VII

Caballeros con séquito de escuderos, con
libreas llamativas y original atuendo,
mientras uno sostiene el casco, el segundo
lleva la lanza y un tercero la reluciente
adarga.
Incansable el corcel hiere el suelo, resopla, babea
espuma y muerde el freno dorado. Herreros,
armeros y palafreneros cabalgan con limas en las
manos y al costado martillos, clavos para las
lanzas y para los escudos correas.
En las calles, formados estaban los guardias del rey,
mientras los payasos, con garrotes, acudían corriendo.

JOHN DRYDEN: Palamón y Arcite.

El estado de la nación inglesa en aquella época era muy cercano a la miseria. El rey Ricardo se hallaba preso en un país extranjero, bajo el poder del pérfido y cruel Duque de Austria. Incluso el lugar exacto de su cautiverio y el destino a que estaba sometido eran ignorados por sus súbditos, los cuales, al mismo tiempo, estaban sometidos a la más vil opresión.

El príncipe Juan, aliado con Felipe de Francia…, mortal enemigo de Corazón de León, empleaba toda clase de argucias con el duque de Austria para prolongar el exilio y la cautividad de su hermano Ricardo, al que tantos favores debía. Además, dirigía todos sus esfuerzos a reforzar la facción que le era favorable. De este modo intentaba aumentar sus recursos para desplazar en la sucesión del trono, dado el caso de que el rey muriera, a Arturo, duque de Britania, hijo de Geoffrey Plantagenet y legítimo heredero, al mismo tiempo que su hermano mayor. Y es bien sabido que tal usurpación llegó a buen término. Siendo de carácter débil, disperso y pérfido, no le fue difícil a Juan atraerse el favor no sólo de aquéllos que tenían sobrados motivos por sus actos criminales, y por lo tanto temían el regreso del rey, sino también de los numerosos fuera de la ley que se habían unido a los cruzados y ahora regresaban más pobres, más endurecidos de carácter, instruidos en los vicios orientales y con todas sus esperanzas de rápido enriquecimiento depositadas en la guerra civil.

A estas causas de empobrecimiento y pública aprehensión, se debe añadir la gran cantidad de forajidos que reunidos en numerosas cuadrillas, desesperados por la insoportable opresión feudal que aplicaba a rajatabla las órdenes de bosque y caza, se apoderaron de los extensos bosques y de los espacios abiertos dictando su propia ley y desafiando a la justicia y a sus magistrados. Los mismos nobles, fortificados en sus castillos, osaban desafiar la autoridad del rey de paja en sus propios dominios y se constituían en jefes de bandas tan fuera de la ley como las de los bandoleros declarados. Con objeto de poder pagar a estas huestes y sostener los gastos a que su orgullo les obligaba por su desorbitado tren de vida, la nobleza pedía en préstamo a los judíos exageradas sumas de dinero a interés tan elevado que llevaba a consumir sus rentas como si de un cáncer se tratara. Después no podían amortizar los préstamos a no ser que las circunstancias les proporcionaran ocasión para liquidarlos por medio de algún acto de violencia ilegal contra sus propios acreedores.

El pueblo de Inglaterra, sometido a esta infeliz situación, sufría profundamente ante un presente tan poco esperanzador, pero aún tenía más motivos para preocuparse por el futuro. Una maligna epidemia se extendía a lo largo del país y sus estragos eran espectaculares debido a la falta de limpieza, alimentación insuficiente y sórdidos habitáculos de las clases humildes, hasta el punto que los vivos envidiaban a los muertos, juzgando a éstos ya liberados para siempre de los males de que el futuro había de ser portador.

