XLII
Cubrían el cuerpo de Marcelo
mientras canturreaban una suave melodía,
que era el elogio del finado galán.
Viejas, elegantes y grandes damas sollozaban
y hasta la llegada del alba velaban.Canción anónima antigua.
El modo de efectuar la entrada en la torre del castillo de Coningsburgh es muy peculiar, y procede de la rústica simplicidad de los lejanos tiempos en que fue erigida. Unas escaleras de vuelo tan vertical y estrecho que casi se las puede tildar de precipicio, suben hasta un portal de bajo dintel situado en el lado sur de la torre, a través del cual el osado amante de las antigüedades puede, o podía hasta hace muy poco, tener acceso al tercer piso de la edificación, por ser los dos pisos inferiores bóvedas y mazmorras que no reciben ni luz ni aire si no es a través de un orificio cuadrado del tercer piso al cual se ascendía, al parecer, por medio de una escalera de mano. El acceso a los aposentos más altos de la torre, que en total cuenta con cuatro pisos, se efectúa por unas escaleras que cruzan los salientes externos.
El buen rey Ricardo, seguido por su fiel Ivanhoe, llegó por esta difícil y complicada entrada a la habitación circular que ocupaba todo el tercer piso. Wilfred aprovechó los recovecos de las difíciles escaleras para esconder su rostro en el embozo de su manto, porque ya se había establecido que no se presentaría a su padre hasta que el rey le diera la señal para hacerlo.
Cerca de una docena de los más distinguidos representantes de las familias sajonas de los vecinos condados estaban reunidos en la sala, alrededor de una gran mesa de encina. Todos eran viejos o, por lo menos, hombres maduros. Y esto era así porque los más jóvenes, con gran disgusto de sus mayores, habían roto como Ivanhoe la mayoría de barreras que separaban a vencedores de vencidos. El abatimiento y tristes miradas de estos hombres venerables, el silencio que guardaban y su melancólico gesto, contrastaban enormemente con la frivolidad de los que se divertían en el exterior del castillo. Sus rizos grises y largas barbas, sus antiguas túnicas y anchos mantos negros resultaban adecuados y hacían juego con el singular y rústico salón que ocupaban. Daban, en conjunto, la impresión de ser un grupo de antiguos adoradores de Woden, vueltos a la vida para lamentar el declive de su gloria nacional.
Cedric, que ocupaba un asiento del mismo rango que los demás, parecía presidir la reunión por común acuerdo. Cuando entró Ricardo, a quien sólo conocía por el nombre de Caballero del Candado, se levantó gravemente y le dio la bienvenida con el conocido saludo Waes hael, levantando al mismo tiempo un cubilete a la altura de la cabeza. El rey, que no desconocía las costumbres de sus súbditos ingleses, contestó al saludo con las palabras apropiadas, Drinc hael, y bebió de una copa que le había alargado el mayordomo. La misma cortesía se le hizo a Ivanhoe, el cual correspondió a su padre en silencio, sustituyendo el brindis habitual por una inclinación de cabeza para evitar ser reconocido por la voz.
Cuando esta ceremonia preliminar llegó a su fin, Cedric se levantó y alargando su mano a Ricardo le condujo a una pequeña capilla rústica, la cual parecía haber sido excavada en uno de los salientes exteriores. Al no haber ninguna abertura a excepción de un diminuto ventanuco, el lugar hubiera estado a oscuras de no ser por dos antorchas, cuya luz roja dejaba ver entre el humo los arcos del techo y los muros desnudos, el rudo altar de piedra y el crucifijo del mismo material.
