XXVII
¡Infeliz! Dime, ¿qué puedes tú contarme,
sino pecado, violencia y tristeza?
Aquellas hazañas que puedas relatarme
ya las conozco. Pero cuéntalas, cuéntalas.
…………………………………
Yo tengo pesares de otra índole,
una turbación y una tristeza más cruel.
Permite que te narre,
tus oídos atentos a mis ruegos,
que si no puedes ayudarme en mi ánimo,
espero saberme comprendido.CRABBE: Sala de Justicia.
Cuando Urfried hubo conseguido, con sus gritos y amenazas, que Rebeca regresara a la habitación que había abandonado, se dispuso a conducir a Cedric a una pequeña recámara. Una vez dentro, aseguró la puerta con todo cuidado. Después, cogiendo de una alacena una jarra de vino y dos cazos, los colocó sobre la mesa y dijo con un tono que más era una afirmación que una pregunta:
—Tú eres sajón, padre. No lo niegues —añadió al ver que Cedric no tenía prisa en contestar—; los sonidos de tu lengua natal son dulces a mis oídos, aunque los oigo escasas veces, como no sea de labios de los condenados y de los degradados siervos sobre los cuales los orgullosos normandos imponen su dominio, obligándoles a las faenas más humildes de este refugio. Tú eres sajón, padre…, sajón y además, aparte de la servidumbre que le debes a Dios, un hombre libre. Tu acento es grato a mis oídos.
—¿No visitan este castillo los religiosos sajones? —replicó Cedric—. Creía que era su deber confortar a los desheredados y oprimidos hijos de la tierra.
—No, no vienen, y si lo hacen, prefieren divertirse a la mesa de los conquistadores —contestó Urfried—. Pero no les interesa escuchar los quejidos de sus paisanos. Por lo menos, así se dice. Por mi parte poco puedo decir. Durante diez años, este castillo no se ha abierto a ningún religioso excepción hecha del pervertido normando que compartía las francachelas nocturnas de Front-de-Boeuf, y ya hace tiempo que se encaminó a rendir cuentas de sus actos serviles. Pero tú eres sajón…, un fraile sajón y quiero preguntarte algo.
—Sí, soy sajón —contestó Cedric—, pero no merezco el nombre de religioso. Deja que siga mi camino. Te juro que volveré o enviaré a uno de nuestros padres más digno que yo para oír tu confesión.
—Espera un momento —dijo Urfried—. La fría tierra pronto apagará los acentos de la voz que ahora escuchas y no me gustaría que sus entrañas me acogieran como una bestia, aunque como tal he vivido. Pero el vino debe darme fuerzas para relatar los horrores de la historia. —Sirvió una copa y la bebió con apresurada avidez, como si deseara apurar hasta la última gota.
—Embrutece —dijo, mirando el techo al terminar el largo trago—, pero no estimula. Compartidlo conmigo, padre, si queréis oír mi relato sin desvaneceros sobre el pavimento.
A Cedric le hubiera gustado poder evitar unirse a ella en tal desagradable invitación, pero el signo de la vieja era de impaciencia y desesperación. Aceptó pues el ofrecimiento y correspondió a su reto tomando una gran copa de vino. Entonces ella continuó su historia como si la complacencia del fraile la hubiera calmado.
—Mi cuna, padre, no fue tan vil como mis harapos podrían dar a entender. Era libre, era feliz, se me honraba, amaba y era amada. Ahora soy una esclava miserable y envilecida. La diversión de las pasiones de mis amos mientras conservé la belleza. El objeto de su desprecio, de sus chanzas, de su odio cuando se desvaneció mi juventud. ¿Os maravillaréis, padre, de que odie a la humanidad entera y, sobre todo, a la raza que ha obrado este cambio en mí? ¿Puede la arrugada anciana que tenéis delante, cuyo odio únicamente se puede desahogar con maldiciones, olvidar que fue la hija del noble señor de Torquilstone, ante el cual temblaban mil vasallos ante uno solo de sus pestañeos?
—¡Tú la hija de Torquil Wolfganger! —exclamó Cedric, mientras retrocedía—. ¿Tú…, tú…, la hija de aquel noble sajón amigo y compañero de armas de mi padre?
—¡El amigo de tu padre! —dijo Urfried como un eco—. Entonces, ante mí está Cedric el Sajón, porque el noble Hereward de Rotherwood únicamente tuvo un hijo cuyo nombre es bien conocido entre sus paisanos. Pero si tú eres Cedric de Rotherwood, ¿a qué viene ese hábito? ¿Has desesperado de salvar a tu país y has buscado refugio contra la opresión en las sombras de un convento?
—Nada importa quien yo sea —dijo Cedric—. Sigue, infeliz mujer, con tu historia de pecado y horror. Porque hay pecado…, ya es pecado el que vivas para contarlo.
—Eso es…, eso es —contestó la arrugada vieja—. Negro, hondo y condenado pecado…, culpas que me pesan sobre el pecho como una losa, pecados que ni todos los fuegos del averno podrán limpiar. Sí, en estas salas manchadas con la noble y pura sangre de mi padre y mis hermanos, en estas mismas salas he vivido amancebada con su asesino, al mismo tiempo esclava y compañera de sus placeres. Suficiente es para convertir cada bocanada de aire vital que respiro en un crimen y una maldición.