A pesar de todo, y entre tantas miserias, tanto los pobres como los ricos, los plebeyos como los nobles, cuando llegaba la ocasión de celebrar un torneo, único gran espectáculo de la época, se entusiasmaban como el madrileño ansioso ante la oportunidad de una corrida de toros aunque no disponga de un real para alimentar a su familia. Ni las obligaciones ni la enfermedad dispensaban a jóvenes y ancianos a acudir a tales exhibiciones. Los hechos de armas, como eran llamados, que habían de tener lugar en Ashby, condado de Leicester, habían captado la atención general. Acudirían los más renombrados campeones y el mismo príncipe Juan había anunciado su asistencia; no es de extrañar, pues, que una gran multitud se apiñara en el lugar de la liza el día señalado. El escenario era romántico. Hacia el extremo del bosque, que se extendía alrededor de una milla más allá de Ashby, se abría un claro de fino césped protegido a un lado por la espesura y el otro moteado por varias encinas, de un tamaño más que regular. Como si se acomodara intencionadamente al propósito marcial al que estaba destinado, el suelo descendía suavemente hasta quedar nivelado: formaba un espacio de un cuarto de milla de largo por media de ancho, circundado por una empalizada.

El cercado tenía forma oblonga con objeto de facilitar la visibilidad de los espectadores de los ángulos. A norte y sur había dos entradas, provistas de gruesas puertas de madera suficientemente anchas para permitir la entrada de dos caballeros a la vez. Dos heraldos y seis trompeteros y tantos asistentes y gente de armas como fueran precisos para mantener el orden y certificar la categoría de los caballeros que habían de participar en la marcial contienda, se hallaban montando guardia en cada una de estas puertas.

En una plataforma inmediata a la entrada sur, formada por la elevación natural del terreno, se levantaban cinco magníficos pabellones adornados con pendones pardos y negros, colores distintivos escogidos por los cinco caballeros mantenedores de los juegos. Del mismo color eran las cuerdas de las tiendas. Ante cada pabellón podía verse el escudo del caballero que lo ocupaba, y, junto a él, su escudero disfrazado de hombre de bosque, de fauno o de cualquier otra cosa que diera idea de las cualidades combativas que el caballero deseaba asumir. Esta especie de carnaval se supone que posteriormente influenció la ciencia heráldica. El pabellón central, que constituía el lugar de más honor, había sido asignado a Brian de Bois-Guilbert, cuyo renombre en toda clase de hechos de armas, añadido al prestigio de que gozaba entre los caballeros que en aquella ocasión actuaban de mantenedores del torneo, le había valido una calurosa bienvenida. Además, fue nombrado caudillo y capitán pese a su reciente llegada. A un lado de su tienda se levantaban las de Reginald Front-de-Boeuf y Philip de Malvoisin; al otro extremo se alzaba la de Hugh de Grantmesnil, un noble varón de la vecindad, uno de cuyos antepasados había ejercido de mayordomo mayor de Inglaterra en tiempos del Conquistador, y la de su hijo William Rufus. Ralph de Vipont, un caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén, que había tenido posesiones en un lugar llamado Heather, cercano a Ashby-de-la-Zouche, ocupaba el quinto pabellón. Un pasadizo ancho de tres yardas unía en suave pendiente el lugar donde se levantaban las tiendas del terreno de la liza. Este pasadizo estaba fuertemente guarnecido de empalizadas, del mismo modo que la explanada que se abría ante las tiendas y, todo el conjunto, atentamente vigilado por centinelas.

El acceso situado en la parte norte del palenque daba a un pasadizo similar de unos treinta pies de ancho. En su parte posterior había un amplio espacio cerrado, destinado a cuantos caballeros quisieran desafiar a los mantenedores. Detrás del cercado se habían dispuesto tiendas con manjares y refrescos para su uso; también había maestros armeros y herreros junto con otros asistentes, cuyos servicios podían ser requeridos cuando los caballeros lo juzgaran preciso.

La parte exterior del palenque estaba formada por gradas desmontables provistas de tapices y alfombras, para mayor comodidad de los caballeros que debían ocuparlas y de las damas que se esperaba asistieran al torneo. Un angosto espacio entre el palenque y las gradas, comparable a la platea de un teatro, servía para acomodar a los espectadores de mejor condición social que la del pueblo llano. La multitud estaba situada en grandes bancos situados en lo alto gracias a la natural elevación del terreno, circunstancia que les permitía gozar de una buena vista del palenque por encima de las gradas.

A todos estos lugares ya descritos para la acomodación del público asistente, hay que añadir los numerosos árboles que circundaban el lugar de la liza. Muchos espectadores se encaramaban a las ramas…, incluso el campanario de una iglesia no lejana se veía colgado de gentes.

