XXXIX

¡Oh, doncella! Si eres fría y despiadada,
debes saber que mi corazón es tan orgulloso como el tuyo.

ANNA SEWARD: Obra poética.

Declinaba el día en que había tenido lugar el juicio, si así puede ser llamado, cuando se oyó un débil golpe en la puerta de la cámara que servía de prisión a Rebeca. No la distrajo de los rezos de la tarde recomendados por su religión, y que concluían con un himno que nos hemos atrevido a traducir así:

Cuando Israel, la preferida de Dios,

abandonó las tierras de su cautiverio,

el Dios de sus padres la guiaba,

tremendamente envuelto en humo y llamas.

Durante el día, la vaporosa y lenta columna

se deslizaba a través de tierras asombradas;

de noche, las rojas arenas de Arabia

reflejan el resplandor de la columna ígnea.

Entonces se levantaba el himno de alabanza

y con sus agudos sones contestaban la trompa y el tamboril;

y las hijas de Sión entonaban sus cánticos,

y las voces de los guerreros y los sacerdotes

con las de ellas se mezclaban para decir

que ya ningún portento confunde al enemigo.

La perseguida Israel está sola y errante;

nuestros padres no conocían TUS caminos,

y TÚ les abandonaste para que los encontraran por sí mismos.

Pero estás presente, aunque ahora eres invisible;

cuando más potente es el brillo del día,

nos envías nubes protectoras

para atemperar los engañosos rayos. Y, cuando envuelta en sombras y tormentas, con frecuencia

se abate la noche sobre la senda de Judá,

Tú, que eres paciente y difícil a la cólera,

¡te conviertes en luz ardiente y cegadora!

Perdimos nuestras armas en la confusión de Babel,

befa de tiranos y burla de gentiles;

no fulgura el incensario alrededor de nuestro altar,

y permanecen mudos, tamboriles, trompas y cuernos de caza.

Pero Tú has dicho: «No me place

ni la sangre de cabra, ni la carne del venado…

Un corazón contrito y la humildad de pensamiento

son los únicos sacrificios que Yo acepto».

Cuando los sones del devoto himno de Rebeca se desvanecieron en el silencio, se repitió el débil golpe sobre la puerta.

—Entra —dijo— si eres un amigo, y si enemigo eres no sé de qué modo te privaré de entrar.

—Rebeca, soy amigo o enemigo —decía Brian de Bois-Guilbert mientras entraba en la habitación— según el resultado de este encuentro.

Alarmada al ver el hombre cuya pasión licenciosa consideraba como origen de todas sus desgracias, Rebeca retrocedió, precavida pero de ningún modo temerosa, hasta un rincón extremo del aposento como si deseara interponer entre ella y el templario la mayor distancia posible. Sin embargo, estaba dispuesta a defender su terreno cuando ya no fuera posible retirarse más. Adoptó una actitud, si no de desafío, sí de resolución. No deseaba provocar un asalto, pero si éste se producía, lo repelería con todas sus fuerzas.

—No hay razón para que me temas —dijo el templario—. O, si quieres que matice un poco más, ahora por lo menos no hay razón de temor.

—No te temo, caballero —replicó Rebeca, aunque su respiración entrecortada parecía desmentir su heroico acento—. Mucha es mi confianza y no te tengo miedo.

—No tienes ningún motivo para ello —contestó Bois-Guilbert gravemente—. No temas tampoco que se repitan mis anteriores intentos. Al alcance de tu voz hay centinelas sobre los cuales no tengo ninguna autoridad. Han sido designados para acompañarte hasta la muerte, Rebeca, pero no consentirían que fueras ultrajada por nadie, ni siquiera por mí, si mi locura…, porque, de locura se trata…, me llevara tan lejos.

—¡Alabado sea el cielo! La muerte es lo que menos temo en este antro del mal.

—La idea de la muerte es fácilmente aceptada cuando el camino para llegar a ella es corto y súbito. Un lanzazo, un tajo de espada, resultan insignificantes para mí, del mismo modo que a ti el salto desde lo alto de una muralla, el golpe de un afilado puñal, no te producen terror cuando los comparas a una desgracia mayor. Fíjate en lo que te digo: quizá mi sentido del honor no difiera mucho del tuyo en lo fantástico; pero ambos sabemos cómo morir por él.