—¡Condenada mujer! —exclamó Cedric—. Mientras los amigos de tu padre, mientras cada verdadero corazón de sajón rezaba un réquiem por su alma y la de sus valientes hijos, sin olvidar en sus plegarias a la asesinada Ulrica, mientras todos lloraban y honraban a los muertos, tú has vivido para ganarte nuestro odio y nuestra execración. Has vivido para unirte al que asesinó a tus más allegados y más queridos, que derramaron la sangre de los niños antes de consentir que un varón de la noble casa de Torquil Wolfganger sobreviviera. ¡Has vivido con él y a él te has unido con los lazos de un amor ilegítimo!
—Ilegítimo, es verdad; pero no hubo amor —contestó el vejestorio—. Antes visitará el amor las regiones de la condenación eterna que no estas oscuras bóvedas. No, por lo menos esto no puedo reprochármelo. El odio hacia Front-de-Boeuf y contra su raza ha gobernado mi alma, incluso en la hora de sus más culpables caricias.
—Le odiabas y sin embargo continuabas con vida —replicó Cedric—. ¡Bruja! ¡No tenías a tu alcance un puñal, un cuchillo, una aguja! Suerte tuviste de que los secretos de un castillo normando son como los de una tumba, pues si hubiese yo soñado que la hija de Torquil vivía en desatinada compañía con el asesino de su padre, la espada de un verdadero sajón te hubiera sabido encontrar aunque estuvieras escondida en los brazos de tu espúreo amante.
—¿De veras hubieras hecho justicia de este modo a la memoria de Torquil? —dijo Ulrica, porque desde ahora ya no la nombraremos con el supuesto nombre de Urfried—. Entonces eres el verdadero sajón de quien todos se hacen lenguas, porque incluso entre estas malditas paredes donde, como bien dijiste, la culpa sabe envolverse en el más inescrutable misterio; incluso aquí ha sonado el nombre de Cedric. Y yo, condenada y envilecida, me he alegrado al pensar que todavía respiraba un vengador de nuestra infeliz nación. Yo también he tenido mis horas de venganza, he fomentado peleas entre nuestros enemigos y he convertido las discusiones de la borrachera en sangrientas querellas. He visto cómo se vertía su sangre. ¡He oído sus estertores de moribundos! Mírame, Cedric, ¿no se conservan aún en esta idiotizada y borrosa cara algunos rasgos de las facciones de Torquil?
—No me las menciones, Ulrica —replicó Cedric con un tono en el que se mezclaba el pesar y el asco—. Estas facciones se le parecen como las que animan un muerto salido de la tumba cuando el demonio toma posesión de su cadáver inanimado.
—Así sea —contestó Ulrica—; pero debes saber que estas facciones diabólicas supieron disfrazarse con la máscara de la luz cuando eran capaces de enfrentar al Front-de-Boeuf padre con su hijo Reginald. Las negruras del infierno deberían esconder lo que sucedió, pero la venganza debe levantar el velo y poner de manifiesto aquello que haría incluso hablar en alta voz a los muertos. Hacía ya mucho tiempo que el fuego de la discordia ardía entre el padre tiránico y su hijo salvaje. Durante mucho tiempo yo había alimentado este odio contra natura. Cuando un día la orgía alcanzó su punto culminante, mi opresor cayó sobre su propia mesa herido por la mano de su hijo. Éste es el secreto que esconden estas bóvedas. ¡Derrumbaos, arcos malditos! —añadió, mirando al techo—. ¡Enterrad en vuestra caída a todos aquéllos que conocen el horrible secreto!
—Y tú, criatura culpable y miserable —dijo Cedric—. ¿Cuál fue tu ganancia por la muerte de tu raptor?
—Ya puedes imaginártelo, pero no lo preguntes. Aquí, aquí he vivido, y hasta el tiempo, muy prematuramente, marcó mi rostro con sus fantasmagóricos rasgos. Insultada y objeto de befa donde antes había sido obedecida, fui obligada a que mi venganza, que antes tenía tan ancho campo, se desahogara con insultos y mezquinas maldiciones y blasfemias de un vejestorio impotente. Estuve condenada a oír, desde mi torreón, los sones de las francachelas que un día compartí o los chillidos y gritos de nuevas víctimas de la opresión.
—Ulrica —dijo Cedric—, siendo poseedora de un corazón que, creo, lamenta todavía sus mal recompensados crímenes tanto como los hechos que hubieran hecho posible tal recompensa, ¿cómo te atreves a dirigirte a alguien que viste estos hábitos? Considera, mujer infeliz, qué cosa podría hacer por ti el mismo san Eduardo si se te apareciera. El real confesor tenía divinos poderes para limpiar de úlceras el cuerpo, pero sólo el mismo Dios puede curar la lepra del alma.
—No me abandones, despiadado profeta de la condenación —exclamó ella—, y dime, si puedes, en qué han de acabar estos remordimientos que me atormentan en mi soledad. ¿Por qué las acciones realizadas hace tanto tiempo se levantan ante mí tomando la forma de nuevos e irresistibles horrores? ¿Qué destino le espera más allá de la tumba a aquélla a quien Dios ha asignado tan horrible e indeciblemente malvado papel sobre la tierra? ¡Mejor sería que me llevaran Woden, Hertha y Zernebock, Mista y Skogula, dioses de nuestros paganos antecesores, que no tener que afrontar los terribles presentimientos que desde hace poco asaltan mis horas de insomnio y mis sueños!
