Capítulo veinticuatro
Cuando Devon se quedó dormida, Sebastian se levantó y se vistió. Cogiéndola cuidadosamente en brazos, la llevó a su habitación. Necesitaba pensar, y no podía hacerlo con ella al lado.
Ella se desperezó cuando puso un cobertor sobre sus hombros. Aguantando la respiración, la miró y esperó a que se tranquilizara. Se inclinó y la besó tiernamente en los labios, recorriendo la frágil línea de su cara con el dedo.
Un pequeño gemido salió de sus labios.
Una tirantez le oprimía el pecho, impidiéndole respirar. Era él quién había hecho esto. Solo él era responsable de las sombras en sus ojos, de la angustia de su alma.
Dios mío, ¡quería golpear la pared con la mano! En lugar de eso, suspiró profundamente y se estiró. Alejarse de ella era la cosa más difícil que había hecho nunca.
Antes de que se diera cuenta, se encontró junto al árbol en el que había visto por última vez a su madre.
Extrañamente, no fue la imagen de su madre la que le vino a la mente. Sus ojos se cerraron en concentración, pero todo lo que podía ver era a Devon: su pelo como un halo sedoso cayendo por su espalda; Devon, pequeña y delicada, sonriéndole inocentemente, con los ojos brillantes como el oro.
Abrió los ojos. De repente, fue como si una corriente de aire le hubiese arrastrado por la tierra para devolverle después al mismo sitio.
Nada podría hacer desaparecer sus recuerdos. El tiempo no podría nunca borrar la necesidad que tenía de ella.
Ella era inolvidable.
Y lo que le había hecho, imperdonable.
Se había clavado un puñal en la espalda.
Lo que era aún peor, le había clavado a ella un puñal en la espalda.
Se despreciaba profundamente. Se había recordado una y otra vez que no podía ser suya. Nunca debió tocarla, pero lo había hecho, y ahora los dos pagarían el precio.
En todo este tiempo, se había dicho que tenía un compromiso con el futuro. Pero no podía compartirlo.
La situación era imposible.
Todo tenía que ver con la responsabilidad. Era una cuestión de deber. El deber.
La palabra le dejó un sabor amargo en la boca, que le ahogaba y no le dejaba respirar.
Toda su vida había hecho lo que se esperaba de un hombre de su posición. Se esperaba que se casara con una mujer de su estatus, una mujer culta y sofisticada. Torció la boca en una mueca. Ah, ¡cómo había podido ser tan presuntuoso! Había creído que todo saldría según sus planes. Tendría descendencia, preservaría el apellido familiar y el legado. Se había dicho a sí mismo que la vida sería completa, que sería feliz.
En realidad, el deber lo imponía.
Pero ahora, todos esos planes se volvían contra aquello que deseaba, o se decía que quería. Se sentía dividido entre lo que estaba bien y lo que era correcto. Lo que quería hacer y lo que debía hacer.
Nada había salido según sus planes. Clavó los dedos en la frente, como para dominar su corazón.
Si dependiese de él, se casaría con Devon sin pestañear. No le importaba que fuera pobre. Si le quitaban sus riquezas, su poder y su título, ¿qué era él? Sólo un hombre como los demás. No mucho mejor que los demás.
Pero Devon era una mujer como ninguna otra.
Las palabras de Justin le golpeaban en el cerebro. «Se merece a alguien que la ame. Alguien que cuide de ella. Alguien que le dé todo lo que nunca ha tenido.»
Él había estado cuidándola. Él le daba todo lo que nunca había tenido.
Y él la amaba. Que Dios le ayudase, la amaba.
Pero no era tan simple; ¿o sí? ¿Podría aceptarla la sociedad como su esposa? Hizo una lista con los nombres que recibiría. Sin duda, a Justin no le molestaría que les evitaran. Con lo cínico que era, gozaría viendo cómo su hermano se rebelaba contra la sociedad.
Cuando su madre los dejó, Sebastian juró que no habría más escándalos en su vida, ninguna otra mancha en su apellido. Pero de repente, no parecía importarle. Tanto él como Justin podrían superar otra desgracia.
Pero ¿qué pasaría con Julianna?
La dulce Julianna. ¿Podría soportar otro escándalo? Pensó en el horrible incidente que la había obligado a esconderse durante meses. Odiaba la idea de que pudiese sufrir aún más desgracias, porque su encantadora hermana no merecía el destino que la Providencia le había reservado.
Tampoco Devon lo merecía.
De repente, recordó la manera en que descendió las escaleras aquella noche, tan llena de esperanza y juventud, y entusiasmo. Había depositado tanta confianza en él. Tanta fe.