—Desgraciado —dijo la judía—; ¿estás condenado a exponer tu vida por unos principios a los cuales tu entendimiento niega solidez? No me consideres igual a ti. Tus decisiones pueden fluctuar según corren y cambian los aires de la humana opinión, pero las mías están ancladas en la roca de los tiempos.

—Silencio, doncella, esto que dices no sirve de nada. No estás condenada a la muerte rápida y fácil que escoge el miserable y es bien recibida por el desesperado, sino a una lenta, dolorosa y continuada tortura adecuada a lo que la demoníaca beatería de estos hombres llama tu crimen.

—¿Y a quién, si éste es mi sino, a quién se lo debo agradecer? Sólo a aquél que por un motivo egoísta y brutal me trajo aquí y que, ahora, por algún desconocido motivo, se empeña en exagerar el despiadado destino que me ha impuesto.

—No creas que te lo he impuesto yo. Te hubiera defendido con mi propio pecho, al igual que te defendí de las flechas que de otro modo te hubieran arrebatado la vida.

—Si te hubieras propuesto de defenderme inocente y honradamente, te podría dar las gracias por los cuidados que me prodigaste. Pero te has jactado de ello tan a menudo que te digo que la vida no vale nada para mí si debo pagar por ella el precio que tú pretendes.

—Abandona tus aires jactanciosos, Rebeca, porque ya tengo mis propias preocupaciones y no necesito que tus reproches me las aumenten.

—¿Qué te propones, caballero? Sé valiente. Si no tienes nada más que hacer que espiar la desgracia que has causado, dímelo y entonces, por favor, déjame sola. El tránsito entre el tiempo y la eternidad es corto pero terrible, y dispongo de poco para prepararme.

—Me doy cuenta, Rebeca, de que insistes en culparme de las desgracias que de todo corazón hubiera querido evitar.

—Brian de Bois-Guilbert, no te haré reproches. Pero ¿acaso no es cierto que mi muerte se deberá a tu desatada pasión?

—Te equivocas…, te equivocas. Si me imputas algo que no podía prever ni prevenir, te equivocas, porque no estaba en mi mano. Si hubiera podido imaginar la llegada del viejo fanático, con sus destellos de valor desesperado y su vida ascética, que le han elevado por encima de sus méritos y del sentido común, por encima de mí y de los centenares de caballeros de nuestra Orden que piensan y sienten como hombres libres, superados tan estúpidos y fantásticos prejuicios en los que fundamentan sus opiniones y actos…

—Sin embargo, ante mí actuaste como juez. Y yo era el inocente, como bien sabes. Colaboraste a mi perdición y, si entendí bien, tú mismo tomarás las armas para confirmar mi culpa y asegurar mi castigo.

—Ten paciencia, doncella. Ninguna raza como la tuya sabe mejor cómo someterse a los tiempos y disponer la barca para sacar partido incluso de los vientos adversos.

—¡Triste la hora en que Israel aprendió tal arte! Pero la adversidad doma los corazones como el fuego vence al acero. Aquéllos que no pueden gobernarse a sí mismos y los que abandonaron su estado libre e independiente, deben inclinarse ante el extranjero. Es nuestra maldición, caballero, y sin lugar a dudas merecida por vuestras faltas y por los pecados de nuestros padres. Pero tú, que te jactas de tu libertad como si fuera un derecho adquirido por nacimiento, ¡cuánto mayor es tu desgracia ya que te ves obligado a acatar los prejuicios de los demás y, además, contra tus propias convicciones!

—Tus palabras son amargas, Rebeca —contestó Bois-Guilbert, paseando con impaciencia por el aposento—, pero no he venido para intercambiar reproches. Quiero que sepas que Bois-Guilbert no retrocede ante ningún hombre nacido de mujer, aunque las circunstancias puedan inducirle a cambiar momentáneamente sus planes. Su voluntad es como el río que desciende de la montaña, al que se puede obligar a cambiar de curso durante un corto trecho, pero que nunca deja de abrirse paso hacia el océano. Aquel papel que te aconsejaba pedir un campeón, ¿de quién crees que procedía sino de Bois-Guilbert? ¿En quién más hubieras podido provocar tal interés?

