Capítulo seis

Al otro lado de la puerta, Devon volvió a hundir la cabeza en la almohada con un sollozo. Estaba furiosa. Derrotada como nunca antes lo había estado, enferma en lo más hondo de su alma.

Un dolor frío se había instalado en su corazón. Su madre se hubiera sentido horrorizada por el solo hecho de que ella tuviese un arma, mucho más sabiendo que había hecho uso de ella. Había prometido a su madre que nunca robaría, ni se prostituiría, ni mendigaría.

En lugar de esto, había matado a un hombre.

El sentimiento de culpa la ponía furiosa. Ella había querido salir de Saint Giles, ¡era lo que más deseaba en este mundo! Pero ¡a qué precio? Su corazón se retorció. Sebastian Sterling estaba convencido de que era una ladrona. Una ladrona.

Devon nunca había pensado en robar. Nunca.

Al menos, nunca más.

Porque había robado una vez un pastel de una confitería. Estaba allí, tan tentador, colocado en un plato blanco de flores azules y amarillas, rociado con miel. El vendedor estaba dando la espalda al mostrador, por lo que supo que no podría ser vista. Sin pensárselo dos veces, lo cogió del plato y corrió todo lo que pudo hasta llegar a casa.

Allí, en el ático de su casa, se sentó en el suelo para comérselo. Todavía recordaba el sabor, la manera en que lo celebró su boca. El sabor era increíble, deliciosamente dulce. Pero Devon lo recordaba de otra manera ahora. Ni siquiera estaba particularmente hambrienta...

Su madre la descubrió. «Lo has robado, ¿verdad?» El pastel se volvió arena en su boca. Tuvo que hacer un esfuerzo para tragarlo.

No necesitó dar una respuesta. Su madre estaba furiosa: «No robarás, Devon Saint James. Puede que vivamos entre granujas, pero nosotras no somos como ellos».

Devon nunca olvidaría cómo se sintió entonces: culpable y golosa. Las dos lloraron después de aquello; fue la primera vez que hizo llorar a su madre.

Y ahora las lágrimas amenazaban con salir de nuevo, aunque ella apretó lo ojos como pudo para evitarlo. No podía llorar. No lo haría. No podía cambiar las cosas: Freddie estaba muerto.

Tampoco podía quedarse aquí, en esta casa. La casa de él. No si él no la quería en ella. Pero antes debía recuperar su collar.

Sólo después, se marcharía.

Miró hacia la puerta y con convicción retiró el cobertor hacia un lado intentando levantarse. La habitación giró a su alrededor, el mundo parecía desmoronarse ante ella. Se sentó por un momento, agarrando con una mano temblorosa su frente. Más que otra cosa, lo que quería era volver a la calidez de esa cama blanda y grande. Era una habitación tan agradable. Se preguntó cómo sería vivir en un sitio tan imponente, llevar esas delicadas prendas para dormir, como la que llevaba ahora mismo. El suelo de madera estaba tan encerado que pensó que podía ver su reflejo en él, y así lo intentó. Entre tanta cortina amarilla y todas esas mantas de motivos alegres, se sentía en medio de un rayo de sol.

Pero él no la quería allí.

En ese momento, vio el sombrero que colgaba del respaldo de la silla. ¿Qué era lo que había dicho? «Están buscando a una mujer embarazada con una capa y un ridículo sombrero.»

Su sombrero no era en absoluto «ridículo», pensó con furia. ¡Lo apreciaba más que a cualquier otra cosa! Su madre había lamentado siempre no poder comprarle un sombrero. Devon recordaba con claridad el día en que encontró éste en la calle, justo antes de empezar a trabajar en Crow's Nest. Fue emocionante, era su primer sombrero. No le importaba que estuviese manchado o que sus plumas amarillas y los ribetes antaño a juego hubiesen perdido ya su vigor. Había imaginado a alguna hermosa mujer luciéndolo bajo su sombrilla al pasear por Hyde Park en un día de sol; incluso se había imaginado que ella era la mujer.

