Capítulo trece
Unos días más tarde, Sebastian entró en la biblioteca y encontró a Devon sentada en una silla, balanceando las piernas en el aire, apoyadas en uno de los brazos.
—Querida, una dama siempre debe tener los pies en la tierra.
—Y un caballero nunca debe ir sin casaca. —Miró cómo llevaba los brazos descubiertos, con las mangas de la camisa remangadas.
—Touché. —Arqueó una ceja, pero sin intención de ponerse la prenda que descansaba sobre el respaldo de la silla del escritorio. En lugar de eso se sentó y la miró con atención—. ¿Estamos irritables hoy, no?
Sus ojos la delataron.
—¿Es que no te gustó la fiesta?
No obtuvo respuesta. Se suponía que estudiaba geografía. Devon había pasado la mayor parte de la mañana sentada en la mesa de estudio, con la mirada perdida y una expresión de consternación en su adorable cara.
Levantándose del escritorio, Sebastian se dirigió al globo terráqueo y pidió con un gesto a Devon que se acercara:
—¿Devon?
Se levantó con un suspiro.
—¿Dónde está el cabo de Buena Esperanza?
Hizo un gesto vago señalando los alrededores del Polo Norte.
—Interesante —comentó con sequedad—, ayer no estaba ahí.
Su boca hizo una mueca de disgusto.
—¿Y qué más da? Nunca voy a ir allí de todas formas.
Esto era serio, pensó Sebastian.
—De acuerdo. Entonces, muéstrame dónde está Londres. Me consta que ahí sí has estado.
Sin muchas ganas, hizo un pequeño círculo con el dedo.
—Muy bien —aprobó.
Devon no le miró. Tenía los hombros caídos y no parecía ella: apagada y sin la vitalidad que la caracterizaba.
—¿Estás enferma, Devon?
—No. Y me está resultando usted agotador, señor.
—Y tú estás bastante distraída.
Al menos había conseguido captar su atención.
Sus ojos se centraron por fin en los de él.
—¿Por qué se molesta en hacer todo esto? ¿Por qué conmigo? Al llegar a casa por la noche, después de sus fiestas, se queda hasta tarde levantado. Lo sé, he visto la luz por debajo de su puerta.
Sebastian la sometió a un cuidadoso examen. La leve sombra en sus párpados indicaba que no dormía, seguramente, seguía con sus paseos nocturnos por la casa. No tenía intención de enfrentarse a ella ahora, no en ese estado de ánimo.
—Me gusta la noche —se limitó a decir—. Siempre me ha gustado.
Aunque la respuesta fue sincera, no terminó de convencerla. Era evidente que no podía hacer su trabajo cuando estaba dándole clases. Algunas veces, si se inclinaba sobre la larga mesa de caoba que había en el centro de la habitación, él la miraba deleitándose con el movimiento de sus pequeñas nalgas, ahora a un lado, luego al otro, con la frente fruncida en profunda concentración. Ella no quería que le mirasen los pechos, por lo que Sebastian se contentaba con lo que tenía más cerca.
Pero era más que eso.
Sus obligaciones, que le habían parecido tan importantes en el pasado, se habían convertido en algo secundario. Prefería pasar el tiempo con Devon que pasarlo en todos esos actos sociales en los que era demandado después del anuncio de su boda. Con Devon no tenía que cuidar las formas ni respetar las normas sociales. No tenía que responder como un marqués. Y desde luego, con ella nunca se aburría. No importaba que no hubiese recibido una educación, era tan inteligente que lo único que necesitaba era ponerse a estudiar. Devon siempre decía lo que pensaba y no se escondía detrás de frases inútiles, risas estúpidas y vacías. Le parecía la mujer más interesante que había conocido nunca.
Por eso no quería perdérselo. No importaba si tenía que quedarse levantado hasta altas horas de la noche. Y tampoco tenía intención de abandonarla en su propósito. Hasta el momento, había sobresalido en los estudios.
