III
Desde la costa que oye bramar el germánico
Océano, sanguinario y fuerte, vino el sajón de
azules ojos y amarillentos cabellos.JAMES THOMPSON, Libertad.
En un salón de altura desproporcionada para su exagerada longitud y anchura, había una larga mesa de roble construida con troncos sin apenas pulimentar y que aparecían a la vista tal como cuando salieron del bosque. La mesa había sido preparada para la cena de Cedric el Sajón. El techo, formado por ramas y estacas, no disponía más que de una enramada para defender la pieza de la intemperie; en cada rincón del salón podía verse un gran fogón, pero como quiera que las chimeneas estaban muy mal construidas, se escapaba por lo menos tanto humo en el interior de la sala como el que debiera haber salido por la desembocadura del humero. Esta constante humareda había dejado como un barniz de pátina en los troncos que formaban el bajo techado, los cuales estaban tiznados de hollín. De las paredes del salón colgaban utensilios de caza y armas diversas; en los ángulos, se abrían puertas encortinadas que conducían a otras dependencias del extenso edificio.
Todos los detalles de la mansión poseían la rústica simplicidad del período sajón, la cual Cedric se había empeñado en mantener. El suelo estaba constituido por una mezcla de tierra y cal endurecida y apisonada, como la que puede verse en las modernas granjas actuales. Aproximadamente una cuarta parte del salón era más elevada que el resto, y un solo escalón daba acceso a ella; dicha parte, llamada dosel, estaba destinada únicamente a los miembros de la familia y a los invitados importantes. Para servir a este propósito, una mesa cubierta de un paño grana estaba colocada transversalmente sobre la plataforma, y desde su mitad partía otra más larga y baja hacia el fondo del salón, destinada a ser utilizada por los domésticos y personas de inferior clase social. El conjunto aparecía como en forma de «T», al igual que las antiguas mesas de comedor que obedecían a las mismas reglas de los viejos colegios de Oxford o Cambridge. Sillas macizas y asientos de madera de roble tallada estaban colocados sobre el dosel. Éstos, al igual que la parte más elevada de la mesa, estaban adornados con un baldaquino que contribuía, en cierto modo, a guarecer de las inclemencias del tiempo a los altos dignatarios a quienes iban destinados, especialmente a guardarles de la lluvia que conseguía filtrarse a través del mal ensamblado techo.
En toda la longitud del elevado dosel, las paredes habían sido cubiertas de damascos y cortinajes. En el suelo había una alfombra. También había algunos adornos bordados y brocados de colores brillantes, tirando a chillones. Como ya hemos dicho, sobre la parte más baja de la mesa no había baldaquino y las rústicas paredes estucadas se mostraban desnudas y el piso de tierra sin alfombrar; no tenía mantel la mesa y unos bastos bancos reemplazaban a las sillas.
En el centro de la mesa elevada había dos sillas, todavía más altas que las restantes, para los señores de la casa que presidían este escenario de hospitalidad. De esta función derivaba su título honorífico, sajón, que significa «los repartidores de pan».
Cada una de estas sillas iba equipada con un escabel, curiosamente labrado y guarnecido de marfil con marcas peculiares de distinción. Uno de los asientos de honor estaba ocupado por Cedric el Sajón; éste, aunque pertenecía al pueblo víctima de discriminación, por ser un franklin o hidalgo, como les llamaban los normandos, daba muestras visibles de impaciente irritación ante la tardanza de su cena, tal como la pudiera hacer un pater familias de los tiempos idos o de los actuales.
De todas formas, aparentaba poseer un temperamento franco, aunque excitable y colérico. No sobrepasaba la estatura mediana, pero era de espaldas anchas, brazos largos y porte vigoroso, como corresponde a un hombre acostumbrado a sufrir los trabajos y fatigas de la guerra y de la caza. Era de cara ancha, grandes ojos azules, gestos abiertos y sinceros, hermosos dientes y una cabeza bien formada. Daba la impresión de buen humor que a menudo se conjuga con un temperamento fácilmente irritable. Brillaban el orgullo y el recelo en sus ojos, pues había gastado toda una vida en la defensa de unos derechos demasiado vulnerables. Su soberbia y sus expeditivas maneras habían permanecido siempre en estado de alerta debido a las circunstancias que condicionaban su situación. Su largo pelo rubio estaba dividido en dos partes iguales y peinado hasta alcanzar ambos hombros; a pesar de que Cedric rondaba la sesentena, pocas canas brillaban en su cabellera.
