XXXV
Del desierto se levanta el tigre
y, disputándose la presa, con leones lucha;
es riesgo menor que el insano fuego
del que escucha el salvaje fanatismo.Anónimo.
Nuestra historia vuelve a encontrar a Isaac de York. Montado en una mula, obsequio del montero, acompañado de dos hombres fornidos que debían servirle de guías y de escolta, el judío había salido en dirección al preceptorio de Templestowe con intención de negociar el rescate de su hija. El preceptorio se encontraba a una jornada de viaje del demolido castillo de Torquilstone y el judío esperaba llegar antes del anochecer; por esto había despedido a sus guías en los límites del bosque después de gratificarles con una moneda de plata. Entonces apretó el paso tanto como sus preocupaciones se lo permitieron. Pero le fallaron las fuerzas antes de haber llegado a cuatro millas de la corte del Temple. Fuertes dolores acometieron sus miembros y su espalda, y la angustia que su corazón sentía se veía ahora aumentada con los dolores corporales. No le fue posible pasar más allá de una pequeña aldea donde habitaba un rabino de su tribu, renombrado por su profesión médica y antiguo conocido de Isaac. Nathan Ben Israel recibió a su doliente correligionario con toda la amabilidad que su ley prescribía y que los judíos ejercían entre ellos. Insistió en que reposara y que utilizara los remedios al uso para atajar la fiebre que el terror, los malos tratos y las penas habían ocasionado al pobre Isaac.
Por la mañana, cuando Isaac se disponía a levantarse y a proseguir su viaje, Nathan no se mostró favorable a este propósito, como anfitrión y como médico. Le dijo que le podía costar la vida. Pero Isaac replicó que era más importante que la vida y que la muerte el que él fuera aquella mañana a Templestowe.
—¡A Templestowe! —exclamó sorprendido su amigo. Tomó su pulso de nuevo y murmuró—: La fiebre ha bajado pero su mente ha quedado algo afectada.
—¿Y por qué no habría de ir a Templestowe? —preguntó el paciente—. Ya sé, Nathan, que es cobijo de todos aquéllos que tienen a los hijos de la promesa como una abominación; pero ya sabes que con frecuencia las perentorias necesidades del negocio nos obligan a acudir a estos soldados nazarenos sedientos de sangre. Recuerda que tanto visitamos los preceptorios de los templarios como las encomiendas de los caballeros de San Juan[13].
—Lo sé muy bien —dijo Nathan—; pero ¿ignoras acaso que Lucas de Beaumanoir, el jefe de su Orden y a quien llaman gran maestre, se encuentra en estos momentos en Templestowe?
—No lo sabía —contestó Isaac—; las cartas de nuestros hermanos de París nos avisaban de que se encontraba en aquella ciudad pidiéndole ayuda al rey Felipe para ir a luchar contra el sultán Saladino.
—Desde entonces ha venido a Inglaterra sin que sus cofrades le esperaran, y ha venido con el brazo bien armado para corregir y castigar. Está indignado contra aquellos que se han apartado de los votos que hicieron y mucho es el temor de estos hijos de Belial. ¿No has oído hablar de él?
—Le conozco muy bien —dijo Isaac—. Los gentiles dicen que este Lucas de Beaumanoir es un hombre dispuesto a degollar a quien se aparte un ápice de la ley nazarena, y nuestros hermanos lo han calificado como un destructor de sarracenos y un cruel tirano para los hijos de la promesa.
—Y han acertado —dijo Nathan, el médico—. Otros templarios han podido cambiar de intenciones movidos por los placeres de su corazón o sobornados por las promesas de oro y plata, pero Beaumanoir es de otra casta. Odia la sensualidad, desprecia las riquezas y sólo está interesado en ganar lo que ellos llaman la corona del martirio. ¡Caiga rápidamente sobre ellos el Dios de Jacob! Especialmente este hombre orgulloso se ha ensañado con los hijos de Judá, al igual que David contra Edom, considerando que el asesinato de un judío es un sacrificio de tan dulce sabor como el de un sarraceno. Incluso ha pronunciado palabras impías contra nuestras medicinas y sus virtudes, y con falsas palabras las ha calificado de instrumentos de Satán. ¡Dios lo repudie!
—De todos modos —contestó Isaac—, debo presentarme aunque haya puesto siete veces al rojo vivo su máscara en un horno siete veces potente.