Por lo que hace referencia a la disposición de la liza, sólo nos queda por consignar que una grada de la parte oriental se veía más elevada que el resto y decorada con más lujo. Una especie de trono sobre un estrado, adornado con bordados representando las armas reales, ocupaba el lugar más privilegiado para observar el choque directo de los contendientes. Escuderos, pajes y sirvientes vestidos con ricas libreas custodiaban a pie firme aquel lugar destinado al príncipe Juan y su cortejo. Justo enfrente de este palco se alzaba otro no menos alto en la parte occidental, adornado si no con tanta suntuosidad, sí más vistosamente que el destinado al mismo príncipe.

Un cortejo de pajes y de jóvenes doncellas seleccionadas entre las más hermosas, vestidas fantasiosamente con túnicas vistosas, verdes y rosas, rodeaban el trono decorado con los mismos colores. Un pendón, rodeado de gallardetes y banderolas con bordados representando corazones heridos, corazones en llamas, corazones sangrantes, arcos y flechas y todos los estereotipados emblemas que glosan el triunfo de Cupido, informaba a los espectadores que aquella plaza de honor estaba reservada a la reina de la belleza y del amor. Por el momento, nadie poseía el menor indicio que permitiera suponer el nombre de la hermosa dama que ocuparía el sitial en dicho día. Mientras tanto, los espectadores de toda condición se apresuraban a ocupar sus respectivos asientos, originándose más de una disputa para discernir cuál de ellos le correspondía. La mayoría eran acomodados por los centinelas con muy pocas contemplaciones, sirviendo los pomos de las espadas y los mangos de las hachas de combate como argumento para reducir a los más empecinados. Los espectadores de más rango eran obligados a guardar las buenas formas debido a los buenos oficios de William de Wyvil y Stephen de Martival, los cuales, armados de punta en blanco, ejercían las funciones de jueces de campo y recorrían sin cesar de arriba abajo la empalizada. Eran los encargados de guardar el orden.

Gradualmente, los asientos fueron ocupados por caballeros y nobles ataviados con sus mejores trajes de tiempo de paz; los largos mantos ricamente teñidos contrastaban con los más vistosos y espléndidos de las damas, que habían acudido en proporción aún mayor que los hombres para ser testigos de los ejercicios. Cierto que algunos opinaban que constituían un espectáculo demasiado sangriento y peligroso para proporcionar tan gran placer al sexo débil. El espacio interior más bajo pronto se llenó de burgueses y pecheros y también de miembros de la baja nobleza, que por modestia, pobreza o por sus títulos de procedencia poco clara, no se atrevían a ocupar un sitio más elevado. Naturalmente, entre ellos se hacían más frecuentes las disputas porque todos se creían los primeros.

—¡Perro de un descreído! —dijo un anciano cuyo deshilachado manto daba testimonio de su pobreza, mientras que su espada, daga y cadena de oro atestiguaban sus pretensiones de rango—. ¡Cachorro de loba! ¿Te atreverás a empujar a un cristiano que también es caballero normando de la sangre de Montdidier?

Esta ruda imprecación iba dirigida a nuestro viejo conocido Isaac, quien, vestido ricamente, incluso con magnificencia, llevaba un manto adornado con lazo y forrado de ricas pieles. Trataba por todos los medios de abrirse paso hacia la primera fila; iba acompañado de su hija, la hermosísima Rebeca, que se le había reunido en Ashby y que ahora le seguía cogida de su brazo. No daba muestras de ningún temor ante la ola de general descontento que levantaba la pretensión de su padre. Bien sabía Isaac, aunque en otros momentos le hayamos visto dar muestras de timidez, que en aquella ocasión nada tenía que temer. No sería ante una congregación masiva de gente, entre la que abundaban muchos de su raza, donde algún noble avaricioso o malévolo se atreviera a atacarle. En tales ocasiones, los judíos se hallaban bajo la protección de la ley común y, aunque ésta era menguada protección, ocurría con frecuencia que entre los reunidos se encontrara algún noble varón que por motivos propios se erigiera en su protector. En la ocasión presente, Isaac tenía una gran confianza; sabía que el príncipe Juan estaba negociando un préstamo importante con los judíos de York, dando ciertas joyas y terrenos en garantía. La parte que Isaac tenía en el trato era importante. Por otra parte, conocía el ferviente deseo del príncipe de cerrarlo cuanto antes, y todo ello le aseguraba la protección en el dilema en que se encontraba.

