XLIII
Estos grandes pecados son de Mowbray
y su corcel los derramará al paso;
aun así hasta el palenque ha penetrado.
¡Cobarde apóstata! ¡Bribón! ¡Vil endemoniado!SHAKESPEARE: Ricardo II.
Nuestro escenario se traslada ahora al preceptor de Templestowe, hacia la hora en que debía echarse sobre la mesa el dado mortal que decidiría la vida o la muerte de Rebeca. Había una extraordinaria animación, como si toda la vecindad se hubiera congregado al igual que en día de feria o de romería. Sin embargo, el afán de contemplar un hecho sangriento no es exclusivo de aquellos oscuros tiempos; ya en otras épocas, los combates de gladiadores se habían constituido en un espectáculo que atraía a las multitudes. Incluso en nuestros días una ejecución, un combate de boxeo, una algarada o un mitin de reformistas raciales consigue congregar inmensas multitudes de espectadores con evidente peligro de su integridad física, los cuales sólo están interesados en el desarrollo de los acontecimientos y en comprobar si los héroes del día son, empleando el lenguaje heroico de los huelguistas, duros como el pedernal o esquiroles.
Por lo tanto, las miradas de los miembros de la considerable concurrencia se dirigían a la puerta del preceptorio de Templestowe con el propósito de ser testigo de la procesión, mientras una multitud todavía mayor se había situado en el prado próximo a la fundación. Este prado estaba rodeado por una valla, había sido cuidadosamente nivelado y era el lugar de entrenamiento en los ejercicios militares de los templarios. Ocupaba el anfiteatro de una suave colina rodeada por una empalizada y un graderío, porque a los templarios les gustaba invitar a la gente para que contemplara su destreza en hechos de caballería. Por esto, además de los graderíos había gran cantidad de bancos para los espectadores.
Para esta ocasión habían erigido un trono para uso del gran maestre, situado hacia el extremo oriental rodeado de distinguidos sitiales para los preceptores y caballeros de la Orden. Sobre ellos flotaba el sagrado estandarte de Le Beau-seant, que era la insignia y el grito de guerra de los templarios.
En el extremo opuesto había una pila de leños dispuestos alrededor de una estaca profundamente clavada en tierra, y con un espacio libre destinado a la víctima para que ésta pudiera entrar al fatal círculo donde sería encadenada por medio de grilletes, ya preparados. Junto a los leños había cuatro esclavos negros, cuyo color y facciones africanas, poco frecuentes en Inglaterra, asombraban a la multitud, que los contemplaba como diablos ejecutando su demoníaca labor. Estos hombres no se movían en absoluto; sin embargo, de vez en cuando, bajo la dirección de uno de ellos que parecía ser su jefe, alimentaban el fuego. No miraban a la multitud. En realidad parecían ajenos a todo y a todos excepto al cumplimiento de su horrible deber. Y cuando hablaban entre ellos, moviendo sus labios voluminosos y enseñando sus blancos dientes como si disfrutaran por anticipado de la esperada tragedia, el vulgo amarillo no podía evitar el creer que en realidad eran los demonios familiares con los cuales la bruja había tenido sus tratos, y que, al haberse acabado el plazo concedido, habían acudido para asistir a su mortal castigo. Los campesinos murmuraban en voz baja y se trasmitían los hechos que Satanás había llevado a cabo durante aquellos días agitados y desgraciados; cierto que no dejaban naturalmente de atribuir al diablo muchas más cosas que las que en realidad había intervenido.
—¿No habéis oído, Dennet —le decía un palurdo a otro más avanzado en años—, que el diablo ha cargado en cuerpo y alma con el señor sajón, Athelstane de Coningsburgh?
—¿Cómo has dicho? —dijo un joven espabilado que vestía una casaca verde bordada en oro y que tenía a sus pies a un mozarrón con un arpa que delataba su oficio. El juglar no era un hombre vulgar, porque, además del lujo de su bordada casaca, llevaba alrededor del cuello una cadena de plata de la cual pendía una llave para afinar el instrumento.
