XXXI
Amigos, una vez más nos encontramos junto a la brecha,
llevemos la muerte hasta la muralla,
y vosotros, caballeros,
hombres nacidos en Inglaterra,
enseñadnos vuestro brío y permitidnos jurar
que también sois de su raza.SHAKESPEARE: Enrique V.
Cedric, aunque no confiaba mucho en la promesa de Ulrica, no dejó de ponerla en conocimiento de Locksley y del Caballero Negro. Éstos se alegraron al saber que contaban con un amigo dentro del castillo, el cual en el momento necesario podría facilitarles la entrada. Se pusieron de acuerdo con el sajón respecto a la táctica a seguir en el ataque, con el propósito de liberar a los prisioneros que estaban en manos del cruel Front-de-Boeuf.
—La sangre real de Arturo está en peligro —decía Cedric.
—El honor de una noble dama está amenazado —decía el Caballero Negro.
—¡Y por san Cristóbal, que luce en mi tahalí! —dijo el buen montero—. Aunque no hubiera más motivo que el de poner a salvo al pobre y fiel Wamba, haría saltar el castillo antes de que le tocaran un pelo de la cabeza.
—Lo mismo afirmo —dijo el fraile—. Bien creo que un loco… quiero decir, vosotros ya me entendéis, señores, un loco libre de culpa y dueño de sus actos y que sabe aumentar el sabor de una copa de vino con el de una buena tajada de tocino, digo que… Pues digo, hermanos, que un loco de tal especie nunca necesitará de un sabio clérigo para rezar o pelear por él cuando esté en apuros, siempre que pueda yo decir una misa o manejar un buen garrote.
Entonces hizo voltear su pesada partesana por encima de su cabeza, tal como lo hacen los pastorcillos con el cayado.
—Verdad, santo clérigo —dijo el Caballero Negro—, tan verdad como si lo hubiera dicho el mismo san Dunstan. Y ahora, buen Locksley, ¿no creéis que sería buena cosa que Cedric tomara el mando en este asalto?
—Ni hablar del asunto —replicó Cedric—. Nunca he estudiado cómo defender o tomar estos engendros de castillos que los normandos han erigido en estas sufridas tierras. Lucharé como cualquier otro; pero mis vecinos saben que no me he entrenado en la disciplina de la guerra ni en el ataque a fortalezas.
—Ya que ésta es la posición de Cedric —dijo Locksley—, desearía asumir el mando de los arqueros y ya pueden colgarme del árbol que me sirve de blanco para probar mi arco, si los defensores son capaces de asomar la cabeza por encima de las murallas y no resultan asaeteados del mismo modo que las flores del clavo cubren al jamón bien curado por Navidad.
—¡Bien dicho, valiente montero! —contestó el Caballero Negro—. Y si creéis que valgo para tomar una responsabilidad en este asunto y puedo encontrar entre vuestros valientes quienes deseen seguir a un verdadero caballero inglés, porque así bien puedo calificarme, estoy dispuesto a conducirlos al ataque con toda la habilidad que me ha dado la experiencia.
Una vez distribuidos los diferentes puestos de lucha a los jefes, comenzó el primer asalto, del cual el lector ya conoce el resultado.
Cuando fue tomada la barbacana, el Caballero Negro mandó recado del feliz acontecimiento a Locksley, pidiéndole al mismo tiempo que estrechara la vigilancia para evitar que los defensores concentraran sus fuerzas e intentaran una salida por sorpresa para reconquistar la zona ocupada.
Esta salida la temía el caballero, consciente de que los hombres que estaban bajo su mando, que habían sido reunidos a toda prisa y carecían de instrucción militar por ser voluntarios imperfectamente armados, además de no estar acostumbrados a la disciplina, lucharían con gran desventaja contra los veteranos soldados de los caballeros normandos en el caso de producirse un ataque por sorpresa. Por otra parte, los normandos estaban provistos de armas defensivas y ofensivas para contrarrestar el celo y la alteza de miras de los sitiadores, y tenían a su favor la confianza que se deriva de una disciplina perfecta.