—Una corta pausa para la muerte implacable, y de poco me habrá de servir. ¿Esto era todo lo que podías hacer por la persona sobre cuya cabeza has derramado la angustia y que casi has colocado al borde de la tumba?

—No, doncella, no era esto todo lo que me proponía. Si no hubiera sido por la intervención del fanático vejestorio y la del loco de Goodalricke, el cual, siendo templario, pretende obrar como un juez que está de acuerdo con las reglas ordinarias de la humanidad, el oficio de campeón de la Orden no hubiera recaído sobre un preceptor, sino en un compañero de la Orden. Entonces yo en persona, tal era mi propósito, al sonar la trompeta hubiera entrado en liza como tu campeón, disfrazado a guisa de caballero andante que busca aventuras para probar su escudo y su lanza. Y entonces ya podía Beaumanoir escoger no a uno, sino a dos o tres de entre los hermanos reunidos que yo no hubiera tardado en hacerles saltar de la silla con mi lanza. Así, Rebeca, se hubiera demostrado tu inocencia y hubiera dejado que tu gratitud recompensara mi victoria.

—Éstas, caballero, son jactancias ociosas. Una mera muestra de lo que hubieras hecho de no haber juzgado conveniente obrar de modo distinto. Recibiste mi guante y mi campeón. Si tan desamparada criatura puede encontrar uno, desafiará tu lanza en la liza, ¡y todavía te das aires de ser mi amigo y protector!

—De buena gana —contestó el templario con gravedad— lo sería. Pero considera los riesgos, mejor dicho, el deshonor a que me expondría y entonces no me culpes si pongo mis condiciones antes de sacrificar cuanto hasta ahora he tenido por más querido para salvar la vida de una doncella judía.

—Habla —dijo Rebeca—, no te he entendido.

—Bien, te hablaré tan claramente como el penitente al padre confesor. Rebeca, si no me presento al combate, perderé mi rango y mi fama. Perderé aquello que constituye el aire que respiro, es decir, la estima que me profesan mis hermanos y las esperanzas que tengo de ser el sucesor y beneficiario de esta poderosa autoridad que goza el anciano beato Beaumanoir, pero de la cual usaría de muy diferente modo. Ésta será mi segura condena en el caso de que no peleara contra tu causa con las armas. ¡Maldito sea el de Goodalricke que me preparó esta trampa! ¡Y doblemente maldito Albert Malvoisin, que me hizo desistir de la decisión que había tomado de tirar el guante a la cara del supersticioso loco supervitalicio que hizo caso de una acusación tan absurda, hecha contra una criatura de tan alto espíritu y tan bellamente formada como tú!

—¿De qué sirven ahora los requiebros y las lisonjas? —contestó Rebeca—. Ya has tomado una decisión entre que se derrame la sangre de una mujer inocente o perjudicar tu propia posición terrenal. ¿Para qué sirven estas comparaciones? Ya has escogido.

—No; Rebeca —dijo el caballero con un tono más suave y acercándose a ella—. No he escogido. Fíjate, eres tú la que tiene que elegir. Si aparezco en liza, debo hacer honor a mi nombre con las armas y, si lo hago así, morirás en la hoguera, tengas o no tengas campeón, porque no existe caballero que me haya vencido con las armas luchando mano a mano, salvo Ricardo Corazón de León y su favorito Ivanhoe. Este último, como tú bien sabes, está imposibilitado para vestir la armadura y Ricardo está en una prisión extranjera. Si comparezco, tu muerte es segura, como lo será para cualquier jovenzuelo que, movido por tus encantos, se decidiera a acudir en tu defensa.

—¿Y de qué sirve repetirlo tantas veces?

—De mucho, pues así verás las dos caras de tu destino.

—Está bien, vuelve la hoja y déjame ver la otra cara.

