XXXVIII

Arrojo mi prenda
para probar, hasta el punto extremo,
en ti la marcial osadía.

SHAKESPEARE: Ricardo II.

Incluso el mismo Lucas de Beaumanoir quedó impresionado por el porte y aspecto de Rebeca. Por naturaleza, no era hombre cruel ni severo, pero sus pasiones eran frías, y con un alto aunque equivocado sentido del deber, su corazón se había endurecido progresivamente debido a la vida ascética que llevaba, así como por el supremo poder de que gozaba y la supuesta obligación de someter a los infieles y destruir la herejía que él consideraba de su especial incumbencia. Sus facciones cedieron en su habitual severidad y se tornaron algo más suaves al contemplar a la criatura que estaba ante él, sola, sin amigos y defendiéndose a sí misma con tanto ingenio y firmeza. Se santiguó dos veces como si dudara en desterrar la ternura que empezaba a invadir su corazón, que en tales ocasiones solía tener la dureza del acero de su espada. Al final habló:

—Doncella, si la compasión que siento por ti proviene de algún sortilegio que tus malas artes han puesto en juego, grande es tu culpa. Prefiero pensar que estos sentimientos son producto de la naturaleza que lamenta que tan bellas formas sean el continente de la perdición. Arrepiéntete, hija mía, confiesa tus brujerías, renuncia a tus falsas creencias, abraza este emblema sagrado y todo quedará arreglado, aquí y en el más allá. En alguna congregación de santas mujeres tendrás tiempo para rezar, arrepentirte y hacer penitencia adecuadamente, y nunca habrás de lamentar este arrepentimiento. Haz esto y vivirás. ¿Qué ha hecho por ti la ley de Moisés para que tengas que morir por ella?

—Es la ley de mis padres, les fue revelada entre truenos y relámpagos en el monte Sinaí, entre nubes y fuego. Si sois cristiano, tenéis que creer eso. Decís vosotros que ha sido revocado; sin embargo, mis maestros así me lo han enseñado.

—Que nuestro capellán —dio Beaumanoir— se presente y enseñe a esta obstinada incrédula que…

—Perdonad la interrupción —dijo Rebeca con dulzura—. Yo soy una doncella y no me han enseñado a discutir los puntos de mi religión, pero puedo morir por ella si Dios lo quiere así. Os ruego que contestéis a mi demanda de un campeón.

—Dadme su guante —dijo Beaumanoir—. En verdad —continuó mientras examinaba el fino tejido y los delicados dedos— una prenda ligera y frágil para tan mortal propósito. Mira, Rebeca, existe la misma relación entre este guante fino y ligero y uno de nuestros pesados guanteletes de acero, que entre tu causa y la del Temple, porque es a nuestro Orden que has desafiado.

—Poned mi inocencia en un platillo de la balanza y el guante de seda pesará más que el guante de acero.

—¿Entonces te empeñas en negar tu culpa e insistes en el osado desafío que has formulado?

—Insisto, noble señor —contestó Rebeca.

—Así sea, entonces, en nombre del cielo —dijo el gran maestre—, y quiera Dios que resplandezca la verdad.

—Amén —contestaron los preceptores que le rodeaban. La palabra fue repetida por toda la asamblea—. Hermanos —dio Beaumanoir—, sabéis muy bien que hubiéramos podido negarle a esta mujer los beneficios de un juicio por combate. Pero aunque es judía y descreída, también es forastera y está desvalida, y Dios nos tendría en cuenta el que nos hubiera pedido el pleno derecho y uso de nuestras leyes y se los hubiéramos negado. Además, somos caballeros y soldados tanto como religiosos, y bajo todos los conceptos caería la vergüenza sobre nosotros si no hubiéramos hecho caso de un desafío expresamente formulado. Por lo tanto, ésta es la situación. Rebeca, hija de Isaac de York, está acusada por numerosas y sospechosas circunstancias de hechicería ejercida en la persona de un noble caballero de nuestra santa Orden, y exige el combate para probar su inocencia. ¿A quién, reverendos hermanos, opináis que debemos pasar el guante de desafío, nombrándole al mismo tiempo nuestro campeón?