—No soy un religioso —dijo Cedric, desviando la mirada de aquel desagradable cuadro de abominación y desesperación—; no soy un religioso, aunque vista ropas de fraile.
—Clérigo o seglar —contestó Ulrica—, tú eres el primer hombre que he visto en veinte años temeroso de Dios y respetado por los humanos; ¿vas a abandonarme en mi desesperación?
—Arrepiéntete —contestó Cedric—, reza y haz penitencia y serás aceptada por Dios. Pero yo no puedo, no quiero permanecer más contigo.
—¡Espera un momento! —dijo Ulrica—, no me abandones ahora si eres hijo del amigo de mi padre, a no ser que quieras que el demonio que me ha atormentado se vengue en tu duro corazón. ¿Crees que si Front-de-Boeuf hallara a Cedric el Sajón en este castillo, disfrazado de esta guisa, ibas a vivir para contarlo? Ha puesto su ojo en ti al igual que el del halcón sobre la presa.
—Y aunque así fuera —dijo Cedric—, ¡que me haga despellejar antes de que mi lengua diga algo que mi corazón no siente! Como un sajón moriré, fiel a sus palabras, honrado en sus hechos. ¡Apártate! ¡Ni me toques ni me entretengas por más tiempo! ¡La presencia del mismo Front-de-Boeuf no es tan odiosa a mis ojos como la tuya, degenerada, y envilecida mujer!
—Sea como tú quieres —dijo Ulrica, abriéndole paso—, sigue ni camino y olvida, con la insolencia de tu superioridad, que el guiñapo que está ante ti es la hija del mejor amigo de tu padre. ¡Sigue tu camino! ¡Si mis sufrimientos me han apartado de la humanidad, si me separan de aquéllos de los cuales más justificadamente debía esperar ayuda, no será ya posible que mi venganza me separe de ellos! Nadie me ayudará, pero los oídos de todo el mundo ensordecerán con el ruido que levantará aquello que me propongo llevar a cabo. ¡Adiós! Tus burlas han quemado el último lazo que aparentemente me unía a mi gente, creía que mis quejas todavía podrían suscitar la compasión de los míos.
—Ulrica —dijo Cedric, conmovido por este llamamiento—, has sufrido durante tanto tiempo, viviendo en el crimen y en la iniquidad, ¿que ahora vas a abandonarte a la desesperación, precisamente cuando tus ojos han visto la magnitud de tus crímenes y en el momento en que el arrepentimiento sería tu ocupación más adecuada?
—Cedric —contestó Ulrica—, poco conoces al corazón humano. Obrar como yo he obrado y pensar como yo lo hice requiere, además de cierto placer así como los propios gustos sean satisfechos, una indudable hambre de venganza y altiva consciencia del propio poder. Ya sé que éstas son drogas demasiado malignas para la naturaleza humana. La fuerza se ha extinguido. La vejez no dispone de placeres; las arrugas no saben nada de la piedad; incluso la venganza se pierde en impotentes maldiciones. ¡Entonces llegan los remordimientos con todo su veneno, mezclados con la añoranza de las glorias pasadas y toda la desesperación de las horas futuras! Entonces, cuando todos los demás impulsos poderosos han dejado de actuar, nos volvemos igual que demonios en el infierno, los cuales pueden sentir remordimientos pero nunca arrepentimiento. ¡Sin embargo, tus palabras han despertado en mí un nuevo ser! ¡Hablaste justamente cuando dijiste que nada es imposible para quien sabe y se atreve a morir! ¡Me has mostrado los caminos de la venganza y puedes estar bien seguro que los recorreré! Ya la venganza ha competido en mi pecho con otros sentimientos rivales. De ahora en adelante no tendrá competencia, me poseerá toda entera y tú mismo habrás de reconocer que, fuera cual fuera la vida que llevará Ulrica, su muerte será digna de la hija del noble Torquil. Hay gentes asediando este castillo, apresúrate a conducirlas al ataque, y cuando veas una bandera roja ondeando en el ángulo oriental de la torre de homenaje, intensifica el ataque contra los normandos. Estarán demasiado ocupados y podréis ganar las murallas a pesar de los arcos y las catapultas. Vete, te lo ruego, sigue tu destino y abandóname al mío.
A Cedric le hubiera gustado saber más detalles de aquellos propósitos tan oscuramente expuestos, pero se oyó la agresiva voz de Front-de-Boeuf.
—¿Por dónde anda este fraile holgazán? ¡Por la pulida concha de Compostela que voy a convertirle en mártir si se entretiene sembrando la traición entre mis criados!
—Cuán profética es una mala conciencia —dijo Ulrica—. Pero no le hagas caso, sal al encuentro de tu gente. Dejad escapar vuestro grito de degüello y que canten ellos, si quieren, su canción de guerra; mi venganza apagará sus sones.
Y pronunciadas estas palabras, Ulrica desapareció por una puerta secreta en el preciso instante que Reginald Front-de-Boeuf entraba en la habitación. Cedric, con repugnancia, consiguió inclinar ante el barón altanero, que correspondió a la cortesía con una ligera inclinación de la cabeza.
—Tus penitentes, padre, han hecho una larga confesión. Es lo que más les conviene porque es la última que harán. ¿Les has preparado a bien morir?
—Les he encontrado —dijo Cedric en el mejor francés que pudo— esperando lo peor, desde el momento que saben en qué manos han caído.
—Cómo, cómo, fraile —replicó Front-de-Boeuf—. Creo que tu pronunciación le debe mucho a la lengua sajona.
