V
¿Tiene ojos el judío? ¿Tiene manos, órganos, sentidos,
afectos, pasiones, debilidades y ternuras? ¿Se alimenta
con las mismas materias, lucha con las mismas armas,
sufre enfermedades, cura de las enfermedades por
los mismos sistemas, padece frío y calor durante los
inviernos y los veranos, del mismo modo que un cristiano?SHAKESPEARE: El mercader de Venecia.
Oswald, ya de vuelta, musitó al oído de su amo:
—Se trata de un judío que dice llamarse Isaac de York; ¿será correcto que le haga pasar?
—Que lo haga Gurth, Oswald —dijo Wamba con su habitual desfachatez—. El porquerizo cuidará cortésmente al judío.
—Santa María —dijo el abad santiguándose—. Un judío descreído en nuestra compañía.
—¿Un perro judío, acercándose a un defensor del Santo Sepulcro? —protestó el templario.
—A fe mía —replicó Wamba—, parece ser que los caballeros templarios son más amantes de la herencia de los judíos que de su compañía.
—Haya paz, mis caros huéspedes —dijo Cedric—. Mi hospitalidad no puede ser coartada por vuestros gustos. Si los celos han sufrido a toda la nación de engreídos no creyentes durante más años que los que puede contar un hombre honrado, bien podremos nosotros soportar la presencia de un solo judío por espacio de unas pocas horas. No he de obligar a nadie a comer ni a conversar con él…, póngale mesa y plato aparte. A no ser —añadió sonriente—, que los forasteros del turbante lo admitan a su lado.
—Señor hidalgo —contestó el templario—, mis esclavos sarracenos son verdaderos musulmanes y repugnan tanto como cualquier cristiano el tener tratos con un judío.
—Pues a fe mía —dijo Wamba— no se me alcanzan las razones por las cuales los adoradores de Mahoma y de Termagaunt se den de menos de tratar con el pueblo elegido por Dios.
—Puede sentarse a tu lado, Wamba —dijo Cedric—. Un loco y un bribón harán buena pareja.
—El loco —contestó Wamba mostrando las reliquias de un trozo de cerdo— se cuidará de levantar una barrera entre los dos.
—Silencio —dijo Cedric—, que aquí llega.
Un hombre viejo, alto y delgado, que de todos modos no daba la medida de su altura real debido al hábito de andar inclinado, fue introducido con pocas consideraciones. Avanzaba miedosa y dubitativamente, haciendo numerosas reverencias hacia el extremo inferior de la mesa.
De sus regulares facciones sobresalían una nariz aquilina y un par de ojos penetrantes. Su alta y despejada frente, así como sus cabellos largos y grises y su barba, le hubieran permitido ser considerado como hermoso de no constituir los atributos fisonómicos peculiares de una raza, la cual, en aquel oscuro período, era tan detestada por el creyente pueblo bajo como perseguida por la clase noble, ávida y rapaz. Quizá debido al odio y a las persecuciones, esta raza había adoptado un carácter nacional en el cual abundaban, y nos quedamos cortos, la astucia y la desconfianza.
El vestido del judío, aparentemente bastante maltratado por la tormenta, consistía en una sencilla capa que formaba muchos pliegues y cubría una túnica color púrpura oscuro. Calzaba grandes botas reforzadas con piel y llevaba un cinturón que sostenía un pequeño cuchillo, además de una bolsa con recado de escribir. No iba armado.
Era portador de un alto sombrero cuadrado de color amarillo; tenía una forma peculiar, destinada a distinguir a los de su raza de los cristianos. Sin embargo, se había descubierto con gran humildad en la misma puerta de la sala. La recepción que se le hizo a tal personaje en la sala de Cedric el Sajón fue tal como para dejar satisfecho plenamente al más declarado enemigo de las tribus de Israel. El mismo Cedric contestó con un simple movimiento de cabeza a los repetidos saludos del judío, indicándole un lugar en la parte baja de la mesa. De todos modos, nadie hizo el menor movimiento para hacerle sitio. Por el contrario, a medida que iba avanzando a lo largo de la hilera de comensales, mientras lanzaba miradas suplicantes a uno y otro lado, los criados sajones se envaraban y continuaban devorando la cena sin hacer el menor caso de las necesidades del nuevo invitado. Los servidores del abad incluso se santiguaron, lanzando miradas de piadosa repugnancia. Los sarracenos se retorcieron el bigote con indignación y llevaron las manos a la empuñadura de sus puñales, como si quisieran demostrar que estaban dispuestos a utilizar cualquier medio para librarse de la temida contaminación que presagiaba su proximidad.