En su brazo derecho había un disco de plata y en él no llevaba inscrito, como era lo usual, el nombre del barón a quien pertenecía, sino la palabra «Sherwood».
—¿Qué habéis querido decir con esto? —decía el alegre juglar, mezclándose en la conversación de los campesinos—. He venido en busca de tema para una balada y, por la Virgen, que mucho me placería encontrar dos.
—Es bien sabido —dijo el campesino más viejo— que Athelstane de Coningsburgh estuvo muerto durante semanas.
—Esto es imposible —dijo el juglar—. Yo le vi vivito y coleando en el paso de armas de Ashby-de-la-Zouche.
—De todos modos estaba muerto, para decirlo de otro modo, había sido trasladado al otro mundo —dijo el campesino más joven—, porque oí a los monjes de san Edmund entonar los cantos fúnebres y, además, se repartió un espléndido festín en el castillo de Coningsburgh. Yo hubiera ido de no haber sido por Mabel Parkins que…
—¡Ay!, muerto estaba Athelstane —decía el más anciano—. ¡Una verdadera tragedia para la antigua sangre sajona!
—Pero seguid con vuestra historia, señores míos —dijo el juglar dando muestras de impaciencia.
—Contadnos vuestra historia —dijo el voluminoso fraile que estaba junto a ellos apoyado en un bastón que tanto podía ser un báculo de peregrino como una partesana, y que probablemente servía para ambas funciones, según la ocasión lo requiriera—. No queméis toda la luz del día para contarla. Disponemos de poco tiempo.
—Con el permiso de vuestra reverencia —continuó Dennet—, un clérigo borracho fue a visitar al sacristán de san Edmund…
—Mi reverencia no da el permiso —contestó el eclesiástico— para que afirméis que exista tal especie de animal calificado por vos de clérigo borracho, o por lo menos no consiento que un laico hable de él. Guardad las formas, amigo mío, y llegaréis a la conclusión de que el santo hombre estaba solamente inmerso en sus meditaciones, que permiten dar vueltas a la cabeza y hacen difícil e inseguro el paso como si el estómago estuviera lleno de vino nuevo. Yo mismo lo he comprobado.
—Bien; entonces —contestó Dennet— un santo hermano acudió a visitar al sacristán de san Edmund. El visitante era una especie de falso fraile que da caza a la mitad de los ciervos que se roban en el bosque, que es más amante del tintinear de los vasos al chocar que del son de las campanas sagradas, y que considera que una loncha de tocino vale tanto como diez veces su breviario. Por lo demás es un buen individuo, jovial, alegre, capaz de enfrentarse a cualquiera de los habitantes de Yorkshire haciendo voltear su partesana o bailando cualquier danza.
—Esta última parte de tu descripción, Dennet —dijo el juglar—, te ha ahorrado que te fuera rota una costilla o dos.
—Calla, hombre; no te temo —decía Dennet—. Estoy algo viejo y envarado, pero cuando participo en las cucañas de Doncaster…
—Al grano, amigo, sigue con la historia…
—¿Qué? ¡Ah!, la cosa fue así; Athelstane de Coningsburgh fue enterrado en el convento de san Edmund.
—Esto es mentira y de las sonadas, además —dijo el fraile—, porque yo le vi de cuerpo presente en su castillo.
—Bueno, está bien; pero ahora contad la historia vosotros, señores míos —dijo Dennet, enfadado con tantas interrupciones. Costó algún trabajo convencer al palurdo para que continuara, cosa que al fin consiguieron su camarada y el juglar.
—Los dos frailes… serenos, ya que el reverendo quiere que sea así, bebieron buena cerveza y vino y todo lo que se les ponía por delante durante la mayor parte de aquel día de verano, cuando un profundo gemido les obligó a levantarse y la figura de Athelstane, acompañada de chirriar de cadenas, entró en el aposento diciendo: «Vosotros, viles pastores…».
—¡Falso! —se apresuró a decir el fraile—. No dijo ni una sola palabra.
—¡Ay, ay! Tuck —dijo el juglar llevando al fraile aparte—, creo que hemos levantado una liebre inesperada.