—Fui educado en el convento de san Withold de Burton —contestó Cedric.
—Conque sí, ¿eh? —dijo el barón—. Más os hubiera valido ser normando y también hubiera sido mejor para mi propósito; pero la necesidad no puede escoger a sus mensajeros. Este convento de san Withold en Burton es un nido de víboras que habrá de ser arrasado. Día llegará en que el sayo protegerá menos a los sajones que la cota de malla.
—Sea lo que Dios quiera —dijo Cedric con voz trémula por el coraje, y que Front-de-Boeuf atribuyó al miedo.
—Ya veo —dijo— que os imagináis a los soldados normandos invadiendo vuestro refectorio y vuestras bodegas; pero rendidme uno de vuestros sagrados servicios y, suceda lo que suceda a los demás, vos dormiréis tan seguro en vuestra celda como el caracol en la concha.
—Hazme saber tus órdenes —dijo Cedric con ira contenida.
—Sígueme por el pasadizo y te haré salir por la poterna. —Y mientras andaba ante el falso fraile, Front-de-Boeuf le fue instruyendo—. Ya veis, señor fraile, aquella horda de cerdos sajones que se ha atrevido a cercar este castillo de Torquilstone. Decidles lo que quieran respecto a la fortaleza y sus defensas, siempre que consigáis contenerles y demoren el ataque durante las próximas veinticuatro horas. Mientras tanto, llevad este escrito. Pero, cuidado, ¿sabéis leer, señor clérigo?
—No conozco ni la jota —contestó Cedric—, si no está en mi breviario; entonces sí sé las letras, porque me aprendí de memoria mi sagrado oficio. ¡Alabados sean Nuestra Señora y san Withold!
—Eres, entonces, el más adecuado mensajero para mis intenciones. Lleva este escrito al castillo de Philip de Malvoisin; decidle que yo se lo mando y que fue escrito por el templario Brian de Bois-Gilbert, y que le ruego lo que haga llegar a York con toda la velocidad que puedan desplegar caballo y jinete. Decidle también que no dude, pues habrá de encontrarnos firmes y dispuestos en nuestras fortificaciones. ¡Vergüenza sería si fuéramos obligados a escondernos de esta gavilla de forajidos que no pueden evitar temblar al ver ondear nuestros estandartes o al oír el galope de nuestros caballos! Os repito que consigáis por alguna de vuestras mañas que estos bribones permanezcan donde están hasta que lleguen nuestras lanzas. Mi venganza se ha despertado y es como el halcón que no descansa hasta que está harto.
—¡Por el santo de mi nombre —dijo Cedric con más energía que la que requería su condición—, y por todos los santos que han vivido y han muerto en Inglaterra, que vuestras órdenes serán obedecidas! Ni un solo sajón ha de moverse frente a las murallas si es que yo tengo alguna influencia sobre él.
—¡Oh! —dijo Front-de-Boeuf—, habéis cambiado de tono, señor fraile, y habláis ahora breve y concisamente como si desearais de corazón que la horda sajona fuera degollada. A pesar de todo, sois de la misma raza que esos marranos.
Cedric no era muy ducho en el arte del disimulo, y de buena gana hubiera querido poseer un solo ápice del fértil e ingenioso cerebro de Wamba. Pero, de acuerdo con el antiguo proverbio, la necesidad aguza el ingenio y murmuró algo bajo su capucha relacionado con forajidos excomulgados por la ley y por la Iglesia.
—¡Despardieux, habéis dicho la verdad! —exclamó Front-de-Boeuf—. Había olvidado que estos bribones saben cómo despanzurrar a un abad gordo con tanta habilidad como lo hacen los que habitan al otro lado del canal salado. ¿No fue a san Iván al que ataron a una encina y le obligaron a cantar misa mientras ellos le desvalijaban? No, por Nuestra Señora, tal chanza fue ejecutada por Gualtier de Middleton, uno de nuestros camaradas. Pero sajones eran los que saquearon la capilla de san Bees, llevándose consigo el cáliz, los candelabros y la patena. ¿Eran sajones o no?
—Eran hombres descreídos —contestó Cedric.
—¡Ah, y se bebieron todo el buen vino y la cerveza que estaba almacenada con destino a muchas secretas francachelas que tienen lugar cuando todos los de vuestra especie nos queréis hacer creer que estáis ocupados con vigilias y maitines! Fraile, ahora tenéis ocasión para vengar tal sacrilegio.
—Estoy dispuesto a vengarme. San Withold conoce los secretos de mi corazón.
Front-de-Boeuf, mientras tanto, abría camino hacia la poterna y, llegados allí, pasaron al foso por medio de una tabla y alcanzaron una pequeña barbacana o defensa exterior, que comunicaba con el campo abierto mediante un buen defendido postigo.
—Marchaos, pues, y si una vez hayáis cumplido mi encargo queréis volver, aquí encontraréis carne sajona más barata que la carne de cerdo en el mercado de Sheffield. Parecéis un confesor de buen humor. Regresad después del combate y tendréis tanta malvasía como la que se necesite para inundar todo un convento.
—Tened por seguro que nos encontraremos de nuevo —contestó Cedric.
—Mientras tanto, aquí tenéis algo para vos —continuó el normando, y mientras se separaban en la misma poterna, deslizó en la huidiza mano de Cedric un besante de oro, añadiendo—: Recordad que os libraré de caperuza y de cuero cabelludo si fracasáis en vuestra misión.
