Capítulo veintiocho

Un terror enfermizo se apoderó de ella. Echó un vistazo a la puerta e intentó dirigirse hacia ella, pero él fue más rápido. Unos dedos de frío acero se le clavaron en el brazo. La empujó hacia él.

—¡Déjame! —gritó.

Trató de deshacerse de él, pero sin resultado. Él la golpeó y la puso contra la pared, después subió una vela a la altura de su cara. Unos ojos negros escudriñaron su rostro. Se rió de una manera tan repentina que se estremeció de miedo.

—Ni lo sueñes, querida. ¡Ni lo sueñes!

—¿Qué es lo que quieres de mí? —le preguntó fríamente.

Sus finos labios se desfiguraron en una sonrisa.

—¡Oh, vamos, querida! Tú mataste a Freddie, ¿es que creías que iba a dejarlo pasar?

—¿Cómo me has encontrado?

Se puso serio. Como respuesta, sacó un trozo mugriento de periódico de su bolsillo. Devon reprimió un lamento. ¡La nota de la columna de sociedad!

—¡Agg, no fue difícil, he visto esto más de una vez! —Se rió a carcajadas—. Ya empezaba a pensar que nunca te contraría, ¡y aquí estás! ¡Qué suerte tengo de tener amigos que saben leer!

Su mirada mezquina se centró en ella. Acarició la tela de su vestido con sus dedos.

—No sé cómo lo habrás hecho, monada, pero tus circunstancias han cambiado un poco desde la noche que mataste a mi hermano.

Devon humedeció sus labios.

—¿Qué es lo que quieres? —preguntó de nuevo.

—Ay, creo que sabes lo que quiero. —Le guiñó un ojo y se pasó la mano por la garganta, amenazador.

Devon tuvo que luchar por no perder el control. No gritaría, no lloraría. Sería complacerle demasiado si mostrase su miedo.

Tenía suerte, pensó, de que no la hubiese matado allí mismo. Devon tampoco se ilusionó demasiado sobre sus intenciones.

—¿Es dinero lo que quieres? Mi abuela te lo dará. —Su voz se hizo alta y clara. La puerta estaba entreabierta. Su habitación no estaba muy lejos del rellano. Pidió a Dios que Sebastian no hubiese entrado al salón a esperarla...

—¡Está condenadamente bien que ella pague! Y después tú me pagarás por lo que le hiciste a Freddie. Seré rico —aulló— ¡y tú estarás muerta! —Con sus ojos negros brillando, la cogió del brazo bruscamente—. Ahora, puta, es hora de irnos.

—¿Es que crees que podrás salir de aquí sencillamente, de la misma manera que entraste? —Estaba temblando, pero se sorprendió de atreverse aún a decirle aquello.

Sus ojos parpadearon.

—Vamos, nos iremos por un sitio diferente de por el que vine. ¿Y dónde está tu vieja?

—Dormida abajo —mintió.

—Entonces no podremos hacer mucho ruido, ¿eh? —Sonrió y abrió la puerta, después la empujó por el pasillo.

Tropezó a propósito.

Él la levantó bruscamente.

—Intenta eso de nuevo, ¡y te haré picadillo ahora mismo!

—Pero entonces, te quedarías sin tu dinero, ¿no?

Harry le respondió retorciéndola la muñeca en la espalda. El dolor le golpeó el brazo; temió que hubiese roto sus articulaciones.

Harry se detuvo y miró hacia abajo, al hueco del recibidor. Devon forzó la vista también para poder ver; ¡por el amor de Dios, no había ni rastro de Sebastian!

Detrás de ella, sintió los dedos de Harry que apretaban contra su capa el cuchillo.

—¡Sebastian! —gritó. Aun cuando el sonido pasó por su garganta, todo en su interior se puso tenso. Se armó de valor para apartar la hoja del cuchillo de Harry, recordaba demasiado bien la sensación de un atizador de fuego traspasándola. Rezó para que esta vez fuera más rápido.

Pero no hubo ningún dolor.

Sólo el sonido más maravilloso del mundo; el sonido de la voz de Sebastian.

—No había necesidad de gritar, amor. Estoy aquí.

Harry se giró. Sólo cuando sus ojos se hicieron a la oscuridad, pudo divisar la figura alta e impresionante que se confundía en la penumbra.

Un puño cerrado salió de algún lado y golpeó directamente la mandíbula de Harry. Su cabeza se tambaleó hacia atrás. Se oyó un gruñido y, después, el cuerpo se desmoronó en el suelo sin un sonido.

Las horas siguientes pasaron como en una nube. Se llamó a la policía y Harry fue detenido por dos figuras uniformadas —al parecer había conseguido entrar a la casa por el desván—. Después, tanto Devon como Sebastian declararon ante el jefe de policía. Devon sólo recordaba a medias lo que dijo, pero todo salió a la luz: la muerte de Freddie, cómo había intentado matarla. El jefe de policía le aseguró que no presentaría cargos contra ella.

