X

El cuervo, majestuoso y sombrío,
lleva en su pico el pasaporte del enfermo.
En la noche silenciosa, su sombra
esparce el contagio de sus alas negras.
Atormentado camina el pobre Barrabás,
mientras lanza maldiciones contra los cristianos.

CHRISTOPHER MARLOW: El judío de Malta.

No había el Caballero Desheredado alcanzado su pabellón, cuando numerosos pajes y escuderos le ofrecieron sus servicios para despojarle de las armas. Le ofrecían una muda limpia y le garantizaban el descanso que un buen amo podría proporcionarle. Su celo, en esta ocasión, se agudizaba por la curiosidad, ya que todos estaban pendientes de conocer la identidad del caballero que tantos laureles había ganado y que incluso se había atrevido a no hacer caso de la petición del príncipe Juan cuando le rogó que levantara su visera o que se identificara. Pero su curiosidad no se vio satisfecha. El Caballero Desheredado rehusó toda asistencia, exceptuada la de su propio escudero, o mejor dicho, de un rústico asistente…, un sujeto apayasado envuelto en una capa color oscuro, que conservaba la cabeza embutida en una gorra normanda confeccionada con pieles negras. Aquel servidor parecía más adicto al incógnito que su propio amo. Alejados de la tienda todos los extraños, este mismo servidor alivió a su amo de la pesada carga de su armadura y le proveyó de vino y alimentos, de los cuales bien necesitado estaba después de los trabajos del día.

Apenas había concluido su refrigerio, cuando le fue anunciada al caballero la visita de cinco hombres, cada uno de ellos portando un corcel por la brida. El Caballero Desheredado había cambiado su armadura por una vestimenta característica de los de su condición, provista de una capucha que podía ocultar a capricho las facciones de quien la vestía casi tan completamente como la celada del morrión. Sin embargo, la creciente oscuridad hacía inútil tal artimaña de no darse la casualidad que la cara del que deseaba mantenerse en incógnito fuera muy conocida del visitante.

De todos modos, el Caballero Desheredado se refugió en la parte posterior de la tienda, donde esperó a los escuderos de los mantenedores, a los cuales reconoció con facilidad por las libreas pardas y negras que vestían. Cada uno de ellos conducía de la brida el caballo de su amo, cargado con la armadura utilizada aquel día.

—De acuerdo con las reglas de la caballería —dijo el primero de los recién llegados—, yo, Baldwin de Oyley, escudero del renombrado caballero Brian de Bois-Guilbert, os ofrezco, Caballero Desheredado o como gustéis llamaros, el caballo y la armadura usada por el susodicho Bois-Guilbert en el paso de armas de la jornada, dejando a vuestra noble consideración el retenerlas o el poner precio a su rescate, según os plazca, ya que tal es la ley de armas.

Los demás escuderos repitieron aproximadamente la misma fórmula esperando entonces la decisión del Desheredado.

—A vosotros cuatro, señores —dijo dirigiéndose a los últimos que habían hablado—, y a vuestros honorables y valientes amos hablaré del mismo modo. Presentad mis respetos a los nobles caballeros y comunicadles que sería una equivocación privarles de corceles y armas que nunca podrían ser utilizados por caballeros más bravos. Mucho desearía que aquí terminara mi mensaje; pero siendo con toda verdad el Desheredado, tal como me he apodado, debo rogar a vuestros dueños que tengan la cortesía de rescatar sus caballos y armaduras, ya que muy a duras penas puedo decir que es mía la que llevo puesta.

—Estamos autorizados —contestó el escudero de Reginald Front-de-Boeuf—, a ofrecer cien cequíes por el rescate de cada uno de estos caballeros y armaduras.

—Es suficiente y aun con la mitad me conformo para satisfacer mis presentes necesidades. De la otra mitad, haced dos partes y repartid entre vosotros, señores escuderos, una de ellas, y la otra, que sea dividida entre los asistentes, heraldos y músicos.

Los escuderos, birrete en mano y haciendo profundas reverencias, apreciaron tan exquisita cortesía y generosidad pocas veces practicada, al menos hasta este extremo. El Caballero Desheredado se dirigió después al escudero de Brian de Bois-Guilbert:

—No he de aceptar ni armas ni rescate que de vuestro amo procedan. Decidle en mi nombre que nuestra lucha no ha acabado. No, no antes de habernos enfrentado con espada o con lanza, a pie o a caballo. Él fue quien me desafió a mortal combate y no he de pasar por alto el desafío. Al mismo tiempo hacedle saber que no le mido por el mismo rasero que a sus compañeros, con los cuales tengo el placer de mostrarme cortés, sino que le considero como alguien con quien estoy desafiado a muerte.