—Y permiso os daré para hacer ambas cosas —contestó Cedric, abandonando la poterna y lanzándose al campo libre con paso alegre—, si cuando nos encontremos otra vez no merezco algo mejor.
Volviéndose de pronto hacia el castillo, tiró la moneda de oro contra el donante y exclamó:
—¡Normando traidor, perezca tu dinero contigo!
Front-de-Boeuf oyó estas palabras de modo incompleto, pero el gesto le resultó sospechoso.
—¡Arqueros! —gritó a los guardianes de las fortificaciones más adelantadas—. ¡Disparad una flecha a aquellos hábitos de monje! Pero, deteneos —dijo cuando se disponían a tensar los arcos—; no vale la pena. Debo confiar en él ya que no dispongo de otra baza que jugar. No creo que se atreva a traicionarme, y poniéndome en lo peor, todavía puedo negociar con los perros sajones que están en la perrera. ¡Eh, carcelero Giles! Manda que me traigan a Cedric de Kinherwood y al otro individuo, su compañero, al de Coningsburgh, Athelstane o como se llame. Incluso sus nombres son difíciles para la boca de un caballero normando. Parece como si tuvieran sabor de tocino rancio. Dadme una jarra de vino, como dije al alegre príncipe Juan para quitarme el mal sabor de boca. Llevadla a la sala de armas y conducid allí a los prisioneros.
Sus órdenes fueron obedecidas, y al entrar en el salón gótico adornado con los trofeos ganados por su valor y por el de su padre, ya encontró sobre la maciza mesa un gran jarro de vino y a los prisioneros sajones custodiados por cuatro de sus hombres. Front-de-Boeuf tomó un gran trago de vino y entonces se dirigió a sus prisioneros…, porque el modo con que Wamba escondía la cara con el embozo de la capa, el cambio de vestidos, la débil y pálida luz y el poco conocimiento que el barón tenía de las facciones de Cedric (ya que siempre había evitado a sus vecinos sajones y rara vez salía de sus propios dominios), le impedían comprobar que el más importante de sus cautivos había huido.
—Gallardos ingleses —dijo Front-de-Boeuf—, ¿cómo os sienta vuestra estancia en Torquilstone? ¿Ya sabéis lo que vuestra insolencia merece por haber sido capaces de despreciar la hospitalidad de un príncipe de la casa de Anjou? ¿Habéis olvidado cómo pagasteis las buenas intenciones del príncipe Juan? ¡Por Dios y san Denis, que si no pagáis un generoso rescate os he de colgar cabeza abajo de las barras de hierro de esta ventana, hasta que los cuervos os hayan convertido en esqueletos! Hablad, perros sajones, ¿qué ofrecéis por vuestras despreciables vidas? ¿Qué dices tú, el de Rotherwood?
—Ni un ochavo —contestó el pobre Wamba—, y en cuanto a colgarme de los pies, dicen que mi cerebro ha ido a su aire desde que me pusieron el primer gorro; así que, poniéndome boca abajo, puede que mis sesos vuelvan a su sitio.
—¡Santa Genoveva! —dijo Front-de-Boeuf—. ¿A quién tenemos aquí?
Y de un manotazo arrebató la capa de Cedric y apareció la cabeza del bufón, destacándose en su cuello el collar de plata que ponía de manifiesto su condición de siervo.
—¡Giles! ¡Clement! ¡Perros hijos de perra! —exclamó el furioso normando—. ¿A quién me habéis traído?
—Creo que podré decírtelo —dijo De Bracy que acababa de entrar en la sala—. Éste es el payaso de Cedric que tan cómico pleito tuvo con Isaac de York sobre la preferencia de sitio.
—Yo lo arreglaré por los dos —replicó Front-de-Boeuf—. Colgarán de la misma horca a no ser que su amo y ese jabalí de Coningsburgh quieran pagar por sus vidas. De lo último que se desprenden es de sus riquezas; también tendrán que llevarse consigo al enjambre que asedia al castillo, firmar una renuncia a sus pretendidos privilegios y vivir como siervos y vasallos; afortunados serán si en el nuevo mundo que estamos construyendo pueden conservar el privilegio de respirar por las narices. Id —ordenó a diez de sus sirvientes—, traedme al verdadero Cedric y por esta vez perdono vuestro error, con más motivo porque es muy natural que confundierais a un loco con un caballero sajón.
—¡Ay! Sin embargo —dijo Wamba—, vuestra caballeresca excelencia encontrará más locos que caballeros entre nosotros.
—¿Qué quiere decir este bribón? —dijo Front-de-Boeuf mirando a sus servidores, los cuales temblaban de preocupación. A ellos no se les escapaba que de no ser Cedric el que se encontraba en mi presencia, no había modo de averiguar lo que se había hecho de él.
—¡Por todos los santos de los cielos! —exclamó De Bracy—. Debe haber escapado disfrazado de monje.
—¡Diablos del infierno! —fueron las palabras de Front-de-Boeuf—. Entonces era el marrano de Rotherwood el que yo acompañé hasta la poterna y puse en libertad con mis propias manos. Y a ti —díjole a Wamba—, cuya locura sobrepasa la imbecilidad de los que incluso son más idiotas que tú, voy a darte las órdenes sagradas. ¡Yo mismo te afeitaré la coronilla! Atención, arrancadle el cuero cabelludo y colgadle cabeza abajo de las murallas. Tu oficio es el de bromear, ¿no tienes ganas de hacerlo ahora?