Ahora era suyo, y para Devon, era un gran tesoro.

Apretando los labios, se deslizó de la cama al suelo. El esfuerzo le provocó un fuerte dolor en el costado. Se levantó con cuidado, sintiendo cómo le flaqueaban las fuerzas y luchando con desesperación. Sus rodillas se debilitaron. Estaba entumecida y dolorida, incapaz siquiera de ponerse erguida. Se sintió como una anciana inservible y, probablemente, eso era lo que parecía.

De repente, se abrió la puerta.

—Maldita sea —dijo una voz—. ¿Qué demonios cree que está haciendo?

Fijó la vista en él.

—Pensé que sería evidente: me marcho. Y creí que había dicho que la forma de hablar de la chusma no sería tolerada en su casa. Aunque claro, sin duda, es diferente para el señor, ¿no es cierto, lord «Estúpido»?

Sebastian ignoró la burla. Estaba ridícula, allí de pie con ese estúpido sombrero en la cabeza. Se cruzó de brazos y la miró.

—¿Cómo diablos se propone hacerlo?

—Como ve, por mi propio pie. —Casi desafiante, tiró de los lazos de su sombrero—. Y no se atreva a detenerme.

—En ese caso debería dar más pasos hacia fuera que los que da hacia dentro. —Encorvada, se balanceaba como si estuviera borracha, parecía que iba a caerse de un momento a otro.

Pero su mirada indicaba rebeldía. Justin tenía razón. Era testaruda hasta la médula.

—¿Qué se propone llevar? —preguntó.

—Me temo que tendrá que ser este camisón. Pero no tiene que preocuparse, se lo devolveré a su hermana. Aunque no sé si ella querrá volver a llevarlo después de haber sido utilizado por mí.

¡La señorita remilgada, de nuevo! Era un papel que desempeñaba a la perfección, con esas ínfulas que se daba.

—Lo dudo. Siendo como es una mujer práctica, mi hermana Julianna se preocupa sobre todo a la hora de elegir su vestuario. Pero creo que fue buena idea pedir a Tansy que arreglase su capa y su vestido y limpiase las botas. Confieso que no entendí muy bien por qué se molestó tanto.

—Por favor, agradézcaselo en mi nombre. ¿Dónde están?

Sebastian hizo un gesto en dirección al vestidor. Cruzó la habitación y abrió la puerta.

—Venga a cogerlos, si lo desea.

La mirada que Devon le dirigió fue de lo más inquisidora. Dio un paso, y a duras penas pudo dar un segundo. Con una mueca de dolor, intentó mantenerse erguida sin conseguirlo. El camisón se abrió mostrando la generosidad de sus curvas. El marqués no desaprovechó la oportunidad.

Ella se dio cuenta.

—¡Bastardo arrogante de sangre azul! —El insulto le hizo recordar su procedencia de los suburbios de Saint Giles. Cerró el puño con intención de golpearle la barbilla.

No fue sino un intento lamentable que la hizo caer entre sus brazos sin que él tuviera que moverse.

—Ha fallado —dijo tranquilamente.

—¡Deje que me vaya! Usted no me quiere aquí.

Se dejó caer pesadamente en sus brazos, mirándole con furia a través de una cortina de pelo dorado. Se derramaba por sus hombros y rozaba las mangas de él. «Un color de lo más inusual —se dijo— espeso, rizado y lustroso, como si hubiese sido pulido por un rayo de luz.»

Suspiró.

—Querida jovencita, usted está herida. ¿Necesita que le recuerde que está bajo mi cuidado?

—¿Su cuidado? Me gustaría saber por qué se toma tantas molestias cuando ha dejado bien claro que no le agrado. Además, ¡no me gusta su manera de mirarme!

Sebastian parpadeó.

—¿Disculpe?

—Me mira como lo hacen los hombres de Crow's Nest. ¡Pero yo no soy ninguna furcia!

Gritó con la indignación de alguien que se cree en superioridad moral, de una manera en la que él nunca había oído gritar.