—Si yo acudo a la liza fatal —dijo Bois-Guilbert—, morirás cruel y lentamente, entre dolores que, según dicen, esperan a los condenados en el más allá. Pero si no acudo, me convertiré en un caballero degradado y sin honra, seré acusado de brujería y de connivencia con los infieles. El nombre ilustre que ha aumentado en fama por mis hazañas se volverá un insulto y un reproche. Pierdo fama, pierdo honor, pierdo las esperanzas de alcanzar una grandeza que muy pocos emperadores llegan a conseguir. Sacrifico mi ambición. Destruyo proyectos tan altos como aquellas montañas que, según los paganos, eran suficientes para alcanzar el cielo si se las escalaba y, sin embargo, Rebeca —añadió, tirándose a sus pies—, sacrificaría esta grandeza, renunciaría a la fama, despreciaría este poder, incluso ahora que ya tengo la mitad de él en la mano, si dijeras: «Bois-Guilbert, os acepto como amante».

—No pienses en tal locura, caballero —contestó Rebeca—; antes apresúrate a acudir al regente, a la reina madre y al príncipe Juan. No podrán permitir, por respeto a la corona inglesa, los procedimientos de vuestro gran maestre. Así me brindarás protección sin sacrificio por tu parte ni pretextos para exigirme que os recompense.

—No quiero tratos con ellos —continuó el templario, asiéndose a su falda—. Me estoy dirigiendo sólo a ti y, ¿qué otra opción te queda? Piensa que, aunque yo fuera un demonio, la muerte sería todavía peor que yo, y ella es mi único rival.

—Nada me importan ambos términos de la comparación —dijo Rebeca, temerosa de provocar al alocado caballero, pero igualmente decidida a no aceptar su pasión ni a fingir que la aceptaba—. Sé hombre y cristiano. Si es verdad que tu fe encarece el perdón que más tienes en la lengua que en los actos, sálvame de esta muerte horrorosa sin buscar una recompensa que convertiría la magnanimidad en un vil negocio.

—¡No, damisela! —dijo el orgulloso templario levantándose como movido por un resorte—. No te impondrás sobre mí de este modo. Si renuncio a mi fama actual y a mi futura ambición, lo hago por ti, y huiremos juntos. Escúchame, Rebeca —dijo, suavizando de nuevo la voz—, Inglaterra, Europa, no constituyen todo el mundo. Existen lugares donde podremos vivir e incluso dar cumplimiento a mis ambiciones. Iremos a Palestina; allí está Conrade, marqués de Montserrat, que es amigo mío. Un amigo tan libre como yo de los beatos escrúpulos que enturbian nuestra razón nacida libre. Antes nos aliaríamos con Saladino, que sufrir el desdén de los puritanos a quienes despreciamos. Abriré nuevos caminos de grandeza —continuó, cruzando de nuevo el aposento con pasos apresurados—. Europa escuchará el resonar de los pasos de aquél que ella ha separado de sus hijos. Los millones de cruzados que manda al matadero en Palestina, no pueden hacer nada en su defensa, ni las cimitarras de miles de millares de sarracenos pueden abrirse tan profundamente camino hacia el interior de esta tierra por la cual luchan las naciones, como la fuerza y la política mías y de mis hermanos, los cuales, a pesar de aquel beato vejestorio, se unirán a mí para bien y para mal. Serás reina, Rebeca, ¡el trono que mi valor sabrá ganar para ti estará situado en la cumbre de Monte Carmelo y cambiaré la vara de mando que tanto tiempo he deseado, por un cetro!

—Esto es un sueño —dijo Rebeca—, una visión nocturna sin contenido. Y aunque fuera una patente realidad, no me interesa. Basta que sepas que el poder que pudieras conseguir nunca lo compartiría contigo; ni tengo en tan poca estima a este país ni a mi religión como para sentir aprecio por aquél que desea malvender los lazos de esta fe y deshacer los vínculos que a ella la unen bajo juramento con el único objeto de satisfacer la pasión desordenada que siente por la hija de otro pueblo. No pongas precio a mi libertad, señor caballero. No vendas una hazaña generosa, protege al oprimido únicamente por caridad y no para obtener un provecho egoísta. Acude al trono de Inglaterra; Ricardo escuchará mi alegato contra estos hombres crueles.

—¡Nunca, Rebeca! —exclamó el templario con altivez—. Si renuncio a mi Orden, será por ti únicamente. Si rehúsas mi amor, todavía me queda la ambición; no me veré defraudado por todos los costados. ¿Humillarme ante Ricardo? ¿Pedirle un favor a aquel corazón orgulloso? Nunca, Rebeca, pondré a sus pies a la Orden del Temple encarnada en mi persona. Puedo dejar la Orden, pero nunca la envileceré ni la traicionaré.

