Capítulo diez

Dos días después, Devon se presentó puntual, a las nueve de la mañana, en la biblioteca. Sebastian estaba ya allí, sentado en un escritorio cubierto de piel. Un torrente de luz se introducía en la habitación por las contraventanas, provocando un efecto de sombras que contorneaba el arco de sus cejas, la curva de su nariz, larga y elegante, y el perfil de sus labios limpiamente esculpidos.

Una extraña sensación se apoderó de ella. Se quedó allí, amarrada al suelo e incapaz de moverse. De repente, el simple acto de respirar se convirtió en una tarea para la que necesitó armarse de valor. ¿Y qué significaba esa tensión en su pecho? Sabía por instinto que tenía poco que ver con la falta de aire y mucho que ver con él, con su rotunda y masculina presencia.

Sebastian estaba ocupado escribiendo en la hoja de un pergamino. Si se había dado cuenta de que ella estaba en la puerta, no había dado muestras de ello. Devon deslizó la mirada hasta sus manos: eran largas y fuertes, sus dedos finos y oscuros.

Con la respiración aún agitada, observó cómo doblaba el pergamino en tercios bien alineados y los sellaba con una gota de cera roja, a la que imprimía su escudo. La visión de sus manos hizo que Devon quisiese esconder las suyas, y así las introdujo entre sus faldas. A pesar del ungüento que Tansy le había dado para masajearlas cada noche, sus manos se mantenían secas y estropeadas.

Fue entonces cuando él pareció oírla. Levantando su barbilla, Devon dio un paso hacia delante.

—Y aquí estoy —anunció con energía. Al avanzar por la habitación, iba recorriendo con el índice de sus dedos los voluminosos libros que se alineaban en las estanterías.

Dio un hondo suspiro y sacó uno de ellos.

—Éste —dijo con convicción, rozando con su dedo el relieve del lomo—, quiero leer éste.

Sebastian miró la cubierta, y después volvió el rostro hacia ella.

—Lo harás —dijo con firmeza—, tu fuerza de voluntad te ayudará, Devon.

Mucho más tarde, le miró con curiosidad.

—¿Qué libro es éste?

Miró la cubierta.

—Es un libro de folclore inglés: cuentos de hadas. Uno de los favoritos de Julianna, ahora que lo pienso —se detuvo—. Si te gusta éste, hay un par de hermanos que escriben unos cuentos excelentes, unos cuentos que te atrapan, debería decir. Creo que su segundo libro se ha publicado precisamente este año.

—Entonces, debería leerlos también —pidió Devon.

Algo le hizo cambiar la expresión.

—¿Qué pasa? Creí que estaba convencido de que podría hacerlo.

—Lo estoy, Devon, lo estoy. Pero me temo que he hablado demasiado a la ligera. Los libros de los que te estaba hablando están escritos en alemán.

—¿De dos hermanos, dijiste?

—Sí, de los hermanos Grimm.

—Usted y su hermano viven en una gran casa. Quizás algún día escribáis también cuentos de hadas.

—¿Cuentos de hadas? —Su sonrisa fue sólo momentánea. Devon podía jurar que algo triste se escondía tras sus ojos—. Confía en mí, Devon, dejemos esa tarea para los hermanos Grimm.

Devon puso el libro en su sitio, y se dirigió después hacia él.

—¿Lee en alemán?

—Sí. Una lengua no muy bonita, me temo. Me dicen que tengo un acento horrible.

Para Devon, el hecho de que pudiera hablar —¡y leer!— otras lenguas además de la propia le pareció asombroso.

—¿Conoce también otras lenguas? —hizo la pregunta medio en broma.

—Sólo latín y griego, por supuesto.

«Por supuesto.» El reto de su educación le pareció de repente un obstáculo que no estaba segura de poder superar.

Su expresión debió dar una pista sobre sus pensamientos, porque Sebastian se apresuró a enmendarlo:

—Pero tú no necesitas aprender latín y griego. Ni alemán. Con tener ciertas nociones de francés será suficiente.

—¿Francés? ¿Para qué? —Devon se quedó horrorizada—. Acabamos de estar en guerra con ellos. ¡Ni siquiera nos gustan!

Sebastian rió con dulzura.

—Lo sé. Te mentiría si dijese que lo entiendo, pero vivimos en un mundo extraño. Todas las cosas francesas son muy codiciadas, no sólo sus modas, ¡incluso sus «chefs»! Un costurero ya no es un costurero, sino un modisto. Y el francés es algo que se supone deben aprender los niños, y por lo tanto, me temo que también las institutrices.

Devon se quedó pensando en esto último.