Y él la había traicionado.
Entonces lo supo: no volvería a traicionarla. No lo haría.
La convicción hizo explotar su corazón, le hizo hervir la sangre.
El deber, pensó de nuevo. ¡Al diablo con el deber! Dios, ¿qué le importaba a él el deber? Lo dejaría todo —su fortuna, su casa—, si con ello Devon fuera su esposa.
La quería. La quería a su lado. Mañana. Siempre. Y le importaba un rábano lo que dijera el mundo. Prometió a Devon hacer lo correcto.
Y se prometió a sí mismo ser feliz.
Estaba casi amaneciendo cuando finalmente se tumbó en la cama. El peso que le acongojaba antes de salir había desaparecido. Mañana, decidió cerrando los ojos. Mañana todo sería diferente.
A la mañana siguiente, Sebastian se levantó más tarde de lo normal. Se bañó y se vistió rápido con ayuda del mayordomo, ansioso por ver a Devon. Después de atravesar el pasillo, comprobó con un solo vistazo que la habitación estaba vacía y que la cama ya estaba hecha. Al final de las escaleras, vio a una de las sirvientas.
—Alice, ¿sabe usted dónde puedo encontrar a la señorita Devon?
Los ojos de la muchacha se abrieron.
—Creo que está fuera, dando un paseo. —Señaló en dirección a las dos puertas de la entrada.
Sebastian asintió y caminó hacia allí. A juzgar por la reacción de la muchacha, adivinó que los sirvientes habían estado cuchicheando esa mañana. Bueno, era inevitable.
Los tacones de sus botas resonaron en el suelo de la entrada. Un mayordomo abrió con prontitud la puerta, y salió. Una maldición escapó de sus labios al ver un carruaje que se aproximaba a la casa. Por todos los demonios, si se trataba otra vez de Justin.
Pero no era Justin.
El suntuoso vehículo lacado en negro, con ribetes rojos y dorados, pertenecía a la duquesa viuda de Carrington. Tenía una propiedad cercana y se pasaba algunas veces cuando estaba en el campo.
Sebastian no se sintió especialmente complacido. Señor, ¿es que no podían dejarle solo?
Uno de los mayordomos de la duquesa había ya descendido. Se quedó de pie, preparado para cuando se abriese la puerta. La duquesa descendió del carruaje. Reprimiendo su desagrado, Sebastian se dispuso a darle la bienvenida.
Fue entonces cuando descubrió a Devon, al final de la escalera. Estaba allí helada, reflejando con la postura su incertidumbre.
La duquesa la había visto también, y le hizo un gesto con el bastón para que se acercara.
Sebastian contuvo el aliento. La diminuta figura vestida de blanco le hablaba, pero no podía oír lo que decía. Y ahora miraba a Devon de arriba a abajo, ¡y le ofrecía su brazo para que la condujese al interior!
Sebastian se quedó donde estaba. Una vez la duquesa hubo entrado, cerró la puerta y ofreció su mano con una pequeña reverencia.
—Duquesa —murmuró—, qué agradable poder verla aquí de nuevo.
—Voy de vuelta a Londres —anunció—. Me dijeron que estaba en Thurston Hall, y como hacía tiempo que no nos veíamos... —Miró a Devon con candor.
—¿Quién es esta hermosa criatura?
Sebastian inclinó la cabeza.
—Duquesa, es un placer para mí presentarle a la señorita Devon Saint James. Devon, la viuda duquesa de Carrington.
Devon se inclinó en una reverencia.
—Duquesa, es un placer para mí conocerla.
Sebastian no podía sentirse más orgulloso. Pero la duquesa continuó examinando a Devon.
—Saint James —repitió—. Conozco ese nombre. —Buscó a tientas sus anteojos—. Debo decir que sus ojos son de lo más inusuales. Es asombroso, su parecido con... —De repente, se detuvo. Elevó sus anteojos y miró fijamente a Devon, quien se sintió claramente desconcertada—. Gírate a este lado, niña —la ordenó—, sí eso es. Ahora a este otro.
La mirada de la duquesa se detuvo en la garganta de Devon.
—Ese collar —dijo con una voz extraña—. ¿Cómo lo consiguió?
El pulso de Devon se aceleró de repente. La mirada de la duquesa era tan extraña. Tocó la cruz con la yema de su dedo y elevó la barbilla.
—Este collar —dijo con dignidad—, era de mi madre. Ella lo llevaba siempre. Se lo dio mi padre antes de que yo naciera. —Miró a Sebastian. ¿Es que acaso creía que iba a cambiar su historia? ¡No podía cambiar la verdad!