El caballero empleó la corta tregua para construir un puente flotante a modo de balsa, con el que esperaba cruzar el foso a pesar de la resistencia del enemigo. Este trabajo le llevó algún tiempo, cosa que no lamentaron los jefes, ya que le daba tiempo a Ulrica para poner en ejecución su plan de distracción que, fuera cual fuera, siempre redundaría en su beneficio. Cuando la balsa estuvo lista, el Caballero Negro se dirigió a su tropa:
—No hay que esperar más tiempo, amigos míos; el sol desciende hacia poniente, y mis asuntos no me permiten entretenerme con vosotros otro día. Además, sería extraño que la caballería procedente de York no cayera sobre nosotros si no nos damos prisa a llevar a cabo nuestro intento. Por lo tanto, que uno de vosotros vaya a encontrar a Locksley y le ruegue que empiece a mandar una lluvia de flechas contra la muralla, dando así la impresión de querer asaltarla; y vosotros, fieles corazones ingleses, permaneced a mi lado y estad preparados para lanzar este puente flotante hacia el otro extremo del foso. Tan pronto como se abra la poterna de nuestro lado, cruzadla detrás de mí y ayudadme a hundir la puerta de la muralla principal. A cuantos de vosotros no les guste este servicio o estén mal armados para acometerlo, les mando que ocupen la parte alta de la barbacana, que tensen las cuerdas de sus arcos y no permitan que nadie asome por el muro. Noble Cedric, ¿queréis tomar el mando de los que aquí queden?
—¡No será así, por el alma de Hereward! —exclamó el sajón—. No sé mandar, pero la posteridad me maldeciría en mi tumba si no os sigo ciegamente. Esta cuestión me atañe mucho y debo estar en lo más duro del combate.
—Sin embargo, pensad, noble sajón, que no lleváis peto ni espaldar, sino que sólo disponéis de un ligero yelmo, un broquel y una espada.
—¡Mejor que mejor! —contestó Cedric—. Estaré más ágil, para trepar por la muralla. Y perdonadme la presunción. En este día veréis cómo el pecho desnudo de un sajón se enfrenta a la refriega como nunca habéis visto que lo hiciera ningún corselete de acero de un normando.
—En el nombre de Dios —dijo el caballero—, abrid la puerta y poned a flote la balsa.
El portal de la barbacana que conducía al foso, justo enfrente de la puerta en la muralla principal, se abrió repentinamente. El improvisado puente fue empujado hacia el agua, extendiéndose entre el castillo y la barbacana, formando un paso resbaladizo que apenas podían cruzar dos hombres a la vez. Sabedores de la importancia de coger al enemigo por sorpresa, el Caballero Negro, seguido por Cedric, atravesó el puente y alcanzó la parte opuesta. Allí empezó a golpear la puerta con el hacha, protegido en parte contra las piedras y los tiros de los defensores gracias a las ruinas del antiguo puente levadizo que el templario había destruido en su retirada de la barbacana, dejando el contrapeso todavía colgando de la parte superior del portal. Los seguidores del caballero no disponían de tal protección; dos fueron alcanzados de inmediato y otros dos cayeron al foso; los restantes se retiraron a la barbacana.
La situación de Cedric y el Caballero Negro era en verdad peligrosa, y más lo hubiera sido de no contar con la constante protección de los arqueros, que no cesaban de rociar la muralla con sus flechas y de aquel modo cubrían a sus capitanes. Pero la situación era eminentemente peligrosa y se agravaba a cada nuevo instante.
—¡Vergüenza sobre todos vosotros! —gritaba De Bracy a los soldados que le rodeaban—. Os atrevéis a llamaros ballesteros y permitís que estos dos perros permanezcan junto a la muralla. Derrumbad sobre ellos las piedras sueltas del muro, será lo mejor. Coged picos y palancas y despeñad esta piedra angular —dijo señalando una gran piedra que sobresalía del parapeto y estaba algo fuera del zócalo.
En este momento, los sitiadores se fijaron en el pañuelo rojo que, desde el ángulo de la torre, era la señal que Ulrica había convenido con Cedric. El primero en repararlo fue el valiente arquero Locksley mientras regresaba a toda prisa a la barbacana para observar los progresos del asalto.
