lugar entre Trent y Tees, soplad tres notas en este cuerno como si pronunciarais estas palabras: Wa-sa-hoa[11]. Y tened por seguro que no os habrá de faltar ayuda y ayudantes.
Sopló entonces el cuerno y repitió varias veces la llamada que había descrito hasta que el caballero la aprendió.
—Muchas gracias por el obsequio, valiente montero —dijo el caballero—, y nunca podré disponer de mejor ayuda que la tuya y la de tus hombres por extrema que sea la necesidad en que me halle —y a su vez sopló en el cuerno la llamada hasta que resonó todo el bosque.
—Muy bien lo habéis hecho y con gran claridad —dijo el montero—. Me lleve el demonio si no sois tan entendido de montería como en asuntos guerreros. Puedo asegurar que en su día habéis sido un buen cazador de ciervos. Camaradas, recordad estas tres notas. Constituyen la llamada del Caballero Negro del Candado y a aquél que la oiga y no se apresure a acudir en su ayuda le voy a expulsar de nuestra partida a golpes propinados por las cuerdas de su propio arco.
—¡Viva nuestro jefe! —gritaron los monteros—. ¡Viva el Caballero Negro del Candado! ¡Quiera Dios que pronto haga uso de nuestros servicios para que compruebe cuán de buena gana se los ofrecemos!
Locksley procedió después al reparto del botín, cosa que efectuó con la más laudable imparcialidad. Fue apartando un diezmo para la Iglesia y para acciones piadosas; después, otra parte fue asignada a una especie de fondo común; y otra destinada a las viudas e hijos de los que en la empresa habían muerto o para ser empleada en misas por las almas de aquéllos que no habían dejado familia. El resto se repartió entre los forajidos de acuerdo a su rango y méritos contraídos a juicio del jefe, en las cuestiones susceptibles de discusión. Todo fue expuesto con mucha agudeza y aceptado con total sumisión. El Caballero Negro quedó no poco sorprendido al ver que aquellos hombres sin ley se sabían gobernar entre ellos tan regular y equitativamente. Cuanto pudo observar aumentaba su buena opinión sobre la justicia y juicio de su jefe.
Cuando todos se hubieron posesionado de su parte de botín y mientras el tesorero, acompañado por cuatro monteros de alta talla, estaba trasladando a sitio seguro el tesoro perteneciente a la colectividad, así como la parte destinada a la Iglesia, Locksley dijo:
—Mucho me placería que ya tuviéramos noticias de nuestro alegre capellán, nunca ha acostumbrado a ausentarse cuando ha habido carne para bendecir o botín a repartir, y es su deber hacerse cargo de los diezmos de todo lo que hemos recogido en esta empresa coronada por el éxito. Quizás el Santo Oficio le esté ayudando a disimular algunas de sus irregularidades canónicas. Además, a no mucha distancia tengo prisionero a un santo hermano de su orden y me gustaría que nuestro falso fraile me ayudara a tratar con él.
—Mal me sabría que le hubiera sucedido algo desagradable —dijo el Caballero Negro—, pues le soy deudor por la hospitalidad que me ofreció en su celda durante una noche muy alegre. Vayamos a las ruinas del castillo, puede que allí saquemos algo en claro.
Mientras hablaba de este modo, un gran grito salió de entre los monteros, anunciando la presencia de aquél por quien se preocupaban, según supieron al reconocer la voz estentórea del fraile mucho antes que divisaran su voluminosa figura.
—¡Lugar, muchachos! —exclamaba—; abrid camino a vuestro padre espiritual y a su prisionero. Dadme la bienvenida una vez más. Vengo, noble jefe, como el águila: con la presa entre las garras.
Y abriéndose paso a través del círculo entre las risas de todos, apareció majestuosamente triunfante, con la pesada partesana en una mano y en la otra un cabo de cuerda del que iba atado por el cuello el infortunado Isaac de York, el cual, abatido por el terror y el miedo, era arrastrado por el victorioso fraile, que gritaba:
—¿Dónde está Allan-a-Dale, para que me componga una balada aunque sea un simple romancillo? ¡Por san Hermenegildo, que nuestro trovador no se halla nunca donde podría encontrar temas que exalten el valor!
—Señor clérigo —dijo el capitán—, vuestra misa matinal ha ido húmeda y hay que reconocer que es muy temprano. En el nombre de san Nicolás, ¿a quién traéis aquí?
—A un cautivo de mi espada y de mi lanza, noble capitán —replicó el clérigo de Copmanhurst—, de mi arco y de mi alabarda, mejor dicho. Y todavía más, ya que le he redimido con mi divino oficio de una cautividad todavía peor. Habla, judío. ¿No te he rescatado acaso de las garras de Satanás? ¿No te he enseñado el credo, el padrenuestro y el avemaría? ¿No he pasado la noche bebiendo a tu salud y explicándote los misterios?