—No se trata de mí —dijo—, creo que disfrutas aprendiendo.
—Así es.
Una respuesta poco entusiasta y, desde luego, una respuesta que no hubiese pronunciado hace unas semanas. Sebastian frunció el ceño.
—Has estado actuando de manera extraña estos últimos días. ¿Qué ocurre?
Devon apartó la mirada.
—Nada —dijo en voz baja.
—Te conozco —dijo con firmeza—. ¿Es que has cambiado de idea? Pensé que querías ser institutriz.
—Y así es, pero...
La vacilación hizo la respuesta aún más misteriosa, lo que llamó la atención de Sebastian. Apoyó su cadera sobre la mesa del escritorio, alargó el brazo y atrapó sus dedos con los suyos, tirando de ella hacia donde él estaba.
—Pero ¿qué? —Sus ojos inspeccionaron la expresión que tenían enfrente.
Unos labios rosados y esponjosos se cerraron más fuerte.
—Devon... —empezó con una dulce preocupación.
—Vale, ¡de acuerdo! Si quiere saberlo... yo... yo no sé cantar.
Sebastian parpadeó.
—¿Cómo dices?
—Ya me ha oído. Si lo hiciera, la gente huiría en desbandada y buscaría la salida, las puertas de la calle.
Se quedó mirándola en silencio, durante lo que fue apenas una fracción de segundo. Y entonces lo comprendió todo.
—Oíste a Penelope.
Devon asintió. Se sentía de lo más desgraciada.
Sebastian, en cambio, quería reírse con todas sus fuerzas. Pero dadas las circunstancias, pensó que no era el momento.
—Devon —dijo con cuidado—, muy pocos pueden cantar como Penelope.
Sus esfuerzos no parecían dar resultado. Quizá lo que necesitaba eran unas palabras de aliento. Lo intentó de nuevo.
—Tal vez sea que tú crees que no sabes cantar.
—No —dijo furiosa—, es que no sé. Escucha.
Y comenzó a entonar lo que parecía una melodía, con una voz trémula y rasgada. Sebastian trató de reprimir precipitadamente lo que él pensó podía ser —así podía ella interpretarlo —una mirada de pánico.
Desde la esquina, Bestia se irguió y empezó a aullar.
Sebastian dirigió al animal la peor de sus miradas.
Devon había terminado y le miraba ahora expectante. Podía ver el desánimo en sus hombros. Ay, necesitaba ser más cuidadoso que nunca, porque su ego parecía particularmente frágil en estos momentos.
—Devon, ser una dama es mucho más que saber cantar.
—Sí —dijo con amargura—, lo sé.
—Quizá tengas más talento con el pianoforte...
—Quizá no tenga ningún talento en absoluto.
—Qué extraño, pensé que eras de las que no se rendían fácilmente.
—Me rinda o no, ¡qué más da! Estoy siendo honesta. Valora la honestidad, ¿no es cierto?
—Más que cualquier otra cosa.
—Entonces, deje de animarme.
—Estoy intentando...
—Por favor, Sebastian, déjeme acabar. No se trata sólo de Penelope. Vi las mujeres que había en su fiesta. Y nunca podré ser como una de ellas. Nunca —dijo con fuerza—. No es que esté de mal humor, tampoco les tengo envidia; ¡o quizás sí! Ya sé que como institutriz no podría acudir a esas fiestas, no podría aspirar a los peldaños altos de esta sociedad. Pero si tengo que educar a sus hijos, o acompañar a alguna anciana rica, debo poseer el porte adecuado.
—Tendrás el porte adecuado si te sientas derecha en la silla.