—Te hago saber, Allan-a-Dale —dijo el ermitaño—, que vi a Athelstane de Coningsburgh con tan clara vista como nunca tuvo un ser humano. Llevaba puesto su sudario y todo a su alrededor olía a sepulcro. No conseguiría borrarlo de mi memoria ni siquiera bebiendo todo un pellejo de vino rancio.
—Bromeas o quieres tomarme el pelo —contestó el juglar.
—No me creas —dijo el fraile—. Pero le aticé tal golpe con mi partesana que muy bien hubiera sido capaz de derribar un buey, ¡y pasó a través de su cuerpo como si fuera una columna de humo!
—¡Por san Hubert! —dijo el juglar—. Se trata de un cuento maravilloso y adecuado para ser adaptado a la antigua melodía La pena cayó sobre el fraile.
—Puedes reírte, si quieres —decía fray Tuck—. Pero antes de que puedas oírme cantar ese tema podrán llevárseme todos los espíritus o diablos que me visiten la próxima vez. No, no; solamente he venido para presenciar un buen trabajo, como quemar una bruja o la celebración de un juicio de Dios o algún otro servicio divino de la especie y, por lo tanto, aquí estoy.
Mientras así conversaban, la pesada campana de la iglesia de san Miguel de Templestowe, un venerable edificio situado sobre una colina a alguna distancia del preceptorio, empezó a desgranar sus sones. Uno por uno caían sucesivamente los desolados sones en los oídos, dejando suficiente espacio para que cada uno de ellos se perdiera antes de que el aire fuera de nuevo llenado por el siguiente tañido cuyo eco, a su vez, moría en la distancia. Estos sones, que anunciaban la próxima ceremonia, hacían estremecer de angustia los corazones de los concurrentes, cuyos ojos estaban ahora vueltos hacia el preceptorio, esperando la salida del gran maestre, del campeón y de la criminal.
Por fin cayó el puente levadizo, se abrieron las puertas y un caballero portador del estandarte de la Orden salió del castillo precedido por seis trompeteros y seguido por los caballeros preceptores, de dos en dos, siendo el último el gran maestre, montado en un soberbio caballo cuyos arneses eran de lo más sencillo. Detrás venía Brian de Bois-Guilbert armado de la cabeza a los pies, enfundado en una brillante armadura, pero sin lanza, escudo ni espada, que llevaban dos escuderos. Su cara, aunque medio tapada por una larga pluma que pendía de su casco, tenía una indefinida expresión apasionada, en la cual el orgullo parecía luchar con la indecisión.
Estaba pálido como la muerte, como si no hubiera dormido durante varias noches; sin embargo, gobernaba su caballo de batalla gallardamente, con la habitual gracia y maestría características de la mejor lanza del Temple. Su aspecto general era imponente y autoritario, pero, al mirarle con atención, la gente no podía menos de apartar la mirada.
A cada lado venían montados Conrade de Mont-Fitchet y Albert Malvoisin, padrinos del campeón. Vestían ropas de paz, el vestido blanco de la Orden. Detrás de ellos seguían otros compañeros del Temple, con un largo séquito de escuderos y pajes vestidos de negro, aspirantes al honor de ser nombrados caballeros algún día. Detrás de ellos iban unos guardias de a pie, también con libreas negras, entre los cuales podían distinguirse las pálidas facciones de la acusada, que avanzaba con paso lento, pero no falto de energía, hacia el lugar donde debía enfrentarse a su destino. Había sido despojada de los adornos de su vestido, no fuera que en alguno de ellos llevara escondidos los amuletos que se supone que Satanás reparte entre sus víctimas para privarlas de los beneficios de la confesión incluso cuando están sometidas a la tortura. Un rudo vestido, de formas sencillas, había sustituido a sus adornos orientales; a pesar de todo, en su mirada se mezclaban el valor y la resignación. Incluso con aquella tosca indumentaria y sin más adorno que sus largas trenzas negras, los ojos que la miraban no podían menos que llorar. Hasta el beato de más duro corazón lamentaba la suerte que ya había convertido a aquella divina criatura en un pozo de maldad y en asalariada esclava del mal.