—¿Tiene un «chef» francés?

—¡Por Dios, no! Estoy bastante contento con mi cocinero inglés —enfatizó.

Aún así, Devon se sintió atrapada entre un sentimiento que era a la vez de esperanza y temor. No sin cierta precaución preguntó:

—¿Qué otras cosas debo aprender?

—Es mi deber enseñarte historia y geografía, cómo llevar las cuentas y cuando mi hermana Julianna vuelva del continente, podrá instruirte en los modales más exquisitos para ser una dama: música, danza, bordados y pintura, cosas de ese tipo. Julianna es bastante buena con las acuarelas.

¿Bordados? Que Dios la ayudase, ella no tenía la habilidad de su madre con la aguja. Y en cuanto a las acuarelas, ¿qué pasaría si resultaba ser aún menos diestra? Su corazón se hundió como una piedra en un río. Casi antes de que se percatara de ello, unos finos dedos le habían levantado la barbilla; no fue sino un ligero movimiento con el pulgar y el índice, suficiente para hacer que sus ojos se encontraran con los de él.

—No me mires de ese modo, Devon. Tú puedes hacerlo. Tengo plena confianza en ti.

La mente de Devon no paraba de pensar. ¿Podría hacerlo? ¿Cuánto tiempo le llevaría? Quizá lo más importante sería saber de cuánto tiempo disponía. No tenía ni idea de cuánto tiempo Sebastian le permitiría quedarse en su casa. Quería creerle con todas sus fuerzas. De alguna forma, su sencilla sinceridad la haría creer.

«Puedo hacerlo», se dijo con aplomo. Podía aprender a leer y a todo lo demás. El incentivo era poderoso: no tenía intenciones de volver a trabajar en el Crow's Nest. Se negaba a volver a Saint Giles. No flaquearía, no podía fracasar. Era la única oportunidad que tenía para mejorar su vida, y sería una estúpida si no la aprovechaba.

Con lo que fue un atisbo de sonrisa, concluyó:

—Entonces, señor, sugiero que no perdamos más tiempo.

Unos ojos grandes y grises brillaron de aprobación.

—Excelente idea —la elogió y con un tono enérgico continuó—: Creo que mencionaste que conocías las letras.

Ella asintió.

—Mi madre solía dibujarlas en la tierra. Creo que las recuerdo. —Enlazando sus dedos, cerró los ojos y empezó a recitar—: A, B, C...

—¡Muy bien! Esto va a facilitar las cosas, creo. Descubrirás que escribir y leer es la base de todo.

Y de esta forma, comenzaron sus lecciones.

Durante los cuatro días siguientes, estrictamente entre las nueve y las cuatro, Sebastian y Devon estuvieron encerrados juntos, ya fuera en la biblioteca o en el estudio de Sebastian. Se detenían sólo para almorzar, y terminaban con el té. Él era un hombre de palabra, puntual, por lo que nunca llegó ni un minuto tarde.

También era una persona de costumbres.

Poco importó entonces que la culpa acongojara a Devon cuando se detuvo en la puerta de su habitación una mañana.

La tentación era irresistible. La criada acababa de salir llevando en sus brazos las sábanas. Devon estaba ya familiarizada con las costumbres de la casa. Sabía que la mujer no volvería. Ni tampoco Sebastian: había oído su voz de barítono abajo, hacía sólo un momento.

Conteniendo el aliento, entró en la habitación.

El lugar era muy parecido a su ocupante —inmenso y oscuro, los muebles intensamente masculinos—. Se deslizó al lado de una cama de cuatro postes y pasó por delante del aparador del afeitado. Abrió después la puerta de un pesado armario. El olor fresco a sábanas almidonadas la rodeó al instante —el olor inconfundible a Sebastian—. Intentando no desordenar nada, metió sus dedos entre una pila de ropa, finamente doblada. Era casi como si estuviera tocándole. Dejando a un lado esa sensación perturbadora, volvió a iniciar la búsqueda, concentrándose en el empeño.

¡Maldición! No había nada.

Observó su alrededor, y su mirada se iluminó al ver la cómoda. El corazón le latía con fuerza al abrir el cajón superior. Sobre el aparador, una delicada urna perdió el equilibrio. Devon la rescató justo a tiempo. Riñéndose a sí misma por el descuido, abrió el siguiente cajón, y luego un tercero. Su impaciencia iba en aumento. Fue entonces cuando la luz se reflejó en algo brillante. ¿Sería su collar? La excitación le aceleró el pulso cuando alargó la mano para cogerlo.