—¡Así que, señor, si va a volver a mirarme, tendrá que mirarme a los ojos!

«Señor.» Un claro avance frente al «bastardo arrogante de sangre azul». Una considerable mejora con respecto a Lord «Estúpido». Parecía que estaba ganando estatus ante sus ojos.

Esta vez tuvo cuidado de mirar a esos ojos, tan inusuales como su pelo. Rodeados de unas pestañas oscuras y espesas, eran casi de oro, diferentes a todos los que hubiese visto antes.

—Tiene razón. No fue muy gentil por mi parte.

—Me alegro de que lo entienda así. —Levantó su cabeza para mirarle y, al hacerlo, su sombrero cayó al suelo.

—¡Mi sombrero! —gritó—. Por favor, ¡debo recuperarlo!

—Es un sombrero lamentable —dijo sin pensárselo dos veces.

Devon dio un grito.

—¡No es lamentable! ¡Es bonito y es mío! Como también lo es el collar, y tan pronto como lo recupere, seguiré mi camino.

Sus labios temblaban y sus ojos empezaban a brillar. «Por favor —suplicó en silencio— nada de lágrimas.»

Un sollozo entrecortado, y sintió dentro de él algo que le comprimía. Diablos, debía haberlo sabido. El torrente de lágrimas era inminente si no hacía algo rápido para remediarlo. Entonces ella intentó abrirse paso para recoger su sombrero, pero él la cogió con más fuerza, una prisión controlada que era delicada pero a la vez firme.

—¡No puede marcharse! —le recordó—. ¿Qué pasará con la policía?

—¡Al diablo con la policía!

Si se quedaba, tendría que hacer algo para enmendar ese lenguaje.

—¿Y Harry?

La pregunta atrajo la atención de la muchacha que le miró con una palpitación.

—¿Harry?

Casi podía sentir su terror. Dios sabía que podía verlo con claridad en sus ojos.

—Sí.

—¿Cree que vendrá a buscarme?

—No lo sé. —Era la verdad—. Él no podrá encontrarla. Nunca se le ocurriría buscar aquí. Mayfair puede estar a un mundo de distancia de Saint Giles.

—¿No dejará que me encuentre?

—Desde luego que no.

Su fortaleza cedió. Incapaz de mantenerse en pie por más tiempo, se hundió en sus brazos. Esta vez no hubo reproches cuando él la recogió. La había llevado casi hasta la cama, cuando dijo con impaciencia:

—¡Espere, mi sombrero! Por favor, ¿sería tan amable de traérmelo?

Sebastian se vio obligado a volverse. Ella se colgó de su cuello cuando él se inclinó a recogerlo. Después, con cuidado, la depositó en la cama y le tendió el sombrero que llevaba en la mano.

Sin perder un momento, volvió a colocárselo en la cabeza.

Él la observó mientras se secaba las lágrimas de sus ojos. Sin saber muy bien por qué, se encontró sentado en su cama.

—Necesita descansar y guardar reposo, Devon.

Tenía los ojos medio cerrados. Al oír su voz, Devon abrió uno.

—No creo que le haya dado permiso para llamarme por mi nombre de pila —dijo con el ceño fruncido.

Sin duda, una afirmación un tanto altiva, considerando que acababa de llevarla en brazos y estaba ahora en su cama. De acuerdo, no exactamente su cama, pero sí la cama de su casa.

Trató de sonreír, volviendo a su expresión seria en cuanto ella le miró.

—¿Puedo? —preguntó haciendo gala de la mayor solemnidad.

Devon estaba agotada. Él pudo verlo en la sombra que inundaba sus ojos y sus párpados.

—¿Puedo llamarla Devon?

—Supongo que sí. Pero, en ese caso, ¿cómo debo llamarle yo?

—Definitivamente, no lord «Estúpido».

El inicio de una sonrisa cruzó su boca.

—¿Prefiere lord «Cretino» entonces?

