Capítulo ocho
Devon se recuperaba. Se recuperaba bien. En unos pocos días, pudo levantarse de la cama. El dolor de su costado remitió gradualmente hasta transformarse en una ligera molestia. Muy pronto, pudo sentarse y caminar por la habitación. Tansy, la pequeña criada que la atendía, entró una mañana en la habitación cargada de vestidos de Julianna, siguiendo las indicaciones de Sebastian, según dijo. Todos le iban a la perfección: de caderas, de largo y de hombros; pero de pecho... No había nada que hacer. Sus redondeadas curvas aumentaban bajo la línea del cuello y no había nada que pudiera hacer para ocultarlo. Julianna era claramente menos dotada de pecho que ella.
Hasta los dieciséis años, había sido esmirriada y flaca, incluso le echaban menos edad de la que tenía. Se sintió muy orgullosa cuando los pequeños bultos de su pecho empezaron por fin a florecer. ¿Acaso había alguna joven que no quisiera verse como una mujer? Pero al empezar a trabajar en el Crow's Nest, llegó a odiar la mirada hambrienta y lobuna que le dirigían los hombres, y que atravesaba su figura, en particular la parte de sus senos. Miraban sus pechos, como miraban los pechos de Bridget. Se los agarraban, los pellizcaban e intentaban retorcérselos.
¿Por qué se sentían los hombres del puerto tan fascinados por los pechos femeninos?, había preguntado con irritación un día. Bridget se había encogido de hombros y había respondido alegremente que era la forma de ser de los hombres. Durante el tiempo en el que Devon trabajó allí, nunca llegó a acostumbrarse a sus miradas lascivas.
Y de alguna manera, sabía que nunca conseguiría acostumbrarse.
La perspectiva de tener que volver a trabajar allí la aterraba. De hecho, era una de las cosas que estaba determinada a evitar a toda costa. Tenía que haber una manera, se dijo a sí misma. Se dijo con convicción que los milagros ocurrían. Porque, el simple hecho de estar en Mayfair era una prueba de ello.
Cada mañana cuando se despertaba en esa hermosa habitación, que era como un estallido de luz, se recordaba a sí misma dónde estaba —en una mansión de Mayfair—, se recordaba que no era sólo un sueño fruto de un vivo deseo hecho ahora realidad, un anhelo que ni siquiera sabía que tenía dentro hasta que supo que era posible. ¡Ay, pero sería tan fácil acostumbrarse a vivir de esta manera! Desayuno en la cama, té al lado de la ventana con un cobertor sobre sus rodillas, cena ante la calidez y el crepitar del fuego, un brasero para mantener calientes sus pies por la noche... ¡el mismo cielo! Sin pasar hambre. Sin tener que preocuparse de arañar unos peniques para pagar la renta.
Pero también se decía, una y otra vez, que no debía acostumbrarse demasiado a esta vida. Rezaba para que cuando estuviese bien, Sebastian la dejara quedarse el tiempo suficiente como para encontrar un trabajo en una casa similar a ésa. No le importaría trabajar duro, con tal de no volver a Saint Giles.
Aunque los días estaban llenos de esperanza y comodidad, las noches las pasaba con dificultad. Cuando la habitación se quedaba en silencio y se encontraba a solas, una desesperación profunda se apoderaba de su alma.
No podía olvidar.
«Con sus manos», había dicho Sebastian.
Y así era.
Freddie había muerto por su culpa. Había matado a un hombre. Lo había asesinado.
Esta certeza la estaba atormentando.
Se tumbó en la cama una noche, e intentó con todas sus fuerzas olvidar. Intentó no pensar. Dio vueltas durante lo que parecían horas, temblando, luchando por no dejar salir las lágrimas que le rozaban la garganta. Fue inevitable, quizá, que su mente se volviera hacia Sebastian, quien, según le había dicho Tansy, había salido esa noche.
¡Si supiera qué hacer con él! El marqués pasaba todos los días por su cuarto para averiguar cómo se encontraba. Venía siempre vestido de manera impecable, con su forma de ser siempre educada. Y de alguna manera, sólo verle le provocaba una sensación de pesadez y torpeza en la lengua, fruto de esa personalidad formidable que ella había ya conocido en él.
La otra mañana, por ejemplo, ella estaba en la cama mientras Tansy limpiaba la habitación. Le parecía mal mirar cómo trabajaba la pequeña criada de ojos vivarachos y no hacer nada, así que se levantó para ayudarla.