—De hecho —señaló—, el mundo está mejor sin él. Y —añadió con convicción— Harry no volverá a molestaros, ni a vosotros ni a nadie más. Ya me encargo yo de eso.

Sebastian le acompañó hasta la puerta. Su abuela anunció su intención de retirarse, besó a Devon en la frente y miró a Sebastian.

—Confío en que sabrá encontrar por sí mismo la salida —le dijo con un toque de ironía.

Sebastian la despidió en silencio. Devon, mientras tanto, se encaminó al salón y se sentó allí, todavía un poco acobardada. Levantó la mirada cuando él entró en la habitación, cerrando las puertas. Después, se volvió a mirar a Devon.

El aire se llenó de vida con la fuerza de su presencia. El corazón de Devon latía a toda prisa. Nunca le había visto tan guapo, con las luces de los candelabros iluminando su figura.

Se acercó a ella de tres zancadas. Se sentó a su lado y le cogió las manos, con un apretón cálido y vigoroso. Se quedó así sin decir nada un rato, jugando distraído con los dedos de ella.

—Bueno —dijo—. Por fin, todo acabó.

Devon asintió.

—¿Estás bien?

—Sí —murmuró. Pero su corazón temblaba.

Sebastian arrugó el entrecejo.

—¿Qué tienes?

—Sebastian —dijo desesperada—. ¡Ay, Sebastian! Hay tantas cosas que quiero decirte y no sé cómo empezar.

—No tienes que decir nada.

Había tanta ternura en sus palabras que el corazón parecía que iba a salírsele del pecho.

—¡Ah, pero yo quiero hacerlo!

Con un gemido la cogió entre sus brazos.

—No llores, amor mío. No puedo soportarlo... Te amo, Devon. Te amo...

Se sintió invadida por la emoción, mareada y débil. Le dolía la garganta. Se enrolló en sus brazos y se quedó allí enlazada a él.

—Y yo también te amo —dijo con un sollozo contenido—. Pero eso ya lo sabías, ¿verdad?

Sus ojos se hicieron más oscuros. Su mirada recorrió su expresión de arriba abajo.

—Así es —admitió con una pequeña sonrisa—. Pero... ¡Dios, me encanta oírlo de tus labios!

Entonces la besó, en un beso largo y arrebatado de infinita dulzura. Contra su voluntad, liberó sus labios. Echó la cara hacia atrás y trazó la sonrisa en sus labios.

—¿Y eso? —murmuró Sebastian.

El asomo de una sonrisa iluminó sus labios.

Devon se acurrucó a él.

—Estaba pensando en la última vez que estuvimos solos en esta habitación. —Un pequeño diablillo en su interior la empujaba a burlarse un poco de él—. ¿Te acuerdas?

Sebastian levantó las cejas.

—Precisamente ésa es una de las cosas que a mí me gustaría olvidar.

—Ah, pero me preguntaste algo...

—Eso sí lo recuerdo.

Tímidamente, Devon le acarició la mandíbula.

—Si me lo preguntaras de nuevo —susurró—, mi respuesta sería bastante diferente.

—Entiendo. —Su tono fue grave, aunque sus ojos habían empezado a brillar de nuevo—. ¿Y cuál sería esa respuesta?

—Pues, sí, por supuesto, me casaría contigo. Eres bastante persuasivo, ¿sabes?

—Creo que la palabra «persistente» sería la más adecuada.

—Sí, ésa también.

La habría besado de nuevo, pero ella le detuvo con un dedo en la boca.

—Espera —le dijo sin aliento.

—«Que espere», dice —dio un gruñido—. ¿Es que debo esperar siempre?

—Bueno, eres un hombre paciente, ¿no?

—No —le advirtió— en lo que se refiere a ti.

—Entiendo. ¿Y en lo que se refiere a niños?

Tenía tanto miedo de mirarle, como de no hacerlo.

Hubo un silencio abrumador.

—Devon —dijo con cuidado—, ¿estás diciendo lo que yo creo que estás...?

—Sí —guió la mano de Sebastian hasta su vientre—. Vas a ser marido... y padre, Sebastian. No te importa, ¿verdad?

—¿Si me importa? —Sus dedos se movieron por su vientre, una caricia ligera que la conmovió infinitamente. Se rió, ronco—. Desde luego que no. Siempre he querido una casa llena de niños.

Devon sonrió.

Una sonrisa pícara brilló en sus ojos.

—Ahora, mi futura esposa, ¿puedo besarte?

Ella le atrajo hacía sí y le acarició el pelo con sus dedos, acercando su boca a la de él.

—Sí —respiró—, ah, sí...