—Mi señor —contestó Baldwin— contesta al desprecio con el desprecio y a las estocadas con las estocadas, tanto como sabe corresponder a la cortesía con la cortesía. Dado que desdeñáis aceptar de él ninguna parte del rescate en que habéis tasado las armas de estos otros caballeros, debo dejar aquí caballo y armadura, con la seguridad de que mi señor no se dignará a montar el uno ni a vestir la otra.

—Bien habéis hablado, buen escudero; bien y francamente como debe hacerlo quien habla por boca de un amo ausente. De todos modos, no dejéis aquí armas ni corcel. Devolvedlo todo a vuestro señor, y, si se tiene en menos de aceptarlo, guardadlo para vos, amigo mío. Ya que dado que son míos, puedo disponer de ellos libremente.

Baldwin hizo una profunda reverencia y se retiró con sus compañeros, tras lo cual el Caballero Desheredado entró en el pabellón.

—Obrado así, Gurth —dijo, dirigiéndose a su sirviente—, la reputación de la caballería inglesa no ha sufrido menoscabo en mis manos.

—Y yo —dijo Gurth—, aun siendo un porquerizo sajón no he hecho tan mal mi papel de asistente normando.

—Sí, pero me tuvo preocupado durante todo el tiempo la posibilidad de que tu cómico disfraz te traicionara.

—Callad, no temo ser descubierto por nadie, excepción hecha de mi camarada Wamba, el bufón. Todavía no he podido sacar en limpio si es más bribón que loco. Con dificultad pude contener la risa cuando mi amo pasó junto a mí pensando con seguridad que Gurth estaba en los bosques y pantanos de Rotherwood guardando sus cerdos. Si me llega a reconocer…

—Ya basta. Conoces mi promesa.

—No se trata de eso. Nunca haré traición para salvar el pellejo. Lo tengo tan duro que aguanta los golpes tan bien como el verraco de mi manada.

—Ten confianza en que sabré corresponder a los riesgos que corres por mi causa, Gurth. De momento, te ruego que aceptes estas diez piezas de oro.

—Soy más rico —dijo Gurth embolsándoselas— de lo que ningún porquerizo haya sido nunca.

—Lleva esta bolsa de oro a Ashby, encuentra a Isaac de York y que se cobre el caballo y las armas que me ha fiado.

—¡No haré tal cosa, por san Dunstan!

—¿Cómo has dicho, bellaco? —replicó su amo—. ¿Te niegas a obedecerme?

—No tengo inconveniente en hacerlo cuando son honrados, razonables y cristianos vuestros mandatos, y ahora no es éste el caso. No sería honrado permitir que el mismo judío pusiera precio; sería engañar a mi amo y estaría también fuera de razón porque de este modo actuaría un loco. Tampoco sería cristiano porque daría ocasión a que un creyente enriqueciera a un infiel.

—Por lo menos, págale el justo precio, mula testaruda.

—Lo haré, aunque me pese —dijo Gurth—. Y añadió entre dientes—: Le daré la mitad de lo que me pida —y así diciendo, partió y dejó al Desheredado sumido en sus propias reflexiones, las cuales, por muchas más razones que no es posible ahora dar a conocer al lector, eran de naturaleza extremadamente turbadora.

Debemos ahora trasladarnos a la villa de Ashby o, mejor dicho, a una casa de campo de sus cercanías, perteneciente a un rico israelita, donde se alojaban Isaac, su hija y sus servidores. Es bien sabido que los judíos son tan liberales otorgando su hospitalidad a los individuos de su nación como cautelosos en darla a los que ellos llaman gentiles, los cuales, por otra parte, poco merecían por el trato que les daban.

En una habitación reducida, pero lujosamente provista de adornos de gusto oriental, podía verse a Rebeca sentada sobre un montón de cojines apilados en una plataforma de poca altura, que rodeaba la sala y hacía las veces de sillas y asientos al modo de un estrado español. Vigilaba con ansiedad y afecto filial los movimientos de su padre, que daba vueltas al salón con pasos desacompasados. A menudo juntaba las manos…, otras veces levantaba los ojos al techo como si estuviera sometido a una gran tortura mental.

—¡Oh, Jacob! —exclamaba—. ¡Oh, todos vosotros, los doce santos padres de nuestra raza! Qué dura pérdida representa todo esto para quien ha observado siempre la ley de Moisés al pie de la letra. Cincuenta cequíes me han sido arrebatados de un solo zarpazo por las garras del tirano.

—Pero, padre, me pareció que le dabais el oro al príncipe Juan de buena gana.