—¡No no, señorita Devon! —gritó. Por supuesto, Sebastian eligió ese momento para pasar. Su corazón dio un pequeño brinco al verle. Su mirada oscura la atravesó desde la cabeza hasta la punta más remota de sus pies, dibujando con su ceja una expresión de reprobación. El silencio fue suficiente. Devon se apresuró a descalzarse y tirar de las mantas hasta que no se vio de su cuerpo más que la barbilla.
Aparentemente, su trato para con ella se había hecho más distendido. Sin embargo, no podía evitar el pensar que él la consideraba una meretriz. Y no sabía cómo convencerle de lo contrario.
Un extraño dolor le revolvió las entrañas. De todas formas, ¿qué importaba? Tampoco podía quedarse en esa casa para siempre.
Unos diez días después de su llegada, encendió una vela, se vistió y se aventuró por el recibidor. Era un gesto bastante atrevido, ella lo sabía, y se sintió como la ladrona que Sebastian decía que era. Pero desde el principio, había sentido una gran curiosidad por conocer la casa. A juzgar por el mobiliario de su habitación que era imponente, el marqués, según le comentó Tansy, debía de ser muy rico. La muchacha lo aseguró con una sonrisa contundente.
Eran altas horas de la madrugada y, con toda seguridad, no habría nadie levantado. Le sentó bien estirar las piernas. Aunque su habitación era maravillosa, empezaba a sentirse un poco aburrida de estar todo el día allí sin hacer nada. Tratando de no hacer ruido, bajó las escaleras y recorrió la casa de puntillas, mirando cada una de las habitaciones. Estaba el comedor, con su mesa gigantesca y sus candelabros de plata. El aparador era delicado, con una vajilla de porcelana cuyas piezas se alternaban con delicadas figuritas que parecían fantasmas a la luz de la luna. Todo era elegante, caro y aristocrático como el marqués.
Con un poco de temor, pero determinada a satisfacer su curiosidad, se dirigió a la siguiente habitación. Era enorme, de techos abovedados. Unas ventanas altas y acristaladas flanqueaban la chimenea de mármol y filas enteras de libros llenaban las estanterías alineadas que cubrían las paredes.
La biblioteca.
A su madre le hubiese encantado esta habitación, pensó dolorosamente. ¡Cómo desearía que su madre estuviese aún viva y pudiera verla! Tres meses habían pasado desde su fallecimiento, y no había un día —ni siquiera una hora— en la que Devon no la echase de menos. Las lágrimas brotaron de sus ojos, por lo que trató de secárselas con el dorso de la mano.
Rozó con sus dedos los brazos del sillón situado frente al fuego y se detuvo. La piel era suave, como la de un niño. En la chimenea quedaban aún brasas encendidas. No pudo imaginar nada más acogedor que sentarse en ese sillón y sentir la luminosa calidez del hogar.
Afuera, un viento tormentoso precipitaba las gotas de lluvia en el cristal. El rugido de los truenos la hacía temblar: no había olvidado el frío y la lluvia que calaron su capa hasta empaparle la piel.
Se dio cuenta, aunque no por primera vez, de la suerte que había tenido de que Sebastian la encontrara y le hubiese permitido quedarse en su casa. La comisura de su boca se cerró en una mueca. ¡Si supiera que estaba fisgoneando por la casa, la echaría de allí sin contemplaciones!
El viento ululó de nuevo. Oyó un extraño sonido como de rasguños en la puerta. Su primer instinto fue agacharse detrás del sillón para esconderse.
De nuevo, el mismo rasguño, pero esta vez más fuerte. Más insistente. Y otro más, mucho más insistente que los otros y acompañado ahora de una especie de lamento. Movida por la curiosidad, salió de la biblioteca en la dirección en que oía el ruido, anteponiendo el candelabro para iluminar el camino. Lentamente, se irguió y abrió con cuidado la puerta.
Una ráfaga de viento la sorprendió de tal forma que estuvo a punto de perder el equilibrio. Algo frío y mojado atravesó la puerta por debajo de sus piernas hasta el recibidor. Reprimió un grito y miró hacia abajo frenética. A sus pies, dos ojos oscuros y expresivos la miraron. Devon parpadeó: ¡un perro! Mojado y desaliñado, tiritaba desde la punta de las orejas hasta la de la cola, empapado como estaba de la tórrida tormenta. Era bastante feo, con un pequeño hocico que parecía habérsele pegado a la cara. Algo que, sin embargo, le hacía más encantador. Su pelo era largo y cobrizo, y arrastraba hasta los lustrosos azulejos del suelo. Ay, sí, era como una bolita, ¡parecía no tener patas!