—Entonces, que Dios me asista —dijo Rebeca—, ya que casi no hay esperanzas de que lo hagan los hombres.

—Así es en verdad, porque, aunque orgullosa, en mí has encontrado a quien te iguala. Si entro en liza lanza en ristre, no pienses que ninguna consideración humana me detendrá. Usaré por entero mi fuerza y entonces piensa en la suerte que te espera. Sufrir la horrorosa muerte de los peores criminales. Ser consumida sobre un montón de brasas ardientes, descompuesta en los elementos de que estamos formados. Ni una reliquia quedará de estas hermosas formas por la cual se pueda deducir que has vivido y te has movido. ¡Rebeca, una mujer no puede aceptar tal perspectiva, ríndete a mis requerimientos!

—Bois-Guilbert —contestó la judía—. No conoces el corazón de la mujer o solamente has tratado con aquéllas que han perdido sus mejores sentimientos. Te digo, orgulloso templario, que ni en las batallas más enconadas has desplegado tanto valor del que presumes, como el que han sabido mostrar las mujeres cuando han sufrido por afecto o por deber. Yo soy una mujer, educada con delicadeza, temerosa del peligro y poco resistente al dolor. Sin embargo, cuando ambos entremos en el campo fatídico, tú para combatir y yo para sufrir, sostengo dentro de mí la seguridad que mi valor sobrepasará al tuyo. Adiós, no gastaré más palabras; el tiempo que sobre la tierra le queda a la hija de Jacob debe ser empleado de otro modo: debe buscar al confortador, el cual puede esconder su cara a su pueblo, pero siempre presta oídos a aquéllos que le llaman con sinceridad y con la verdad en sus labios.

—Entonces, ¿nos separamos así? —dijo el templario, después de una corta pausa—. ¡Que los cielos no hubieran permitido que nos encontráramos o que tú hubieras sido noble de nacimiento y cristiana por la fe! ¡No, por el cielo! Cuando te contemplo y pienso dónde nos encontraremos la próxima vez, desearía incluso pertenecer a tu raza despreciada; que mi mano estuviera habituada a los lingotes y a los cequíes en vez de a la lanza y al escudo; que mi cabeza se inclinara ante cualquier noble insignificante y mis miradas sólo fueran terribles cuando se dirigieran al atemorizado deudor arruinado…, esto desearía, Rebeca, para estar junto a ti mientras vivieras y para evitar la terrible participación que tendré en tu muerte.

—Has descrito a los judíos como les han obligado a ser. Las persecuciones de hombres como tú no han permitido otra cosa. Los cielos encolerizados nos han expulsado de nuestro país, pero la astucia nos ha sabido abrir el único camino que la opresión nos ha dejado libre de barreras hacia el poder y la influencia. Lee la historia antigua del pueblo de Dios y dime si aquéllos para quienes Jehová obró tales prodigios formaban un pueblo de miserables y de usureros. Debes saber, orgulloso caballero, que contamos entre los nuestros algunos nombres al lado de los cuales vuestra nobleza septentrional es como la calabaza comparada con el cedro. Nombres de ascendencia más lejana que los vuestros y que se remontan a la época en que la divina presencia dispuso su trono entre los querubines; su esplendor se deriva no de un príncipe de la Tierra, sino del terrible Verbo que congregaba a sus padres cerca de la divina visión. Tales eran los príncipes de la casa de Jacob.

El rostro de Rebeca se encendió mientras sacaba a relucir las glorias de su raza, pero palideció cuando añadió con un suspiro:

—Tales eran los príncipes de Judá, que ahora ya no existen. Se les pisotea como a la hierba y se mezclan con el polvo del camino. Sin embargo, todavía quedan algunos que no se avergüenzan de tan alta descendencia, y entre ellos está la hija de Isaac, hijo de Adonikam. ¡Adiós! No envidio tus honores ganados con sangre, no envidio tu ascendencia de los paganos del norte, no envidio tu fe, pues siempre está en tu boca, pero nunca en tu corazón ni en tus actos.