Ante dicho altar se encontraba un ataúd, y a cada lado de él se arrodillaban tres frailes, que rezaban sus letanías y plegarias con los mayores signos externos de devoción. La madre del difunto había entregado una espléndida limosna al convento de san Edmund para pagar estos servicios y, para cumplirlos a conciencia, todo el convento, excepto el sacristán que era cojo, se había trasladado al castillo. Mientras seis de ellos estaban constantemente de guardia junto al ataúd de Athelstane para llevar a cabo los ritos sagrados, los demás no se abstenían de tomar parte en las diversiones y en el refrigerio. Mientras duraba esta piadosa vigilia y custodia, los buenos monjes se cuidaban especialmente de no interrumpir sus himnos ni un solo instante, no fuera que Zernebock, el antiguo demonio sajón, pusiera las garras sobre el fallecido Athelstane. No tenían menos cuidado de impedir que cualquier seglar atrevido tocara los paños fúnebres, los cuales, siendo los que se usaron en el funeral de san Edmund, podían quedar desacreditados si los tocaban las manos de algún profano. Si era cierto que estas atenciones podían serle de alguna utilidad al difunto, no lo es menos que también tenía algún derecho a que los frailes de san Edmund se las prodigaran, ya que, además de cien marcos de oro pagados para sacar a su alma del purgatorio, la madre de Athelstane había anunciado su propósito de hacer donación al convento de la mayor parte de las tierras del difunto para que rezaran a perpetuidad por su alma, y por la de su esposo, también fallecido.
Ricardo e Ivanhoe siguieron a Cedric el Sajón a la capilla funeraria, donde, mientras su guía señalaba con el dedo el ataúd de Athelstane con toda solemnidad, imitaron su ejemplo santiguándose devotamente y rezando una corta plegaria para la salvación de aquella alma que les había abandonado.
Ejecutado este acto de piadosa caridad, Cedric les indicó otra vez que le siguieran, e inició la marcha deslizándose por el suelo de piedra con pasos inaudibles. Después de ascender unos cuantos escalones, abrió con mucho cuidado la puerta de un pequeño oratorio anexo a la capilla. Medía aproximadamente ocho pies cuadrados y estaba excavado, al igual que la capilla, en los gruesos muros. Un rayo de sol poniente entraba a través de una tronera, que se ensanchaba considerablemente hacia el interior. Una mujer de porte digno, cuyo rostro conservaba huellas de su pasada belleza, se encontraba allí. Sus largas vestiduras de luto y su toca, hecha con una rama de ciprés negro, realzaban la blancura de su tez y la belleza de sus trenzas de color rubio pálido, que el tiempo no había conseguido hacer más delgadas ni blancas. Todo su aspecto denotaba una profundísima pena sostenida por la resignación. Sobre una mesa de piedra había un crucifijo de marfil, junto al cual se veía un misal de páginas ricamente iluminadas y con los bordes adornados con cierres de oro y repujados del mismo metal precioso.
—Noble Edith —dijo Cedric, después de haber guardado silencio durante algunos instantes como si deseara dar tiempo a Ricardo y a Ivanhoe para que contemplaran a la dueña de la mansión—, he aquí a dos apreciados forasteros que han venido para ser partícipes de tus penas. Y éste especialmente, pues es el valiente caballero que luchó tan bravamente para liberar a aquél por el cual hoy estamos tristes.
—Agradezco su bravura —replicó la señora—, aunque fuera voluntad del cielo que diera muestras de ella inútilmente. Agradezco también su cortesía y la de su compañero, que les ha traído para consolar a la viuda de Adeling, la madre de Athelstane, en esta hora de profunda pena. A tus cuidados los confío, amable pariente, con la seguridad que no les habrá de faltar la hospitalidad que todavía pueden dar estas tristes paredes.
Los huéspedes se inclinaron profundamente ante la desconsolada madre y marcharon con su hospitalario guía.
Otra retorcida escalera les condujo a un aposento de medidas iguales a las del que antes habían estado, y que ocupaba el piso inmediatamente superior. Aun antes de abrir la puerta, pudieron oír, procedentes del salón, los sones melancólicos y suaves de un coro vocal. Después de trasponer el umbral, se encontraron ante unas veinte matronas y doncellas de distinguido linaje sajón. Cuatro de las doncellas, dirigidas por Rowena, entonaban un himno por el alma del difunto. Solamente hemos podido descifrar algunas partes del mismo:
El polvo al polvo,
ésta es la suerte de todos.
Aquél que la habitaba,
ha abandonado la pálida forma
y la ha dejado a los gusanos.