Colocó el candelabro en una pequeña mesa oval que encontró a sus espaldas y se acuclilló a su lado.
—¡Ay, mi perrito! Estás calado hasta los huesos, ¿verdad?
El perro metió su fría nariz entre las manos que se le tendían, y gimió de tal forma que la conmovió profundamente.
—¿Tienes hambre? —canturreó.
Podía jurar que sus ojos brillaron.
—Veamos si podemos encontrar algo para comer, ¿qué te parece? —reflexionó en voz alta—. Me ha sobrado un trozo de queso de mi cena. ¿A los perros os gusta el queso?
Bueno, pronto lo descubriría, se dijo y continuó dirigiéndose a él:
—Ahora, pizquita, quédate dónde estás. —Le señaló con el dedo y rió para sí misma—. «Pizquita.» Necesitas un nombre mejor que ése, ¿no crees? ¿Cómo podemos llamarte? Ya sé, Webster, ¡te llamaré Webster!
Por supuesto, el nombre fue recibido con un movimiento enloquecedor de rabo.
—Estupendo —dijo Devon, encantada con su elección—. Quédate aquí, Webster.
No le llevó más de unos minutos ir a su habitación y encontrar el trozo de queso que había reservado en una servilleta para una mejor ocasión. Al volver, comprobó que Webster no se había movido de su sitio.
—Buen chico, Webster. —Sentada de cuclillas, agarró un trozo de queso y se lo ofreció con la mano.
No hubo que convencerle, porque el animal lo engulló con rapidez. Devon rió complacida. Unos pequeños ojos la miraban expectantes.
—Paciencia, Webster. —Una virtud de la que ella nunca había podido dar lecciones.
Un golpe en la puerta llamó su atención. Sin lugar a dudas, había alguien allí. ¿Sebastian? ¿Justin? ¿Iría alguno de los sirvientes a abrir la puerta? Sea como fuere, la habían cogido con las manos en la masa. No había tiempo para esconder a Webster y desaparecer escaleras arriba: la verían de todos modos.
A la desesperada, escondió el perro debajo de la falda de su camisón.
—¡No digas ni una palabra! —le susurró. «Como si pudiera», pensó con una risita.
Una corriente de aire rozó sus pies desnudos. La puerta se abrió. Cuando se volvió para mirarle, Sebastian estaba de pie frente a ella.
—No estaba robando —se apresuró a decir. Sólo entonces se dio cuenta de que escondía restos del queso en una mano escondida tras la espalda.
Sebastian no respondió, se limitó a mover la cabeza, dubitativo.
Devon tragó saliva. Sus ojos se elevaron hasta encontrarse con unos anchos hombros cubiertos de una excelente lana, el intrincado nudo de su corbata, la columna acordonada de su cuello. Sintió una punzada en el centro de su estómago, algo que no podía identificar. Allí de pie, tan cerca de él, lo único en lo que podía pensar era en lo guapo que estaba, en su intensa masculinidad, tan diferente a la de cualquier otro hombre que hubiese conocido.
Le pareció extraño estar frente a él, de pie. No era una postura que desease mantener por mucho tiempo, pensó vagamente, porque con lo alto que era, acabaría por padecer tortícolis.
Mientras tanto, los ojos de Sebastian se habían ocupado en inspeccionar su longitud. Devon lamentó no llevar el pelo peinado. Pero ¿qué clase de estupidez era ésa? Se irritó consigo misma. ¿Por qué se preocupaba de su aspecto frente a él? Él había expresado su opinión sobre ella con bastante claridad, y sabía que no cambiaría de idea.
¡Demonios! Ahora la estaba mirando de esa manera reprobatoria que la hacía sentirse tan incómoda. Se llevó la mano a la garganta.
—¿Qué ocurre?
—Nada. Sólo que me agrada ver que tiene tan buen aspecto. El color está volviendo a sus mejillas. —Dio un paso para acercarse a ella.
Devon quiso dar un paso atrás, pero recordó que tenía un perro debajo de las piernas.
—Ah, sí. Estoy mucho mejor. —Confundida, pensó que no podría quedarse allí de pie para siempre con Webster entre las piernas. ¡Dios mío, qué frío era!
—Así es —dijo Sebastian con dulzura—. Al menos ya no se tambalea en mis brazos.