—No es sólo eso. —Rodeó el globo con un dedo, todos los libros abiertos sobre la mesa. El temor de su rostro se hizo más intenso—. Es todo. Si no sé coser, ¿cómo voy a poder hacer bordados? ¡Ayudé a mi madre una vez con un vestido y terminé cosiendo las mangas tan tirantes que parecían la piel de un tambor! Nunca podré dibujar, no tiene sentido que lo intente siquiera, ¡creo que enterraría las ilusiones de tu pobre hermana! Nunca aprenderé francés, ¡si ni siquiera sé leer en mi propio idioma! —Su voz se quebró. Trató de recomponerse antes de continuar—. No tengo ninguna posibilidad, Sebastian. Pensé que podría hacerlo, pero son demasiadas cosas las que me quedan por aprender.
—Devon, cállate.
—Sebastian, yo...
—Cállate.
Sus labios temblaban y el corazón de Sebastian se contrajo.
—Escúchame, Devon —dijo con dulzura—, y escúchame bien. No te imaginas lo impresionado que estoy con tus progresos. Es asombroso.
Movió su cabeza en desaprobación.
—Lo dice por decir.
—No —fue tajante—, lo que creo es que todo esto te está sobrepasando. No me sorprende, en realidad. Has aprendido una gran cantidad de cosas en muy poco tiempo. ¿Cuánto ha sido?, ¿un poco más de un mes desde que empezamos? No mucho más que eso, sin duda.
Con el dedo, trazó las dos líneas leves grabadas entre el delicado puente de su nariz.
—Ahora —dijo serio—, ¿te he hecho sentir mejor?
Sus ojos se quedaron prendados de los suyos, como si buscaran la sinceridad en sus palabras. Parecía satisfecha, o al menos, asintió:
—Sí —respondió, con un tono solemne, aunque en su boca se dibujaba una incipiente sonrisa—, siempre lo hace.
Sebastian contuvo la respiración. Se moría por besarla. Pero no quería que pensara que su única intención era aprovecharse del momento. Apartó la vista de ella y se centró en el globo del mundo. Él había viajado por todo el mundo, había montado en camello en Egipto, sudado en la India. El día anterior, le había mostrado todos los sitios donde había estado.
Saint Giles era el único mundo que Devon conocía.
«Dios mío —pensó—, había estado en el infierno y había vuelto.»
—Enderézate y respira hondo, querida. Porque creo que aún tengo algo más para hacerte sentir mejor.
La guió hasta la entrada, donde mandó pedir su carruaje y su capa.
—¡Sebastian! —parpadeó—. ¿Qué está haciendo?
—Vamos a salir —anunció.
Devon abrió sus ojos.
—¿Salir? ¿Adónde?
La cogió del codo con suavidad.
—A ver el mundo que nunca has visto.
El carruaje se adentró por la campiña londinense, donde el aire era cálido y dulce y el cielo azul y brillante. Con la nariz pegada al cristal, Devon disfrutaba del escenario que les rodeaba. Sebastian, a su lado, disfrutaba mirándola.
Pararon a comer en un pequeño y pintoresco pueblo a las afueras de Londres, en una encantadora posada. Devon comió con apetito, su ánimo volvía a ser alegre y enérgico, y Sebastian se felicitó por haberla sacado de la ciudad. Un cambio de aires era justo lo que necesitaba después de haber estado encerrada tanto tiempo entre cuatro paredes.
Cuando regresaron a la ciudad, era ya de noche. Al pasar por Grosvenor Square, Devon volvió la cabeza para mirar la casa de proporciones desmesuradas al final de la plaza. A Sebastian le divirtió ver la cara de sorpresa que puso su acompañante.
—¡Es impresionante, parece uno de los templos de sus libros!
—Así es —admitió el marqués—. La viuda del duque de Carrington vive allí.
—Ah, sí, ella estaba en la fiesta la otra noche. Justin me habló de ella.
Unos minutos después, pasaron por una casa georgiana con fachada de ladrillo.
—Ay, ¡me encanta aquélla!, ¿quién vive allí?
—El vizconde de Temberly.
Devon hizo una mueca.
—Pensándolo bien, es bastante horrible.
Sebastian elevó sus cejas asombrado.