Fortificado su ánimo por estas consideraciones, el judío avanzó hasta su objetivo, empujando al cristiano normando sin respeto para con su ascendencia, calidad o religión. Las quejas del anciano, de todos modos, excitaron la indignación de los más próximos. Uno de ellos, un fornido cazador, vestido de color verde hierba y portador de doce dardos en su cinturón cerrado por hebilla de plata y con un arco de seis pies en la mano, se volvió rápidamente y, mientras sus facciones color avellana se oscurecían más aún bajo el efecto de la cólera, aconsejó al judío que recordara que todas sus riquezas las había adquirido chupando la sangre de sus pobres víctimas. Y que, por lo tanto, lo más prudente era pasar inadvertido a menos que quisiera ser aplastado. Tal intimación hecha en inglés normando hizo detener al judío y probablemente le hubiera alejado de una vecindad tan peligrosa de no haber recabado la atención general en aquel preciso instante la súbita llegada del príncipe Juan, que entraba en aquel palenque acompañado de un vistoso cortejo de seglares y clérigos vistosamente vestidos. Entre los segundos figuraba el prior de Jorvaulx, vestido con el máximo esplendor que un dignatario de la Iglesia puede atreverse a exhibir. Ni las ricas pieles ni el oro habían sido ahorrados en la confección de sus vestiduras, y las puntas de sus botas habían sido adornadas con metales preciosos, exagerando la fantasiosa moda de la época. Iban tan vueltas para arriba como para ir atadas, no solamente a las rodillas, sino al mismísimo cinturón, hasta tal punto que le impedían colocar el pie en el estribo. De todas formas, aquello ocasionaba poca molestia al galante abad, ya que le daba ocasión de exhibir su pericia como jinete ante tan magna concurrencia, especialmente ante el bello sexo, dejando suponer que el uso de estribos era cosa de jinetes pusilánimes. El resto del cortejo del príncipe Juan estaba constituido por los capitanes favoritos de sus tropas mercenarias, algunos barones y arbitristas de la corte, junto con varios caballeros templarios y algunos más de la Orden de San Juan.

Será oportuno hacer notar que los caballeros de estas dos órdenes eran enemigos declarados del rey Ricardo, puesto que habían tomado partido a favor de Felipe de Francia durante la secuela de disputas que habían tenido lugar en Palestina entre este monarca y Corazón de León, rey de Inglaterra. Las consecuencias más evidentes de estas continuas discordias consistieron en que las repetidas victorias de Ricardo fueron infructuosas, así como fallidos sus románticos intentos de sitiar Jerusalén. El provecho de la gloria adquirida se redujo a una vaga tregua con el sultán Saladino. Siguiendo la política de sus cofrades en Tierra Santa, los templarios y hospitalarios se unieron a la facción del príncipe Juan de Inglaterra y Normandía, por lo que no tenían ningún motivo para desear el regreso de Ricardo ni tampoco que le sucediera Arturo, su legítimo heredero. Por razones parecidas, el príncipe Juan odiaba a las pocas familias sajonas partidarias de Ricardo que aún quedaban en Inglaterra y no perdía oportunidad para mortificarlas y provocarlas. Tenía plena conciencia de que ni sus pretensiones ni su persona eran del agrado de los sajones, como tampoco lo eran del pueblo llano inglés, que temía ver modificados sus fueros, derechos y libertades debido al carácter licencioso y tiránico de Juan.

Asistido por tan galante compañía, montado en soberbia cabalgadura y vestido con esplendor de púrpura y oro, sosteniendo un halcón en el antebrazo y cubierta su cabeza por un rico bonete de costosas pieles circundado de preciosas gemas, el príncipe Juan, sobre un palafrén de hermosa estampa, caracoleaba a la cabeza de su jovial cortejo, que coreaba sus fuertes carcajadas con otras igualmente estruendosas. Al mismo tiempo, miraba con descaro digno de un crítico a las bellezas que adornaban las gradas.