—¡San Jorge! —gritó—. ¡San Jorge por Inglaterra! A la carga, valientes monteros. ¿Por qué habéis dejado que el buen Cedric y el valeroso caballero cruzaran solos el puente? ¡Adelante, fraile parlanchín, demuestra que sabes luchar por tu rosario! ¡Adelante, bravos monteros! ¡El castillo es nuestro, tenemos amigos en su interior! Mirad, aquel pañuelo es la señal convenida. ¡Torquilstone es nuestro! ¡Pensad en el honor y en el botín! ¡Un esfuerzo más y la plaza es nuestra!
Con esto tensó su arco y mandó una flecha justo en mitad del pecho de uno de los soldados que, bajo las instrucciones de De Bracy, estaba despegando una piedra de la cornisa con objeto de precipitarla contra las cabezas de Cedric y el Caballero Negro. Un segundo soldado cogió la palanca de manos del moribundo, la introdujo debajo de la piedra y hubiera conseguido hacerla caer de no recibir una flecha en pleno yelmo y caer al foso, ya cadáver, desde lo alto de la muralla. Los soldados estaban asustados, porque daba la impresión de que ninguna armadura podía detener las flechas del arquero.
—¿Retrocedéis, viles bellacos? —dijo De Bracy—. Por san Denis, ¡dadme la palanca!
Y agarrándola de un manotazo, la apretó contra la oscilante piedra, que pesaba lo suficiente para, de conseguir hacerla caer, no sólo destruir los restos del puente levadizo que protegían a los asaltantes, sino también hundir la rústica balsa de troncos por la cual habían cruzado. Todos se dieron cuenta del peligro y ni los más osados, entre éstos el decidido fraile, se atrevieron a poner pie sobre el improvisado puente. Por tres veces disparó Locksley contra De Bracy y por tres veces las flechas rebotaron contra la armadura a toda prueba.
—¡Caiga la maldición sobre tu cota de malla de acero español! —dijo Locksley—. De haber sido forjada por un herrero inglés estas flechas la hubieran traspasado como si fuera de seda o tafetán. —Entonces empezó a gritar—: ¡Camaradas! ¡Amigos! ¡Noble Cedric! Retroceded y dejad que se desplomen las ruinas.
Su aviso pasó desapercibido, porque el ruido que producía el caballero con sus golpes hubiera acallado el estruendo de veinte trompetas de guerra. El fiel Gurth intentó avanzar por el puente de troncos para avisar a Cedric de la suerte que le amenazaba o compartirla con él. Pero su aviso hubiera llegado tarde, pues la gran piedra se balanceaba y De Bracy, que aún proseguía su trabajo, lo hubiera terminado de no ser porque oyó resonar en sus oídos la voz del templario:
—¡Todo está perdido, De Bracy! El castillo está ardiendo.
—¿Estás loco?
—Todo está envuelto en llamas hacia poniente. En vano me esforcé para conseguir apagarlas.
Con la seca frialdad que constituía la base de su carácter, Brian de Bois-Guilbert le comunicó la noticia; ésta no fue recibida con tanta calma por su asombrado camarada.
—¡Santos del paraíso! —exclamó De Bracy—. ¿Qué podemos hacer? Prometo un candelabro de oro fino a san Nicolás de Limoges…
—Ahorra tus promesas —le cortó el templario— y presta atención. Reúne a tus hombres y actúa como si trataras de efectuar una salida; tienes que cubrir de golpe la puerta de la poterna. Sólo hay dos hombres ante ella, tíralos al foso y arremete contra la barbacana. Yo cargaré desde la puerta principal y atacaré la barbacana desde el exterior. Si conseguimos reconquistarla puedes estar seguro de que defenderemos hasta recibir ayuda o, por lo menos, hasta que nos ofrezcan buenas condiciones para rendirnos.
—Está bien pensado. Yo cumpliré mi cometido. Templario, ¿no me fallarás? .
—Empeño mi palabra y en prenda va mi guante; confía en mí, pero date prisa, en el nombre de Dios.