—A Brian de Bois-Guilbert, que es a quien más afecta el asunto —dijo el preceptor Goodalricke— y quien, además, conoce toda la verdad y sabe de qué parte está la razón.

—Pero si nuestro hermano Brian —decía el gran maestre— se encontraba bajo la influencia de un sortilegio o encantamiento…, hablamos solamente para tomar las precauciones debidas, porque no confiaría a ningún brazo de nuestra Orden ésta u otra más difícil misión con tanta confianza como a él.

—Reverendo padre —contestó el preceptor Goodalricke—, ningún sortilegio puede obrar sobre el campeón que acude a pelear en el juicio de Dios.

—Bien has hablado. Hermano Albert Malvoisin, pásale el guante de desafío a Brian de Bois-Guilbert. Y te encargamos especialmente, hermano —añadió dirigiéndose ya al propio Brian—, que pelees virilmente y convencido de que la buena causa vencerá. Y a ti, Rebeca, te notificamos que tu campeón deberá estar aquí en el plazo de tres días.

—Poco tiempo para que un forastero, que además profesa una fe diferente, encuentre a quien quiera exponer su vida y su honor por su causa contra un caballero que es un renombrado soldado.

—No podemos conceder más demora; el pleito debe dirimirse en nuestra presencia y diversas e importantes causas nos obligan a marchar dentro de cuatro días.

—¡Que se cumplan los deseos de Dios! —exclamó Rebeca—. Pongo mi confianza en Aquél al que igualmente le bastan para conceder la salvación un instante o un siglo.

—Bien has hablado, doncella —dijo el gran maestre—. Pero bien sabemos quién es el que sabe disfrazarse como ángel hermoso. Queda sólo señalar un lugar adecuado para el combate y, si se tercia, para la ejecución. ¿Dónde está el preceptor de esta casa?

Albert Malvoisin, todavía con el guante de Rebeca en la mano, se encontraba hablando en voz baja pero calurosamente con Bois-Guilbert.

—¡Cómo! —exclamó el gran maestre— ¿no quiere recibir la prenda?

—Claro que quiere…, ya lo hizo, padre reverendísimo —dijo Malvoisin, deslizando el guante bajo su propio manto—. Y en cuanto al lugar del combate, opino que el más adecuado serían los campos de san Jorge, que pertenecen a este preceptorio y que utilizamos para nuestros ejercicios de entrenamiento.

—Está bien —dijo el gran maestre—. Rebeca, en este campo deberá presentarse tu campeón y si no se presenta o queda derrotado en este Juicio de Dios, entonces sufrirás la muerte destinada a las hechiceras de acuerdo con la sentencia. Quede por escrito este juicio y sea leído en alta voz para que nadie pueda alegar ignorancia.

Uno de los capellanes, que actuaba como escribano del capítulo, redactó la orden en un grueso volumen que contenía las actas de los caballeros templarios, levantadas cuando se reunían en asamblea y, cuando acabó de hacerlo, el otro leyó la sentencia del gran maestre en voz alta, que traducida del normando francés en que había sido dictada, decía como sigue:

Rebeca, judía, hija de Isaac de York, acusada de brujería, seducción y otras condenables prácticas efectuadas contra la persona de un caballero de la santísima Orden del Templo de Sión, refuta tal acusación y dice que el testimonio que de ella se ha dado en este día es falso, desleal y condenable. Y que legalmente no puede combatir, en razón de su sexo, en su defensa, y ofrece a un campeón para hacerlo en su nombre y defender su causa, y que cumplirá su deber caballerosamente con las armas adecuadas a este reto y a sus expensas y responsabilidad. De este modo formuló su desafío. Y habiendo sido encomendado de responder el noble señor y caballero Brian de Bois-Guilbert, de la Santa Orden del Templo de Sión, se comprometió a dar satisfacción a este reto en nombre de su Orden y en el suyo propio, como injuriado y perjudicado por las prácticas de la apelante. Por lo que el muy reverendo padre y poderoso señor Lucas, marqués de Beaumanoir, dio el visto bueno al combate y a la alegación de femineidad, señalando el tercer día para dicho combate, habiendo de tener lugar en el recinto llamado el campo de san Jorge, cerca del preceptorio de Templestowe. Y el gran maestre cita a la apelante para que el campeón acuda en su nombre al lugar nombrado, bajo pena de condenación como persona convicta de hechicería y seducción. Y también requiere al defensor a comparecer, bajo pena de ser tenido por cobarde si no lo hace. Y el dicho señor y padre reverendísimo antes nombrado indicó que el combate tendría lugar en su presencia y de acuerdo con lo pertinente y recomendable en tales casos. ¡Y que Dios ayude a la causa justa!

