Capítulo veintiséis
Sin mirar a ningún lado, Devon subió las escaleras directa a su habitación. Después de cerrar la puerta, se dirigió a grandes pasos al asiento que había bajo la ventana con parteluz, frente a la cama. Abrazada a un cojín rosa, se quedó ensimismada mirando las sombras que empezaban a caer sobre los edificios.
Alguien llamó a la puerta.
—¿Querida?
Era la duquesa. La puerta se abrió con un sonido ronco y la anciana mujer entró en la habitación. Sintiéndose vacía, Devon miró cómo avanzaba hacia ella con pasos vacilantes.
—Querida, perdona la intrusión, pero tenía que comprobar que estabas bien.
—Estoy bien —dijo Devon con tristeza.
La duquesa la miró fijamente.
—¡Pero, si estás temblando! —se inquietó. Se acercó después al armario para coger un chal y cubrirle con él los hombros.
—Me rompe el corazón ver que eres tan desgraciada, hijita. ¿Hay algo que pueda hacer?
Devon negó con la cabeza. Quizá la anciana mujer tenía buena intención, pero no tenía ganas de hablar de Sebastian con nadie, y mucho menos con su abuela.
—Querida, no tuve más remedio que escucharos.
Cómo no, pensó Devon con dolor. Sin duda, todos en la casa lo habían oído.
—Claro que no necesitas casarte con Sebastian si no quieres. En realidad, ni siquiera necesitas casarte.
Los dedos de Devon se enrollaron al borde del chal.
—¿De verdad? —susurró.
—A menos que tú quieras, claro. Llámalo egoísmo, pero estoy muy contenta de tenerte para mí sola. —La duquesa sonrió débilmente.
—Gracias... abuela. —Qué raro, la palabra no había sonado esta vez tan extraña en sus labios.
La duquesa se apoyó en el bastón.
—Cuando era niña, todos los matrimonios se planeaban. Tu abuelo y yo nos llevábamos bastante bien, pero el mundo empieza a cambiar, y me atrevería a decir, que ya era hora. Se oye cada vez más de aquellos que eligen desafiar las convenciones y casarse por amor. Tienen suerte, creo. De hecho, casarse por amor es lo que le deseo a cualquier joven. —El tono de la duquesa se hizo caprichoso—. Pero puedo ver que tú preferirías estar sola, querida.
La duquesa se giró dispuesta a salir. De repente, estar sola era la única cosa que Devon no quería.
—Abuela, espere —gritó. La duquesa se volvió dudosa—. Quédese, por favor. Por favor.
Un dolor insoportable llenó su pecho. Sus hombros temblaban sin remedio.
La siguiente cosa que supo fue que la duquesa se había sentado a su lado y la atraía hacia su pecho fuertemente. Ninguna de las dos se preguntó sobre lo que ocurrió después. Existía entre ellas un lazo que trascendía el tiempo, los años que habían vivido separadas.
—Llora, querida, si lo necesitas.
Devon giró su cara hacia su hombro.
—Abuela —explotó—. Él... yo...
No pudo soportarlo más. Tampoco había necesidad para ello.
Reprimiendo sus propias lágrimas, la duquesa rodeó sus hombros.
—Entiendo, querida. De verdad que lo entiendo.
Y de hecho, así era.
Los efectos de una botella entera de brandy fueron de poca ayuda para los sentimientos de culpa y dolor que afligían a Sebastian. El odio que se tenía le quemaba la sangre. Derrotado sobre su escritorio, clavaba los dedos en su frente, como si así pudiera hacer un agujero en su memoria.
Empezó cuando un cuerpo pequeño y caliente se deslizó en su regazo. Una nariz fría y húmeda olisqueó la palma de su mano.
Le miró con ojos perdidos, asombrado de que, con todo lo que había pasado, se hubiese acordado de traer a Bolita y los pequeños.
—Bolita —dijo—, ella no está aquí.
El animal movió a un lado la cabeza y gimió. Y ahora se reunieron todos a su lado: General, Coronel, Mayor y Capitán intentaban todos subir a sus rodillas y gemían lastimosamente.
Se inclinó hacia ellos.
—Ella no va a volver —gritó—. ¿No lo entendéis? ¡No va a volver!
El llanto creció. Una a una, las pequeñas criaturas fueron haciendo un círculo alrededor suyo. Sebastian se lamentó. Al final, le quedaban estos ojos tristes y desamparados que hicieron que se levantara y se dirigiera a la puerta.