Sin perder un instante, De Bracy reunió a sus hombres y se precipitó contra la poterna, que se abrió de golpe. La prodigiosa fuerza del Caballero Negro ayudó a abrirla, con lo que penetró en el interior a pesar de la oposición de De Bracy y sus seguidores. Dos de los más adelantados cayeron al instante y el resto huyó haciendo caso omiso de los esfuerzos de su jefe por detenerlos.
—¡Perros! —gritaba De Bracy—. ¿Permitís que dos hombres se hagan dueños de nuestro último recurso de salvación?
—Es el demonio —le contestó uno de los soldados más veteranos, mientras retrocedía ante los formidables golpes de su antagonista.
—Y aunque lo sea, ¿huiréis de él para chamuscaros en el fuego del infierno? ¡El castillo arde a nuestra espalda, villanos! ¡Que la desesperación os dé fuerzas! ¡Yo me ocuparé de este campeón!
En este día, De Bracy hizo honor a la fama que había adquirido en las guerras civiles de aquella terrible época. El pasadizo abovedado que daba entrada a la poterna, donde los dos esforzados caballeros se enfrentaban, resonaba con los formidables golpes que uno al otro se asestaban, De Bracy con su espada y el Caballero Negro con su terrible hacha. Al fin, el normando recibió tal golpe, amortiguado parcialmente por el escudo (de haber sido de otro modo nunca más hubiera movido ninguno de sus miembros), que cayó con gran violencia sobre el crestón de su yelmo y le hizo medir con su cuerpo el suelo empavesado.
—¡Ríndete, De Bracy! —le conminó el Caballero Negro arrodillándose sobre su pecho y apuntando contra el visor del yelmo el fatídico puñal con que los caballeros remataban a sus enemigos, conocido con el nombre de «daga de gracia»—. Ríndete sin condiciones, Maurice de Bracy, o eres hombre muerto.
—No me rendiré a un vencedor desconocido —contestó De Bracy con voz apagada—. Dime tu nombre o de lo contrario haz conmigo lo que te plazca. Nunca se dirá que Maurice de Bracy se constituyó prisionero de un individuo sin nombre.
El Caballero Negro murmuró algo al oído del vencido.
—Me declaro prisionero sin condiciones —contestó el normando, cambiando su tono de seca testarudez por otro de profunda, aunque triste sumisión.
—Ve a la barbacana —dijo el vencedor con voz autoritaria—. Allí espera mis órdenes.
—Sin embargo, antes dejadme decir algo que os interesa saber —dijo De Bracy—. Wilfred de Ivanhoe está herido y prisionero. Morirá entre las llamas que devoran el castillo si no se les presta ayuda inmediata.
—¡Wilfred de Ivanhoe! —exclamó el Caballero Negro—. ¡Prisionero y en peligro de muerte! Cada hombre de la guarnición de este castillo responderá con su vida si sufre daño un solo pelo de su cabeza. ¡Mostradme su aposento!
—Subid aquella escalera de caracol —dijo De Bracy—, conduce a su habitación. Supongo que no aceptaréis que os sirva de guía —añadió con voz sumisa.
—No. A la barbacana y espera allí mis órdenes. No me fío de ti, De Bracy.
Durante este combate y la breve conversación que de él se derivó, Cedric, a la cabeza de un cuerpo de hombres entre los que se distinguía el fraile, había cruzado el puente tan pronto como vio abierta la poterna, y con ellos hizo retroceder a los desanimados y desesperados seguidores de De Bracy; unos pidieron cuartel, otros ofrecieron vana resistencia y los más se precipitaron al patio interior. De Bracy se incorporó y siguió a su vencedor con una triste mirada.
—No se fía de mí —repetía—; pero ¿acaso merezco su confianza?
Recogió su espada, se quitó el yelmo en señal de sumisión y al cruzarse con Locksley camino de la barbacana, le rindió la espada.