Algo rozó su falda. Paralizada, miró hacia abajo. Dio una palmada a Bolita en la cabeza, con una risa nerviosa, y volvió después a concentrarse en el cajón.

Un gruñido de peligro vibró en el pecho de Bolita. Devon palideció y retiró con rapidez la mano. Sabía, incluso antes de mirar por encima de su hombro, que había sido descubierta con las manos en la masa. ¿Cómo diablos podía ser un hombre tan sigiloso?

Con las mejillas ardiendo se volvió y vio a Sebastian a sólo tres pasos de ella. Su pose era de indolente seguridad, con los brazos cruzados y un hombro apoyado en la pared. Llevaba una chaqueta negra ajustada a la altura del pecho y calzaba unas botas negras impecables.

Parecía relajado. Incluso cómodo. Caray, ¿es que no había nada que hiciera perder a este hombre la compostura? Desprendía una profunda calma. Sin embargo, su corazón le dio un vuelco al darse cuenta de que esa calma no hacía sino avergonzarla. Sus facciones oscuras desprendían reprobación, su mandíbula cuadrada, el hoyuelo de su barbilla más pronunciado.

Aunque sus mejillas ardían de vergüenza, se dijo que no se comportaría como una cobarde.

—Y bien, Devon —dijo en un tono de fría corrección—, ¿tienes algo que decir en tu defensa?

—Sí —murmuró—. ¿Es que tiene que estar siempre espiándome?

Sus facciones se hicieron aún más oscuras.

—Supongo que vas a decirme que tampoco esta vez estabas robando.

—No lo estaba. ¡Estoy buscando mi collar!

—¿Por qué no me lo has pedido?

—¿Me lo habría dado?

Algo cruzó por su rostro, algo que la hizo hervir de rencor.

—¿Lo habría hecho? —preguntó.

—No lo sé.

Sus ojos le miraron, acusándole.

—Entonces ahora sabe por qué no se lo pedí. Si hay algún ladrón aquí, ¡ése es usted! ¡Fue usted quien me lo quitó, Sebastian!

—El que tú tuvieras ese collar no me asegura que fuera tuyo. Y te recuerdo que está roto.

—¡Yo lo rompí!

—Bueno, al menos lo admites. Supongo que no necesito preguntarte qué pasó, ¿verdad? —Esta última frase fue acompañada de una expresión de certeza.

Aunque se lo hubiese preguntado, ella no le habría dicho nada. Estaba demasiado enfadada de sus reprimendas e impertinencias, y un recuerdo vívido cruzó su memoria.

Devon nunca olvidaría aquel largo día en el que había roto el broche. Normalmente, nunca preguntaba sobre su padre; el tema incomodaba tanto a su madre, que ella había aprendido a no hablar de ello. Mamá se limitaba a decir que había sido un hombre de familia aristocrática. La escasa información que Devon poseía le servía de poco cuando los otros niños se burlaban de ella y la llamaban bastarda.

—¡Dijiste que mi padre era un caballero! —gimoteó un día.

Una expresión de dolor apareció en el fino rostro de su madre.

—Y lo era —le dijo su madre.

—Entonces, ¿por qué los otros niños me llaman bastarda? —gritó Devon—. ¿Por qué?

Nunca olvidaría la aflicción en la mirada de su madre. Con una mano, alcanzó uno de los rizos de Devon y lo apartó de su cara.

—Devon —murmuró—, ¡ay!, mi querida, mi amada niña...

Fue entonces cuando su madre le contó la verdad:

«Un verano, cuando era joven, cuidaba a las sobrinas de una familia muy bien acomodada. Me enamoré ese verano, Devon. Me enamoré del hijo del señor y la señora de la casa. Fue él quien me dio esto. —Tocó la cruz que llevaba en su garganta—. Fui una estúpida, porque él estaba muy lejos de mi alcance, yo era de una clase inferior a la suya. Cuando le confesé mi amor, me dijo que no podía casarse conmigo, que no se casaría conmigo. Él me rechazó.»

Así que era verdad. Su padre era un hombre de buena familia.

Pero difícilmente un buen hombre.

Su madre continuó con la voz atenuada por el miedo:

«Escapé de Londres porque no tenía familia propia. Unas pocas semanas después, supe que se había matado montando a caballo. Por aquel entonces, supe que llevaba un hijo suyo en mi vientre. —Su voz se elevó—. El trabajo era agotador, pero no podía abandonarte... ¡no podía! Tampoco podía llamar a su familia. Quizá fue orgullo, tal vez terquedad, muy parecida a la que tú tienes, creo. Sobre todo, me temo, tenía miedo, ¡tenía tanto miedo! Su familia tenía el poder y el dinero para apartarte de mí, y eso era algo que sabía que no podría permitir, especialmente cuando te vi.»