—Me tratáis mejor con los hechos que con las palabras, noble caballero —logró decir el pobre Wamba, cuyo hábito de bufón no se le quitaba ni ante la visión de la muerte—, porque si me dais el capelo colorado que habéis indicado, habréis hecho un cardenal de un simple monje.
—El desgraciado —dijo De Bracy—, está dispuesto a morir fiel a su vocación. Front-de-Boeuf, no debes degollarle. Dámelo para que sirva de diversión a mis mercenarios. ¿Qué dices, macaco? ¿Te aprovecharás del perdón y marcharás conmigo al combate?
—¡Ay!, con el permiso de mi amo —dijo Wamba—, porque recordad que no puedo perder mi argolla sin su permiso —añadió mientras tocaba la que llevaba.
—Una lima normanda no tendrá mayor dificultad en cortar una argolla sajona —dijo De Bracy.
—¡Ay, noble señor! —exclamó Wamba—, de ahí viene el proverbio:
La sierra normanda abate la encina inglesa
y el cuello inglés lleva normando yugo.
La cuchara normanda del plato inglés saca el jugo
e Inglaterra es gobernada según al normando interesa.
Nunca brillará el sol sobre Inglaterra
si estas cuatro plagas no destierra.
—Está bien, De Bracy. ¡Mientras escuchas tú las necedades de este imbécil, están a punto de asaltarnos! —dijo Front-de-Boeuf—. ¿No te das cuenta de que estamos desbordados y que el modo con que nos proponíamos comunicar con nuestros amigos del exterior ha sido desmantelado por este mismo caballero con cascabeles con el cual tanto te place confraternizar? ¿Qué debemos esperar sino la tempestad?
—¡A las almenas, entonces! —dijo De Bracy—. ¿Cuándo me has visto preocupado por la cercanía de la batalla? Llama al templario y que pelee con la mitad de la bravura que hasta ahora empleó para luchar por su Orden. Acude tú también a la muralla, con tu pesado corpachón. Déjame cumplir con mi obligación a mi manera y te aseguro que los bandidos sajones antes han de escalar las nubes que no el castillo de Torquilstone; o, si quieres tratar con los bandidos, ¿por qué no empleas los servicios de este valeroso caballero que tan enfrascado parece en la contemplación de la jarra de vino? ¡Eh, sajón! —continuó dirigiéndose a Athelstane y, tendiéndole una copa, dijo—: Limpia tu garganta con este noble licor y alienta tu ánimo para declarar lo que serías capaz de hacer para ganar la libertad.
—Aquello que pueda hacer un hombre sin deshonrarse —contestó Athelstane—, sin traicionar su virilidad. Dejadme libre con mis compañeros y pagaré un rescate de mil marcos.
—¿Y además nos asegurarás que toda esa chusma que merodea por los alrededores se retirará?
—Haré lo que pueda para que se retiren —contestó Athelstane—, pero sólo temo que mi padre Cedric no lo vea con buenos ojos.
—De acuerdo —dijo Front-de-Boeuf—. Seréis puestos en libertad y la paz reinará en ambos bandos mediante el pago de mil marcos. Es un rescate ridículo, sajón, y debes agradecerme la moderación que me hace aceptar el canje de vuestras personas. Pero ten en cuenta que el trato no incluye al judío Isaac.
—Ni a la hija del judío Isaac —dijo el templario, que se les había unido en aquel preciso momento.
—Tampoco pertenecen a tu cortejo —dijo Front-de-Boeuf.
—No sería digno de ser llamado cristiano, si así fuera —replicó Athelstane—; haced lo que queráis con los descreídos.
—Ni tampoco incluye el rescate a lady Rowena —dijo De Bracy—. Nunca se dirá de mí que el miedo me hizo renunciar a mi parte en un bello negocio.
—Ni tampoco —añadió Front-de-Boeuf— alcanza a este maldito bufón, al que retendré para dar ejemplo de lo que ocurre al que intenta convertir la locura en sabiduría.
—Lady Rowena —contestó Athelstane, con porte serio—, es mi prometida. Me dejaré destrozar por caballos salvajes antes de separarme de ella. El esclavo Wamba ha salvado hoy la vida a mi padre Cedric, y yo estoy dispuesto a perder la mía antes de que se le toque ni un solo cabello.
—¿Tu prometida? ¿Lady Rowena la prometida de un vasallo como tú? —dijo De Bracy—. Sajón, tú sueñas que los días de tus siete reinos han vuelto. Te hago saber que los príncipes de la casa de Anjou no conceden sus pupilas a gente de tu ralea.
—Mi alcurnia, altivo normando —replicó Athelstane—, procede de surcos más limpios y puros y antiguos que los de un mendigo francés que se gana la vida vendiendo la sangre de los ladrones que se cobijan bajo su infame estandarte. Reyes fueron mis antepasados, fuertes en la guerra y sabios en el consejo, y cada día agasajaban en sus salones a más centenares que individuos a ti te siguen; sus nombres han sido cantados por los trovadores y sus leyes registradas en códigos; sus huesos han sido enterrados entre cánticos y rezos de santos y sobre sus tumbas se han edificado monasterios.
—Te la has ganado, De Bracy —dijo Front-de-Boeuf, complacido por el chasco que había recibido de su compañero—. El sajón te ha dado en el blanco.