Sus vestiduras estaban compuestas por una túnica color verde vegetal guarnecida en puños y cuello con una piel llamada miniver; de inferior calidad que el armiño, y obtenida, según se cree, de las ardillas grises. Dicha túnica se abría sobre un ceñido vestido escarlata; llevaba calzones también de paño, que no llegaban más abajo de los muslos, dejando descubiertas las rodillas. Calzaba sandalias al modo de los campesinos, pero de mejor material y aseguradas por medio de broches de oro. Llevaba brazaletes y también un gran collar del mismo precioso metal. Se ajustaba el vientre con un cinturón ricamente guarnecido, del que prendía una espada corta de dos filos, de fina punta, dispuesta de modo que colgara perpendicularmente de su costado. En el respaldo de su asiento colgaba una capa ribeteada de pieles y también una gorra del mismo material, que completaba el atuendo del opulento propietario cuando se decidía a salir. Un bastón corto, provisto de un brillante rejón de acero, se hallaba reclinado contra la silla. Esta corta lanza podía servirle en sus paseos, tanto de cayado como de arma.
Varios domésticos, cuyos vestidos oscilaban entre la riqueza de los de su dueño y la sencillez de los de Gurth, el porquerizo, vigilaban las miradas y esperaban las órdenes del noble sajón. Dos o tres sirvientes de más alto rango permanecían de pie sobre el dosel, detrás de su amo, y el resto en la parte más baja. También había otros sirvientes de diferente especie, a saber: tres o cuatro ágiles galgos empleados en la caza del ciervo y del lobo; otros tantos mastines de buena casta, huesudos, de cuello grueso, grandes cabezas y orejas largas; además de uno a dos perros de una raza pequeña, llamada terrier, que aguardaban con impaciencia la llegada de la cena, aunque la sagacidad peculiar de su especie en interpretar la expresión de los rostros humanos, les aconsejaba no alterar el silencio de su amo, temerosos, con seguridad, de un bastón blanco que tenía éste a su alcance con el visible propósito de utilizarlo para repeler los avances demasiado atrevidos de sus servidores de cuatro patas. Sólo un viejo perro lobo se había atrevido, con la confianza de un favorito mimado, a situarse cerca de la silla de honor y a aventurarse ocasionalmente a solicitar la atención de su amo colocándole su grandota cabeza sobre la rodilla o bien hociqueando su mano. A veces era repelido por una ruda orden: «¡Baja, Balder, baja! No estoy para juegos».
De hecho, el estado emocional de Cedric, como ya hemos observado, distaba mucho de ser plácido. Lady Rowena acababa de regresar de las vísperas celebradas en una lejana iglesia y se estaba cambiando las ropas mojadas por la tormenta. No había noticias de Gurth ni del rebaño a su cargo, que ya debía estar de regreso desde hacía largo, rato. Por otra parte, la inseguridad de los tiempos hacía más que probable que la tardanza pudiera ser atribuida a los bandidos de los que estaban infestados los bosques vecinos, o bien a un acto de fuerza de algún noble de los alrededores, el cual, consciente de su propia fuerza, hubiera olvidado las leyes de la propiedad. Ambas razones eran de peso, ya que la principal riqueza privada de los propietarios sajones consistía en numerosos rebaños de cerdos, especialmente en las regiones forestales, donde estos animales encontraban su alimento sin esfuerzo.
A dichos motivos de ansiedad se unían los deseos impacientes de que acudiera Wamba, su bufón favorito, cuyas bromas sazonaban en cierto modo su cena y los largos tragos de vino y cerveza con que acostumbraba a acompañarla. Añádase a todo lo dicho que Cedric no había comido desde el mediodía y que la hora habitual de la cena ya había pasado, causas éstas de irritación común a todos los hidalgos rurales, tanto del pasado como de los tiempos modernos. Cedric manifestaba su descontento mediante frases entrecortadas, parcialmente musitadas para sí mismo o dirigidas a los criados que le rodeaban, pero en particular al copero mayor, el cual le servía de tanto en tanto una copa de plata llena de vino, que era para él como un sedante…
—¿Por qué tarda tanto lady Rowena? Unicamente tiene que cambiarse la cofia —preguntó Cedric.
Le replicó una sirvienta con la seguridad con que lo hace una doncella de confianza:
—No querréis que se siente a la mesa con su mantón y la capucha. No olvidéis que ninguna dama del condado gana en rapidez a mi señorita a la hora de cambiarse.
Este argumento irrebatible originó una especie de gruñido de conformidad por parte del sajón; después añadió:
—Vería con buenos ojos que su probada devoción le permitiera escoger mejor tiempo para su próxima visita a la iglesia de san Juan… ¡Pero por todos los diablos! —-continuó, dirigiéndose al copero y elevando la voz como si estuviera dichoso por haber encontrado un motivo para desahogarse sin el deber de controlarse—. En el nombre de diez diablos, ¿qué podrá retener a Gurth tanto tiempo por estos campos? Mucho me temo que tendremos que lamentar algún percance con el rebaño; hasta ahora, Gurth se había mostrado esmerado y servicial y mi intención era la de darle mejor empleo. Quizá le hubiera convertido en uno de mis guardas[2].