Es probable que los mismos motivos que habían inducido a Cedric a abrir las puertas de su casa al hijo de un pueblo repudiado, le hubieran hecho ordenar a sus sirvientes que le recibieran con mayor cortesía; pero se había enzarzado en una discusión con el abad sobre la cría de perros de caza. Discusión que no hubiera interrumpido ni aun por causas más importantes que la de socorrer a un desvalido judío. Mientras tanto, Isaac continuó siendo un extraño entre extraños, del mismo modo que el pueblo al que pertenecía lo era entre los demás pueblos, buscando en vano el descanso. El peregrino, sentado junto a la chimenea, le tuvo compasión y le cedió el asiento mientras le decía secamente:
—Buen viejo, seca está mi ropa y mi hambre satisfecha, cuando tú estás mojado y hambriento.
Y dicho esto recogió las ramas esparcidas alrededor del hogar y las puso a arder; tomó también de la gran mesa un plato de potaje y una ración de cabrito asado, los colocó sobre la mesita que él había utilizado y, sin esperar el agradecimiento del judío, se trasladó al otro extremo de la sala…, y no podemos decir si lo hizo con objeto de no permanecer más tiempo cerca del individuo que había sido sujeto de su acto de benevolencia o si, por el contrario, su acto fue dictado por su deseo de acercarse a la presidencia de la mesa. De haber existido en aquella época pintores capaces de trasladar a la tela la escena, no hay duda de que la forma encogida del judío, con sus manos temblorosas de frío tendidas hacia el calor de la lumbre, le hubiera servido de modelo insuperable para personificar al crudo invierno. Una vez libre del frío, se lanzó sobre los humeantes alimentos colocados ante él con una avidez que hacía patente una larga abstinencia.
Mientras Cedric y el abad continuaban su larga conversación sobre temas de caza, lady Rowena parecía muy interesada en un diálogo con una de sus doncellas y el altivo templario, cuyas miradas iban del judío a la bella sajona, estaba aparentemente absorto y con el pensamiento ocupado por cuestiones de gran interés para él.
—Me maravilla, respetable Cedric —dijo el abad continuando su discurso—, que a pesar de la demostrada predilección por vuestra propia viril lengua, no cedáis plaza al idioma franconormando cuando se trata de discutir los misterios del bosque y de la caza. Es evidente que ninguna lengua puede superarla a la hora de expresar los diferentes y ricos matices que la descripción de los ejercicios cinegéticos requiere, ni tampoco que proporcione más recursos al cazador experimentado para relatar sus proezas.
—Mi buen padre Aymer —dijo el sajón—, sabed de una vez que me importan un comino estos refinamientos ultramarinos y que puedo pasarme muy bien sin ellos para divertirme cazando. Puedo hacer sonar mi cuerno de caza, aunque a su sonido no sea capaz de llamarlo recheat o bien mort. Soy capaz de azuzar a mis perros y puedo muy bien degollar y descuartizar la pieza cobrada sin recurrir a jergas de nuevo cuño, como curée, arbor, nombles y todo el bla-bla-bla utilizado por el fabuloso sir Tristán[4].
—El francés —dijo el templario levantando la voz, a la que imprimió el tono presuntuoso y autoritario propio en él siempre que la ocasión se le presentaba—, no es solamente el lenguaje natural de la caza, sino que también lo es del amor y de la guerra. Con él se conquista a las damas y se desafía a los enemigos.