Aunque no era nada difícil detectar en su fisonomía la audacia disoluta, mezclada con la altanería y el absoluto desprecio de los sentimientos ajenos, ni aun así podía negar su porte aquel atractivo que es privilegio de unas facciones abiertas, bien formadas por la naturaleza y ajustadas por arte propio a las reglas imperantes de la cortesía. Sin embargo, sus rasgos distaban de ser francos y honestos y parecían estar modelados con el único objeto de disimular las verdaderas pasiones de su alma. Tal expresión es muy a menudo tomada por varonil franqueza, cuando en verdad sólo procede de una incansable indiferencia originada por una naturaleza libertina y consciente de su superioridad por nacimiento, riquezas o alguna otra ventaja sin conexión con el mérito personal. Para los que no analizaban las cosas profundamente, el esplendor de rheno o gorro del príncipe Juan, la riqueza de su manto, sus botas de cuero repujado, y sus espuelas doradas, unido todo ello a la destreza con que montaba su palafrén, constituían méritos suficientes para merecer calurosos aplausos.

En su alegre caracolear por el palenque, la atención del príncipe fue atraída por la conmoción aún no extinguida que había provocado la ambiciosa pretensión de Isaac. El ojo avizor del príncipe Juan reconoció de inmediato al judío, pero fue más agradablemente atraído por la hermosa hija de Sión, que, aterrorizada por el tumulto, se agarraba estrechamente al brazo de su anciano padre.

La cara de Rebeca podía ciertamente resistir la comparación con la de las más orgullosas bellezas de Inglaterra, incluso si el juez era tan experto «conocedor» como el príncipe Juan. Su figura era exquisitamente simétrica y quedaba resaltada todavía más al ir envuelta en una especie de túnica oriental, según la moda de las mujeres de su tierra. El turbante de seda amarilla conjugaba a la perfección con el color moreno de su cutis. La brillantez de sus ojos, el soberbio arco de sus cejas, su bien formada nariz aquilina, sus dientes blancos como perlas y la gran profusión de velos que caían sobre su cuello y seno formando numerosas espirales, tantas como para poder compararse a cualquier magnífico manto persa de suave seda, exhibiendo flores bordadas en relieve representadas en sus colores naturales sobre fondo púrpura, daban un singular atractivo a la muchacha. Por otra parte, su vestido permitía entrever el cuello y el nacimiento de sus senos. El conjunto formaba una combinación muy atractiva que no empañaban las hermosas doncellas que a su lado estaban. También es cierto que tres de los broches de oro y perlas que cerraban su vestido, desde la garganta hasta el pecho, estaban desabrochados debido al calor, circunstancia que en cierto modo constituía una ventaja en la comparación ya aludida. Un collar de diamantes con colgantes de inestimable valor era uno más de sus atractivos. Una pluma de avestruz sujeta al turbante con un broche de brillantes era otro distintivo de la bella judía, escarnecida y despreciada por las damas orgullosas sentadas a su lado, pero envidiada en secreto por las mismas que afectaban ignorarla.

—¡Por la calva de Abraham! —dijo el príncipe Juan—, esta judía debe ser la reproducción exacta de aquélla que volvió loco al más sabio de los reyes… ¿Y vos qué decís, prior Aymer? Por el templo de aquel sabio rey que nuestro aún más sabio hermano ha creído imposible reconquistar, que se trata de la auténtica amada de que hablan los Cánticos.

—La rosa de Sharon y el lirio de los valles —contestó el prior con un suspiro—; pero Vuestra Alteza debe recordar que aun así no deja de ser judía.

—¡Ah!, y también está ahí mi desleal Mammón —añadió el príncipe, sin hacerle el menor caso—. El marqués de los marcos, el barón de besantes[5], disputando una plaza a los perros sin un real cuyas deshilachadas capas no guardan ni una cruz para evitar que el diablo baile en ellas. ¡Por el cuerpo de san Marcos, que el príncipe de mis gastos particulares y su hermosa judía han de hallar acomodo en las gradas! —añadió—. ¿Quién es ella, Isaac? ¿Es tu esposa o tu hermana esta hurí oriental que sujetas contra ti como lo liarías con el cofre de tus tesoros?