Antes de darse cuenta, se encontró en la biblioteca. La habitación favorita de Devon, recordó con una punzada de remordimiento.
«Si yo viviera aquí, me impondría como deber el leer cada libro de esta habitación.»
Pero ella no viviría aquí. Nunca viviría aquí, y saber esto era como si le clavasen un puñal en el corazón.
Se volvió entonces medio loco y empezó a tirar vasijas y libros al suelo. Entonces se abrió la puerta. El mayordomo Stokes apareció seguido de algunas sirvientas.
—Señor...
—¡Fuera de aquí! —gruñó—. ¡Todos!
Uno a uno se fueron retirando. Justin, que acababa de llegar a casa, apareció también.
—¡Sebastian! Dios mío, ¡qué demonios...!
Sebastian levantó la cabeza y miró a su hermano furioso.
—Si has venido a burlarte de mí, no te molestes.
Justin le miró asombrado.
Sebastian cerró los ojos.
—Señor —murmuró—, no debí decirte eso, lo siento.
Justin cerró la puerta y le miró de arriba abajo.
—¡Estás borracho! —dijo sin creérselo.
—¿Lo estoy? No me había dado cuenta.
—Sebastian, ¿qué diablos está pasando? Esta mañana estabas de un humor de perros y por eso te dejé solo. Ahora, vuelvo a casa y encuentro a los sirvientes mirándote como si fueras a morderles, y tú destrozando la biblioteca.
—Eso no es todo.
—¿Qué, aún hay más?
—Sí, grité a Bolita y a los cachorros.
—Admirable.
Sebastian se dirigió a la mesa de servicio en busca de otra botella.
Justin la encontró antes de que él pudiera alcanzarla. Le obligó a sentarse en una silla.
—No hay más para ti —dijo impaciente—. Dime qué está pasando.
Sebastian se echó hacia delante en la silla y sujetó su cabeza entre las manos.
—Ella no va a volver —dijo con una voz extraña y cansada.
Justin contuvo el aliento.
—Está con su abuela.
—No lo entiendes —gruñó Sebastian—. Nunca volverá aquí.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que me odia, ¡maldita sea! ¡Me odia!
Justin negó con la cabeza.
—Eso no puede...
—Créeme, es cierto —dijo Sebastian amargamente.
Justin se puso pálido.
—¡Ay, Dios! ¡Todo es por mi culpa!
—No, Justin, la culpa es mía. Mía. Tenías razón, Justin. Desde el principio, la quise. Me moría por ella. Ay, pero luché contra eso. Me dije que podría controlar mis sentimientos. Pero entonces, fuimos a Thurston Hall...
—¡Y yo aparecí con esa estúpida idea de casarla con alguien!
—No te culpes. Por favor, no. Yo también creí que era la mejor forma. Pensé que era la única manera de mantener mis manos apartadas de ella. Pero aquella noche, con Evans y Mason, y Westfield... Nos escuchó, Justin. Nos escuchó y supo lo que estábamos planeando...
—Dios mío.
—Lloró, Justin. Lloró. Y no pude soportarlo. Debí haberla dejado sola, pero no lo hice. Me dije que quería impedir que ella sufriera más. Pero fui muy egoísta. La quería y la cogí. Y entonces tú viniste y nos viste. ¿Recuerdas cómo me miró? Con sus ojos secos. Inmóvil. Dios mío, nunca he visto mirar a nadie de la manera en que ella me miró. Como si —no sabía como decirlo—, como si hubiese sido golpeada por dentro. Y fui yo. Yo fui quien puso esa mirada en su cara.
Justin bajó los ojos. Su expresión era ahogada y tensa.
—¡No! —dijo Sebastian cortante—. ¡Tú no tienes nada que ver con esto! Tú tenías razón, ¿entiendes? Has tenido razón todo el tiempo. Sólo pensaba en el deber y en las obligaciones... ¡y ahora todo eso me parece tan ridículo! ¡Mis dudas me han costado caras! Estaba tan cegado por mi determinación a evitar el escándalo que no pude ver lo que tenía delante de mí...
La mirada de Justin no se apartó de él ni un segundo. Dijo dulcemente:
—La amas, ¿verdad?
Sebastian asintió. Su boca se contrajo.
—Pensé que podía enmendar las cosas. Fui a verla y le pedí que se casara conmigo. —Un silencio brutal le interrumpió—. Me rechazó. Con lágrimas en la cara, me rechazó. No una vez, sino tres. Tres veces.