—Tanto como puede hacerlo un prisionero —dijo De Bracy con afectada indiferencia—, ya que aquél que tiene las manos atadas bien puede tener libre la lengua. Pero tu agudeza en responder, camarada, no dará la libertad a lady Rowena.
A lo cual Athelstane, que había hecho un discurso más largo de lo que era en él habitual, no contestó. La conversación quedó interrumpida por la llegada de un maestresala, que anunció que un monje pedía permiso para entrar.
—¡En nombre de san Benito, príncipe de estos pedigüeños! —dijo Front-de-Boeuf—. ¿Se trata esta vez de un monje verdadero o de otro impostor? Registradle, esclavos, porque antes de consentir que seáis engañados por otro impostor os haré sacar los ojos y los sustituiré por carbones encendidos.
—Caiga sobre mí vuestra cólera, señor —dijo Giles—, si esta vez no se trata de un verdadero monje. Vuestro escudero Jocelyn le conoce muy bien y declara que es el hermano Ambrose, un monje que hace de criado al prior de Jorvaulx.
—Hazle pasar —dijo Front-de-Boeuf—. Lo más seguro es que nos traiga noticias de su alegre amo. Es probable que los demonios estén de fiesta y por lo tanto los monjes están fuera de servicio, ya que de este modo se pasean por el campo. Sacad a estos prisioneros y tú, sajón, piensa en todo lo que te hemos dicho.
—Reclamo —dijo Athelstane— una celda honrosa y que se rinda especial atención a mi mesa y a mi lecho, como a mi rango pertenece, y como se le debe a alguien cuyo rescate se está negociando. Además, emplazo a aquél que más allegado os sea a responder con su cuerpo de este atentado contra mi libertad. Tal desafío ya os lo había mandado por medio del intendente. Ya estáis enterado de mi reto, y ahí va mi guante.
—No acepto el reto de un prisionero —dijo Front-de-Boeuf—, ni debes hacerlo tú, Maurice de Bracy. Giles —continuó—, cuelga el guante de franklin de las astas de aquel ciervo. Allí permanecerá hasta que sea un hombre libre. Si entonces se atreve a reclamarlo o a afirmar que le hice prisionero en contra de la ley o del derecho, por el cinturón de san Cristóbal, topará con uno que nunca ha rehusado ningún reto, ni a pie ni a caballo, en singular combate o con todas sus huestes.
Según estas instrucciones, los prisioneros fueron sacados en el mismo momento que el monje Ambrose entraba dando muestras de gran sobresalto.
—Éste es el verdadero Deus vobiscum —dijo Wamba al cruzarse con el reverendo hermano—. Los otros eran falsificaciones.
—¡Santa Madre de Dios! —exclamó el monje dirigiéndose a la asamblea de caballeros—. ¡Por fin estoy a salvo y en cristiana compañía!
—A salvo estáis —replicó De Bracy—. Y en cuanto a cristianismo, aquí tenéis al valeroso barón Reginald Front-de-Boeuf, cuya mayor abominación son los judíos; y al buen caballero templario Brian de Bois-Guilbert, cuyo oficio es el de degollar sarracenos. Si éstos no son buenos signos de cristianismo, no conozco otros.
—Vosotros sois amigos y aliados de nuestro reverendo padre Aymer, prior de Jorvaulx —dijo el monje sin reparar en el tono del comentario de De Bracy—; le debéis tener fe de caballeros y caridad de cristianos, por cuanto dice el bendito san Agustín, en su tratado De civitate Dei…
—Por cuanto dice el diablo —explotó Front-de-Boeuf—, o mejor dicho, por cuanto digas tú, clérigo, porque disponemos de poco tiempo para escuchar los textos de los santos padres.
—¡Santa María! —invocó el padre Ambrose—. ¡Qué pronto se irritan esos laicos! Pero sabed, bravos caballeros, que algunos bandidos asesinos sin temor de Dios ni reverencia a su Iglesia, no haciendo caso del ojo que todo lo ve, Si quis, suadente diabolo…
—Hermano clérigo —dijo el templario—, todo esto ya lo sabemos o nos lo figuramos… Dinos llanamente, ¿ha caído prisionero tu amo y de quién?
—Bien seguro que está en manos de las huestes de Belial que infestan estos bosques y que no hacen caso del texto sagrado que dice: «No toques a ninguno de los míos y no les causes mal a mis profetas».
—He aquí otro argumento para vuestras espadas, caballeros —dijo Front-de-Boeuf, dirigiéndose a sus compañeros—. En lugar de prestarnos su concurso, el prior nos pide ayuda. Buena ayuda se puede esperar de estos clérigos perezosos, cuando uno más la necesita. Pero, habla, clérigo, y hazlo pronto, ¿qué espera tu amo que hagamos?
—Con vuestra venia —dijo Ambrose—. Habiendo puesto esos hombres de Belial violentamente sus manos, en contra del santo precepto ya por mí citado, sobre un reverendo superior, saqueando su bolsa y sus valijas, desposeyéndole de los doscientos marcos de oro fino, todavía se atreven a pedirle una larga suma de dinero antes de dejarle libre. Por lo tanto, nuestro reverendo padre en el Señor os ruega, como buenos amigos, que le rescatéis, ya sea pagando el rescate que por él piden o por la fuerza de las armas según vuestro recto juicio.