Oswald, el copero, sugirió modestamente:
—Apenas ha transcurrido una hora desde el toque de queda —lo que constituía una mala defensa, ya que se basaba en un tópico desagradable para unos oídos sajones.
—¡El diablo se lleve la campana que da el toque de queda y al tiránico bastardo que la inventó, así como también al desalmado que osa pronunciar su nombre con una lengua sajona para un oído sajón! ¡El toque de queda! —bramó, después de tomar aliento—: ¡lo que nos faltaba, el toque de queda que obliga a los hombres honrados a apagar las luces para que los ladrones y bandoleros puedan cometer sus fechorías en la oscuridad! Sí, sí; el toque de queda. Reginald Front-de-Boeuf y Philip de Malvoisin saben tanto para qué sirve como Guillermo el Bastardo o cualquier aventurero normando que haya tomado parte en la batalla de Hastings[3]. Llegaré a oír, me temo, que mis propiedades han sido saqueadas con el único objeto de evitar que los bandidos, a los cuales no pueden mantener si no es mediante el robo y el hurto, mueran de inanición. Apostaría que mi fiel servidor ha sido asesinado y apresados mis bienes… Y Wamba…, ¿dónde se ha metido Wamba? ¿Me has dicho que había salido con Gurth? —Oswald contestó afirmativamente—. Bueno, ¡esto es aún mejor! También han raptado al payaso sajón para que sirva al señor normando. En realidad, los locos somos nosotros al quererles servir. Somos individuos más apropiados para provocar su risa y desprecio que los que han nacido solamente con la mitad de sus facultades mentales. Pero me vengaré —añadió, saltando con impaciencia de su silla ante el supuesto agravio y empuñando el rejón—. Me quejaré al Consejo, tengo amigos, tengo partidarios… Hombre por hombre desafiaré a los normandos que vengan con sus escudos y cotas de malla y todos los arreos que puedan dar una apariencia de gallardía a su cobardía. Con una jabalina como ésta he atravesado una armadura tres veces más resistente que cualquiera de las suyas. Me consideran un anciano, pero pronto se han de dar cuenta de que, aunque solo y desamparado, la sangre de Hereward corre por las venas de Cedric… ¡Wilfred, Wilfred! —exclamó, bajando la voz—. Ojalá hubieras podido dominar la irracional pasión que te poseía, así tu padre no estaría a su edad abandonado como el roble solitario que agita sus ramas impotentes contra el furor desatado de la tormenta. —Esta reflexión pareció convertir en tristeza su irritación, pues volviendo a dejar la jabalina en su sitio, se sentó, dirigió la mirada al suelo y pareció quedar absorto en las más melancólicas reflexiones.
Súbitamente, Cedric fue apartado de su ensimismamiento por el sonido de un cuerno de caza, que recibía como respuesta los ladridos de todos los perros que se hallaban en el salón, unidos a los de los otros veinte o treinta que tenían cobijo en el resto del edificio.
Tuvo que entrar en acción el blanco garrote, bien secundado por las voces de los criados, para conseguir acallar el clamor canino.
—Todos a la puerta —dijo el sajón precipitadamente, una vez el tumulto se calmó lo suficiente para que sus órdenes pudieran ser oídas por los servidores—. Averiguad qué nuevas nos anuncia la trompa de caza… Lo más seguro es que se trate de algún robo de ganado o de algún atropello cometido en mis tierras.
Poco después, un guardián anunció:
—El prior Aymer de Jorvaulx y el buen caballero Brian Bois-Guilbert, comendador de la esforzada y venerable Orden de los Caballeros Templarios, con poco numerosa comitiva, piden hospitalidad y albergue por una sola noche, ya que se hallan en camino para un torneo que ha de tener lugar no lejos de Ashby-de-la-Zouche pasado mañana.