—¡Amén! —dijo el gran maestre, y toda la asamblea contestó del mismo modo. Rebeca no dijo palabra, pero juntó las manos y miró al cielo, y así permaneció durante un minuto sin cambiar de posición. Entonces recordó con gran modestia a Beaumanoir que debería disponer de algunas facilidades para comunicar libremente con sus amigos para hacerles saber en qué posición se encontraba para que le procuraran un campeón para pelear por ella.

—Es justo y legal —dijo el gran maestre—. Escoge a un mensajero de tu confianza y tendrá libre entrada a la cámara que te sirve de prisión.

—¿No habrá alguien —dijo Rebeca—, que ya por amor a una buena causa o cobrando sus servicios, quiera convertirse en mensajero de un ser atribulado?

Todos guardaron silencio; nadie consideraba prudente demostrar interés en la causa de la prisionera en presencia del gran maestre, ya que sería tenido como sospechoso de judaísmo. Ni la esperanza de una buena recompensa, cuanto no había ningún sentimiento de compasión, podía sobreponerse a aquel temor.

Rebeca se mantuvo en pie unos momentos con ansiedad mortal y después exclamó:

—Y esto sucede aquí, en Inglaterra. ¿Debo quedar privada de la débil oportunidad de salvación que todavía me queda, al carecer de una acción caritativa que no se le niega al peor criminal?

Higg, hijo de Snell, replicó al fin:

—No soy nada más que un lisiado, pero lo poco que puedo moverme lo debo a su caritativa ayuda. ¡Haré de mensajero! —añadió dirigiéndose a Rebeca—. Te serviré tan bien como un inválido pueda hacerlo, y ojalá pudiera volar para reparar el mal que te hizo mi lengua. ¡Ah!, cuando alabé tu caridad poco pensaba yo que te precipitaba en el peligro.

—¡Dios es el único que dispone todas las cosas! —dijo Rebeca—. Puede aliviar el cautiverio de Judá incluso empleando el más débil instrumento. Para cumplir sus designios, el caracol es un mensajero tan veloz como el halcón. Busca a Isaac de York, aquí tienes para pagar hombres y caballos. Entrégale esta nota. No sé si proviene del cielo el espíritu que me inspira, pero estoy segura de que no sufriré esta muerte y que un campeón vendrá en mi ayuda. ¡Adiós! De la prisa que te des depende la vida y la muerte.

El campesino tomó la nota, que contenía únicamente unas pocas líneas en hebreo. Muchos de entre los concurrentes intentaron disuadirle; pero Higg estaba decidido a servir a su benefactora. Ella había salvado su cuerpo, decía, y confiaba en que no intentaba ponerle el alma en peligro.

—Me haré con el caballo de tiro de mi vecino Buthan y me encontraré en York tan pronto como el hombre y la bestia lo permitan.

Pero tal como sucedieron las cosas no tuvo necesidad de ir tan lejos, porque a un cuarto de milla de distancia de las puertas del preceptorio encontró a dos jinetes que, debido a sus altos gorros amarillos, reconoció como judíos.

Al acercarse, vio que uno de ellos era su antiguo patrón Isaac de York. El otro era el rabino Ben Samuel. Ambos se habían acercado al preceptorio tanto como se atrevieron al tener noticia de que el gran maestre había convocado a capítulo para juzgar a una hechicera.