Devon enrojeció, a sabiendas de que él vería el rubor que la cubría hasta el mismo nacimiento del pelo. Nada más mencionar sus brazos, su pulso se aceleró. Habían sido fuertes, sus brazos, seguros y cálidos y, de repente, el calor de sus mejillas se extendió por cada parte de su cuerpo, hasta el final de los pies. Ay, sí, sus brazos...
Sin duda, el lugar más seguro y confortable.
Entre las piernas, sintió como Webster se giraba y caía de golpe.
El borde de su falda se movió. Olvidó el calor y su rostro se paralizó. «No», pensó con horror. «Oh, no». Sus ojos clavados en el rostro de Sebastian. «¿Se habrá dado cuenta?»
Una mirada se detuvo en las faldas de Devon. Una de sus pobladas cejas se arqueó, en esa manera tan imperiosa que tenía. Porque de hecho, Sebastian sí se había dado cuenta. «¿Qué demonios es eso?», se preguntó.
—Señorita Saint James —empezó.
—«Devon», acordamos que me llamaría Devon, ¿recuerda? Y que yo le llamaría Sebastian.
—Muy bien, entonces. Dígame, Devon, ¿qué es lo que tiene escondido debajo de su vestido?
—No es mi vestido, es el de su hermana.
La criatura se estaba yendo por las ramas. Apoyándose ahora en un pie, ahora en el otro. Y a todas luces, parecía culpable.
—Pero es usted, Devon, quien lo lleva puesto. Por consiguiente, es suyo.
Otra vez vio el movimiento. Cambió de pie, como para ocultarlo. Sebastian entrecerró los ojos como si así pudiera ver mejor. Podía ver. No, no era posible. Por los clavos de Cristo, ¡era una cola!
—¿Esconde algo debajo de sus faldas, Devon? —Podía muy bien estar preguntando por el tiempo.
Con la punta de su lengua se humedeció los labios.
—Por supuesto que no.
Sebastian apenas la oyó. Estaba demasiado ocupado observando esa pequeña y delicada boca, el movimiento sensual y desinteresado de su lengua sobre sus labios.
Se obligó a apartar la vista. Por Dios, ¿qué es lo que le pasaba? Se obligó a volver al asunto que le ocupaba.
—¿Está segura?
—Desde luego. Si tuviera algo escondido bajo mis faldas, ¿no lo sabría?
Arrugó el entrecejo. Ella no parecía muy segura.
—Eso espero —dijo, pensando que era una pésima mentirosa: en toda su vida, no había visto unos ojos tan grandes.
Otro movimiento desde debajo de sus faldas. Ahora, ¡un hocico había sustituido al rabo! El hocico de un perro, si no se equivocaba.
—Quizás deberíamos echar un vistazo. —Antes de que pudiera replicar nada, se agachó y agarró con una mano el borde de su falda.
El chucho gruñó y se abalanzó sobre él, y Sebastian apartó la mano justo a tiempo. Mascullando un insulto, se volvió a poner de pie:
—¡Condenada criatura!
—No, no. ¡Ay, cuánto lo siento! Es sólo que tiene hambre.
—¡Hambre! ¡Pero si parece que no se hubiese perdido una comida en la vida!
Devon se agachó y dio al perro el último bocado de queso que tenía.
—También tiene frío —añadió, poniéndose de pie una vez más—. ¿No ve cómo tiembla?
El desgraciado animal no temblaba ahora. En realidad, ¡parecía un tanto engreído!
Sebastian lo miró con el ceño fruncido.
—Este chucho parece una rata de alcantarilla gorda y peluda.
Los ojos de Devon estallaron.
—¡Y tú dijiste que yo parecía una mujer de la calle!
«Ya no», pensó Sebastian.
—Tiene la misma barriga que tú tenías. Aunque a diferencia de la tuya, ésta no parece fruto de ningún artificio, sino más bien de una descarada glotonería.
—¡Aún así, no parece una rata de alcantarilla!
Sebastian se cuidó mucho de decir lo que pensaba, la muchacha parecía bastante ofendida.
—¿Cómo diablos llegó hasta aquí? —preguntó enfadado. Unos dientes pequeños se clavaron en la carne rosada de su labio inferior.
—Bueno —aventuró—, yo le dejé entrar.
—¿No te siguió hasta aquí, verdad?
—Claro que no. Escuché unos arañazos en la puerta y cuando fui a abrir, se coló dentro. Puede que se haya perdido.
Sebastian dudó que nadie quisiera semejante chucho.
—En ese caso, será mejor que le dejemos fuera por si alguien lo está buscando.