Entonces le explicó a Nathan el motivo de su precipitado viaje. El rabino escuchó con interés y dio testimonio de su condolencia al estilo de su pueblo, rasgándose las vestiduras y diciendo:
—¡Ah, hija mía! ¡Ah, hija mía! ¡Ay, la hermosura de Sión! ¡Ay, el cautiverio de Israel!
—Ya ves la situación —dijo Isaac—. No puedo entretenerme. Por ventura, la presencia de este Lucas Beaumanoir, ya que es el jefe de todos ellos, pueda conseguir que Brian de Bois-Guilbert se vuelva atrás de los malignos propósitos que alimentaba y es posible que me devuelva a mi querida hija Rebeca.
—Entonces, ve —dijo Nathan Ben Israel—, y sé prudente, porque la prudencia ayudó a Daniel en el pozo de los leones, donde fue arrojado, y que te vaya tan bien como tu corazón desea. Sin embargo, si puedes, no te dejes ver por el gran maestro porque su principal deleite consiste en avasallar a nuestro pueblo. Quizá si pudieras hablar a solas con Bois-Guilbert consiguieras mejor tu propósito, porque se dice que estos malditos nazarenos forman dos bandos en el preceptorio. ¡Que se confundan sus mentes y caiga sobre ellos la vergüenza! Pero tú, hermano mío, regresa aquí como si ésta fuera la casa de tu padre y cuéntame cómo te fue; espero que traerás contigo a Rebeca, la discípula de la sabina Miriam, cuyas curaciones los gentiles se las hicieron pagar como si se hubiera tratado de cábalas nigrománticas.
Isaac despidióse de su amigo y una hora después se encontraba ante las puertas del preceptorio de Templestowe.
Dicho establecimiento de los templarios estaba situado entre praderas y pastos que la devoción del antiguo preceptor había cedido a su Orden. Era fuerte y bien fortificado, medida de seguridad que aquellos caballeros nunca olvidaban y que el peculiar estado de desorden en que se encontraba Inglaterra hacía del todo necesario. Dos alabarderos vestidos de negro guardaban el puente levadizo y otros, con la misma librea, iban de un extremo a otro de las murallas a paso de funeral, y más se asemejaban a espectros que a soldados. Los oficiales inferiores de la orden iban vestidos de esta guisa desde los tiempos en que, por usar vestes blancas parecidas a las de los caballeros y escuderos, habían dado pie a que muchos se hicieran pasar por templarios en las montañas de Palestina, causando gran deshonor a la Orden. De vez en cuando se veía cruzar el patio a un caballero con su capa blanca, la cabeza inclinada sobre el pecho y los brazos cruzados. Al cruzarse con los centinelas era saludado con una profunda y silenciosa reverencia, según disponían los textos sagrados de su orden: «Con muchas palabras no podréis evitar el pecado». Y también: «La muerte y la vida están en el poder de la lengua». En una palabra, el rudo y ascético rigor de la disciplina del Temple, que desde hacía tanto tiempo se había transformado en licenciosa prodigalidad, parecía haber renacido de golpe en Templestowe bajo la mirada severa de Lucas Beaumanoir.
Isaac se detuvo ante la puerta, considerando cómo se las ingeniaría para ser admitido del mejor modo que le ganara una benévola predisposición, porque estaba convencido de que el resucitado fanatismo de la Orden no era menos peligroso que su anterior conducta licenciosa. Pensaba que su religión ahora podía ser objeto de odio y persecución, del mismo modo como anteriormente sus riquezas le habían expuesto a incesantes extorsiones.
En aquellos momentos, Lucas de Beaumanoir se paseaba por un jardincillo perteneciente al preceptorio y emplazado en el recinto amurallado. Mantenía una triste y confidencial conversación con un hermano templario que le había acompañado desde Palestina.