—¡Que Satanás se lleve al prior! —exclamó Front-de-Boeuf—. Vaya trago gordo el suyo esta mañana. ¿Cuándo vio tu amo a un noble normando abriendo su bolsa para aliviar a un eclesiástico cuyas valijas pesan diez veces más que las nuestras? ¿Y cómo nuestro valor puede liberarle si estamos copados por fuerzas que superan diez veces en número las nuestras en el momento que esperamos un ataque?
—Esto era lo que iba a explicaros —dijo el monje—, si me hubierais dado tiempo. Pero, Dios me ayude, ya soy viejo y esta turba de asesinos confunde el cerebro de un anciano. Sin embargo, es verdad que están acampando y se preparan a atacar el castillo.
—¡A las murallas! —gritó De Bracy—. ¡Veamos de qué son capaces estos villanos!
Inmediatamente después abrió una ventana que daba a una especie de barbacana o balcón saliente y desde allí gritó a los que se encontraban en el salón:
—¡San Denis!, el anciano monje ha dicho la verdad. Están disponiendo palancas y escudos, y los arqueros pululan por los aledaños del bosque como una nube negra antes de una fuerte granizada.
Reginald Front-de-Boeuf miró también al campo y cogió su cuerno de caza, haciéndolo sonar larga y fuertemente. Después mandó que sus hombres ocuparan sus sitios de combate en las murallas.
—De Bracy, cuídate de la parte oriental, donde más baja es la muralla. Noble Bois-Guilbert, tú has aprendido el oficio de atacar y defender; ocúpate de la parte poniente. Yo voy a situarme en la barbicana. ¡Sin embargo, no limitéis vuestro esfuerzo a un solo lugar, nobles amigos! En este día debemos encontrarnos en todas partes, multiplicándonos si es posible, para socorrer y ayudar con nuestra presencia en aquellos lugares donde la lucha sea más encarnizada. Pocos somos en número, pero el coraje y la actividad nos compensarán esta desventaja, ya que sólo tenemos que habérnoslas con payasos desvergonzados.
Pero, nobles caballeros —exclamó el padre Ambrose entre el barullo y la confusión ocasionados por los preparativos de la defensa—, ¿ninguno de vosotros querrá oír el mensaje de nuestro padre en el Señor, Aymer, prior de Jorvaulx? ¡Te ruego que me escuches, noble Reginald!
—¡Ve a rogarle al cielo! —dijo el excitado normando—, porque aquí en la tierra no tenemos tiempo para escucharte. ¡Aquí, Anselm! Cuida de que la pez y el aceite hirviendo estén preparados para que sean derramados sobre las cabezas de estos audaces traidores. Mira que a los arqueros no les falten dardos. Haz ondear sobre los parapetos mi bandera con la antigua cabeza de toro. ¡Muy pronto sabrán estos villanos con quién tienen que luchar hoy!
—Pero, noble señor —continuaba el monje, perseverando en sus esfuerzos para llamar la atención—, considerad mi voto de obediencia y dejad que cumpla con el deber de mi encargo.
—¡Sacad a esta plañidera! —dijo Front-de-Bceuf—. Encerradle en la capilla para que rece sus oraciones hasta que todo haya concluido. Sorprenderá a los santos de Torquilstone el oír avemarías y padrenuestros, ya que no han sido tan honrados desde que fueron esculpidos en piedra.
—¡No blasfemes de los santos, Reginald! —dijo De Bracy—. Puede que hoy necesitemos su ayuda antes de que se disgregue esta partida de truhanes.
—Poca ayuda espero de ellos —dijo Front-de-Boeuf—, a menos que los arrojemos desde las murallas contra las cabezas de estos villanos. Hay en la capilla un san Cristóbal tan pesado que podría dar en tierra con toda una compañía entera.
El templario vigilaba la táctica de los sitiadores con más atención y cuidado que el brutal Front-de-Boeuf y su compañero.
—Por la fe de mi Orden —dijo—. Esos hombres avanzan con más disciplina que la que de ellos podía esperarse. Mirad cuán diestramente se aprovechan del abrigo de cualquier arbusto u hondonada. De este modo evitan exponerse a los tiros de nuestros arqueros. No puedo ver ni bandera ni estandarte entre ellos, pero apostaría mi cadena de oro que están dirigidos por algún noble caballero conocedor de las prácticas militares.
—Les vigilo —dijo De Bracy—, y puedo ver ondear el plumero de un caballero y el brillo de su armadura. Mira a aquel hombrechón con la negra cota de malla que está ocupado en conducir la vanguardia de esta tropa de viles monteros. Por san Denis, diría que trata del mismo a quien apodamos el Negro Holgazán, y que desmontó, Front-de-Boeuf, en el torneo de Ashby.
—Mejor que mejor —dijo Front-de-Boeuf—. Habrá que celebrar que haya venido dándome de este modo ocasión para vengar me. Extraño individuo tiene que ser al no haberse quedado a recoger el premio con que le favoreció la suerte. En vano le hubiera buscado donde los caballeros y los nobles buscan a sus contrincantes; por eso, estoy contento en grado sumo de que se encuentre entre esa chusma de villanos y monteros.
El enemigo manifestó intenciones de aproximarse, y esta circunstancia cortó su discurso. Cada caballero ocupó su puesto y a la cabeza de los pocos seguidores que habían conseguido juntar, en número insuficiente para defender las murallas en toda su extensión, esperaron con ánimo tranquilo el amenazador asalto.