—¿De buena gana? Caiga sobre él la peste de Egipto. ¿De buena gana, dices? Tan de buena gana como cuando en el golfo de los Leones lancé la mercancía por la borda para aligerar el barco que se debatía en la tormenta. Vestí a las espumosas olas con mis sedas más escogidas, perfumé su seno con mirra y áloe, llené sus cavernas con relieves de plata y oro. No sonó en aquella ocasión la hora de la más triste desgracia, aunque llegó con mi propias manos el doloroso sacrificio.

—Pero se trataba de un sacrificio que el cielo pedía a cambio de nuestras vidas —contestó Rebeca—. Y el Dios de nuestros padres, desde entonces ha bendecido vuestro almacén y vuestras ganancias.

—Pero ¿y si el tirano, tal como hizo hoy, pone su mano en ellas y me obliga a sonreír mientras me despoja? Hija, desarraigados y errantes como somos, la peor calamidad que azota nuestra raza es que cuando somos saqueados y robados todo el mundo ríe y debemos disimular la susceptibilidad al insulto y sonreír sumisamente en vez de vengarnos con coraje.

—No os lo toméis así, padre mío —dijo Rebeca—, porque también esta situación nos reporta ventajas. Estos gentiles, siendo como son dominantes, dependen en cierto modo de los dispersos hijos de Sión, a los cuales desprecian y persiguen. Sin la ayuda de nuestras riquezas no podrían llevar a cabo sus hazañas ni tampoco celebrarlas. Además, el oro que les proporcionamos vuelve incrementado a nuestras arcas. Somos como la hierba que crece más lozana cuanto más se la pisotea. Incluso el triunfo del pagano en este día no hubiera sido posible si el despreciado judío no hubiera puesto los medios a su alcance.

—Hija —dijo Isaac—, acabas de tocar otro punto sensible. El magnífico corcel y la armadura se llevan todo el provecho de mis negocios con Kirjath Jairam de Leicester. Una gran pérdida, equivalente a todas las ganancias de la semana. ¡Ay!, todo el tiempo que transcurre entre dos sábados. De todas formas, este asunto puede tener mejor final del que me temo, ya que se trata de un buen mancebo.

—Podéis estar seguro de ello —dijo Rebeca—. No os habéis de arrepentir de haber recompensado los buenos servicios que os hizo el forastero.

—Así quiero creerlo, hija mía, como creo en la reconstrucción de Sión; pero confío tanto en que mis ojos vean las murallas y defensas del nuevo Templo, como que un cristiano pague sus deudas a un judío sin la intervención del juez.

Y diciendo esto, reemprendió su alterado trote alrededor de la sala. Rebeca, dándose cuenta de que los intentos que hacía para consolarle sólo servían para suscitar nuevas sospechas, desistió de sus propósitos prudentemente. Sabio proceder que recomendamos a los que se erigen en consoladores y consejeros en tales circunstancias.

Estaba oscureciendo cuando un criado judío entró en la habitación y colocó sobre la mesa dos lámparas de plata llenas de aceite perfumado. Los vinos más generosos y los más delicados manjares estaban siendo dispuestos sobre una mesa de ébano incrustada de plata, servidos por otro criado israelita. En la intimidad de sus casas, los judíos vivían con gran esplendor. En aquel momento, un criado informó a Isaac que un nazareno (así nombraban a los cristianos entre ellos), deseaba hablar con él. El que vive de la especulación debe estar siempre a la disposición de cualquiera que desee hablar de negocios, por lo que Isaac depositó al momento sobre la mesa el vaso de vino griego que no había llevado aún a sus labios, y tras decirle a Rebeca que se cubriera con el velo, ordenó que el visitante fuera introducido en la estancia.

Apenas Rebeca hubo escondido sus hermosas formas tras un velo plateado que le llegaba hasta los pies, cuando se abrió la puerta dando paso a Gurth, envuelto en los anchos pliegues de su manto normando. Su apariencia era más sospechosa que digna de confianza, especialmente porque, en vez de descubrirse, se caló más su bonete sobre la frente.

—¿Eres tú Isaac, judío de York? —preguntó Gurth el sajón.

—El mismo —contestó Isaac en la misma lengua, ya que sus negocios le habían familiarizado con todas las lenguas habladas en Inglaterra—. ¿Y quién eres tú?

—Eso no importa —dijo Gurth.

—Tanto importa mi nombre como el tuyo, porque si lo desconozco, ¿cómo puedo dirigirme a ti?