La corrupción reclama su parte.
Por caminos desconocidos
ha volado tu alma
para buscar el reino de los lamentos,
donde los dolores despiadados
purgarán la mancha
de las acciones de aquí abajo.
En tal triste lugar,
poco habrás de permanecer,
¡por la gracia de María!
Estarás allí hasta que los rezos, las limosnas
y salmos sagrados
liberen al cautivo.
Mientras el coro femenino cantaba este canto fúnebre con tono bajo y melancólico, las demás mujeres estaban divididas en dos bandos, uno de ellos dedicado a bordar con toda la habilidad y el buen gusto de que eran capaces un gran paño funerario destinado a cubrir el ataúd de Athelstane, y otro ocupado en seleccionar flores de unos cestos. Con ellas confeccionaban una guirnalda destinada al mismo triste propósito. Las doncellas se portaban con todo decoro, aunque no daban muestras de profunda aflicción; pero de cuando en cuando, un murmullo o una sonrisa merecía una regañina de las matronas de aspecto más severo. Aquí y allá podía verse a alguna damisela más interesada en averiguar cómo le sentaba su vestido de luto que en la lúgubre ceremonia para la cual se lo había puesto. Esta disposición, si debemos confesar la verdad, no disminuyó con la entrada de los caballeros, sino que ocasionó algunas miradas de reojo y bastantes murmullos. Sólo Rowena, demasiado orgullosa para ser vana, saludó a su libertador con graciosa cortesía. Su actitud era seria pero no desconsolada, de modo que podía dudarse si los pensamientos ocupados en Ivanhoe y en la incierta suerte que hubiera corrido no eran más responsables de su grave expresión que la muerte de su pariente.
Sin embargo, a Cedric, que como ya hemos tenido ocasión de observar muchas veces no era demasiado clarividente, la pena de su pupila le parecía mucho más profunda que la de las otras doncellas, y por ello le pareció oportuno dar una corta explicación.
—Era la prometida del noble Athelstane.
Tenemos motivos para dudar que esta noticia aumentara la disposición de Wilfred a simpatizar con las plañideras de Coningsburgh.
Habiendo mostrado de este modo a los huéspedes todas las dependencias en las cuales se celebraban las exequias fúnebres de Athelstane, Cedric les condujo a un pequeño cuarto destinado, según les informó, al acomodo de los huéspedes distinguidos, pero cuya más débil relación con el difunto no les hiciera grata la compañía de aquellos más directamente afectados por el infeliz acontecimiento. Se aseguró de que todo estaba preparado para que estuvieran cómodos, y ya se disponía a retirarse cuando el Caballero Negro le tomó de la mano.
—Os ruego que recordéis, noble señor, que la última vez que nos separamos me prometisteis, a cambio de los servicios que tuve el placer de poder prestarte, que me concederíais una gracia.
—Ya está concedida antes de que la nombréis, noble caballero —dijo Cedric—. De todos modos, en esta ocasión…
—También he pensado en ello —dijo el rey—. Pero dispongo de poco tiempo, y no deja de parecerme apropiado que cuando cerremos la tumba de Athelstane, depositemos también allí ciertos prejuicios y precipitadas decisiones.
—Señor Caballero del Candado —dijo Cedric enrojeciendo e interrumpiendo a su vez al rey—, creo que vuestra petición debe concerneos a vos y a nadie más. Porque en aquello que afecta al honor de mi casa, no parece muy adecuado que un extraño se entrometa.
—Ni tampoco quiero yo entrometerme —dijo el rey con suavidad—, por lo menos en aquello que vos mismo reconozcáis que no me concierne. Sin embargo, como hasta ahora me habéis conocido solamente por el nombre de Caballero Negro del Candado, conocedme ahora como Ricardo Plantagenet.
—¡Ricardo de Anjou! —exclamó Cedric, retrocediendo con el mayor asombro.
—No, noble Cedric. ¡Ricardo de Inglaterra! El mismo cuyo profundo interés y deseo es ver a sus hijos unidos entre sí. ¿Qué sucede ahora, noble señor, no tienes rodilla para tu príncipe?