A medida que el fuego iba aumentando en sus proporciones, una densa humareda invadió el aposento donde Ivanhoe era atendido por Rebeca, la judía. El fragor de la batalla le había arrancado de su corto sueño y la gentil enfermera, que a su requerimiento se había situado de nuevo junto a la ventana con objeto de observar y relatarle las incidencias de la refriega, tuvo que abandonar por algún tiempo su puesto de observación a causa del sofocante humo. Progresivamente aumentó la humareda en intensidad. Las voces reclamando agua, que se dejaban oír pese al fragor del combate, hicieron patentes los progresos del nuevo peligro que les amenazaba.
—¡El castillo arde! —exclamaba Rebeca—. ¡Arde! ¿Qué podremos hacer para salvarnos?
—Huye, Rebeca, y salva tu vida —aconsejaba Ivanhoe—. Porque a mí, humanamente, ya nadie puede ayudarme.
—No huiré —contestó Rebeca—. O seremos salvados, o pereceremos juntos. Además, Dios mío, mi padre, ¿qué será de él?
En este momento la puerta de la habitación se abrió de par y apareció el templario. Parecía un fantasma. Su rica armadura estaba desjarretada y cubierta de sangre, con las plumas del casco medio arrancadas y chamuscadas.
—Ya te he encontrado —le dijo el templario a Rebeca—. Ahora podrás comprobar que cumplo mi promesa de compartirlo todo contigo. Sólo hay un camino que conduce a la salvación. Yo mismo conseguí abrirlo corriendo cincuenta peligros para ofrecértelo. ¡Levántate y sígueme al instante!
—Sola no te seguiré —contestó Rebeca—. Si has nacido de mujer, si hay en ti una pizca de caridad, si tu corazón no es tan duro como el peto que lo protege, ¡salva a mi anciano padre, salva a este caballero herido!
—Un caballero, Rebeca —contestó el templario con su flema característica—, debe plantarle cara a su destino, ya sea una espada o una hoguera. ¿Y quién podrá saber dónde anda el judío?
—¡Guerrero despiadado! —gritó Rebeca—. Antes prefiero perecer entre las llamas que aceptar de ti la salvación.
—No tienes opción, Rebeca. Conseguiste burlarme en una ocasión, pero nunca hubo mortal que lo hiciera dos veces.
Y diciendo esto, cargó con la despavorida doncella, que llenó la estancia con sus chillidos. La sacó del aposento sin hacer caso de sus gritos ni de las desafiantes amenazas que contra él profería Ivanhoe.
—¡Perro templario! Deshonor de tu Orden. Deja libre a la doncella. ¡Traidor Bois-Guilbert, es Ivanhoe quien te lo ordena! ¡Villano, sacaré toda la sangre de tu corazón!
—No hubiera dado contigo —dijo el Caballero Negro, que en aquel mismo instante entraba en la habitación—, de no haber sido por tus gritos.
—Si eres un verdadero caballero —dijo Wilfred—, no te ocupes de mí, persigue al raptor. Salva a lady Rowena. Busca al noble Cedric.
—Cuando les llegue el turno —contestó el Caballero del Candado—, pero el tuyo llegó antes.
Y cogiendo a Ivanhoe con mayor facilidad que el templario lo hizo con Rebeca, corrió con él a cuestas hasta la poterna, y dejando allí su carga al cuidado de dos monteros, regresó al castillo para ayudar a los demás prisioneros.
Uno de los torreones ya se hallaba envuelto en llamas, que salían al exterior por ventanas y troneras. Pero en otras partes, el gran espesor de los muros y los techos abovedados resistían el poder del fuego y el coraje del hombre conseguía salir triunfante, mientras que en muchos otros lugares era el aterrador elemento el que había ganado la partida haciéndose dueño de la situación. Los sitiadores perseguían a sus enemigos de cámara en cámara y saciaban en su sangre la venganza que durante tanto tiempo habían alimentado contra los soldados del tirano Front-de-Boeuf. La mayor parte de la guarnición resistió hasta el límite, algunos se rindieron y pidieron piedad, que a ninguno fue concedida. El aire estaba lleno de gemidos, de los ruidos de las armas… El suelo estaba resbaladizo debido a la sangre de los desesperados y desgraciados agonizantes.