—Fácilmente —contestó Gurth—. Puesto que vengo a pagar, debo saber a quién pago. Por el contrario, tú que has de cobrar no creo que debas preocuparte demasiado por la identidad de quien te paga.

—¡Ah!, ¿vienes a entregar dinero? —exclamó el judío—. ¡Sagrado padre Abraham, esto lo cambia todo! ¿Y de parte de quién vienes…?

—De parte del Caballero Desheredado —dijo Gurth—, vencedor del torneo del día. Es el precio de la armadura que le proporcionó Kirjath Jairam de Leicester por recomendación tuya. El caballo está en el establo. Deseo saber ahora el precio que debo pagar por la armadura.

—¡Ya dije que se trataba de un buen mancebo! —exultó Isaac—. Una copa de vino no ha de hacerte daño —añadió llenando un cubilete y poniéndolo al alcance de Gurth. Aquélla era la más generosa invitación de que Gurth había sido objeto—. ¿Y qué cantidad has llevado contigo?

—¡Santa Virgen! —murmuró Gurth, dejando la copa—. ¡Con qué clase de vino se regalan estos perros infieles mientras los cristianos viejos debemos beber una cerveza tan turbia como el lodo en que se revuelven los cerdos! —y en voz alta continuó—: ¿Cuánto dinero traigo conmigo? Se trata de una pequeña suma, cabe en un puñado. ¡Vamos, Isaac! Aunque seas judío debes tener conciencia.

—Reconozcamos —dijo Isaac—, que tu amo ha ganado hermosos corceles y lujosas armaduras con la fuerza de su lanza y de su brazo. Es un buen mancebo. El judío tomará lo que traigas y devolverá la diferencia.

—Mi amo ya ha dispuesto de todo ello.

—Gran equivocación —dijo el judío—; ha sido una locura. No existe cristiano que pueda comprar tales monturas y armaduras…, y ningún judío podría dar por ellas la mitad de su valor. Pero tú llevas cien cequíes en esta bolsa —dijo Isaac palpando el saco escondido debajo de la capa—. Pesa lo suyo.

—Va repleta de clavos de arco —añadió Gurth con presteza.

—Bueno, entonces —dijo Isaac dudando entre su habitual afán de lucro y uno recién nacido de mostrarse liberal en la presente circunstancia—, si dijera que pido ochenta cequíes por el buen caballo y la magnífica armadura, en cuyo caso no obtendría ninguna ganancia, ¿traes dinero contigo para pagármelos?

—Escasamente —dijo Gurth, aunque la suma pedida era más razonable de lo que había esperado—. Y mi amo quedará sin un céntimo. De todos modos, si ésa es tu última oferta, debo conformarme con ella.

—Sírvete otro vaso de vino —dijo el judío—. ¡Ah!, pero ochenta cequíes es muy poco. No saco ni los intereses y, además, el buen corcel puede haber sufrido daños en los encuentros del día. ¡Cuán peligrosamente se embestían! ¡Jinetes y caballos arremetían el uno contra el otro como toros salvajes de Bashan! El caballo debe haber salido dañado.

—Y yo repito que conserva el pellejo y los miembros sanos. En este estado le podrás ver en el establo. Y puedo afirmar en todas partes que setenta cequíes son suficientes para pagarte y creo que una palabra de un cristiano vale tanto como la de un judío. Si no te contentas con setenta (sacudió la bolsa para que su contenido sonara), devolveré el dinero a mi amo.

—¡No, no! Deposita los talentos…, los denarios…, los ochenta cequíes y verás cómo sabré mostrarme liberal contigo.

Al fin pagó Gurth, y al depositar ochenta cequíes sobre la mesa, el judío le extendió un recibo por caballo y armadura. Las manos del judío temblaban de gozo mientras contaba las primeras setenta monedas de oro. Las últimas diez las contó lentamente, una a una, y murmurando algo entre dientes antes de depositarlas en su bolsillo.

Daba la impresión de que su avaricia estaba en conflicto con la parte mejor de su carácter, obligándole a embolsar cequí tras cequí mientras su generosidad le presionaba a devolver una parte por lo menos a su benefactor o dar una propina a su enviado. Poco más o menos musitaba tales frases:

—Setenta y una…, setenta y dos. Tu amo es un buen mancebo. Setenta y tres, un joven excelente…, setenta y cuatro…, esta pieza ha sido limada por los bordes…, setenta y cinco…, ésta pesa poco…, setenta y seis…, siempre que tu amo necesite dinero, que acuda a Isaac de York…, setenta y siete…, quiero decir con avales razonables. —En este punto hizo una pausa larga, y Gurth alimentó la esperanza de que las últimas tres monedas se salvaran del destino que habían corrido sus compañeras, pero la enumeración prosiguió—: Setenta y ocho…, eres un buen muchacho…, setenta y nueve… y te has ganado algo.