—¿Aymer, el prior Aymer? Brian de Bois-Guilbert… —murmuró Cedric—. Normandos los dos…, pero la hospitalidad de Rotherwood no debe pararse a considerar si son normandos o sajones quienes la piden. Sean bienvenidos desde el momento que han decidido detenerse aquí. Todavía lo hubieran sido más si hubiesen cabalgado un poco más allá en su camino, pero no vale la pena murmurar por una noche de hospedaje y una sola cena. En su condición de invitados incluso los normandos están obligados a reprimir su insolencia… Ve, Hundebert —añadió, dirigiéndose a una especie de mayordomo que estaba de pie con una vara blanca en la mano—, toma seis servidores y conduce a los forasteros a las dependencias de los huéspedes. Cuidad sus caballos y sus mulas y poned especial atención en que a sus servidores no les falte nada. Dadles una muda si la necesitan, encendedles un buen fuego, proporcionadles agua para lavarse y vino y cerveza para beber. Ordenad a los cocineros que añadan lo necesario a la cena, lo más rápidamente posible, y que todo esté en la mesa tan pronto como los forasteros estén listos para compartirlo. Diles, Hundebert, que muy gustoso Cedric en persona les daría la bienvenida si no se diera el caso de haber prometido bajo juramento no dar más de tres pasos fuera del dosel del salón para recibir a nadie que no llevara también en sus venas la noble sangre sajona. ¡Anda! Cuida de que estén atendidos en todo, para que no puedan decir, guiados por un desmedido orgullo, que el descastado sajón ha dado muestras de su pobreza y avaricia a la primera ocasión.
Salió el mayordomo con varios sirvientes para ejecutar las órdenes de su amo.
—¡El prior Aymer! —repetía Cedric, mirando a Oswald—. ¿Hermano, si no yerro, de Giles de Mauleverer, actual señor de Middleham?
Oswald hizo un gesto afirmativo, lleno de respeto.
—¡Su hermano ocupa el lugar y usurpa el patrimonio de una raza mejor, la familia de Ulfgar de Middleham! Pero ¿qué señor normando no hace lo mismo? Se comenta que el prior es alegre y jovial y que prefiere la copa de vino y el cuerno de caza a la campana y el libro. Bueno, que venga, será bienvenido, ¿Cómo dices que se llama el templario?
—Brian de Bois-Guilbert —le respondió.
—Bois-Guilbert —dijo Cedric, utilizando aún aquel tono polémico a media voz al que la costumbre de convivir con los criados le había acostumbrado a utilizar y que más se parecía al tono que emplea un hombre al hablar para sí que al que emplea para dirigirse a los que le rodean…—. ¿Bois-Guilbert? Para lo bueno y para lo malo, este nombre ha sonado mucho. Se cuenta que es tan valiente como el que más de la Orden, pero esta fama llega manchada con los habituales vicios del orgullo, la arrogancia, la crueldad y la voluptuosidad. Un corazón fuerte que no teme al mundo ni respeta al cielo. Así lo describen los pocos guerreros que han regresado de Palestina. Bien; sólo será una noche, sea también bienvenido… Oswald, abre el más viejo tonel de vino, tráete los mayores cuernos para beber, la cerveza más fuerte, vino endulzado con miel y moras y también otro sazonado con especias; dispón, además, sobre la mesa la más espumosa sidra…, porque los templarios y los abades son amantes de los buenos vinos y de los recipientes grandes… Elgitha, comunica a lady Rowena que no la esperamos esta noche a menos que sea su deseo especial compartir la mesa con nosotros.
—Y claro que será su especial deseo —contestó Elgitha prontamente—. Se desvive por conocer las últimas nuevas de Palestina.
Cedric lanzó una furiosa mirada a la atrevida doncella, pero se contuvo, porque todo lo que hacía referencia a Rowena gozaba del privilegio de estar a salvo de su ira. Solamente replicó:
—Silencio, muchacha; tu lengua traiciona tu discreción. Lleva mi recado a tu ama y deja que ella decida. Por lo menos, aquí todavía es una princesa la descendiente de Alfred.
Tras oír esto, Elgitha abandonó la sala.
—¡Palestina! —repetía el sajón—. ¡Palestina! ¡Cuántos hay que prestan oídos a los cuentos que traen de aquella tierra fatal los cruzados disolutos y los peregrinos hipócritas! Yo también podría preguntar…, también tengo motivos para inquirir…, también podría escuchar con el corazón latiendo desacompasadamente las fábulas que los vagabundos se inventan para forzar nuestra hospitalidad… Pero, no… El hijo desobediente ya no es mi hijo y no me he de preocupar más por su suerte que por la del más inútil de entre los millones que han bordado una cruz en su hombro, se han lanzado a los excesos y a las más culpables matanzas, llamando a todo ello el cumplimiento de la voluntad de Dios.
Frunció el entrecejo y por un instante fijó la vista en el suelo. Cuando levantó los ojos, las puertas del fondo del salón se abrieron de par en par, y precedidos por el mayordomo portador de la vara blanca y de cuatro domésticos provistos de llameantes antorchas, los huéspedes hicieron su entrada en el aposento.