—Un sortilegio actúa en mí, por el cielo —dijo Bois-Guilbert—. Casi estoy inclinado a creer que tu futuro esqueleto ha dicho la verdad y que en la dificultad que hallo en separarme de ti hay algo más que lo que sería natural. ¡Hermosísima criatura! —exclamó acercándosele pero con gran respeto—, tan joven, tan bella, tan poco temerosa de la muerte y, sin embargo, condenada a morir y con agonía infame. ¿Quién no lloraría por ti? Las lágrimas que durante veinte años han sido extrañas a estos párpados, los mojan ahora cuando te contemplo. Pero tiene que suceder, ahora ya nada puede salvar tu vida. Tú y yo no somos más que los instrumentos de alguna terrible fatalidad, que nos empuja hacia delante como a los buenos bajeles ante la tormenta, que chocan unos con otros y así perecen. Perdóname, por lo tanto, y separémonos como lo hacen los buenos amigos. He atacado tu decisión vanamente, y la mía es tan inconmovible como los adamantinos decretos del destino.

—De este modo —dijo Rebeca— los hombres culpan al destino de lo que sólo es el resultado de sus propias pasiones salvajes. Pero te perdono, Bois-Guilbert, aunque seas el autor de mi muerte terrenal. Nobles cosas guarda tu espíritu, pero es como el jardín del holgazán; la mala hierba ha crecido y amenaza con devorar la hermosa cosecha.

—Sí —dijo el templario—, soy tal como has dicho, sin conocimiento, indomeñable, orgulloso. Por ello, en una charca llena de locos sin seso y beatos solapados, he conservado mi preeminente fortaleza, que me coloca por encima de todos ellos. Desde mi juventud he sido un hombre de combate, altas han sido mis miras y me he mostrado firme e inflexible para alcanzarlas. Así debo conservarme: orgulloso e inflexible, y de esta resolución el mundo tendrá pruebas. Pero ¿tú me perdonas, Rebeca?

—Como la víctima al verdugo.

—Adiós, entonces —dijo el templario y abandonó el aposento.

Albert, el preceptor, esperaba impacientemente el regreso de Bois-Guilbert en una cámara contigua.

—Mucho has tardado —le dijo—. Me he sentido como apresado en tenazas al rojo vivo. ¿Qué hubiera pasado si el gran maestre o Conrade, su espía, se hubieran presentado aquí? Cara hubiera pagado mi amabilidad. Pero ¿qué es lo que te hace sufrir, hermano? Tus pasos son vacilantes, tu rostro es oscuro como la noche. ¿Te encuentras bien, Bois-Guilbert?

—¡Ay! —contestó el templario—, tan bien como el condenado a morir en el plazo de una hora. No, por el madero; porque entre ellos los hay que en tal situación se despojan de la vida como si fuera un viejo vestido. Por el cielo, Malvoisin, esta muchacha me ha dominado. Estoy casi decidido a acudir al gran maestre, abjurar la Orden en sus propios dientes y negarme a llevar a cabo la brutalidad que su tiranía me ha impuesto.

—Estás loco —contestó Malvoisin—. Éste es el mejor camino para buscar tu ruina, pero ni aun así tienes oportunidad de salvar la vida de la judía. Beaumanoir nombrará a otro de la Orden para defender su juicio en tu lugar, y la acusada perecerá con tanta seguridad como si tú hubieras cumplido con tu deber.

—Esto es falso. Yo mismo tomaré las armas en su defensa —contestó el templario con altanería—. Y si así lo hago, tú bien sabes, Malvoisin, que no hay nadie de la Orden que pueda mantenerse en la silla ante la punta de mi lanza.

—Sí, pero olvidas —dijo el taimado consejero— que no dispondrás de tiempo ni de ocasión para llevar a cabo este loco proyecto. Acude a Beaumanoir y dile que has renunciado a tu voto de obediencia y ya verás cuánto tarda el viejo despótico en privarte de tu libertad. Tus palabras no habrán salido de tus labios y ya estarás cien pies bajo tierra en la mazmorra del preceptorio, esperando un juicio como caballero perjuro; o, si mantiene su opinión respecto a que estás poseído, disfrutarás de la paja, la oscuridad y las cadenas en alguna celda de un distante convento, rociado por el hisopo, mareado por los exorcismos y el agua bendita para expulsar al diablo que ha tomado posesión de ti. Debes acudir a la liza, Brian, o eres hombre perdido y deshonrado.