Una multitud de personajes secundarios pertenecientes al preceptorio seguían a la víctima. Avanzaban en perfecto orden, con los brazos cruzados y la vista baja.
Esta lenta procesión avanzó hacia el suave promontorio cercado y, entrando en las lizas, las rodeó de derecha a izquierda. Cuando se hubo completado el círculo, los templarios se detuvieron. Se produjo entonces una cierta confusión, mientras el gran maestre y sus servidores desmontaron. Sólo quedaron a caballo el adalid y sus padrinos. Las restantes cabalgaduras fueron retiradas inmediatamente por los escuderos que con este propósito habían acudido.
La infortunada Rebeca fue conducida a la silla negra situada cerca de la pira. A la primera mirada que dirigió a aquel terrible lugar donde se llevaban a cabo los preparativos para someterla a una muerte capaz de enloquecer la mente y atormentar indeciblemente al cuerpo, se la pudo ver estremecerse y cerrar los ojos, sin duda rezando en su interior, ya que sus labios se movían sin que pudiera oírse ni una sola palabra. Al cabo de un minuto, miró fijamente la pira como si quisiera familiarizarse con ella, y después volvió la cabeza despacio y naturalmente.
Mientras, el gran maestre había ocupado su sitio. Cuando todos los caballeros de la Orden estuvieron colocados a su alrededor y a sus espaldas, cada uno en el lugar correspondiente a su rango, un fuerte y largo floreo de trompetería anunció que la corte quedaba constituida. Malvoisin, como padrino del campeón, se adelantó y lanzó el guante de la judía a los pies del gran maestre.
—Valeroso señor y reverendo padre —decía—, aquí se encuentra el buen caballero Brian de Bois-Guilbert, preceptor de la Orden del Temple, el cual, al aceptar la prenda de batalla que ahora yo lanzo a vuestros pies, está dispuesto a cumplir con su deber combatiendo en este día, y a sostener que esta doncella judía, por nombre Rebeca, ha merecido justamente la condena que recayó sobre ella en un capítulo de esta sacratísima Orden del Temple de Sión, por la cual ha de morir como bruja. Aquí, como digo, está el caballero para pelear honradamente si es éste vuestro noble y santificado deseo.
—¿Has prestado juramento de que esta pelea es justa y honorable? —dijo el gran maestre—. Traed el crucifijo y el misal.
—Señor y padre reverendísimo —contestó Malvoisin con presteza—, nuestro hermano aquí presente ya ha jurado que la acusación es justa y verdadera en presencia del buen caballero Conrade de Mont-Fjtchet. No podría ser de otra manera dado que su antagonista es una infiel y que por lo tanto no puede jurar ante Dios.
Esta explicación fue considerada satisfactoria para alivio de Albert, pues el astuto caballero había intuido la dificultad o, mejor dicho, la imposibilidad de convencer a Bois-Guilbert para prestar juramento ante toda la asamblea, y se había sacado de la manga este recurso para evitarle la necesidad de tener que obrar así.
El gran maestre, después de admitir la respuesta de Albert de Malvoisin, ordenó al heraldo que se adelantara y cumpliera con su deber. Las trompetas florearon de nuevo y el heraldo, avanzando, pregonó en alta voz:
—Oíd, oíd, oíd. Aquí está el buen caballero sir Brian de Bois-Guilbert dispuesto a combatir con cualquier caballero de sangre libre que desee defender y sostener el pleito permitido y concedido a la judía Rebeca para la prueba judicial por campeón respetando el deseo legal de su propia persona, al no poder pelear ella misma por ser mujer. Y a tal campeón el gran maestre concede campo libre e igual participación de sol y viento y cualesquiera otros requisitos de un combate limpio.
Las trompetas sonaron de nuevo y se produjo una pausa completamente silenciosa, que duró algunos minutos.
—Ningún campeón acude en defensa de la recurrente —dijo el gran maestre—. Id, heraldo, y preguntadle si espera a alguien para combatir por su causa.