—Estaría confundida, Sebastian. Toda esta historia con la duquesa... señor, si casi me cuesta creerlo a mí.
—Lo sé, lo sé. —Sebastian se puso nervioso—. Pero en honor a la verdad, no puedo culparla. No puedo siquiera justificar mi comportamiento ante mí, mucho menos pedir que Devon lo haga. Pero en mi arrogancia, nunca pensé que ella pudiera rechazarme.
Poco a poco, la fuerza de sus pulmones fue cediendo y empezó a temblar. Si no hubiese estado sentado, se habría venido abajo seguramente.
—Le robé la inocencia —susurró—. Le robé la esperanza, su orgullo. Solamente pensé en mí, en mi deber y en mis responsabilidades, y sacrifiqué a Devon a cambio. Le quité todo lo que tenía, Justin. Se lo robé, y nunca me perdonaré por eso. Devon nunca me perdonará. Nunca.
Justin miró a Sebastian.
—¿Y ya está? ¿Te vas a rendir así?
Sebastian hizo una mueca.
—¡Qué! ¿Es que no crees que la he herido ya bastante?
—Ella te ama, Sebastian. Lo vi aquel día, en Thurston Hall.
—Eso creía yo también. Pero ahora no estoy tan seguro. No viste su mirada, Justin. La forma en que me miró... ¡cómo me despreció!
—No puedo creerlo, Sebastian. —Justin se mostró inflexible—. Yo fui el único ciego. Pensé que la estaba protegiendo, y lo mismo pensaste tú. Pero Devon y tú, está tan claro: os pertenecéis el uno al otro. —Su sonrisa mostró un cinismo familiar—. ¿Qué? La prueba está en que habéis hecho que un escéptico como yo crea en el amor.
Sebastian se quedó callado, pero miró sin pestañear a las sombras.
Justin le puso una mano en el hombro.
—La harás cambiar de opinión.
—¡No! —El grito de Sebastian le hizo añicos—. Dios mío, Justin, ¡tú no la viste!
Justin apretó los labios en consideración. Se inclinó y golpeó con los nudillos en la frente de su hermano.
La mandíbula de Sebastian se abrió sorprendida. Se levantó y miró a su hermano.
Justin se levantó también, alargando su brazo de nuevo. La mano de Sebastian cogió su puño a tiempo antes de que volviera a golpearle en la cabeza.
—Maldita sea, ¿es que intentas empezar una pelea?
—En absoluto —dijo Justin con calma—. Dado que en tu estado, creo que perderías.
—Entonces, ¿qué diablos estás haciendo?
Justin le miró apenas.
—Todavía eres mi hermano, ¿no?
—¿Que pregunta tan idiota es ésa?
Justin elevó las cejas.
—Pensé que quizá debía asegurarme —murmuró.
—¿Qué?
Con una mano en su ceja, Justin mostraba una gran concentración.
—Perdona mi lapsus de memoria, pero cuando papá murió, dejó nuestras finanzas en un estado lamentable, ¿no?
—Por el amor de Dios, no sufres ningún lapsus recordando eso, Justin.
—Y tú fuiste el hombre pragmático capaz de restaurar nuestra fortuna, el hombre que empezó la insuperable tarea de hacer que los tres fuéramos recibidos en sociedad sin que murmurasen y nos señalasen a nuestra espalda, ¿no es cierto?
Sebastian asintió.
—¿Adónde quieres llegar?
—Básicamente a esto. Mi hermano se propondrá la tarea de traer a casa a su amada con la misma resolución y fortaleza. Mi hermano no perderá el amor de su vida. Mi hermano no perderá la esperanza.
Sebastian se quedó mudo. De alguna manera, las palabras de Justin le habían penetrado su alma repleta de brandy como nada hubiese podido hacerlo.
O quizá como nadie hubiese podido hacerlo.
La emoción inundó su pecho. La garganta se le puso tensa y sintió un escozor en los ojos. Siempre había querido a su hermano, incluso cuando le volvía loco con su irresponsabilidad. Pero nunca le había querido tanto como ahora.
—Justin —dijo casi sin aliento—, ay, Dios...
Justin gruñó.
—¡Ni se te ocurra, no te pongas sentimental conmigo!
—Te juro que no puedo evitarlo. Porque creo que soy muy afortunado al tenerte como hermano. —Rió emocionado—. No podría imaginar a ningún otro siendo mi hermano.
Justin se acercó y le apretó el brazo.
—Yo tampoco —dijo simplemente.