El gran maestre era un hombre de avanzada edad, como lo atestiguaban su larga barba canosa y las pobladas cejas grises que sombreaban sus ojos, de los cuales, de todos modos, los años no habían conseguido apagar el fuego. Formidable guerrero, su figura delgada conservaba todo el porte marcial; ascético beato, daba muestras de las virtudes de la abstinencia y de la satisfacción propia del devoto; con todo, se mezclaba en estos severos rasgos de su fisonomía algo sorprendente y noble, originado sin duda por la costumbre derivada de su alto empleo, que le obligaba a tratar con monarcas y príncipes, y por la costumbre de ejercer su suprema autoridad sobre caballeros de alto linaje que se habían sometido a las reglas de la Orden. Era alto de estatura, y su porte, que no estaba afectado por los años ni por las fatigas, era solemne. Su blanco manto estaba cortado con simetría, según la regla del mismo san Bernardo, y se componía de una túnica ceñida al cuerpo. En cada hombro llevaba la cruz característica del Temple, recortada en paño rojo. Ni terciopelo ni armiño adornaban su manto; pero en respeto a la edad del gran maestre y como las reglas lo permitían, el dobladillo y la orla iban forrados de piel de cordero de fino pelo vuelto hacia fuera, que era lo único que sus votos le permitían llevar, el adorno más lujoso de los vestidos por aquel entonces. Llevaba en la mano el singular báculo de su oficio y dignidad, con el cual los templarios son representados usualmente, y que tenía en el extremo superior un disco en el que estaba grabada la cruz de la Orden dentro de una orla. El compañero que atendía a tan importante personaje casi iba vestido de la misma manera; pero la extrema cortesía y respeto que mostraba hacia su superior ponía de manifiesto la gran diferencia de dignidad que había entre los dos. El preceptor, porque tal era su rango, no paseaba junto al gran maestre, sino justo detrás de él y a la distancia necesaria para que Beaumanoir pudiera hablarle sin volver la cabeza.
—Conrade —decía el gran maestre—, querido compañero de combates y fatigas, sólo a tu fiel pecho puedo confiar mis penas. A ti sólo puedo confiar cuántas veces, desde que vine a este reino, he deseado liberarme y que mi alma volara hacia el cielo. Ni un solo objeto ha encontrado mi mirada en Inglaterra en el cual pudiera reposar con placer, salvo las tumbas de nuestros hermanos bajo las bóvedas de nuestra iglesia templaría en aquella orgullosa capital. «¡Oh valiente Robert de Ros!», exclamaba yo interiormente, mientras contemplaba las estatuas de estos valientes soldados de la cruz. «¡Oh valeroso William de Mareschal! ¡Abrid vuestras celdas de mármol y dadle reposo a un hermano cansado, que antes preferiría pelear contra mil paganos que contemplar la decadencia de nuestra santa Orden!»
—Es verdad —contestó Conrade Mont-Fitchet—. Las irregularidades de nuestros hermanos de Inglaterra son todavía mayores que las de los que están en Francia.
—Porque son más ricos —contestó el gran maestre—. Sigue mi discurso, hermano, aunque puedas creer que en cierto modo me vanaglorio. Tú sabes la vida que he llevado, guardando cada punto de mi regla, luchando con demonios encarnados y desencarnados, abatiendo, como buen caballero y devoto clérigo, al león rugiente que merodea para ver a quién podrá devorar, le haya encontrado dondequiera, como el bendito san Bernardo prescribió en el capítulo cuarenta y cinco de nuestra regla: «Ut leo semper feriatur». ¡Pero por el Templo!, el cielo que ha devorado mi sustancia y mi vida, sí, los mismos nervios y el tuétano de mis huesos; por este mismísimo Templo te juro que excepción hecha de ti y de algunos cuantos más que todavía retienen y practican la antigua severidad de la Orden, no veo a ningún otro hermano al cual mi alma pueda abrazar aplicándole este santo nombre. ¿Qué dicen nuestros estatutos y cómo los observan nuestros hermanos? No les está permitido ningún vestido vano o de este mundo, ni plumaje en el yelmo, ni oro en las espuelas ni en la brida. Y a pesar de ello, ¿quién viste tan galantemente y con tanta vistosidad como el pobre templario? Nuestros estatutos les prohíben cazar un ave utilizando otra ave, derribar bestias con flecha o ballesta, soplar un cuerno de caza o