El heraldo se acercó a la silla en que estaba sentada Rebeca. En aquel momento Bois-Guilbert, haciendo volver grupas rápidamente a su caballo, dirigióse también a aquel extremo de la liza a pesar de los esfuerzos que tanto Malvoisin como Mont-Fitchet hicieron, y llegó al lado de Rebeca tan pronto como el heraldo.
—¿Es esto regular y está de acuerdo con las reglas del combate? —decía Malvoisin, mirando al gran maestre.
—Sí, lo es, Albert Malvoisin —contestó Beaumanoir—, porque en esta apelación al Juicio de Dios no debemos prohibir que las dos partes mantengan conversaciones entre sí, ya que puede con ello brillar la verdad.
Mientras, el heraldo se dirigía a Rebeca en estos términos:
—Doncella, el adversario y honorable gran maestre quiere preguntarte si dispones de campeón para pelear por ti en este día o si te rindes al destino de una merecida condena.
—Decidle al gran maestre —contestó Rebeca—, que sostengo mi inocencia y no me declaro justamente condenada mientras no sea culpable del derramamiento de mi propia sangre. Decidle que demore el combate tanto como lo permitan las reglas, para ver si Dios, cuya mano se hace patente cuando mayor es la necesidad, me proporciona un libertador. Cuando haya transcurrido este espacio de tiempo, que se haga según su voluntad.
El heraldo se retiró para transmitir esta respuesta al gran maestre.
—Dios no quiera —dijo Beaumanoir— que ni judíos ni paganos nos pudieran acusar de injusticia. Hasta que las sombras no hayan recorrido su camino de poniente a levante esperaremos por si acude un campeón. Cuando se haya puesto el sol, que se prepare para morir.
El heraldo comunicó las palabras del gran maestre a Rebeca, la cual inclinó la cabeza sumisamente, cruzó los brazos y, alzando la mirada, pareció implorar la ayuda del cielo ya que no la podía esperar de los hombres. Durante esta tenebrosa pausa, la voz de Bois-Guilbert hirió sus oídos. No fue más que un murmullo, pero la sobresaltó más que el pregón del heraldo.
—Rebeca —decía el templario—, ¿me oyes?
—Nada tengo que tratar contigo, hombre cruel y de duro corazón —dijo la infortunada doncella.
—Pero ¿entiendes mis palabras? —decía el templario—. Porque incluso mi voz resuena horriblemente en mis oídos. No sé el terreno que piso ni por qué nos han traído aquí. Este palenque, esta silla, estos maderos. Sé para qué va a servir, pero aun así todo me parece irreal, como si fuera una horrible visión del otro mundo que llena mis sentidos de extrañas fantasías pero que no convence mi razón.
—Mis sentidos y mi mente están muy firmes en la tierra —contestó Rebeca—, y me dicen ambos a la vez que estos leños están destinados a consumir mi cuerpo terrenal y a abrirme un doloroso pero breve pasadizo a un mundo mejor.
—Sueños, Rebeca…, sueños. Ociosas visiones refutadas incluso por la sabiduría de vuestros propios saduceos. Escúchame, Rebeca —dijo, prosiguiendo con animación creciente—: dispones de una oportunidad tan buena para escapar con vida hacia la libertad que estos beatos bribones no se la pueden imaginar. Salta sobre mi caballo, sobre Zamor, el gallardo corcel que nunca ha decepcionado a su jinete. Se lo gané en un combate mano a mano al sultán de Trebizond. Monta, te digo, a la grupa. En una hora corta la acusación y la sentencia habrá quedado atrás. Se abre un nuevo mundo de placer ante ti, y ante mí una nueva carrera hacia la fama. ¡Déjales que proclamen una condena de desprecio y que borren el nombre de Bois-Guilbert de su lista de monásticos esclavos! ¡Lavaré con sangre cualquier mancha de mi escudo!
—¡Vete, traidor! —exclamó Rebeca—. Ni en esta extrema situación conseguirás que modifique ni un ápice mi decisión. Rodeada como estoy de enemigos, te considero a ti el peor y más mortal de ellos. ¡Márchate, en el nombre de Dios!