—Aceptadme una copa de vino, caballero templario —dijo Cedric—, y que de nuevo llene la suya el abad, mientras hago retroceder mi memoria unos treinta años para contaros otra historia. Tal como era por entonces Cedric el Sajón, no tenía necesidad de adornar sus requiebros con frases prestadas a trovadores franceses para dirigirse a los oídos de una hermosa. Y las llanuras de Northallerton son testigos de que tan alto se oía entre las filas de los soldados escoceses el grito de guerra sajón en la jornada del santo estandarte, como pueda oírse el cri de guerre del más esforzado de los varones normandos. ¡A la memoria de los que allí combatieron! Secundad mi brindis…
Bebió un largo trago y continuó con creciente fervor:
—Glorioso día aquel en que cien escudos protegían las cabezas de los valientes; la sangre corría formando ríos, y a pie firme se aguantaba la muerte mucho mejor que si de una bandera se tratase. Un bardó sajón calificó dicha batalla como una fiesta de espadas…, un festín de águilas abatiéndose sobre su presa…, y también dijo que el continuo martilleo sobre los yermos y el clamor de los gritos de combate resultaban más alegres que el griterío gozoso de un cortejo de boda. Pero ya desaparecieron nuestros bardos —añadió—, nuestras gestas se confunden con las de otra raza, nuestra lengua, nuestro mismo nombre incluso, camina hacia su extinción y nadie se duele de que esto suceda a no ser un pobre anciano. ¡Copero!, bellaco, llena los vasos a la salud del mejor en la pelea, sea cual sea su raza y su lenguaje, de los que en este momento se encuentran luchando en Palestina junto a los mejores cruzados.
—Por modestia no puedo corresponder a vuestro brindis —dijo sir Brian de Bois-Guilbert—. Porque, ¿quiénes si no los defensores del Santo Sepulcro podían merecer tal honor?
—A la salud de los caballeros hospitalarios —dijo el abad—; tengo un hermano en dicha Orden.
—No seré yo quien ponga en entredicho su renombre —dijo el templario—. Sin embargo…
—En mi opinión, amigo Cedric —dijo Wamba interrumpiendo—, si Ricardo Corazón de León hubiera sido lo suficientemente listo para pedir consejo a un loco, se hubiera quedado tranquilamente en casa con sus alegres tropas inglesas y hubiera dejado la reconquista de Jerusalén a cargo de los mismos caballeros que tanto han tenido que ver en su pérdida.
—Entonces, ¿no hay nadie en el ejército inglés que pueda compararse con los templarios ni hospitalarios? —dijo lady Rowena.
—Perdonadme, señora —replicó De Bois-Guilbert—, es cierto que el monarca inglés ha llevado a Palestina una hueste de valientes guerreros comparables en valentía tan sólo a aquellos cuyos pechos han sido una constante muralla para defender Tierra Santa.
—Comparables a nadie —dijo el peregrino, que estaba lo suficientemente cerca para oír la conversación con marcado nerviosismo. Todos se volvieron hacia el lugar de donde procedía la afirmación—. Digo —repitió el peregrino en alta y firme voz—, que los caballeros ingleses no admiten comparación con quien sea que haya desenvainado la espada para defender Tierra Santa. Y añado, pues lo he visto con mis propios ojos, que el rey Ricardo en persona, con cinco de sus caballeros, sostuvo un torneo después de la toma de San Juan de Acre. Aseguro que no hubo excepciones en su desafío. En aquella ocasión cada caballero entró en liza tres veces, derribando a tres antagonistas. Siete de los vencidos eran caballeros templarios…, y sir Brian de Bois-Guilbert de sobras conoce la verdad de cuanto digo.
Es imposible describir con palabras la amarga llamarada de rabia que ensombreció el rostro del templario. A tal extremo llegaron su confusión y resentimiento, que sus temblorosos dedos se aferraron a la empuñadura de la espada. Sin duda, se abstuvo de desenvainar porque su conciencia le aconsejó que no debía cometer ningún acto de violencia en tal lugar sin exponerse demasiado. Cedric, cuyo temperamento era directo y llano y por tanto le resultaba difícil el prestar atención a dos cosas a la vez, no advirtió el airado gesto de su huésped, inmerso como estaba en la alegría que le había producido el relato de las proezas de sus compatriotas.
—De buena gana te daré este brazalete de oro si tú, peregrino —dijo—, me puedes nombrar a los caballeros que tan alto supieron mantener el nombre de Inglaterra.
—Lo haré con mucho gusto y sin recompensa —replicó el peregrino—. Mis votos actuales me prohíben estos lujos.
—Yo llevaré el brazalete por ti si lo deseas, amigo mío —dijo Wamba.
—El primero en honor y en las armas, en renombre y en dignidad, fue el intrépido Ricardo, rey de Inglaterra —dijo el peregrino.