—Hermano Ben Samuel —decía Isaac—, mi alma está inquieta y no sé por qué. Esta acusación de nigromancia es usada muchas veces para formular cargos contra nuestro pueblo, atribuyéndole prácticas malignas.

—Tranquilízate, Isaac —decía el médico—. Puedes tratar con los nazarenos como cualquiera que posea suficientes riquezas para comprar la inmunidad. El oro domina las mentes de estos hombres sin Dios, como el anillo de Salomón dominaba a las bestias y a los genios malignos. Pero ¿quién será aquel miserable que se acerca con sus muletas, intentando, creo, entablar conversación conmigo? Amigo —continuó el médico dirigiéndose a Higg, hijo de Snell—, no te niego la ayuda de mi arte, pero no me gusta tratar a los pordioseros que piden limosna por los caminos. ¡Aléjate! ¿Tienes el tembleque en las piernas? Entonces, gánate la vida con las manos, porque si no sirves para cartero o para buen pastor, para soldado o para estar al servicio de un amo impaciente, existen otras ocupaciones. ¿Qué sucede, hermano? —dijo interrumpiendo su discurso para mirar a Isaac que no había casi mirado el papel que Higg le había dado, cuando, escapándosele un gemido, cayó de su mula como un moribundo y permaneció inmóvil durante un minuto.

El rabino desmontó asustado y se apresuró a aplicarle a su compañero los remedios adecuados para que se recuperara. Incluso sacó del bolsillo unos cuantos útiles y ya estaba a punto de sangrarle, cuando el objeto de su preocupación volvió en sí de pronto, pero fue sólo para quitarse el gorro de la cabeza y empezar a tirarse tierra sobre los blancos cabellos. El médico creyó que la súbita y violenta emoción era debida a un ataque de locura y, volviendo a su primer propósito, sacó de nuevo los instrumentos. Pero pronto Isaac le sacó de su error.

—Hija de todas mis penas —decía—, mejor iría para tus desventuras el nombre de Benoni que el de Rebeca. Porque así tu muerte arrastraría a la tumba mis canas, mientras, con toda la amargura de mi dolor, maldigo a Dios y muero.

—Hermano —dijo el rabino con gran sorpresa—, ¿eres padre en Israel y pronuncias palabras de esta índole? Espero que la hija de tu casa todavía viva.

—Vive —contestó Isaac—. Pero como Daniel, llamado Beltheshazzar, cuando estaba en el foso de los leones, está cautiva de estos hijos de Belial y dejarán caer todo el peso de su crueldad sobre ella. No repararán ni en su juventud ni en su belleza. Era ella una corona de palmas verdes sobre mis canas y se marchitará en una sola noche como la guirnalda de Jonás. ¡Hija de mi amor! ¡Alegría de mi vejez! ¡Oh, Rebeca hija de Raquel! Te envuelven las tinieblas de la muerte.

—Pero lee el papel —dijo el rabino—. Quizá exista todavía un camino por el cual podamos librarla.

—Léelo tú, hermano —contestó Isaac—, porque mis ojos manan como una fuente.

El médico leyó, en su lengua nativa, las palabras siguientes:

A Isaac, hijo de Adonikam, a quien los gentiles llaman Isaac de York. ¡Paz y que la bendición de la promesa se multiplique sobre ti! Padre mío, estoy condenada a morir por algo que mi alma desconoce: el crimen de brujería. Padre mío, si puede encontrarse un hombre fuerte para defender mi causa con la lanza, según la costumbre de los nazarenos, y esto en la liza de Templestowe, en el tercer día a partir de hoy, quizá Dios, nuestro padre, le dé fuerzas para defender a una inocente que ya no las tiene para ayudarse a sí misma. Pero si esto no fuera posible, que las vírgenes de nuestro pueblo lloren por mí como lo harían por un desterrado, por el ciervo herido y por la flor del jardín cortada por la hoz del segador.