Albert Malvoisin, alarmado e impaciente por la duración de este diálogo, se adelantaba para interrumpirlo.
—¿La doncella ha reconocido su culpa? —preguntóle a Bois-Guilbert—. ¿O persiste en negarla?
—Está, en verdad…, decidida —dijo Bois-Guilbert.
—Entonces —dijo Malvoisin— debes volver a tu sitio, noble hermano, para aguardar la resolución. Las sombras se van moviendo lentamente. Vamos, bravo Bois-Guilbert, vamos, eres la esperanza de nuestra Orden y pronto serás su cabeza.
Y mientras hablaba con este tono de sugestión, cogió de la brida al caballo de Brian con la intención de conducirlo a su puesto.
—¡Falso villano! —dijo sir Brian con rabia—. ¿Qué significa eso de poner tu mano en la brida de mi caballo? —y librándose del agarrón de su compañero se fue al galope al otro extremo de la liza.
—Todavía le queda espíritu —le dio Malvoisin a Mont-Fitchet—. Si estuviera bien dirigido…, pero es como el fuego griego, consume cuanto toca.
Ya llevaban los jueces dos horas en la liza esperando en vano al campeón.
—Y tienen razón en no acudir —decía fray Tuck—, considerando que se trata de una judía. Sin embargo, ¡por mi tonsura!, es duro aceptar que tan joven y hermosa criatura tenga que morir sin que se descargue un solo golpe en su defensa. Si fuera diez veces bruja, por poca sangre cristiana que tuviera en las venas mi partesana haría sonar las doce sobre el casco de acero de aquel orgulloso templario antes de que se saliera con la suya.
La creencia general era que nadie acudiría a defender a una judía acusada de hechicería, y los caballeros, instigados por Malvoisin, murmuraban entre sí que ya era llegada la hora de dar por terminado el plazo concedido a Rebeca. En este momento un caballero, obligando a su caballo a galopar a toda velocidad, apareció en la llanura dirigiéndose a la liza. Cien voces exclamaron a un tiempo: «¡Un campeón! ¡Un adalid!». Y a pesar de la predisposición y de los prejuicios de la multitud, todos gritaron unánimemente cuando el caballero entró en el cercado. Sin embargo, a la segunda mirada que le dirigieron se desvaneció toda la esperanza que su llegada había despertado. Su caballo, agotado por tantas millas de excesiva velocidad, parecía derrumbarse de fatiga, y el jinete, aunque al presentarse en liza ya demostraba su valor, fuera por debilidad, por las preocupaciones o por el cansancio, parecía tener muchas dificultades en sostenerse en la silla.
A requerimientos del heraldo, que le preguntó su rango, su nombre y sus intenciones, el caballero contestó firmemente y con resolución:
—Soy un buen y noble caballero, que ha venido para mantener con la lanza y con la espada la justa y legítima petición de esta doncella, Rebeca, hija de Isaac de York, y para sostener que la condena recaída sobre ella es falsa y mentirosa. He venido a desafiar a Brian de Bois-Guilbert como traidor, asesino y embustero, como lo probaré en este campo con mi cuerpo contra el suyo, con la ayuda de Dios, de Nuestra Señora y de monseñor san Jorge, el buen caballero.
—El forastero debe antes demostrar que es buen caballero, y de linaje honorable —dijo Malvoisin—. El Temple no manda a sus adalides a luchar contra innominados.
—Mi nombre —dijo el caballero levantando su yelmo— es más conocido y mi linaje más puro que el tuyo propio, Malvoisin. Soy Wilfred de Ivanhoe.
—No pelearé contigo —dijo el templario con voz profunda y trastornada—. Cúrate las heridas, provéete de otro caballo y entonces es posible que considere que vale la pena despojarte de estas pueriles fanfarronadas.
—Templario orgulloso —dijo Ivanhoe—, ¿has olvidado que has caído dos veces ante esta lanza? Recuerda el torneo de Acre, recuerda el paso de armas de Ashby, recuerda tu presunción en la sala de Rotherwood y la prenda de tu cadena de oro contra mi relicario, que tú mismo diste, comprometiéndote a luchar con Ivanhoe y recobrar el honor que has perdido. Por este relicario y la santa reliquia que contiene, te proclamaré, templario, cobarde en cada corte de Europa, en cada preceptorio de tu Orden, a no ser que pelees sin más demora.