—Romperé con todo y huiré —dijo Bois-Guilbert—. Huiré a alguna tierra lejana cuyo camino desconozcan la locura y el fanatismo. Ni una gota de la sangre de esta excelente criatura se derramará con mi consentimiento.

—No puedes huir —dijo el preceptor—. Tus desvaríos han suscitado sospechas y no te permitirán abandonar el preceptorio. Ve y haz la prueba, preséntate ante la puerta y ordena que bajen el puente y ya verás qué contestación obtienes. ¿Te sorprendes y te sientes ofendido? Pero ¿acaso no es en tu propio beneficio? Si huyes, ¿cuál será la consecuencia, sino poner tus armas al revés, el deshonor de tu linaje y la degradación de tu rango? Piensa en ello. ¿Dónde esconderían la cabeza tus compañeros de armas cuando Brian de Bois-Guilbert, la mejor lanza de los templarios, sea proclamado perjuro entre los insultos de la gente que es tan aficionada a presenciar semejantes espectáculos? ¡Qué desprestigio para la corte de Francia! ¡Con qué gozo recibirá Ricardo la noticia de que el caballero que le puso en apuros en Palestina y casi logró oscurecer su renombre ha perdido la honra y el honor por una muchacha judía a la cual ni tan siquiera consiguió salvar con tan costoso sacrificio!

—Malvoisin —dijo el caballero—, te doy las gracias. Has tocado la cuerda más sensible de mi corazón. Suceda lo que suceda, no se añadirá la palabra «perjuro» al nombre de Bois-Guilbert. Quiera Dios que Ricardo o cualquiera de estos jactanciosos jovenzuelos ingleses compareciera en la liza. Pero se acobardarán, ninguno de ellos se atreverá a romper una lanza por la inocente, por la desamparada.

—Mejor para ti si así sucede —dijo el preceptor—. Si no acude ningún campeón no será por tu mediación que esta infortunada damisela morirá, sino por la condena del gran maestre, sobre el cual caerá toda la vergüenza y que la considerará, a dicha vergüenza, como orgullo y alabanza.

—Es verdad —dijo Bois-Guilbert—. Si no acude ningún campeón, seré tan sólo un figurante de la farsa; estaré, verdad es, a caballo en la liza, pero no tendré parte en la iniquidad.

—En absoluto —dijo Malvoisin—. Serás como la imagen de san Jorge con las armas cuando participa en la procesión.

—Bien, vuelvo a mi resolución anterior —dijo el altanero templario—. Me ha despreciado, me ha repelido, me ha escarnecido. ¿Por qué, entonces, le tendría que sacrificar cualquier estimación que pueda gozar en la opinión de los demás? Malvoisin, acudiré a la liza.

Abandonó la cámara a toda prisa mientras pronunciaba estas últimas palabras y el preceptor le siguió para vigilarle y confirmarle en la decisión tomada; porque estaba muy interesado en la reputación de Bois-Guilbert, esperando muchos beneficios el día que estuviera a la cabeza de la Orden, sin mencionar la prebenda que hizo referencia a Mont-Fitchet, dándole esperanzas con la condición de que colaborara en la conducta de la infortunada Rebeca. Y todavía, al combatir los mejores sentimientos de su amigo, disponía de todas las ventajas que un temperamento taimado, premeditado y egoísta tiene sobre un hombre agitado por fuertes y encontradas pasiones.

Sin embargo, era necesario que Malvoisin pusiera en juego todas sus artimañas para conseguir que Bois-Guilbert se mantuviera firme en su propósito. Necesitaba vigilarle de cerca para evitar que volviera a sus proyectos de fuga y para impedir que se pusiera en contacto con el gran maestre, no fuera que llegara a romper abiertamente con su superior y, en fin, para renovar de tanto en tanto los diversos argumentos mediante los cuales intentaría demostrar que, actuando en esta ocasión como campeón de la Orden, Bois-Guilbert seguiría el único camino por el cual se podía salvar de la degradación y la ignominia.