—¡Nunca se ha doblado ante la sangre normanda!
—Reserva entonces tu homenaje —dijo el monarca— hasta que demuestre mi derecho a él dando igual protección a normandos y a ingleses.
—Príncipe —contestó Cedric—, siempre he hecho justicia a vuestra bravura y valía. Tampoco ignoro que vuestros derechos a la corona proceden de Matilda, sobrina de Édgard Atheling e hija de Escocia. Pero Matilda, aunque de sangre real sajona, nunca fue heredera de la monarquía.
—No discutiré contigo mis títulos, noble señor —dijo Ricardo con calma—, pero te ruego que mires a tu alrededor y que me digas si ves a alguien que pueda estar en el otro platillo de la balanza.
—¿Y habéis viajado hasta aquí, príncipe, para decirme esto? ¿Para abrumarme con la ruina de mi raza ahora que la tumba se ha cerrado sobre la última rama de la realeza sajona? —su rostro se puso muy sombrío mientras hablaba—. Muy osado y muy temerario habéis sido al obrar así.
—¡No lo he sido, por el sagrado madero! —replicó el rey—. Actué con la franca confianza que un valiente puede depositar en otro, sin una sombra de peligro.
—Bien habéis hablado, señor rey…, porque reconozco que lo sois y lo seréis a pesar de mi débil oposición. ¡No me atrevo a acometer el único camino para evitarlo, aunque vos mismo habéis puesto la tentación al alcance de mi mano!
—Y ahora, tratemos de la gracia que has de concederme —dijo el rey—, la cual reclamo sin un ápice menos de confianza que la que tú has demostrado al reconocer mis legítimos derechos a la soberanía. Reclamo de ti, como hombre de palabra y bajo pena de ser tenido por falsario, perjuro y malsín, que recibas y perdonas con afecto paternal al caballero Wilfred de Ivanhoe. Habrás de reconocer que esta reconciliación me concierne, ya que atañe a la felicidad de mi amigo. De este modo dejaré zanjada una querella entre dos de mis fieles súbditos. ¡Y éste de aquí es Wilfred! —exclamó, señalando a su hijo.
—¡Padre mío! ¡Padre mío! —dijo Ivanhoe, postrándose a los pies de Cedric—. ¡Dadme vuestro perdón!
—Ya lo tienes, hijo mío —dijo Cedric, levantándole—. El hijo de Hereward sabe cómo mantener su palabra, incluso cuando se la da a un normando. Pero debo verte vistiendo como nuestros antepasados ingleses, sin capa corta, sin gorros fantasiosos, sin fantásticas plumas mientras estés en mi decente casa. Aquél que quiera ser hijo de Cedric debe mostrar que sus antepasados fueron ingleses. Estás a punto de hablar y ya sé de qué —añadió secamente—. Lady Rowena debe llevar luto durante dos años completos, que es el término señalado para un futuro esposo fallecido. Todos nuestros antepasados sajones renegarían de nosotros si tratáramos de casarla antes de que la tumba de aquel con quien debía haberse unido, aquél que más merecía su mano por nacimiento y alcurnia, estuviera cerrada. El espíritu del mismo Athelstane rompería su mortaja ensangrentada y se presentaría ante nosotros para impedir que deshonráramos su memoria.
Pareció como si las palabras de Cedric hubieran convocado a un espectro; pero no había acabado de pronunciar estas últimas palabras, cuando se abrió la puerta de golpe y Athelstane, vestido con todos los accesorios para ir a la tumba, se presentó ante ellos, pálido, descompuesto, como alguien que ha regresado de la muerte.
El efecto que produjo en los presentes aquella aparición es inenarrable. Cedric retrocedió de un salto, dando contra el muro que estaba a su espalda y apoyándose en él como alguien que no puede con el peso de su propio cuerpo, miró a la figura de su amigo con los ojos fijos y con una boca que daba la impresión de no poder cerrarse. Ivanhoe se santiguó repitiendo plegarias en sajón, latín o francés, tal como acudían a su memoria, mientras que Ricardo decía alternativamente Benedicite y juraba Mort de ma vie.