Cedric se lanzó a la búsqueda de Rowena, seguido de cerca por el fiel Gurth, que descuidaba su propia protección para defender a su amo. El noble sajón tuvo la suerte de llegar al aposento de su pupila en el preciso instante en que ésta ya había abandonando toda esperanza de salvación, y esperaba la muerte mientras sostenía un crucifijo entre sus temblorosas manos. La encomendó al cuidado de Gurth, ordenándole que la pusiera a salvo en la barbacana. Después el noble Cedric se apresuró a buscar a su amigo Athelstane, decidido a salvar, aun a riesgo de su vida, al último vástago de la sangre real sajona. Pero antes de que Cedric entrara en la gran sala donde él mismo había estado prisionero, la inventiva de Wamba les había proporcionado la libertad a él y a su compañero de adversidades.
Cuando el fragor de la lucha anunció que ésta había alcanzado su punto más alto, el bufón empezó a gritar con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡San Jorge y el dragón! ¡El buen san Jorge por Inglaterra! ¡El castillo es nuestro! —Y aumentaba lo aterrador de estos gritos golpeando las piezas de una vieja armadura.
Un centinela estacionado en la antecámara, y cuyos ánimos ya estaban bastante decaídos, se espantó con el estrépito que armaba Wamba, y, dejando la puerta abierta tras sí, corrió a notificar al templario que el enemigo había conseguido ocupar el antiguo salón. Entonces los prisioneros no tuvieron dificultad para llegar a la antesala y, desde allí, saltar al patio del castillo en el cual se desarrollaba el último acto de la lucha. Allí estaba emplazado el templario, montado sobre su caballo y rodeado por varios soldados de la guarnición, de a pie y de a caballo, que habían unido sus fuerzas a las del renombrado adalid para asegurar la última oportunidad de salvación y de retirada que les quedaba. Obedeciendo sus órdenes, se había bajado el puente levadizo, pero el pasadizo estaba bloqueado, porque los arqueros que hasta el momento habían dirigido sus tiros contra el castillo, tan pronto como vieron bajar el puente y levantarse las llamas, se precipitaron a la entrada principal, tanto para impedir la huida de la guarnición como para asegurarse el botín antes de que el castillo ardiera por completo. Por otra parte, un grupo de atacantes irrumpió en el patio y atacó con furia a los defensores, que por tanto debían atender dos frentes a la vez.
De todas formas, animados por la desesperación y enardecidos por el ejemplo de su indomable jefe, los soldados sobrevivientes luchaban con todo el valor de que eran capaces, y al estar bien armados, consiguieron en alguna ocasión que retrocedieran los asaltantes superiores en número. Rebeca, a la grupa de un caballo montado por uno de los esclavos sarracenos del templario, ocupaba el centro de la pequeña tropa. Bois-Guilbert, haciendo caso omiso del peligro de la sangrienta refriega, dedicaba toda su atención a librar del peligro a la judía. Casi siempre estaba a su lado, despreciando el riesgo a que también él estaba expuesto, y la cobijaba con su triangular escudo de acero. Se le veía abandonar súbitamente su posición, para lo cual lanzaba un grito de batalla, avanzaba como el rayo, daba en tierra con los atacantes más adelantados y volvía a situarse, casi al instante, a la altura de la brida de su caballo.
Athelstane que, como el lector ya sabe, era perezoso pero no cobarde, reparó detenidamente en la figura femenina que el templario defendía tan celosamente, dudando que no fuera Rowena aquélla a quien el caballero raptaba a pesar de todas las fuerzas que se le oponían.
—Por el alma de san Eduardo —exclamaba—, la tengo que rescatar del orgulloso caballero. ¡Morirá en mis manos!
—¡Piensa lo que haces! —gritó Wamba—. Las manos que llevan prisa, en vez de peces atrapan ranas. Por mi birrete, que esta mujer no tiene nada de lady Rowena… ¡Basta que repares en sus largas trenzas negras! Si no sabes distinguir el negro del rubio, podrás ser jefe que yo no he de seguirte. No me dejaré quebrar ningún hueso si no sé a quién beneficiará. ¡Y además estás sin armadura! Piensa que bonete de seda no protege de hoja de acero. No hay nada que hacer. Aquél que de buena gana va al agua, de buena gana se ahoga. ¡Deus vobiscum, denodado Athelstane!