La nostalgia apareció en su cara a la vez que jugaba con el collar que llevaba al cuello.

«Tú tienes su pasión —susurró—, su manera de ser impulsiva. Y tus ojos son como los suyos, tan parecidos a los suyos.»

La confesión de su madre provocó en Devon un rencor que la propia Amelia no había sentido nunca. Estaba enfadada con la tristeza constante que habitaba en el corazón de su madre, que incluso ahora llenaba sus ojos. A pesar del rechazo, su madre nunca había dejado de amar a su padre. Sin embargo, Devon le odiaba, le odiaba por haber hecho semejante daño a su madre y por haber utilizado su cuerpo. Con toda su rabia, tiró del collar que su madre llevaba al cuello.

«¿Por qué llevas esto? —le gritó—. ¿Por qué?»

Su madre empezó a llorar. Fue la última vez que hablaron de su padre —la última vez que había hecho llorar a su madre—. Devon nunca se perdonó por aquello, porque en aquel momento se dio cuenta de lo que significaba el collar para su madre: era su tormento pero a la vez, su único consuelo. Lo mismo que para Devon. Además de su valor sentimental, le recordaba todo lo que su madre había pasado, todo lo que Devon tendría que pasar todavía.

Lentamente, elevó sus ojos hacia Sebastian.

—Este collar me pertenece —dijo desafiante—. Un hombre de buena familia se lo regaló a mi madre.

—Tus protestas empiezan a aburrirme, Devon. Te confieso que has hecho una excelente representación. Había empezado a creer que no eras una ladrona. Pero parece que ahora debo prevenirte. Me niego a que te aproveches de mí. No me despojarás de mis cosas.

«¡Despojarle!» Con los dientes apretados replicó:

—Prometí a mi madre que nunca robaría, ni me vendería, ni mendigaría, y no lo haré.

Su silencio evidenció su descrédito. Ultrajada, insultó a Sebastian de una manera que nunca hubiera creído atreverse.

—¿Le enseñó su madre también a insultar así?

—Mi madre nunca me oyó insultar a nadie. Ella era el alma más gentil y bondadosa que haya existido sobre la tierra, y nunca la habría deshonrado de semejante manera. Tú, sin embargo, eres bien distinta.

—Eso pienso yo. Es una lástima que nunca haya aprendido a controlar su lengua. —La tensión de su mandíbula transmitió su desaprobación.

Devon se deleitó con ello.

—¿Qué, señor —dijo con una dulzura cáustica—, es mi lenguaje mejor de lo que esperaba?

—Al contrario. Es todo lo que esperaba.

Estaban frente a frente ahora. Al hablar, Sebastian se inclinó aún más cerca. La sonrisa de Devon se evaporó. Su boca se secó, su corazón saltó dolorosamente. La posibilidad de que fuera a besarla perturbó su mente. Ah, ¡qué absurdo pensamiento! De repente, el terreno había cambiado. Confrontada por esa masculinidad audaz y descarada, sintió cómo su pulso le golpeaba las sienes. Pero no se retiraría. No le daría esa satisfacción.

Echó su cabeza hacia atrás y descubrió una mirada de placer que vagaba en dirección a su cuello, donde la piel de su pecho estaba más expuesta. Y terminó instalándose en el hueco generoso de su escote.

—¡Deje de mirarme los escotes!

—Querida, sólo tienes un escote.

—Bueno, pues entonces, ¡deje de mirarlo!

Sus ojos se encontraron.

—Seamos francos el uno con el otro, Devon. Estuve en Crow's Nest. Vi a la otra camarera, Bridget, creo. Sí, su nombre era Bridget.

Devon sintió como si su cara ardiese. La vergüenza le quemó todo su cuerpo, hasta sus entrañas. Pero aún le pudo más el rencor que se apoderaba de ella a cada segundo que pasaba. Sebastian había ido allí para verificar su historia. Para verificarla a ella.

—A ella no parecía desagradarle que un hombre le pusiera las manos encima y le levantara la falda.

—Bridget —dijo tranquilamente—, no es una ramera.

Sus labios mostraron disgusto.

—Si eso es lo que piensas, entonces tu moral está ligeramente trastornada.

Devon abrió la boca, preparada para replicarle, pero antes de que pudiera hacerlo, él la interrumpió:

—No hay duda de que es una ramera. Lo que me pregunto ahora es: ¿qué eres tú?

Devon le abofeteó, tan fuerte como pudo.

El choque fue gratificante.

—Ésta es una aceptación lógica —se defendió con firmeza.