Aquí el judío se detuvo de nuevo y miró el último cequí, sin duda con la intención de recompensar a Gurth. Lo sopesó colocándolo sobre la yema del índice y luego lo hizo sonar sobre la mesa. Si hubiera sonado sordamente o si le hubiera faltado algo de peso, la generosidad hubiera ganado la partida, pero, desgraciadamente para Gurth, la moneda no era falsa y daba el peso justo o quizá un gramo más. Era un cequí recién acuñado y tintineante. Isaac no tuvo corazón para separarse de él y lo dejó caer en la bolsa distraídamente, mientras decía:

—Ochenta, cuenta cabal, y espero que tu amo te sabrá recompensar con largueza. Claro que sí —añadió mirando la bolsa con afecto—. ¿Llevas más monedas en tu bolsa?

Gurth emitió un gruñido, lo cual constituía su modo de reír, y contestó:

—Aproximadamente la misma cantidad que con tanto cuidado acabas de contar. —Dobló entonces el recibo y lo depositó en su capa, diciendo:

—Peligra tu barba, judío, si esta copa no queda llena hasta los bordes —pero sin esperar, llenó el cubilete por sí mismo con desfachatez, lo vació por tercera vez y abandonó la sala sin andarse con ceremonias.

—Rebeca —dijo el judío—, este ismaelita me ha ganado la mano. A pesar de los pesares su amo es un buen mancebo y me alegro de que haya ganado monedas de oro y plata con el empuje de mi caballo y con la fuerza de su lanza, la cual, como la del filisteo Goliat, puede competir con la lanzadera de un tejedor. —Al volverse para escuchar la contestación de Rebeca, se dio cuenta de que durante su charla con Gurth ella había descendido las escaleras.

Gurth había entrado en la oscura antecámara y tanteaba el camino para dar con la puerta, cuando una figura vestida de blanco, delatada por la luz que una lámpara de plata emitía desde la mano que la sostenía, le empujó dentro de una salita adyacente. Gurth obedeció no sin cierta prevención. Impetuoso y presto como un jabalí salvaje, del cual sólo puede esperarse un alarde de fuerza bruta, era víctima de todos los terrores característicos de los sajones hacia los faunos, fantasmas y todas las demás supersticiones que sus antepasados habían traído de los bosques germánicos. Más que nada, recordaba que se encontraba en la casa de un judío, una raza que a la hostilidad congénita que popularmente se le atribuía para los cristianos, unía la fama de practicar la magia y la nigromancia. Sin embargo, después de un momento de duda, obedeció la sugerencia de la aparición y la siguió a la salita que le indicó, donde, con sorpresa, comprobó que su guía era nada más y nada menos que la hermosa judía que había visto en el torneo y también hacía poco en la habitación de Isaac.

La judía pidió información acerca de su trato con Isaac y él la complació con todo detalle.

—Mi padre ha jugado contigo, amigo mío —dijo Rebeca—. Le debe a tu amo tantos favores, que ni este caballo ni la armadura podrían pagarlos aunque valieran diez veces más. ¿Cuál fue la suma total que entregaste a mi padre?

—Ochenta cequíes —contestó Gurth, sorprendido por la pregunta.

—En esta bolsa encontrarás cien. Devuelve a tu amo lo que es suyo y quédate con el resto. Apresúrate…, vete. No te entretengas dándome las gracias y pon atención al cruzar la ciudad, porque fácilmente podrías perder la bolsa y la vida. Rubén —añadió, dando una palmada—, alumbra al forastero y no te olvides de atrancar la puerta cuando haya salido.

Rubén, un israelita moreno de negra barba, acudió con una antorcha en la mano; abrió el cerrojo de la puerta delantera y conduciendo a Gurth a través de un patio empedrado le hizo traspasar el dintel exterior. Después cerró detrás de él con tantas barras y cadenas como si de una prisión se tratara.

—Por san Dunstan —se repetía Gurth mientras daba traspiés por la oscura avenida—, ésta no era una judía, ¡sino un ángel del cielo! Diez cequíes de mi valiente y joven amo…, veinte de esta perla de Sión. ¡Oh, qué día tan feliz! Con otro igual, Gurth, podrás redimirte del vasallaje y te convertirás en un individuo tan libre como el que más. Y entonces tiraré el cuerno y el cayado de porquerizo para tomar en su lugar el escudo y la lanza y seguir a mi señor hasta la muerte sin ocultar ni mi rostro ni mi nombre.