—Mi hija Rebeca, si place a Vuestra Majestad —contestó Isaac calmosamente, nada intimidado por el saludo del príncipe. En él, la burla y la cortesía iban a partes iguales.

—Eres muy listo —indicó el príncipe con una risa aduladora, coreada por sus seguidores—. Pero, hija o esposa, será honrada según su belleza y sus méritos requieren. ¿Quién se sienta en este lugar? —paseó la mirada por las gradas—. ¡Miserables sajones repantigados a placer! ¡Que se aparten! ¡Que se apretujen y abran paso a mi príncipe de los usureros y a su encantadora hija! Haré que los villanos comprendan que deben compartir la sinagoga con aquéllos a quienes verdaderamente pertenece.

Los que ocupaban las gradas hacia las que tan descortés e insultante discurso iba dirigido no eran otros que los miembros de la familia de Cedric el Sajón y de su pariente y aliado Athelstane de Coningsburgh, un personaje que por descender de los últimos monarcas de Inglaterra era tenido en la más alta estima por los ingleses del norte. Por desgracia, junto con la sangre, Athelstane había heredado muchas de las flaquezas de sus ascendientes. Era de aspecto agradable, fuerte y voluminoso; se hallaba en la flor de su edad… En contrapartida, su expresión era inanimada, triste su mirada, pobladas sus cejas; lentos y torpes sus movimientos y tan lento en sus resoluciones que también mereció el apodo de uno de sus antepasados, llamado por todos Athelstane el Indeciso. Sus amigos, y tenía muchos, como Cedric, le tenían en gran estima; ellos afirmaban que su lentitud no procedía de una falta de valor, sino que tan sólo era atribuible a la falta de decisión. Otros alegaban que el vicio hereditario de la embriaguez había oscurecido sus facultades, ya de por sí no demasiado brillantes, y que el temperamento azorado y las maneras suaves eran los despojos de un carácter que de no estar mutilado sería digno de elogio. Sin embargo, habían desaparecido en él las virtudes debido a la larga progresión de continuas francachelas.

A esta persona, tal como la hemos descrito, había dirigido Juan su imprecación para que cediera su sitio a Rebeca y a Isaac. Athelstane, profundamente confundido por una orden que los usos y costumbres de la época hacían injuriosa e insultante, quería rechazar la orden del príncipe Juan, pero no acertaba en el modo de hacerlo; y, sin moverse lo más mínimo ni dar ninguna señal de su intención de obedecer, abrió sus grandes ojos grises y miró al príncipe con un asombro que no dejaba de tener sus ribetes ridículos. Pero el impaciente Juan no captó el matiz:

—El cerdo sajón o está dormido o me tiene en poco… Pínchale con la lanza, De Bracy —ordenó a un caballero que cabalgaba a su hielo, jefe de una partida de asalariados, especie de tropas mercenarias llamadas «compañeros libres», es decir, mercenarios sin nacionalidad, pero al servicio de cualquier príncipe que pudiera pagarles. Tras aquellas palabras se alzó un murmullo en el mismo cortejo del príncipe Juan, pero De Bracy, cuya profesión le dispensaba de todo escrúpulo, extendió su larga lanza y seguramente hubiera ejecutado la orden antes de que el indeciso Athelstane hubiera recobrado la presencia de ánimo para esquivar el arma, si Cedric, tan rápido como lento era su amigo, no hubiera desenvainado con la prontitud del rayo la corta espada con que iba armado y, de un solo mandoble, separado el rejón del asta. La ira hizo subir la sangre a las mejillas de Juan. Soltó uno de sus más violentos juramentos y estaba a punto de proferir una amenaza no menos violenta, cuando fue disuadido de sus propósitos, en parte por sus propios acompañantes que se agruparon a su alrededor, y en parte debido al general aplauso que provocó la decidida acción de Cedric. El príncipe hacía girar sus ojos con indignación como si buscara alguna víctima propicia en la que descargar su ira. Quiso la casualidad que su mirada se encontrara con la mirada firme del arquero que ya conocemos, el cual persistía en sus aplausos y parecía desafiar al príncipe sacudido por la cólera.

Éste le interrogó acerca de la razón de tan clamoroso gozo.