—¿Y esa cara? ¿Puedo preguntar a qué se debe?
—No me gusta el vizconde —se limitó a decir.
—Devon, ni siquiera le conoces.
Sebastian se detuvo y la miró fijamente, divertido. De repente, empezó a sudar. Temberly era conocido por ser un manos largas con las mujeres, sin embargo, su hermano era un buen amigo de Sebastian, razón por la que éste se había visto obligado a invitarle a la fiesta.
Pero ahora se preguntó si Devon no se habría encontrado con Temberly aquella noche. ¿Habría ocurrido algo que él no sabía? ¿Algo que ella no le había contado? ¿Era ésta la razón de sus desvelos? Dios mío, si Temberly se había atrevido sólo a mirarla, ¡lo estrangularía!
Se movió un poco para verla mejor. Sabría si le estaba escondiendo algo.
—¿Qué es lo que te ha hecho Temberly para que merezca tu desprecio?
—Tiene mujer y amante.
La tensión de sus hombros cedió.
—¿Cómo lo sabes? No. —Alzó una mano—. Déjame adivinar. Justin de nuevo. —Sebastian no pudo evitar sentirse un poco molesto. Justin no sólo era adepto a airear los asuntos de los demás, sino los suyos propios.
—¿Y usted? —le preguntó ella con tranquilidad—. ¿Qué me dice de usted, Sebastian? ¿Tendrá una amante cuando se case?
Se refería al anuncio de la boda. No había necesidad de preguntarle cómo se había enterado, tampoco es que fuese ningún secreto. Pero nunca había hablado con ella de esto; ni era necesario, dado que en los últimos días se había convertido en el tema central de las páginas de cotilleos de la ciudad. Él la había visto leyendo estas páginas en los periódicos. Al principio, le había sorprendido que fuesen los cotilleos los que devorase con más fervor, pero luego pensó que sería bueno para ella que estuviera al tanto de lo que ocurría en la alta sociedad.
Devon le había sermoneado sobre la honestidad, así que no pudo hacer otra cosa más que ser honesto:
—No lo sé.
—No lo sabe —repitió ella.
—No, sinceramente, no puedo excluir la posibilidad, y el hecho es que la mayoría de hombres lo hacen.
—Entiendo —dijo en un tono acaramelado—. Dime. ¿Y espera que su mujer le sea fiel?
—Me será fiel —contestó molesto—, o preferirá no ser mi esposa.
—Entonces, ¿le pedirá lealtad?
—La fidelidad y la lealtad van unidas —fue su primera respuesta.
—Corríjame si me equivoco —dijo con un tono ácido—: ¿el honor y la devoción de su mujer están fuera de duda, pero usted se niega a ofrecer lo mismo?
—Yo no lo diría de ese modo. Ella cumplirá con sus deberes como esposa y yo con los míos como marido.
—¿Y qué pasa si ella tiene un amante?
Sus ojos centellearon.
—¡Nunca! ¡Un hombre necesita saber que sus descendientes son suyos!
—Pero usted puede tener una amante. Es lo mismo, ¿no?
—¡Por supuesto que no es lo mismo!
Ella le miró, con los labios apretados y sus dorados ojos llenos de furia.
Sebastian suspiró.
—Devon, las costumbres de la alta sociedad son diferentes. No lo entenderías.
—Ah, entiendo —dijo fríamente—. Entiendo que es igual de malo que un hombre tenga una amante como que lo tenga una mujer. Un marido debe ser fiel a su esposa, como ella le debe ser fiel a él. ¡Un hombre debe amar y proteger a su esposa, y ella a él! ¡Y siendo un hombre que parece preocuparse de las convenciones sociales, pensé que estaría de acuerdo conmigo!
Desde luego, pensó, era firme a la hora de distinguir el bien del mal. Escondió una sonrisa: una vez más, le había impresionado. Su sermón transmitía una firme lealtad. Hablaba de fe y compromiso entre dos personas que se amaban.