—¡Devon! Creía que nos habíamos dado una tregua. Así que, por favor, no la ponga en peligro. Creo que «Sebastian» sería más agradable.

Sus ojos se encontraron. Por una vez, ella sonrió y desvió la cabeza.

—En realidad no quería marcharme —dijo en voz baja.

—¿No?

—No. Era sólo porque usted me miraba de esa manera tan terriblemente seria.

«Qué halagador», pensó. ¿La miraba entonces él como si fuera un ogro?

—Sí, lo sé —murmuró—, Justin es el simpático, no yo.

Su mirada volvió a él.

—¿Qué quiere decir?

—Querida, acaba de decir que mi mirada es terrible.

Devon frunció el ceño.

—Es seria, pero no terrible.

Desde luego, la chica era contundente. Tanto, que Sebastian se sintió atraído hacia ella. Entonces recordó la noche que la encontró en Saint Giles. «Guapo», le había llamado. A él. No dijo nada, se quedó allí sentado, con una extraña sensación en el pecho. Poco después, los párpados de su invitada empezaron a ceder. Pero antes de quedarse dormida, su cuerpo se estremeció.

Sebastian se inclinó hacia ella, tratando de reprimir el impulso de retirar un mechón que caía sobre su cara.

—¿Qué ocurre? —le dijo con suavidad.

—Recuerdo estar en la calle, en el frío. —Su voz se volvió un susurro—. No quiero despertar así de nuevo.

Sin saber por qué, sus manos estaban entre las de él. No eran blandas ni delicadas, ni llevaban guantes como las de las damas que conocía, sino que estaban agrietadas, rojas y secas. Con todo, parecían muy pequeñas junto a las suyas. Los dedos de él rodearon los de ella.

—No lo hará —le dijo—. Ahora túmbese y descanse, Devon.

—No sé si podré. Yo... —dudó— tengo miedo.

—¿De qué tiene miedo?

—De que cuando despierte, todo esto haya desaparecido. De que usted haya desaparecido.

Él se sintió, sin saber por qué, halagado.

—Y su hermano Justin también.

Justin. ¡Cómo no! El nudo en sus dedos se aflojó.

—Le prometo que estaré aquí cuando despierte.

Sus párpados temblaron, estaba a punto de rendirse al sueño, pero aún suspiró:

—Esta habitación... es tan bonita. De verdad lo es. Ay, Sebastian, desearía... desearía quedarme aquí siempre.

Sebastian se sintió sobrecogido. No había llorado por Harry, sino por ese estúpido sombrero. Si no fuese tan triste, se hubiese reído ante la imagen que proyectaba con esa miserable prenda que caía doblada por su frente. Había algo conmovedor en ella. En la manera en que había luchado con él —¡no sólo verbalmente, sino en la forma más literal!—, estando como estaba, tan débil como un pajarillo. Su sonrisa se desvaneció al pensar en el puñetazo que había intentado darle. Nunca había conocido a una mujer tan llena de vitalidad, a excepción de Julianna. En este momento, la irritable señorita Devon Saint James parecía tan frágil que una parte de él tenía miedo incluso de tocarla.

Pero, de alguna manera, otra parte de él no podía dejar de hacerlo.

Sus ojos seguían cerrados cuando murmuró algo inaudible.

Muy lentamente, con la punta de un dedo, trazó la pequeña curva de su nariz, la plenitud marcada de sus labios, la forma delicada de su mandíbula... Un nudo en el estómago le impedía respirar. Dios santo, era exquisita, con esa complexión blanca y perfecta. «Y blanda», pensó maravillado. Tan blanda, que la textura de sus labios y su piel parecían de madreperla. Apartó su mano.

«Es un chantaje —decidió con una mirada sombría—. Un chantaje emocional urdido por una desamparada y por el granuja de Justin.» No sabía cómo había pasado, o por qué, pero de alguna manera había sido seducido. Es más, desarmado.

Por el amor de Dios, no podía echarla. Aunque quisiera.

Aunque se llevase toda la plata que había en la casa.