Así terminó, soltando el extremo de la túnica del sajón, al que hasta el momento había tenido agarrado.
Fue cuestión de un instante para la fuerza descomunal de Athelstane, aumentada por la rabia y el coraje, coger una maza del suelo donde la mano de un moribundo la había dejado caer, arremeter contra el bando del templario y golpear con gran rapidez sucesivamente a derecha y a izquierda, derribando un combatiente a cada revés. Pronto estuvo a menos de dos yardas de Bois-Guilbert, al que retó a grandes gritos:
—¡Ven aquí, templario hipócrita! ¡Deja marchar a esa mujer a la cual no eres digno de tocar! ¡Vuelve, miembro de una partida de ladrones hipócritas y asesinos!
—¡Perro! —dijo el templario, rechinando los dientes—. ¡Ya te enseñaré a blasfemar de la Orden del Templo de Sión!
Y con estas palabras, dando media vuelta a su caballo, al que obligó a encabritarse, se alzó en el estribo para tomar aún más ventaja, y descargó un mortal golpe sobre la cabeza de Athelstane.
Acertadamente, Wamba había dicho que los bonetes de seda no protegen de las hojas de acero. Era tan afilada la espada del templario, que cortó como si se tratara de una ramita de sauce el grueso mango de la maza en la que el desgraciado sajón intentó amortiguar el golpe y, alcanzando de lleno su frente, le derribó cuán largo era.
—Beau-séant! —exclamó Bois-Guilbert—. Esto les ocurre a los que tratan de infamar a los caballeros del Templo.
Entonces se aprovechó del desconcierto que había producido la caída de Athelstane y llamó a grandes voces:
—¡Los que quieran salvarse, que me sigan!
Avanzó hacia el puente levadizo, dispersando a los arqueros que intentaron interceptarle el camino. Le siguieron sus sarracenos y cinco o seis hombres armados de a caballo. La retirada del templario resultó en extremo peligrosa debido a la gran cantidad de flechas que cayeron sobre él y sus seguidores, pero esta circunstancia no le impidió rodear al galope la barbacana. Ésta, según el plan acordado, debía haber sido tomada por De Bracy.
—¡De Bracy! ¡De Bracy! —gritaba—. ¿Estás ahí?
—Sí, aquí estoy —replicó De Bracy—; pero prisionero.
—¿Puedo liberarte?
—No. Me he rendido con rescate o sin él. No quiero faltar a mi palabra. Sálvate, los halcones merodean. Pon el mar entre Inglaterra y tú. No me atrevo a decirte nada más.
—Bien —contestó el templario—. Ya que quieres permanecer aquí, recuerda que he redimido mi guante y mi palabra cumpliendo lo que acordamos. Los halcones que vayan adonde más les plazca. En cuanto a mí, creo que los muros del preceptorio de Templestowe me han de proporcionar suficiente refugio y allí me encaminaré como la garza a su nido. —Y una vez pronunciadas estas palabras, se alejó al galope con sus seguidores.
Los defensores del castillo que no habían conseguido capturar un caballo, continuaban luchando desesperadamente con los asaltantes después de la huida del templario, pero más lo hacían para vender cara su piel que no porque abrigaran alguna esperanza de salvarla. El fuego se propagaba con rapidez a todas las dependencias del castillo cuando Ulrica apareció en lo más alto de un torreón, con el aspecto de una de aquellas antiguas furias, cantando a plena voz una canción de guerra parecida a las que entonaban los sajones en el campo de batalla, cuando la lucha alcanzaba su máximo apogeo. Sus canas despeinadas se agitaban al viento enmarcando su cabeza descubierta; el embriagador deleite de la venganza cumplida competía en sus ojos con el fuego de la locura. Blandía en su mano la rueca, lo que la hacía parecerse a una de las fatídicas hermanas, las Parcas, que tejen y destejen el hilo de las vidas humanas. La tradición ha conservado algunas estrofas del himno bárbaro que cantó salvajemente en aquel escenario de muerte y fuego:
Canción de la Muerte
¡Afilad el brillante acero, hijos del dragón blanco!