Por lo tanto, averigua lo que se puede hacer y si hay posibilidad de rescate. Un guerrero nazareno vestiría la armadura de mi defensa; me refiero a Wilfred, el hijo de Cedric, a quien los gentiles llaman Ivanhoe. Pero no podrá todavía soportar el peso de las armas. De todas formas, envíale estas noticias, padre mío, porque tiene influencia entre los hombres poderosos de su raza y, ya que fue compañero de cautiverio, podrá encontrar a alguien dispuesto a pelear por mi causa. Y dile, me refiero a Wilfred, hijo de Cedric, que si Rebeca muere o vive, vive y muere libre de la culpa que se le imputa. Y si es el deseo de Dios que te veas privado de tu hija, no permanezcas, pobre anciano, en esta tierra de continuos derramamientos de sangre y de crueldades; marcha a Córdoba donde tu hermano vive seguro en la sombra del trono de Boabdil el Sarraceno, porque menos crueles son las maldades de los moros contra la raza de Jacob, que las de los nazarenos de Inglaterra.

Isaac guardó silencio mientras Ben Samuel leía la carta, pero después volvió a proferir los gritos de dolor típicos de un oriental, rasgando sus vestiduras, esparciendo polvo sobre su cabeza y exclamando:

—¡Hija mía, hija mía! ¡Carne de mi carne, sangre de mi sangre!

—Ten valor —dijo el rabino—, porque esta pena nada soluciona. Prepara tus piernas y busca a este Wilfred, hijo de Cedric. Es posible que te ayude con el consejo o con la espada, porque el mancebo tiene influencia ante Ricardo, llamado por los nazarenos Corazón de León, y los rumores de que ha regresado no cesan de circular. Quizá conseguirá de él una carta, o le prestará su sello, ordenando a estos hombres sanguinarios que toman el nombre del Temple para deshonrarlo, que no prosigan en sus propósitos.

—Le buscaré —dijo Isaac—, porque es un buen mancebo y se compadece del exilio de Jacob. Pero no puede vestir la armadura y, ¿qué otro caballero lucharía por los oprimidos de Sión?

—Hablas como uno que no conoce a los gentiles —dijo el rabino—. Con oro puedes comprar su valor, igual que con oro compras tu seguridad. Ten buen ánimo, y anda a buscar a este Wilfred de Ivanhoe. Yo también veré si consigo hacer algo, porque fuera gran pecado dejarte solo en esta tribulación. Me dirigiré a la ciudad, y sin duda encontraré entre ellos a alguno que quiera luchar por tu hija; porque el oro es su dios y por la riqueza empeñarán la vida, tal como hacen con sus tierras. ¿Te harás cargo, hermano mío, de la promesa que pueda hacer en tu nombre?

—Puedes estar seguro, hermano —dijo Isaac—, y alabado sea el cielo que en mi tribulación me ha mandado alguien a que me consolara. De todos modos, no aceptes su primera proposición, porque ya verás como la maldita raza tiene por hábito pedir libras y acaba tomando onzas. Sin embargo, obra como quieras, porque este asunto me causa mucha tribulación, ¿y de qué me serviría el oro si la hija de mi amor pereciera?

—¡Adiós! —se despidió el médico—. Que suceda lo que desea tu corazón.

Se abrazaron y se separaron tomando diferentes caminos. El campesino lisiado permaneció algún tiempo mirando hacia el lugar por donde habían marchado.

—¡Estos perros judíos! —decía—. Tanto caso hacen de un hombre libre como el que le harían a un esclavo o a un turco, o a un hebreo circunciso como ellos mismos. Hubieran podido desprenderse de algunas monedas, por lo menos. Ninguna obligación tenía de llevarles sus sacrílegas notas y correr con ello el riesgo de ser hechizado según me previnieron. ¿Y qué me importa el escaso oro que me dio la fregona, si la próxima Pascua tendré que confesarlo al cura y me veré obligado a darle el doble para hacer las paces con él y, además, seré llamado el recadero de los judíos durante toda mi vida, cosa que muy bien puede suceder con este asunto? Creo que fui hechizado de verdad cuando me acerqué a la muchacha. Pero siempre sucede lo mismo, con judías o con gentiles, cualquiera que se les acerque. Nadie puede negarse si bien le hacen un encargo. De todos modos, cada vez que pienso en ella, daría tienda y herramientas para salvar su vida.