Al mismo tiempo, se pudo oír un gran escándalo escaleras abajo y algunos gritos: «¡Haceos con los monjes traidores!», «¡Arrojadles a la mazmorra!», «¡Colgadles de la torre más alta!».
—¡En el nombre de Dios! —exclamó Cedric, dirigiéndose a lo que parecía ser el espectro de su fallecido amigo—. Si eres mortal, ¡habla! Si eres un espíritu del otro mundo, dinos el motivo por el cual apareces, o si puedo hacer algo para proporcionar reposo a tu espíritu. Vivo o muerto, noble Athelstane, ¡háblale a Cedric!
—Lo haré —dijo el espectro con mucha compostura— cuando haya tomado aliento y cuando me deis tiempo. ¿Vivo, dices? Estoy tan vivo como pueda estarlo aquél que se ha alimentado de pan y agua durante tres días que me han parecido tres siglos. ¡Sí, pan y agua, padre Cedric! Por el cielo y todos los santos que allí moran, que no ha pasado por mi garganta mejor comida durante tres días tan largos como tres vidas, y que sólo se debe a la divina providencia el que ahora esté aquí para contarlo.
—Pero, noble Athelstane, si yo mismo vi cómo el orgulloso templario os derribaba ya casi al final del ataque a Torquilstone —dijo el Caballero Negro—. ¡Creí, y Wamba así lo relató, que vuestro cráneo se había abierto hasta los dientes!
—Creisteis mal, señor caballero —dijo Athelstane—, y Wamba mintió. Mis dientes están en perfecto estado como muy pronto tendrá ocasión de comprobar mi cena. No fue, sin embargo, gracias al templario, cuya espada giraba en su mano y la hoja de la cual me dio de plano, sino que se lo debo al mango de la buena maza con el cual me protegí del golpe. Si hubiera llevado mi casco de acero no hubiera hecho ningún caso del golpe y lo hubiera contestado de tal modo que hubiera imposibilitado su huida. Pero, como no fue así, caí al suelo, atontado, eso sí, pero sin ninguna herida. Otros fueron derribados y muertos hasta cubrirme, y no recobré el uso de mis sentidos hasta que me encontré en un ataúd, abierto por suerte, y colocado ante el altar de la iglesia de san Edmund. Estornudé varias veces, gemí, me desperté y me hubiera levantado, cuando el sacristán y el abad acudieron corriendo aterrorizados, sorprendidos, sin duda, y nada complacidos de encontrar vivo al hombre cuyos herederos se habían propuesto ser. Pedí vino y me dieron algo, pero debía estar cargado de narcótico porque me dormí más profundamente que antes y no desperté más que al cabo de muchas horas. Me vi atado de manos, mis pies tan fuertemente ligados que los tobillos me duelen sólo al recordarlo, el lugar estaba completamente oscuro, y supongo que era el trastero del maldito convento. Por el recio olor a cerrado y a humedad, llegué a imaginar que también lo utilizan como sepultura. Extraños pensamientos me asaltaban en mis intentos por explicarme lo que pudiera haberme sucedido, cuando la puerta de mi mazmorra chirrió y dos monjes villanos entraron. Hubiera podido convencerme de que me encontraba en el Purgatorio, pero yo conocía demasiado bien la asmática voz y el corto aliento del padre abad. ¡San Jeremías!, cuán diferente era su tono del que empleaba para pedirme otra tajada de pernil, ¡el perro ha banqueteado conmigo desde Navidad a la noche de Reyes!
—Tened paciencia, noble Athelstane —dijo el rey—. Tomad aliento, contad la historia a vuestro ritmo. Creedme, este relato vale tanto como un romance.
—Sí, pero por el cetro de Bromeholm, ¡no se trata de ningún romance! —dijo Athelstane—. Una rebanada de pan de centeno y una jarra de agua: esto me dieron los traidores a los cuales mis padres y yo enriquecimos cuando sus mejores recursos consistían en las lonjas de tocino y las medidas de grano que conseguían de los pobres siervos y esclavos a cambio de sus rezos. Nido de víboras ingratas…, pan de centeno y agua de pozo, y ¡dárselas a tan buen patrón como yo he sido para ellos! ¡Los sacaré de su nido ahumándolo, aunque me valga la excomunión!