espolear al caballo persiguiendo la caza. Pero veamos, ni en la caza ni en la pesca, en cada ejercicio realizado en el río o en el bosque, ¿quién aventajará al templario en estas vanidades? Les está prohibido leer sin permiso de su superior o escuchar lo que se lee salvo los santos textos que se recitan en alta voz durante la comida; pero ¡ay!, sus oídos están al servicio de juglares y vagabundos y sus ojos estudian vacíos romances. Se les encomendó extirpar la magia y la herejía. ¡Ay!, se les acusa de estudiar los malditos textos cabalísticos de los judíos y las artes mágicas de los sarracenos. Se les prescribió una dieta sencilla: raíces, hortalizas, vegetales, carne tres veces a la semana, porque la costumbre de alimentarse con carne acarrea la corrupción del cuerpo y, fíjate, ¡sus mesas gimen bajo el peso de los platos delicados! Su bebida debía ser el agua; y ahora, ¡qué escándalo!, el mejor elogio para un gran bebedor es compararle a un templario. Este mismo jardín, lleno de curiosas hierbas y plantas traídas de climas orientales, es más apto para el harén de un emir infiel que para que los monjes cultiven las plantas caseras que han de condimentar para que constituyan su básico alimento, Y, ¡ah, Conrade, si la corrupción y el relajamiento de costumbres se detuviera aquí! Bien sabes que se nos prohibió recibir a las devotas mujeres que deseaban unirse a nuestra Orden y que al principio eran denominadas hermanas, ya que, como dice el capítulo cuarenta y seis: «El enemigo, por medio de la mujer, ha apartado a muchos de la senda que conduce al paraíso». Incluso en el último capítulo, piedra fundamental que nuestro bendito fundador escribió para condensar nuestra pura doctrina, por él a nosotros revelada, se nos prohíbe ofrecer el beso de afecto a nuestras hermanas y a nuestras propias madres: ut omnium mulierum fiingiantur oscula. Me da vergüenza hablar, me avergüenzo de pensar en las corrupciones que han caído sobre nosotros como un torrente. Las almas de nuestros puros fundadores, los espíritus de Hugh de Payen, Godfrey de Saint-Omer y de los siete benditos que primero se les unieron para dedicar sus vidas al servicio del Temple, se conmueven incluso entre los gozos del paraíso. Les he visto, Conrade, en mis visiones nocturnas. Los ojos santos derraman lágrimas por los pecados y locuras de sus hermanos y por el lujo desbordado en que viven. «Beaumanoir —me dicen—, estás dormido. ¡Despierta…, despierta! Hay manchas en los muros del Temple, tan grandes e indelebles como las manchas de lepra sobre las paredes del leproso. Los soldados de la cruz, que deberían evitar las miradas de la mujer como las de un basilisco, viven abiertamente en el pecado, y no sólo con las hembras de su propia raza, ¡sino con las hijas de los condenados y de los malditos judíos! Beaumanoir, estás durmiendo; ¡levántate y haz justicia a nuestra causa! ¡Degüella a los pecadores, macho y hembra! ¡Haz como Fineas!» La visión desapareció, Conrade, pero al despertarme todavía podía oír la resonancia de sus armaduras y ver ondear sus blancos mantos. Y yo haré según su palabra: ¡purificaré el edificio del Temple! Y las piedras mancilladas y que son foco de infección, las arrancaré y las apartaré del edificio.
—Sin embargo, piensa, reverendo padre —dijo Mont-Fitchet—, que la mancha ha calado hondo debido al tiempo transcurrido y se ha transformado en costumbre; si tu reforma ha de ser justa y prudente, también habrá de ser cautelosa.
—No, Mont-Fitchet, tiene que ser súbita y afilada. La Orden tiene su destino pendiente de una tremenda crisis…, sí, su destino ha entrado en crisis. La sobriedad, devoción y piedad de nuestros predecesores nos hizo ganar amigos poderosos… Nuestra presunción, nuestras riquezas, nuestro lujo, han levantado contra nosotros a potentes enemigos. ¡Debemos renunciar a estas riquezas, que son la tentación de los príncipes, debemos abatir nuestra presunción, que es una ofensa para ellos, debemos reformar la licencia de nuestras costumbres, que son un escándalo para todo el mundo cristiano! O de lo contrario, y recuerda lo que te digo, la Orden del Temple será demolida y las generaciones venideras no sabrán en qué solar se asentaba.
—¡Dios nos libre de tal calamidad! —exclamó el preceptor.