—Le perdono —dijo Cedric—, le perdono que descienda del tiránico duque Guillermo.
—El conde de Leicester fue el segundo —prosiguió el peregrino—, y el tercero sir Thomas Multon de Gilsland.
—Por fin alguien con ascendencia sajona —vociferó Cedric.
—Sir Foulk Doilly el cuarto —añadió el peregrino.
—Sajón también, al menos por línea materna —continuó Cedric, que escuchaba con tan cálido interés que olvidó su odio contra los normandos, embebido en el triunfo de los isleños y del rey Ricardo—. ¿Quién fue el quinto? —preguntó.
—Sir Edwin Turneham.
—Un auténtico sajón, por el alma de Hengist —gritó Cedric—. Y el sexto —continuó acalorándose—, ¿cuál es el nombre del sexto?
—El sexto —dijo el peregrino después de concentrarse un momento— era un noble caballero de categoría inferior y menos renombre; sin duda fue admitido para que se completara el número…, no puedo acordarme de su nombre.
—Señor peregrino —dijo sir Brian de Bois-Guilbert con sorna—, este afectado olvido después de la brillante exhibición de memoria que nos habéis dado, llega un poco tarde para secundar vuestro propósito. Yo mismo os daré el nombre del caballero ante cuya lanza, y ayudado por la suerte y un tropiezo de mi caballo, caí derribado. Fue el caballero Ivanhoe y tampoco ninguno de los allí presentes había alcanzado tal nombradla en tan corta edad. A pesar de todo, pregono en alta voz que de encontrarse en Inglaterra y de atreverse a repetir en la próxima jornada de torneos el desafío de San Juan de Acre, yo, montado y armado tal como lo estoy ahora, le concedería todas las ventajas…, y ya se vería el resultado.
—Vuestro desafío pronto tendría una respuesta —replicó el peregrino— si pudiera oíros vuestro antagonista. Tal como están las cosas, no turbemos la paz de esta morada con el resultado de una pelea que vos sabéis no puede celebrarse. Si alguna vez Ivanhoe regresa de Palestina os puedo garantizar que ya sabrá encontraros.
—Buena seguridad garantizáis —dijo el caballero templario—. Pero ¿qué fianza depositáis?
—Este relicario —dijo el peregrino extrayendo de su pecho una cajita de marfil, mientras se santiguaba—, que contiene una astilla de la Santa Cruz procedente del monasterio del Monte Carmelo.
El prior de Jorvaulx también se santiguó y rezó un padrenuestro, que devotamente acompañaron los presentes, excepción hecha del judío, los mahometanos y el templario; este último, sin descubrirse ni dar ninguna muestra de respeto y devoción ante la supuesta santidad de la reliquia, arrancó de su cuello una cadena de oro y la arrojó sobre la mesa, diciendo:
—Que el prior Aymer sea el guardián de mi apuesta y de la de este anónimo vagabundo en prenda de que cuando el caballero Ivanhoe llegue a Inglaterra, a través de cualquiera de sus cuatro mares, sostendrá el reto de Brian de Bois-Guilbert y, si no lo mantiene, yo proclamaré su cobardía dentro de los muros de todos los castillos templarios de Europa.
—No será preciso —dijo lady Rowena, rompiendo el silencio—. Si no se levanta ninguna voz para defender al ausente Ivanhoe, óigase la mía. Yo sostengo que acudirá de buena gana a cualquier honesto desafío. Si de algo sirve mi pobre voto personal para reforzar el inestimable valor de la prenda que da el sagrado peregrino, yo comprometo mi nombre y mi honra, asegurando que Ivanhoe irá al encuentro que tanto desea este orgulloso caballero.
Multitud de emociones en conflicto embargaban el ánimo de Cedric y le obligaban a guardar silencio durante la anterior discusión. Orgullo satisfecho, resentimiento, embarazo, se reflejaban sucesivamente en su ancha frente como la sombra cambiante de las nubes sobre la campiña, mientras sus servidores, aparentemente bajo un choque eléctrico que el nombre del sexto caballero les produjo, vigilaban con ansiedad las miradas de su amo. Pero cuando Rowena habló, el sonido de su voz pareció sacarle de su ensimismamiento silencioso.