Bois-Guilbert se volvió indeciso hacia Rebeca, y exclamó entonces mirando a Ivanhoe con rencor:
—¡Perro sajón! Coge tu lanza y prepárate para la muerte que tú mismo has atraído sobre ti.
—¿Me da su permiso el gran maestre para combatir? —preguntó Ivanhoe.
—No puedo negar lo que os habéis ganado con vuestro reto —dijo el gran maestre—, siempre que la doncella os acepte como su campeón. Sin embargo, me gustaría que estuvierais en mejores condiciones. Siempre habéis sido un enemigo de nuestra Orden, pero a pesar de ello quisiera que os enfrentarais a ella sin desventaja.
—Sí, lo he sido y lo soy. Y me encuentro…, me encuentro perfectamente —dijo Ivanhoe—. Es el Juicio de Dios…, a su cuidado me encomiendo. Rebeca —añadió, galopando hasta la silla fatal—, ¿me aceptas como campeón?
—Sí, te acepto —dijo ella—, te acepto —musitó con una emoción que el miedo a la muerte no había conseguido provocar—. Te acepto como el campeón que me ha mandado el cielo. Pero, no…, no. Tus heridas están abiertas. No te enfrentes a ese hombre orgulloso. ¿Por qué tendrías que morir tú también?
Pero Ivanhoe ya había ocupado su puesto, cerrando su visor y cogiendo la lanza. Bois-Guilbert hizo lo mismo y su escudero notó al cerrar su visor que su rostro, hasta el momento pálido debido sin duda a las encontradas emociones del día, había enrojecido de repente.
Entonces el heraldo, viendo a cada campeón en su sitio, alzó la voz y repitió tres veces: ¡«Faites vos devoirs, preux chevaliers»!. Después del tercer grito se retiró a un lado del palenque y proclamó de nuevo que nadie, bajo pena de muerte instantánea, se atreviera a impedir o a intervenir por palabra, grito o acción este limpio combate. El gran maestre, que sostenía en su mano la prenda de desafío, o sea, el guante de Rebeca, lo tiró al palenque y pronunció la fatal señal con las palabras: «Laissez aller».
Sonaron las trompetas y los caballeros se embistieron a pleno galope. El cansado caballo de Ivanhoe y su no menos exhausto jinete cayeron, como todos esperaban, ante la bien dirigida lanza y el vigoroso caballo del templario. Todos habían previsto este resultado. Pero aunque la lanza de Ivanhoe no hizo más que rozar, en comparación con el golpe del contrario, el escudo de Bois-Guilbert, este campeón, ante el asombro general, se deslizó de la silla, perdió estribo y cayó en la liza.
Ivanhoe, librándose del caballo caído, estuvo pronto en pie, dispuesto a enmendar su fortuna con la espada. Pero su antagonista no se levantó; Wilfred, poniéndole el pie sobre el pecho y la punta de la espada en la garganta, le ordenó rendirse o de lo contrario que se dispusiera a morir allí mismo. Bois-Guilbert no contestó.
—¡No lo degüelles, señor caballero! —exclamó el gran maestre—. Está sin confesar y sin absolución. ¡No mates su cuerpo y su alma! Le declaramos vencido.
Descendió al palenque y ordenó que le quitaran el yelmo al vencido campeón. Sus ojos estaban cerrados, su rostro conservaba el tinte rojo oscuro. Cuando le miraban asombrados, sus ojos se abrieron…, pero permanecieron fijos y helados. La sangre huyó de su rostro y dio paso a la palidez de la muerte. Incólume había salido del encuentro y de la lanza de su enemigo, pero había muerto víctima de la violencia de sus propias encontradas pasiones.
—Éste es, en verdad, el Juicio de Dios —dijo el gran maestre mirando hacia arriba—. Fiat voluntas tua!