—¡Amén! —dijo el gran maestre con solemnidad—. Pero debemos merecer su ayuda. Te digo, Conrade, que ni los poderes del cielo ni los de la tierra soportarán por más tiempo esta corrupción. Lo sé positivamente; el solar donde se asienta nuestro edificio ya está minado, y cuanto añadamos a la estructura de nuestra grandeza contribuirá a hundirnos antes en el abismo. Debemos corregir nuestra armadura y demostrar que somos los fieles campeones de la cruz, sacrificando a nuestra vocación no sólo nuestra sangre y nuestras vidas, no sólo nuestros gustos y nuestros vicios, sino también nuestra comodidad, nuestra vida fácil y nuestros afectos naturales, y obrar así en la plena convicción de que muchos placeres que para otros pueden ser lícitos, le están prohibidos al soldado atado por sus votos al Temple.
En este momento, un escudero vestido con tela de saco (porque los aspirantes llevaban durante su noviciado las vestiduras de los caballeros expulsados) entró en el jardín e, inclinándose profundamente ante el gran maestre, se mantuvo en silencio, en espera de que le fuera concedido el permiso para hablar antes de atreverse a cumplir su encargo.
—¿No es asombroso —decía el gran maestre— ver a este Damián vestido con los hábitos de la humildad cristiana, aparecer así con reverente silencio ante su superior, cuando sólo hace dos días iba por el mundo como un payaso, con un vestido pintarrajeado y dando volteretas como un experto danzarín? Habla, Damián, te damos permiso. ¿Qué recado traes?
—Un judío está ante la puerta de entrada, noble y reverendo padre —dijo el escudero—, pide permiso para hablar con el hermano Bois-Guilbert.
—Hiciste bien en notificármelo —dijo el gran maestre—. En nuestra presencia un preceptor es uno de tantos de nuestra Orden que no debe andar por su paso, sitio por el de su maestre. Siempre según el texto: «Al oírme me obedeció». Nos importa especialmente saber de las andanzas de este Bois-Guilbert —añadió, dirigiéndose a su compañero.
—Se dice que es bravo y valiente —dijo Conrade.
—Y es verdad —dijo el gran maestre—. Sólo en cuestiones de valor no hemos degenerado en relación con nuestros predecesores, los héroes de la cruz. Pero sir Brian entró en nuestra Orden como hombre amargado y resentido, llevado, no lo dudo, a profesar los votos y renunciar al mundo no con ánimo sincero, sino debido a algún ligero contratiempo que le ha conducido a hacer penitencia. Desde entonces se ha convertido en un activo y ardiente agitador, un murmurador, siempre maquinando algo, y en un jefe de los que discuten mi autoridad sin tener en consideración la autoridad que le es dada al maestre con el símbolo de la vara y del báculo. El báculo para sostener las debilidades de los débiles. La vara para corregir las faltas de los delincuentes. Damián, conduce al judío a nuestra presencia.
El escudero se alejó con una profunda reverencia y volvió al cabo de unos minutos conduciendo a Isaac de York. Ningún esclavo desnudo se presentó ante un príncipe poderoso haciendo ante el trono más demostraciones de reverencia y terror que las que hizo el judío ante el gran maestre. A tres yardas de distancia, Beaumanoir le hizo seña con su báculo para que no se adelantara más. El judío se arrodilló en el suelo y lo besó en señal de reverencia; levantándose entonces, se quedó quieto ante los templarios, las manos cruzadas sobre el pecho, la cabeza inclinada con toda la sumisión de los esclavos de Oriente.
—Damián —dijo el gran Maestre—, retírate y da la orden para que esté vigilando un centinela, dispuesto a acudir a la primera llamada. No permitas que nadie entre en el jardín antes de que lo hayamos abandonado.
El escudero se inclinó y se retiró.
—Judío —continuó el altanero anciano—. Fíjate en mí. No es digno de nuestra condición mantener larga conversación contigo ni perder el tiempo y las palabras con nadie. Por lo tanto, sé breve contestando a cualquier pregunta que te haga, y que tus palabras digan la verdad, porque si tu lengua me engaña la mandaré arrancar de tus infieles mandíbulas.
El judío estuvo a punto de replicar, pero el gran maestre prosiguió:
—¡Quieto, descreído! No pronuncies ni una sola palabra en nuestra presencia, si no es para contestar a nuestras preguntas. ¿Qué negocio te traes con nuestro hermano Brian de Bois-Guilbert?