—Pero, en el nombre de Nuestra Señora, noble Athelstane —dijo Cedric, apretando la mano de su amigo—. ¿Cómo escapasteis a tan inminente peligro? ¿Se ablandaron sus corazones?
—¿Ablandarse sus corazones? —exclamó Athelstane—. ¿Acaso se funden las rocas con el calor del sol? Si no hubiera sacado a las abejas de su colmena un barullo exterior que yo supuse era la procesión que se dirigía a participar de la comida de mi banquete funerario, y eso sabiendo cómo y dónde yo había sido enterrado en vida, todavía estaría allí. Oí sus salmos mortuorios sin que nadie se percatara de que aquéllos que los cantaban en beneficio de mi alma hacían pasar hambre a mi cuerpo. De todos modos, se fueron y yo quedé esperando largo tiempo algún alimento. No era extraño. El glotón del sacristán estaba demasiado ocupado con su propio apetito para preocuparse del mío. Al fin bajó con paso inseguro y despidiendo un fuerte olor a vino y a especias. Los buenos sentimientos habían abierto su corazón, porque me dejó un trozo de pastel y una jarra de vino en vez de mi dieta anterior. Comí y bebí y me sentí con más fuerza. Entonces, para colmo de buena suerte, demasiado vacilante para cumplir bien su deber de carcelero, no le dio la vuelta a la llave, cerró la puerta con fuerza contra el dintel y así la hizo saltar de la cerradura, con lo que cayó a la parte de adentro. La argolla a la cual mis cadenas estaban sujetas estaba más oxidada que lo que yo o el abad hubiéramos podido esperar. El alimento y el vino pusieron en funcionamiento mi ingenio. Ni siquiera el hierro podía dejar de consumirse en aquella infernal mazmorra.
—Tomad aliento, noble Athelstane —dijo Ricardo—. Y tomad algún refrigerio antes de continuar con tan horrendo relato.
—¿Tomar algo, decís? He estado tomando algo cinco veces, y a pesar de ello, un bocado de aquel sabroso jamón no dejaría de avenirse con esta ocasión y, os ruego, amable señor, que me acompañéis con un vaso de vino.
Los huéspedes, aunque todavía maravillados, insistieron para que el resucitado señor de la mansión continuara su historia, lo cual hizo.
Tenía mucha más audiencia que cuando había empezado su relato, porque Edith, después de haber dictado las disposiciones pertinentes al buen orden de la casa, siguió al muerto-vivo a la habitación de los huéspedes con tantos invitados, hombres y mujeres, como cabían en las estrechas escaleras y el pequeño cuarto. Aquéllos que estaban arracimados en la escalera oyeron bastante mal el relato y lo transmitieron peor a los situados más abajo, los cuales, a su vez, lo propagaron al vulgo del exterior tan defectuosamente que era irreconocible y diferente del hecho real. Athelstane, de todos modos, continuó como sigue la historia de su fuga:
—Viéndome libre de la argolla, me lancé escaleras arriba tan rápidamente como pueda hacerlo un hombre cargado de cadenas y grillos y agotado por el ayuno y, después de andar perdido algún rato, me dejé guiar por los sones de un divertido rondó a un aposento donde el simpático sacristán, con vuestro permiso, celebraba una misa negra con un hermano de la capucha y el hábito gris, de pobladas cejas negras como un grillo, ancho de espaldas y tan voluminoso que más parecía un ladrón que un clérigo. Caí sobre ellos, y el estilo de mi vestido mortuorio, así como el sonar de las cadenas me hacían más parecido a un habitante del otro mundo que no a uno de éste. Ambos se levantaron atónitos; pero cuando derribé al sacristán de un puñetazo, el otro individuo, su compañero de olla, me dirigió un buen golpe con su partesana.
—Éste debe ser nuestro fray Tuck, apuesto un condado —dijo Ricardo, mirando a Ivanhoe.