—¡Pero por eso es precisamente por lo que no deberíamos! —Devon cogió el perro en brazos. —Podría perderse de nuevo. Por favor, ¿puede quedarse? ¿Al menos hasta que entre en calor y coma un poco y se seque? —continuó todo seguido—, lo tendré en mi habitación esta noche, no será un estorbo, lo prometo. Le he llamado Webster, y le aseguro que tendrá mucho mejor aspecto después de un baño.
«Como ella», dijo una voz en alguna parte de su cerebro. Suspiró.
—Devon...
—Por favor, no podría soportar la idea de que esté otra vez ahí fuera, con este tiempo horrible.
Sebastian intentó negarse. Tenía toda la intención de rechazar la idea. Pero todas sus buenas intenciones se derritieron cuando vio la súplica en esos ojos grandes y dorados. Y vio algo más en ellos también.
La indiscutible señal de unas lágrimas recientes. Dios mío, había estado llorando. ¡Llorando!
En toda su vida, nunca había estado tan confundido. Quería pedirle que le dijera por qué. Pero algo en su interior le detuvo. Parecía tan llena de esperanza. Y pensó que no podría truncar esas esperanzas.
«Diablos», pensó, perplejo. ¡Diablos! ¿Cómo podía un hombre decir no? ¿Cómo podía él?
—Supongo que no hay nada malo en que se quede.
La sonrisa que iluminó su rostro fue de lo más dulce, tanto que se le quedó grabada en el corazón.
—Gracias, señor.
—Sebastian —le recordó.
—¡Gracias, Sebastian. Sí, gracias!
Abrazando al perro contra su pecho, se volvió y empezó a subir las escaleras. Pero en el primer peldaño, se paró y se volvió para mirarle, mordiéndose el labio.
«Ahora», pensó. Ahora iba a decirle lo que pasaba.
—Tengo una confesión que hacerle —se detuvo dubitativa—, yo, verá, yo... —Desvió su mirada a un lado, después la bajó al suelo y después al techo antes de volver a mirarle. Aunque ni siquiera entonces le miró a los ojos—. Le mentí —dijo finalmente.
Como si fuera una novedad para él. Sin embargo, Sebastian no se inmutó. Es más, intentó no hacer ver lo divertida que le parecía la afirmación, y cruzó los brazos.
—¿Mentiste?
Dio un trago.
—No es sólo que oyera a Webster en la puerta. Yo, yo quería ver su casa.
—Quería ver mi casa —repitió.
Ahora le miraba como si esperase que fuera a sacar el látigo en cualquier momento.
—Sí, no podía dormir y me aburría en mi habitación.
—Pensé que había dicho que era una habitación preciosa.
—Sí, sí, y lo es. Pero esta casa es tan maravillosa, que quería verla toda.
—Entiendo.
Le miró fijamente.
—¿De verdad?
—Sí.
—¿Y no está enfadado?
—No —dijo dulcemente—. Pero ahora que se siente mejor, no hay necesidad de vagabundear así en la oscuridad —se detuvo—. Le diré a Tansy que le enseñe la casa mañana, si quiere. Lo haría yo mismo, pero me temo que Justin y yo tenemos negocios que atender mañana. Después, tengo un compromiso por la noche. —La miró de cerca—. ¿Le parece bien?
Devon le miraba boquiabierta, observó, y tuvo que refrenar su impulso para no reírse. Sentía una necesidad indecente de atraerla hacia él, apresar su barbilla y cerrar sus labios contra los suyos.
Apartó este pensamiento y respondió por ella.
—¿Sí? Excelente, entonces. Ah, y ¿Devon? Siéntase libre de utilizar cualquier habitación que quiera. Le aseguro que todas parecen mucho más bonitas a la luz del día. De esta forma, no tendré que preocuparme de que se caiga subiendo las escaleras a mitad de la noche.
—Gracias —dijo débilmente—, es muy considerado por su parte.
—Es un placer —respondió gentilmente.
¡Vaya si lo era! Allí estaba ella sonriendo de nuevo, la misma sonrisa satisfecha que casi le robaba el aliento. Hubiese hecho cualquier cosa por hacer que su rostro brillara de placer siempre de la manera en que lo hacía ahora.
Mucho tiempo después de que ella cerrase la puerta al salir, Sebastian permaneció en el vestíbulo. Sólo entonces se preguntó a sí mismo si es que se estaba volviendo loco.
Porque sin saber cómo, se encontraba con que había dado cobijo no sólo a una desfavorecida, sino a dos.