—¡Por el amor de Dios! —pudo articular el pobre Isaac—. ¿Nadie me librará de este loco…, quiero decir, de este santo hombre?
—¿Cómo es eso, judío? —dijo el fraile amenazador—. ¿Te vuelves atrás? Recuerda que si recaes en tu infidelidad voy a declararte infiel y aunque no eres tan tierno como un lechón (ojalá tuviera uno para desayunar), no eres tan correoso que no puedas ser asado. ¡Tranquilízate, Isaac, y repite conmigo: Avemaría…!
—¡No, no habrá ninguna profanación, fraile ligero de cascos! —dijo Locksley—. Es mejor que sepamos dónde has encontrado a este prisionero.
—¡Por san Dunstan! —dijo el fraile—. Le encontré allí donde estaba buscando mejor mercancía. Bajé a la bodega para ver lo que podía encontrar que fuera digno de ser salvado; ya que, aunque una copa de vino quemado y con especias es un trago digno de un emperador, consideré que era un despilfarro el quemar tanta cantidad de una sola vez; me había hecho con un pellejo de vino rancio y ya estaba a punto de requerir la ayuda de alguno de estos perezosos bribones a los cuales nunca se encuentra cuando se ha de realizar alguna hazaña importante, cuando reparé en una sólida puerta. Por allí entré y no hallé otra cosa que un montón de chatarra y a este perro judío, el cual se constituyó de inmediato en mi prisionero sin condiciones. No hice más que refrescarme con una copa de vino rancio de la fatiga que mi proeza me había provocado, en compañía de este infiel, y ya me disponía a salir con mi cautivo cuando, armando un ruido de mil demonios y entre chispas de todos los diablos, se vino abajo una torre entera (condenadas sean las manos que no la construyeron con más firmeza), y de este modo quedó bloqueado el pasadizo. El estruendo de la torre al derrumbarse fue seguido por otro semejante…, me despedí de la vida y considerando deshonor para uno de mi profesión el abandonar este mundo en compañía, de un judío, levanté mi alabarda con intención de destrozarle la sesera; pero me apiadé de sus canas y juzgué mejor bajar mi garrote y recurrir a mis armas espirituales con objeto de convertirle. Y en verdad, por la bendición de san Dunstan, que la semilla ha caído en buena tierra; el único inconveniente es que al haber pasado toda la noche hablándole de los misterios y estando en cierto modo en ayunas (ya que no vale la pena mencionar los pocos tragos de vino con que traté de agudizar mi ingenio), me siento ahora algo mareado y la cabeza me da vueltas, os lo prometo. Estaba completamente exhausto. Guilbert y Wibbald saben en qué estado me han encontrado… ¡absolutamente exhausto!
—Somos testigos de lo que dice —dijo Guilbert—; porque cuando hubimos desescombrado las ruinas y con la ayuda de san Dunstan pudimos alumbrar las escaleras de la mazmorra, encontramos medio vacío el pellejo de vino rancio, al judío medio muerto y al fraile más que medio… exhausto, como dice él.
—¡Bribones, bellacos! ¡Mentís! —replicó el fraile, ofendido—. Habéis sido vosotros y vuestros golosos compañeros quienes han hecho desaparecer el vino diciendo que era desayuno matutino. Y ahora resulta que soy yo el pagano, cuando en realidad lo guardaba para que el capitán refrescara la garganta. Pero ¿qué importa? El judío se ha convertido y comprende, más o menos tan bien como yo, todo lo que le expliqué.
—Judío —dijo el capitán—. ¿Es cierto? ¿Has renunciado a tus falsas creencias?
—Tan cierto como que tuviera que alcanzar la piedad de vuestros ojos —dijo el judío—, que no comprendo ni una palabra de todas las que este reverendo prelado me ha comunicado durante esta tenebrosa noche. ¡Ay! Estaba tan preso por el miedo, el desconsuelo y la agonía, que de haber venido nuestro mismo santo padre Abraham a predicarme, no hubiera encontrado en mí más que a un sordo oyente.
—Mientes, judío, y eres consciente de que lo haces —gritó el fraile—. Sólo te recordaré una sola palabra de nuestra conferencia, prometiste entregar todos tus caudales a nuestra santa Orden.
—Creed, nobles caballeros —dijo Isaac, más alarmado incluso que antes—, que tales palabras nunca han sido pronunciadas por mis labios. Soy un anciano mendigo. Me temo que ya no tengo hija. Tened piedad y dejadme ir.
—No —dijo el fraile—. Si te retractas de las donaciones que has otorgado a la Santa Iglesia, debes hacer penitencia.
De acuerdo con estas palabras, alzó el garrote y lo hubiera descargado de lleno sobre los hombros de Isaac si el Caballero Negro no hubiera detenido el golpe, y, por lo tanto, causado daño al fraile con su acción.