Isaac mirada alrededor con terror y desconfianza. Si contaba su historia se podría sospechar que quería desacreditar la Orden y, sin embargo, de no contarla, ¿qué esperanzas había para conseguir la liberación de su hija? Beaumanoir percibió su temor mortal y condescendió a darle alguna confianza.
—Nada temas por tu condenada persona, judío, si obras con rectitud en este asunto. Te digo de nuevo que quiero saber por ti los negocios que te ligan a Bois-Guilbert.
—Soy portador de una carta, con la venia de vuestro reverendo valor, a este buen caballero, del prior Aymer de la abadía de Jorvaulx.
—¿No dije, Conrade, que éstos eran malos tiempos? Un prior cisterciense manda una carta a un soldado del Temple, y no puede encontrar mensajero más adecuado que un judío infiel. Dame la carta.
Con manos temblorosas abrió Isaac los forros de su gorro armenio, entre los cuales había depositado la misiva del prior para más seguridades, y estuvo a punto de acercarse con la mano extendida y el cuerpo inclinado para ponerla al alcance de su adusto interrogador.
—¡Atrás, perro! —dijo el gran maestre—. No toco a los infieles más que con la espada. Conrade; toma la carta del judío y dámela.
Entrando de este modo en posesión de la carta, Beaumanoir examinó el exterior con cuidado y se dispuso luego a deshacer los lazos que la aseguraban.
—Reverendo padre —dijo Conrade interviniendo, aunque con suma reverencia—. ¿No iréis a romper el sello?
—¿Y por qué no? —contestó Beaumanoir, encogiéndose de hombros—. ¿No está escrito en el capítulo cuarenta y dos, De Lectione Literarum, que un templario no puede recibir cartas, ni siquiera de su padre, sin dar cuenta al gran maestre y leerla en su presencia?
Recorrió entonces la carta con la mirada y a toda prisa, con una expresión de sorpresa y horror en su rostro. La leyó de nuevo más despacio; entonces se la alargó a Conrade con una mano, mientras que con la otra le daba un golpecito y exclamó:
—He aquí un bello asunto para que un cristiano lo notifique a otro cristiano y, además, ¡ambos son miembros, y no de los ínfimos, de sendas órdenes religiosas! ¿Cuándo —añadió solemnemente alzando la vista al cielo—, vendrás con tus legiones a limpiar el suelo de basuras?
Mont-Fitchet tomó la carta de manos de su superior y se dispuso a leerla.
—Leedla en voz alta, Conrade —dijo el gran maestre—; y tú —dirigiéndose a Isaac—, atiende a lo que en ella se trata, porque te haremos preguntas al respecto.
Conrade leyó la carta, que había sido redactada en estos términos:
Aymer, por la gracia divina prior de la casa cisterciense de Santa María de Jorvaulx, a sir Brian de Bois-Guilbert, caballero de la santa Orden del Temple, le desea salud y la buena voluntad del rey Baco y de mi señora Venus. Con referencia a la situación en que nos encontramos, querido hermano, estamos prisioneros en manos de ciertos hombres sin ley y sin Dios que no han temido detener nuestra persona y señalarnos un rescate. También sabemos de la desgracia que ha afligido a Front-de-Boeuf, y que tú has conseguido escapar con aquella embrujadora judía, cuyos negros ojos te han hechizado. Nos alegramos mucho de tu salvación; sin embargo, te rogamos que te mantengas en guardia contra esta segunda bruja de Endora, ya que me han asegurado confidencialmente que vuestro gran maestre, al cual le importan un haba las mejillas sonrojadas y los ojos negros, está al llegar de Normandía para disminuir vuestros placeres y corregir vuestras fechorías. Por lo tanto, te rogamos de corazón que tengas cuidado y te mantengas vigilante, siempre según el texto sagrado: Invenientur vigilantes. Como el rico judío Isaac de York, su padre, me ha pedido que interceda con esta carta a su favor, le he entregado la presente, aconsejándote encarecidamente y, en cierto modo suplicándote, que pidas rescate por la damisela, visto que te podrá pagar lo suficiente para conseguir otras cincuenta en mejores condiciones de seguridad, de lo cual espero sacar mi parte cuando nos encontremos de nuevo con alegría como verdaderos hermanos y sin olvidar la copa de vino. Por lo que dice el texto: Vinum laetificat cor hominis, y en otro lugar, rex delectabitur pulcbritudine tua.