—Siempre celebro un buen tiro o un gracioso mandoble —dijo.

—Estas tenemos, ¿eh? —contestó el príncipe—. Por lo tanto, me atrevo a apostar que siempre das en la diana.

—Puedo herir a un guardabosque siempre que esté a tiro —contestó el arquero.

—¿Y qué me dices de Wat Tyrrell, con una distancia de cien yardas? —dijo una voz imposible de identificar.

Esta alusión a la suerte de William Rufus, su abuelo, al mismo tiempo halagó y alarmó al príncipe Juan. De todos modos limitóse a ordenar a los centinelas que vigilaban el palenque que no perdieran de vista al arquero y que lo tuvieran siempre a tiro.

—¡Por san Grizzel! —añadió—, ¡que hemos de tener ocasión de probar su propia destreza a quien tanto celebra las hazañas ajenas!

—No rechazo la prueba —dijo el arquero sin perder la compostura.

—Y ahora, levantaos, miserables sajones —dijo el orgulloso príncipe—; ¡por el mismísimo rayo de Dios, que el judío ha de sentarse entre vosotros!

—¡De ningún modo, si os place! No procede que gente como nosotros se mezcle con los dueños de las tierras —dijo el judío. Era cierto que sus deseos de figurar le habían llevado a disputar con el exhausto y empobrecido descendiente de los Montdidier, pero no quería de ningún modo incomodar a los sajones ricos.

—Levántate cuando yo te lo mando, perro infiel —dijo el príncipe Juan—. Levántate o te haré arrancar la piel a tiras y las haré curtir para hacer arneses para mi caballo.

Acuciado de este modo, el judío empezó a subir los estrechos escalones que conducían a la grada superior.

—Veamos quién se atreve a detenerle —dijo el príncipe clavando la vista en Cedric, cuya actitud delataba el propósito de hacer rodar al judío escaleras abajo.

La catástrofe se evitó gracias al bufón Wamba, que se interpuso entre su amo e Isaac. Entonces contestó al desafío del príncipe.

—¡Yo me atreveré! —dijo al tiempo que aproximaba a las barbas del judío una badana de tocino que se sacó del coleto, donde la había escondido sin duda con el propósito de utilizarla en caso de que el torneo durara más que la abstinencia que podía soportar su apetito. Topando de narices con la carne abominada por su raza, el judío retrocedió, perdió pie y allá se fue rodando gradas abajo, mientras el bufón agitaba su espada de madera por encima de su cabeza. Broma ésta que los asistentes juzgaron de primera calidad y celebraron con grandes carcajadas, acompañados por las del príncipe Juan y todo su cortejo.

—Otorgadme el galardón de la victoria, ¡oh príncipe! He vencido a mi contrincante en noble lucha, con espada y escudo —dijo blandiendo la pieza de tocino en una mano y la espada de madera en la otra.

—¿Quién y qué eres tú, noble campeón? —preguntó el príncipe Juan todavía riendo.

—Un loco por derecho de herencia —contestó el bufón—; soy Wamba, hijo de Witless, el cual fue hijo de Weatherbrain, hijo a su vez de un magistrado.

—Proporcionad un lugar al judío en la primera fila de la grada —dijo Juan, sin duda para mantener en cierto modo su anterior orden—. Colocar al vencido junto a su vencedor sería contrario a las reglas de caballería.

—Peor sería mantener juntos al bribón y al loco —contestó el bufón— y todavía peor al judío junto al tocino.

—¡Gracias, amigo mío! —exclamó el príncipe—. Me place en gran manera. Tú, Isaac, préstame un puñado de besantes.

Cuando el judío, sorprendido por la petición y temeroso de no complacerla pese a que no deseaba hacerlo, empezó a hurgar en el saquito de piel que pendía de su cinto intentando quizá hacerse una idea acerca de cuántas monedas entran en un puñado, el mismo príncipe, impaciente, se inclinó y arrebató la bolsa de las manos de Isaac. Sacó de sus dudas al judío, lanzó dos monedas de oro al bufón y prosiguió su galopada por el palenque, abandonando al judío a las chanzas de los circundantes. Aquella acción le mereció tantos aplausos como si hubiera llevado a cabo alguna acción honrada y honorable.