—Señora, esto no procede —dijo Cedric—, si más garantía fuera necesaria, yo mismo, ofendido y además justamente ofendido, comprometería mi propio honor en defensa del de Ivanhoe. Pero creo que la legalidad del reto es absoluta, incluso pese a que quede acordado según las fantasiosas costumbres de los caballeros normandos. ¿No es así, padre Aymer?
—Así es —replicó el prior—, y mantendré a salvo la sagrada reliquia y la valiosa cadena en la tesorería del convento hasta conocer el resultado de su desafío.
Habiendo así hablado, se santiguó una y otra vez y después de muchas genuflexiones y plegarias confió el relicario al hermano Ambrosio, su asistente, al mismo tiempo que con menos ceremonia pero quizá con más satisfacción interna, guardaba la cadena de oro en una bolsa de cuero perfumado que llevaba bajo el sobaco.
—Y ahora, sir Cedric —dijo—, mis oídos zumban como un enjambre de avispas debido a los efectos de vuestro fuerte vino…, brindemos de nuevo a la salud de lady Rowena y dadnos libertad para buscar nuestro reposo.
—Por todos los condes de Bromholme —dijo el sajón— que no sois merecedor de la fama que tenéis, señor prior. Se dice de vos que sois monje de buen temple y que suena la campana mañanera antes de que abandonéis vuestra copa. Yo, sintiéndome un anciano, de veras temía el encontraros. Pero, a fe mía, que en mis tiempos un muchacho sajón de doce años no hubiera abandonado el cubilete tan temprano.
Sea como sea, el prior debía tener sus buenas razones para perseverar en el camino de la abstinencia que había adoptado. No sólo como monje era mediador y hombre bueno en las discusiones, sino también porque se lo dictaba su temperamento, ya que odiaba las disputas y las bravatas de toda especie. Sin embargo, en esta ocasión no se trataba de aprecio por su vecino de mesa, ni de amor a sí mismo, sino de una aprensión instintiva contra el carácter del orgulloso sajón. También comprendió que el temperamento soberbio de que había dado muestras su compañero templario podría a la larga producir alguna explosión. Por lo tanto optó por insinuar cortésmente que ningún nativo de otro país podría nunca competir con un sajón fuerte y arrojado en los combates con las jarras de vino. Refiriéndose de pasada al carácter sagrado de su oficio, terminó insistiendo en su proposición de retirarse a descansar.
Como es debido, se sirvió la ronda de despedida y los huéspedes, después de rendir pleitesía al dueño de la casa y lady Rowena, se levantaron y bajaron a la sala, mientras los principales de la casa se retiraban a sus aposentos por puertas separadas, en compañía de sus sirvientes.
—Perro descreído —espetó el templario a Isaac el judío al llegar a su altura—, ¿te diriges también al torneo?
—Ésa es mi intención —replicó Isaac inclinándose humildemente—, si vuestra reverencia lo aprueba.
—Claro —dijo el caballero—, para devorar las entrañas de los nobles con tu usura y engañar a las mujeres y a los niños con fruslerías y juguetes… Estoy seguro que tu bolsa de judío está llena de joyas.
—Ni una joya, ni una moneda de plata, ni siquiera de cobre…, ¡en nombre del Dios de Abraham —dijo el judío, retorciéndose las manos—. Acudo con el único propósito de recabar la generosidad de mis hermanos de raza para que me ayuden a pagar la multa que el recaudador de tributos especiales para los judíos me ha impuesto…! ¡El padre Jacob me ayude! Soy un pobre miserable. Incluso la capa que llevo puesta me la prestó Reuben de Tadcaster.
El templario sonrió amargamente mientras contestaba:
—¡Eres un mentiroso y embustero de corazón! —y siguió su camino con muestras de desprecio, para después ordenar algo a sus criados musulmanes en una lengua desconocida por los reunidos. Tanta fue la impresión que causó al pobre israelita que un monje militar se dignara dirigirle la palabra, que no cambió su postura humilde hasta que el caballero ya había alcanzado el extremo del salón. Cuando miró a su alrededor, lo hizo con la espantada mirada de aquél a cuyos pies ha caído el rayo y todavía siente el estruendo del trueno resonando en sus oídos.
El templario y el prior fueron escoltados hasta sus aposentos por el mayordomo y el copero, asistidos por dos portadores de antorchas y por dos criados con refrescos, mientras servidores de inferior condición acomodaban al resto de la comitiva.