—Que sea el diablo si quiere —dijo Athelstane—. Afortunadamente no dio en el blanco y al acercarme para luchar con él, se encomendó a los tobillos y escapó a todo correr. No descuidé de librar los míos utilizando la llave del candado que, entre otras, colgaba del cinturón del sacristán, y tuve pensamientos de saltarle los sesos al bellaco con el manojo de llaves, pero me acordé del pastel y de la jarra de vino y me dejé ganar por la gratitud hacia el pillo que de este modo había aliviado mi cautiverio. Por tanto, después de propinarle un par de coces con todo mi corazón, le dejé allí tumbado, cogí un poco de carne asada y un pellejo de vino con el cual los dos venerables hermanos se habían estado regalando y fui al establo, donde encontré, en una cuadra privada, a mi propio caballo, el mejor de los que tengo, el cual sin duda había sido destinado al uso particular del abad. Me dirigí hacia aquí a la máxima velocidad que la bestia podía resistir; todos los hombres nacidos de mujer huían de mí por allí donde pasaba, tomándome por un espectro, con más motivo porque me había cubierto la cabeza con la caperuza mortuoria. No hubiera conseguido que me admitieran en mi propio castillo de no haber alegado que era el ayudante de un juglar que divierte a la gente en el patio, y más si tenemos en consideración que se han reunido para llorar la muerte de su señor. Decía que el mayordomo creyó que iba vestido para representar algún papel en alguna parodia de tragedia, y por eso me dejó pasar y no hice más que descubrirme ante mi madre y tomar un bocado apresuradamente antes de venir a vuestro encuentro, mi noble amigo.
—Y me habéis encontrado —dijo Cedric— dispuesto a reemprender nuestros bravos proyectos de honor y libertad. Os digo que nunca se levantará una aurora tan propicia como la de mañana para la liberación de la noble raza sajona.
—No me habléis de liberar a nadie —dijo Athelstane—. Ya basta que haya conseguido liberarme a mí mismo. Mis más fervientes intenciones son las de castigar a aquel villano abad. Colgará de lo más alto de este castillo de Coningsburgh con su capa pluvial y su estola, y si las escaleras son demasiado estrechas, para que pase por ella su corpachón cebado, lo izaré desde el exterior.
—Pero, hijo mío —dijo Edith—, considera su sagrado oficio.
—Considerad mis tres días de ayuno —replicó Athelstane—. Tendré la sangre de todos ellos. Por menos motivo fue quemado vivo Front-de-Boeuf, ya que él por lo menos cuidaba la mesa de sus prisioneros, solamente que en el último guisado se le fue la mano con el ajo. Pero estos hipócritas y desagradecidos esclavos, tantas veces aduladores invitados a mi mesa, y se invitaban ellos mismos además, esos que no me dieron ni guisado ni ajo, ni mucho ni poco, ¡ésos morirán, por el alma de Hengist!
—Pero el Papa, mi noble amigo… —dijo Cedric.
—Pero el diablo, mi noble amigo —contestó Athelstane—. Morirán y no se hablará más de ellos. Aunque fueran los mejores monjes sobre la tierra, el mundo podría pasarse sin ellos.
—Por vergüenza, noble Athelstane, olvidad a estos desgraciados en la carrera gloriosa que se abre ante ti —dijo Cedric—. Hazle saber a este príncipe normando, Ricardo de Anjou, que, por muy de león que sea su corazón, no se sentará sin luchar en el trono de Alfred mientras un descendiente varón del santo Confesor viva para disputárselo.
—¡Cómo! —exclamó Athelstane—. ¿Es éste el noble rey Ricardo?
—Es Ricardo Plantagenet en persona —dijo Cedric—. Aunque no será preciso que te recuerde que habiendo venido aquí por propia voluntad y como invitado, no debe sufrir mal ni ser retenido prisionero. Conoces bien tus deberes para con él como anfitrión que eres.
—¡Ay, por mi fe! —dijo Athelstane—. ¡Y además conozco mi deber como súbdito y aquí mismo le rindo pleitesía y le ofrezco mano y corazón!