—¡Es usted un condenado hipócrita!

—Pero ¿cómo? ¿De vuelta a las andadas?

—Es —le acusó con voz temblorosa—, un mojigato, y sí, sé lo que esa palabra significa. Se atreve a burlarse de mí, cuando ni siquiera puede dejar de mirar mis pechos. ¡Te he visto mirarme cuando creía que no me daba cuenta!

—Si te cubrieras decentemente, no tendría que hacerlo.

—¡Le recuerdo, señor, que es usted quien me dio esta ropa! —carraspeó. La modista no aún no había traído sus nuevos vestidos.

—Porque creí que tendrías las mismas medidas que mi hermana Julianna.

—Pues, obviamente, no las tengo.

Un sonrojo apagado golpeó sus mejillas.

—La verdad es —murmuró—, que tú llenas los vestidos de Julianna de una forma que ella no hace.

—Y, por supuesto, me culpa por ello.

—¿Y qué pasa con el vestido que llevabas la noche que te encontré? Caramba, si no eres una mujer de mala reputación, ciertamente lo parecías.

—Está decidido a pensar mal de mí, ¿no es cierto? —le espetó con furia—: ¿cómo se atreve?, ¿cómo se atreve a juzgar a Bridget, o a juzgarme a mí? ¡Usted, con esta bonita casa y con sus maneras de rico! —Le clavó su dedo índice en el centro del pecho—. Estoy segura de que no ha tenido una vida precisamente casta. ¡De hecho, me atrevería a decir que ha tenido más de una mujer en su cama!

Al principio, se sintió sorprendido, después claramente molesto.

—Yo soy un hombre —dijo.

Como si eso lo explicase todo. Como si eso explicase algo. Y aún más, pensó fríamente, como un hombre que se creía con derecho ante cualquier mujer que se le pusiese delante.

No había que negar el hecho de que estaba dotado de una intensa y vital masculinidad. Desde la primera vez que le vio, un chisporroteo se había expandido por su cuerpo, haciéndola ver que cualquier otra mujer encontraría sus anchos hombros, sus estrechas caderas y su pelo de color azabache tan devastadores como ella los encontraba.

Además, la evidencia era irrefutable. Bajó la mirada. Sus ropas elegantes no podían esconder la contundencia de su miembro. Había sido esculpido como un semental.

Su mandíbula se tensó.

—Deja de mirar mi... mi...

—¿Entrepierna? —completó.

—No seas vulgar —le advirtió.

Respondió complaciente:

—Si hubiese querido ser vulgar, habría dicho...

—¡Ya es suficiente, Devon!

Con calma, volvió su mirada hacia un rostro enfurecido.

—Usted dijo que era un hombre, pensé que debía verificarlo.

Más tarde, Devon se sentiría horrorizada por haberse atrevido a hablar con semejante audacia. Pero no en ese momento. Quería regodearse. Él le había mostrado cómo podía llegar a tratarla y ella estaba segura de que no se sentía orgulloso por ello.

Se cuadró y volvió al tema que tenían entre manos. Fríamente, le espetó:

—Ahora que hemos dejado claro que no ha llevado una vida de castidad, acláreme algo: ¿Ha dormido alguna vez con una mujer y le ha pagado por ello?

Sebastian bajó su larga y supuestamente superior nariz hacia ella.

—¿Lo ha hecho, señor?

—No necesito pagar a una mujer para que se acueste conmigo —dijo secamente—. Pero si lo hubiera hecho...

—Déjeme adivinarlo, señor —le interrumpió Devon—. Sería diferente para alguien de sangre azul como usted, ¿no es cierto? —No le dio la oportunidad de responder—. Lo admito, siento curiosidad. ¿Mantiene a alguna amante? ¿Le proporciona casas y ropas y...

—Eso no es asunto suyo. Y está siendo muy impertinente, Devon.

Devon resopló. No necesitaba una respuesta, porque la tenía justamente ahí, ante sus ojos.

Ella le miró directamente a los ojos.

—Usted nunca tiene que preocuparse de dónde ni cómo será su próxima comida, Sebastian. Nunca ha pasado una noche temblando de frío. Así que no se atreva a juzgarme. No se atreva a juzgar a Bridget. Sí, ella lleva a los hombres a la trastienda, y, sí, lo hace por dinero. Pero ¿cómo si no podría alimentar a sus hermanos? —Sus ojos estaban a punto de estallar.

Cogiendo sus faldas con una mano, se dispuso a salir.

Antes de que lo hiciera, se volvió y le miró directamente a los ojos.

—Y sólo para que lo sepa, encontraré mi collar antes de irme.