¡Enciende la antorcha, hija de Hengist!
No brilla el acero para que sea utilizado en el banquete.
Es duro, ancho y afilado.
La antorcha no alumbrará la cámara nupcial, tiene su resplandor los reflejos azulados del azufre.
¡Afilad el acero, ya grazna el cuervo!
Encended la antorcha. ¡Zemebock ordena, gritando, que afiléis el acero, hijos del dragón!
¡Prende la antorcha, hija de Hengist!
La oscura nube se abate sobre la torre del homenaje,
chilla el águila…, por el aire se desliza sobre el pecho.
¡No chilles, gris jinete de la nube negra,
porque ya está dispuesto tu festín!
Las doncellas del Valhalla esperan,
de la raza de Hengist los guerreros en la batalla mueren.
¡Doncellas, abandonad al viento vuestras trenzas!
¡Golpead vuestros tambores, helados del placer!
Muchos pasos se hacen vacilantes ante vuestra morada,
y también ruedan muchas cabezas cubiertas por el yelmo.
La noche, cuando se instala en la torre del homenaje, es oscura
y congrega a las nubes negras.
¡Pronto se tomarán rojas como la sangre de los valientes!
Contra ellos sacudirá su cresta encarnada el devorador de bosques.
Él, el gran consumidor de palacios, ya agita su llameante bandera,
roja, amplia y sombría,
sobre la porfía de los guerreros:
Las espadas que entrechocan y los broqueles que se rajan
dan ocasión a su gozo.
¡Le place lamer sibilante sangre
cuando, aún caliente, mana de la herida!
¡Todos han de perecer!
En el yelmo se incrusta la espada;
la lanza atraviesa la dura armadura;
el fuego devora la mansión de los príncipes
y las máquinas de combate destrozan las empalizadas protectoras.
¡Todos han de perecer!
¡Ha desaparecido la raza de Hengist…,
el nombre de Horsa ya no existe!
¡Por lo tanto, no evitéis vuestro sino, hijos de la espada!
¡Que vuestras armas beban sangre como si fuera vino;
regocijaos en el festín de la matanza
a la luz cegadora de los salones!
¡Que sean poderosas vuestras espadas
mientras vuestra sangre todavía está caliente!
Que nadie quede libre, ni por la piedad ni por el temor,
porque la venganza sólo se presenta una vez.
Incluso el mismo odio tiene que perecer…,
y yo con él.
Las llamas, altas como torres, ya habían vencido todos los obstáculos y se levantaban en el cielo crepuscular como una hoguera ardiente, que se divisaba a lo largo y ancho de toda la comarca. ¡Se derrumbaron los torreones, uno tras otro, envueltos en llamas los techos y tejados, al tiempo que los combatientes se veían obligados a abandonar el patio. Los vencidos, de los cuales pocos quedaban, huyeron desperdigándose por el bosque cercano. Los vencedores se arremolinaron en grupos numerosos y contemplaban maravillados y un poco temerosos las llamas que comunicaban reflejos rojos y oscuros sobre sus armas. La demente figura de Ulrica se hizo visible durante tiempo debido a la altura del torreón donde se encontraba. Abría los brazos orgullosamente, como una emperatriz que reinara sobre el desastre que ella misma había originado. Al final, con terrorífico fragor, se hundió de golpe y por entero el torreón, y Ulrica pereció en las mismas llamas que habían consumido al hombre que la había tiranizado. Un desagradable malestar acalló por un momento todo murmullo de los espectadores armados; éstos, por espacio de varios minutos, no se atrevieron a mover ni un dedo a no ser para santiguarse. Entonces se oyó la voz de Locksley:
—¡Gritad, monteros! ¡La madriguera de los tiranos ya no existe! Que cada cual lleve su botín al lugar de reunión convenido, o sea, a la gran encina del sendero de Harthill; allí lo repartiremos equitativamente entre nosotros al clarear el día, sin olvidar a nuestros valiosos aliados en esta gran gesta de venganza.