—¡Hijo mío —dijo Edith—, piensa en tus derechos reales!
—¡Pensad en la libertad de Inglaterra, príncipe degenerado! —dijo Cedric.
—Madre y amigo —decía Athelstane—. Me importan un comino vuestras regañinas. Pan y agua y una mazmorra constituyen un maravilloso apaciguador de la ambición y salgo de la tumba mucho más prudente que cuando a ella bajé. La mitad de estas vanas locuras me las metía por los oídos este pérfido abad Wolfram y ya tenéis pruebas para juzgar si es la clase de consejero del cual se deba hacer caso. Desde que se pusieron en marcha estas maquinaciones no he hecho nada más que apresurados viajes, tener indigestiones, golpes, molestias y prisión, y he estado a punto de morir de hambre. Además, su lógico final será la muerte de millares de gentes tranquilas. Sabedlo, seré rey en mis dominios y en ningún otro lugar, y mi primer acto de poder será colgar al abad.
—Y mi pupila Rowena —dijo Cedric—, ¿tenéis intención de abandonarla?
—Padre Cedric —decía Athelstane—, sed razonable. A lady Rowena no le importo en absoluto. Antes ama el meñique del guante de mi pariente Wilfred que toda mi persona. Aquí está ella para reconocerlo. No, no te sonrojes, mujer, pariente mía, no hay desdoro en amar más a un caballero de la corte que a un hidalgo campesino. Y tampoco te rías, Rowena, porque un sudario y un rostro adelgazado no son cosa de risa, Dios lo sabe. Pero si quieres reír te daré mejor motivo. Dame tu mano, o mejor dicho, préstamela, porque sólo te la pido como amigo. Oye, primo Wilfred de Ivanhoe, renuncio y abjuro a tu favor. ¡Hey, por san Dunstan! ¡Nuestro primo Wilfred ha desaparecido! Sin embargo, aunque todavía me falle la vista a causa del ayuno padecido, le vi allí de pie ahora mismo.
Todos miraron alrededor y preguntaron por Ivanhoe, pero se había desvanecido. Al final se supo que habían venido a buscarle y que, después de breve conversación, había requerido a Gurth y a su armadura y había abandonado el castillo.
—Hermosa prima —le dijo Athelstane a Rowena—, si llegara a pensar que esta súbita marcha de Ivanhoe no era motivada por razones de muchísimo peso, volvería a asumir.
Pero como había soltado la mano de ella al observar por primera vez que Ivanhoe había desaparecido, Rowena, que consideraba muy embarazosa su situación, aprovechó la oportunidad para abandonar también el aposento.
—Ciertamente —dijo Athelstane—, que las mujeres son los animales menos de fiar, a excepción de los monjes y los abades. Soy un infiel si digo que no esperaba su agradecimiento y, quizá, un beso de propina. Este maldito sudario seguramente tiene un extraño hechizo. Todos huyen de mí. A vos me dirijo, noble rey Ricardo, con los votos de pleitesía que como vasallo…
Pero el rey Ricardo también había salido y nadie sabía adonde había ido. Al cabo de un rato se supo que había corrido al patio, había requerido la presencia del judío que antes había hablado con Ivanhoe y, después de conversar con él por algún tiempo, había saltado sobre el corcel y obligado al judío a montar otro, y había salido a tal velocidad que, según dijo Wamba, no se podía dar ni un penique por el cuello del judío.
—¡A fe mía! —exclamó Athelstane—. Es verdad que Zernebock ha tomado posesión de mi castillo durante mi ausencia. Regreso con mi sudario cual presa devuelta por el sepulcro, y todos aquéllos a quienes dirijo la palabra se desvanecen tan pronto como oyen mi voz. Pero de nada sirve hablar de ello. Vamos, amigos, los que quedéis seguidme al salón del banquete antes que alguno más de entre nosotros desaparezca. Creo que todavía está tolerablemente provista la mesa, como es debido en las exequias fúnebres de un noble sajón y, si tardamos un poco más, ¿quién sabe si el diablo no hará desaparecer la cena?