Los mismos valores que él veneraba.
Intentó tocar su manga, pero ella retiró el brazo.
—Devon —dijo con ternura—, tal vez te interesa saber que ya no mantengo a ninguna amante. —No estaba seguro de por qué le estaba diciendo esto. Algo dentro de él, algo que no acababa de entender, le impulsaba a hacerlo.
—¿Por qué tendría que interesarme? —Su mirada aún ardiendo de rabia.
«¿Por qué?», decidió, y volvió a echarse atrás en su asiento. El carruaje botó al pasar sobre un bache del camino. Viró bruscamente, y él se hizo hacia delante para mirarla fijamente. Esta vez, ella no se retiró. Su pequeña nariz le apuntaba de nuevo.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó—. La adorable Lilly, ¿no es cierto? ¿Han discutido?
¿Cómo diablos sabía lo de Lilly? Justin de nuevo, no había duda. Pero él había empezado esto y ahora no sabía cómo terminarlo. Le costaba admitir que había ido una noche a casa de Lilly, unos días después de que Devon llegase. La había mirado y... no había sentido nada. Su ardiente beso de bienvenida le había dejado frío. No hubo una chispa de respuesta, ni el menor atisbo de deseo.
Supo entonces que se había acabado, y así se lo dijo. La indignación de Lilly le pareció natural. Le hizo una escena, hasta que el marqués le ofreció una más que generosa compensación. Después de aquello, ella había prácticamente desaparecido. Sin embargo, no estaba dispuesto a revelar esos detalles a Devon.
—Había llegado el momento de que lo dejásemos.
—¿Y usted la dejó ir? ¿Así, sin más?
Su tono era acusatorio. Tanta lógica podía con él. ¡Si había creído que le agradaría!
—La adorable Lilly, como la has llamado, encontrará a alguien más. Juraría que ya lo ha hecho.
—Pero ¿qué pasaría si no lo hiciese?
—Lo hará. Es así como pasan las cosas —hubo una incómoda pausa—, con las mujeres como ella —concluyó.
—A la vista de esta declaración, asumiré que ha tenido varias amantes.
Sebastian se sintió incómodo. Fue una declaración, no una pregunta. Pero sabía por su expresión, que esperaba una respuesta. ¿Cómo demonios podía contestar a eso? Sus conversaciones solían desembocar en caminos inesperados. Por eso precisamente debería haberlo previsto: porque con Devon siempre había que esperar lo inesperado.
Se encontró en un túnel sin salida.
—Tengo treinta y un años —dijo vacilante—, por lo que sí, he tenido varias amantes.
—Entonces tal vez tengas varios hijos. —Su expresión era de desaprobación.
—No, me he asegurado de eso —respondió con firmeza.
—¿Cómo? —preguntó.
—Ya sabes. Existen formas. —Hizo un gesto vago—. Los hombres tienen sus formas, las mujeres las suyas. —Su voz se desvaneció. Una idea de lo más extraña le cruzó por la mente al mirarla.
Estaban a punto de llegar a casa. El carruaje aminoró la marcha cuando se aproximaron a las cocheras.
—Devon —le dijo con precaución—, ¿estás segura de que sabes cómo los hombres y las mujeres pueden evitar tener hijos?
—¡Claro que no! ¡No tengo necesidad de saber esas cosas!
Le llevó un momento digerir lo que acababa de oír. La revelación le hizo vacilar. Significaba eso que...
—¿Me estás diciendo que eres virgen?
Entonces se abrió la puerta del carruaje. Un mayordomo uniformado de carmesí hizo una reverencia con la mano tendida.
—Señor —dijo orgullosa Devon—, su lenguaje es abominable.
—¡Mi lenguaje será mucho peor si no me contestas!
Se compuso las faldas y le miró por encima del hombro, con la barbilla alta.
—Creo —le miró con complacencia—, que deberá sacar sus propias conclusiones.