Pero él se limitó a mirarla en silencio. Fue la duquesa quien habló primero.
Unos dedos ancianos se agarraron a la manga de Devon.
—¿Quién es su madre, criatura? ¿Quién es?
Devon tomó aire.
—Está muerta ahora. Pero su nombre era Ame...
El nombre fue repetido al unísono por la duquesa.
—Amelia —concluyó la anciana—. Amelia Saint James.
Devon se quedó muda. ¿Cómo podía conocer ella a...
La duquesa se balanceó. Su rostro se había vuelto blanco. Alarmada, Devon la sujetó por el codo. Sebastian la cogió del otro brazo. Juntos, la condujeron a la silla del salón.
—¡Duquesa! —dijo Sebastian—. ¿Se siente mal?
La duquesa negó con la cabeza. —Estoy bien. De verdad. Dame sólo un momento para recuperar el aliento —se detuvo y después se dirigió a Devon.
—Venga aquí, muchacha. Venga aquí y deje que la mire.
Devon se arrodilló junto a ella. La duquesa le estrechó la mano. Devon la apretó instintivamente, tratando de infundir algún calor a los dedos helados de la anciana. No pronunciaron un sonido, pero los ojos de la duquesa escudriñaron las facciones de Devon. Se sintió más aliviada al ver que el color volvía a las mejillas de la anciana mujer.
Devon tomó aire profundamente, para recomponerse. Su mente pensaba acelerada.
Sin duda perdería los papeles con lo que iba a decir, pero no le importó.
—Duquesa —le espetó—. No entiendo. Conoce el nombre de mi madre. ¿Cómo es posible, cómo?
En su cara se dibujó el esbozo de una sonrisa.
—Porque el collar que lleva —sus dedos rozaron la fina cadena de plata—, fue mío una vez.
Detrás de Devon, Sebastian inspiró hondo.
Ninguna de las dos se percató.
—No —dijo Devon débilmente—, no es posible...
—Es cierto, muchacha. —Los ojos de la anciana se llenaron de lágrimas—. Yo se lo di a mi hijo, Marcus. Él murió hace muchos años.
Marcus. El hijo de la duquesa. El granuja del que Justin le había hablado el día de la fiesta de Sebastian.
—Poco antes de morir —continuó la duquesa—, me dijo que se lo había dado a la mujer con la que había tenido relaciones. Ay, ¡me enfadé tanto! Pero ahora lo sé: esa mujer era Amelia —se detuvo—, su madre.
Una pequeña sospecha empezó a tomar cuerpo en la cabeza de Devon. Se iba haciendo cada vez más grande, a pesar de que le resultaba difícil de creer.
—Usted conoció a mi madre —dijo, insegura.
—Así es, muchacha. Ella cuidó de mis sobrinas un verano. ¡Ay, hace tanto tiempo de aquello! Me gustaba mucho Amelia, ¿sabes? Y Marcus, bueno... él era encantador, tenía una forma de ser que cautivaba mucho a las mujeres. Sin embargo, y no creo que encuentre una manera más amable de decirlo, era un granuja. Un mujeriego. Sospecho que Amelia debió sentir una cierta admiración por Marcus. Pero no lo supe a ciencia cierta hasta ahora. Amelia se fue de un día para otro, ¿entiendes? Una mañana, sencillamente, se fue. Sólo dejó una nota diciendo que tenía que irse. ¡Recuerdo que me quedé tan impresionada! Nunca volvimos a saber de ella. Nunca llegué a entender la razón de esa marcha repentina, hasta ahora.
La duquesa se quitó los guantes. Unos dedos nudosos acariciaron el pelo de Devon, trazaron el arco de una ceja, con un gesto no del todo controlado. Le colocó después los dedos bajo la barbilla y atrajo hacia sí su mirada.
—Se parece mucho a su madre, muchacha. Pero sus ojos, ¡ah!, esos hermosos ojos dorados... —la voz de la duquesa empezó a temblar tanto como su mano— son sin duda los de mi hijo.
Devon creyó que se le entumecía el cuerpo, que se mareaba. La emoción le impedía hablar.
—Duquesa —dijo sobreponiéndose al nudo de su garganta—, no querrá decir que...
—Así es, así es. Usted es la hija de Amelia y de mi hijo. La hija de mi Marcus. —La duquesa se acercó a Devon y le tomó las manos—. Tú eres mi nieta —susurró—. Dios mío, ¡yo soy tu abuela!
La duquesa rompió a llorar.
También Devon. Con un sollozo se abrazó a la anciana mujer y la estrechó entre sus brazos. Así juntas, se abandonaron al llanto.