»Hasta nuestro feliz encuentro, te deseamos que sigas bien. Escrita en esta guarida de ladrones, cerca de la hora de maitines.
AYMER PR. S. M. JORVOLCIENCIS
Post scriptum. Poco tiempo estuvo conmigo vuestra cadena de oro. Ahora pende del cuello de un forajido, ladrón de ciervos, y emplea el silbato para llamar a sus lebreles.
—¿Qué dices a esto, Conrade? —dijo el gran maestre—. ¡Una guardia de ladrones! Adecuada residencia para tal prior. No me maravilla que la mano de Dios esté sobre nosotros y que en Tierra Santa perdamos las plazas paso a paso ante los infieles, cuando tenemos clérigos como el tal Aymer. ¿Y qué significa, me pregunto, aquello de la segunda bruja de Endora? —le preguntó, algo aparte, a su confidente.
Conrade, quizá por la práctica, estaba más al corriente que su superior del lenguaje galante, y explicó al gran maestre que era una especie de epíteto secreto usado por los hombres de mundo para designar a sus amantes; pero la explicación no satisfizo al beato Beaumanoir.
—Oculta más cosas que las que puedas figurarte, Conrade; tu simplicidad no puede competir con este abismo de perdición. La tal Rebeca de York fue discípula de aquella Miriam de quien has oído hablar. Verás ahora cómo el judío confiesa. —Y dirigiéndose a Isaac, preguntó en voz alta—: Entonces, ¿tu hija está prisionera de Bois-Guilbert?
—¡Ay, reverendo y valeroso señor, cualquier rescate que un hombre pobre pueda pagar para ponerla en libertad, yo…!
—¡Silencio! Esta hija tuya ha practicado el arte de curar, ¿no es verdad?
—Gracioso señor —contestó el judío con más confianza—; y que el caballero y el montero, el escudero y el vasallo bendigan el don divino que el cielo le ha concedido. Muchos pueden atestiguar que les ha curado con su arte cuando había sido vano cualquier otro remedio humano; pero la bendición del Dios de Jacob estaba con ella.
Beaumanoir se volvió a Mont-Fitchet con una sonriente mueca.
—¿Ves, hermano, los engaños de los devoradores enemigos? Cuídate de los cebos que emplean para pescar las almas, concediendo un corto espacio de vida sobre la tierra a cambio de la felicidad eterna del más allá. Bien dice nuestra bendita regla: semperpercutiatur leo vorans. ¡Al león! ¡Abajo con el destructor! —gritó, sacudiendo su místico báculo como si desafiara a los poderes de las tinieblas—. No dudo que tu hija logró estas curaciones —continuó dirigiéndose al judío—, por medio de encantamientos, crípticos y otros misterios cabalísticos.
—No, reverendo y bravo caballero, sino en gran medida empleando un bálsamo de virtudes maravillosas.
—¿Dónde aprendió tal secreto? —preguntó Beaumanoir.
—Se lo confió —contestó Isaac de mala gana— Miriam, una sabia matrona de nuestra tribu.
—¡Ah, falso judío! —dijo el gran maestre—. ¿No se trataba acaso de la misma Miriam, la bruja, cuyos encantamientos la popularizaron en todo el orbe cristiano? —exclamaba santiguándose—. Su cuerpo fue quemado en el poste y sus cenizas esparcidas a los cuatro vientos, y lo mismo me sucederá a mí y a mi Orden si no hago lo propio con su alumna. Le enseñaré a hechizar y a lanzar sus encantamientos sobre los soldados del Temple. ¡Eh, Damián! Arroja a este judío por la puerta. Mátalo si ofrece resistencia o regresa. Con su hija actuaremos del modo que aconseja la ley cristiana y nuestro alto empleo.
El pobre Isaac fue expulsado del preceptorio a toda prisa. Sus súplicas, incluso sus ofertas, no sólo fueron despreciadas, sino ni tan siquiera escuchadas. No pudo hacer nada mejor que regresar a la casa del rabino, e intentar, poniendo en juego sus propios medios, averiguar qué podía sucederle a su hija. Hasta aquí había temido por su honor, a partir de ahora empezaba a temblar por su hija. Mientras tanto, el gran maestre llamó al preceptor de Templestowe.