—¡Por santo Tomás de Kent! Una vez me haya repuesto te enseñaré, señor amante perezoso, a ocuparte de tus propios asuntos. Y nada me preocupará esa armadura tuya de acero.
—No te enfades conmigo —dijo el caballero—. Ya sabes que he jurado ser tu amigo y camarada.
—¡No me acuerdo! —dijo el fraile—, y te desafío a una pelea abierta.
—Pero —y parecía divertirse provocando a su antiguo anfitrión—, ¿has olvidado cómo gracias a mí, ya que nada cuenta la tentación de la jarra ni del pastel, rompiste tus votos de ayuno y vigilia?
—Es verdad, amigo —dijo el fraile cerrando el puño—, dispondrás de un buen bufete.
—No acepto tales obsequios —dijo el caballero—; pero me alegraré de tomar tu puñetazo como un préstamo, y te lo habré de devolver con tan crecidos intereses como los que en sus negocios acostumbra a exigir tu prisionero.
—Pronto lo sabremos —dijo el fraile.
—¡Hola! —gritó el capitán—. ¿Qué intentas hacer, fraile loco? ¿Luchar bajo nuestra encina?
—No se trata de una pelea —dijo el caballero—. Es un intercambio amistoso de cortesía entre caballeros. Fraile, golpea tan fuerte como puedas. Aguantaré tu puñetazo si tú aguantas el mío.
—Me llevas ventaja con esta olla de acero que te protege la cabeza —dijo el eclesiástico—, pero tú lo has querido. Caerás a no ser que sea Goliat protegido por tu yelmo.
El fraile desnudó su brazo moreno hasta el codo y dándole al golpe todo su impulso, le propinó tal puñetazo al caballero que bien hubiera derribado a un buey. Pero su adversario se mantuvo firme como una roca. Todos los monteros prorrumpieron en un grito cerrado, pues la fuerza de los puños del fraile era legendaria entre ellos, y pocos eran los que, de bromas o de veras, no habían tenido ocasión de comprobar su vigor.
—Ahora, clérigo —dijo el caballero despojándose del guantelete—, si antes tuve ventajas en mi cabeza, no las voy a tener en mi mano. Aguanta como un hombre.
—Genarn meam dedi vapulatori. Ofrecí mi mejilla al que había de golpearla —dijo el fraile—. Si consigues hacerme vacilar, compañero, de buena gana te cedo el rescate del judío.
Así habló el presuntuoso fraile con aires de desafío. Pero ¿quién podrá desafiar al destino? El puñetazo del caballero fue propinado con tanta fuerza, que el fraile rodó por el suelo para diversión de todos los espectadores. Sin embargo, se levantó ni enfadado ni resentido.
—Hermano —le dijo al caballero—, debías haber usado tu fuerza con más discreción. No había siquiera recitado un versículo de la misa y ya me habías roto la quijada. El gaitero que peor sopla es aquel que exige las mejores chuletas. De todos modos, ahí va mi mano en prueba de que no deseo cambiar más puñetazos contigo. Demos fin a toda disputa. Señalemos el rescate del judío, ya que ni el leopardo perderá sus manchas ni un judío dejará nunca de serlo.
—El fraile —dijo Clement—, ya no está convencido de la conversión del judío desde que ha recibido este golpe en los oídos.
—Vamos, bribón, ¿qué hablas tú de conversiones? ¿Es que no hay respeto? ¿Todos mandan y nadie obedece? Te digo, compañero, que estaba algo distraído cuando recibí el puñetazo del buen caballero; de no ser así, no hubiera perdido pie. Pero si continúas en tu actitud, aprenderás que soy tan capaz de dar como de recibir.
—Haya paz —dijo el capitán—. Y tú, judío, piensa en tu rescate; no es preciso que te diga que tu raza es maldecida por todas las comunidades cristianas, y puedes estar seguro que no soportaremos tu presencia entre nosotros. Medita, por lo tanto, tu oferta. Entretanto, yo me ocuparé de un prisionero muy diferente.
—¿Hicimos prisioneros a muchos hombres de Front-de-Boeuf? —preguntó el Caballero Negro.
—Ninguno que fuera lo suficientemente importante para pedir rescate por él —contestó el capitán—. Una partida de desharrapados a los que hemos enviado a buscar a otro dueño. Bastante lejos había ya llegado vuestra venganza y nuestras ganancias; todo el lote no valía un ochavo. El prisionero al que me refiero constituye un botín más valioso, pues se trata de un simpático clérigo en viaje de visita, según puedo juzgar por los aparejos de su caballo y lujosas vestiduras. Pero ahí llega nuestro estimado prelado, tan petulante como un pavo.
Y, entre dos monteros, fue conducido ante el trono rural del jefe de los forajidos, nuestro viejo amigo, el prior Aymer de Jorvaulx.