Capítulo diecisiete

No hubo nunca un día más glorioso.

Ni una nube empañaba el cielo que resplandecía de color índigo. Los rayos del sol rociaban el suelo con su calidez y su luz. Una brisa perezosa refrescaba el aire, transportando con ella el olor de las flores, el murmullo de una voz femenina y el rumor fuerte de una risa masculina.

Paseaban cogidos de la mano por un jardín rodeado de setos bien cortados y repleto de flores. Caminaban sin rumbo fijo, y sus pasos les llevaron a un bosque que desembocaba, al otro lado de la colina, en un riachuelo. A media tarde, se detuvieron a descansar en un banco adornado de malvarrosas.

Devon se disponía a sentarse, cuando se levantó de repente.

—Mira —gritó encantada—, ¡una liebre!

Sebastian señaló hacia un bosquecillo de árboles.

—Allí hay otra. —Varias cabezas asomaron por entre la hierba.

Sebastian no pudo contener la risa al verla señalar primero a un lado y luego a otro, dando vueltas y corriendo detrás de ellas.

—¡Para! —protestó—, me estás mareando.

—Ay, pero son tan encantadoras. Me gustaría coger al menos una.

—¿Y qué harías con ella? Me parece que Bolita se sentiría celosa.

—No había pensado en eso —dijo preocupada.

—Por otro lado, yo sí sé lo que haríamos si cogieras una —dijo frotándose las manos divertido—. Tendríamos para cenar hoy un delicioso bocado.

—¿Cómo puedes ser tan cruel? Te prometo que no comeré liebre nunca más.

Sólo un momento después, Devon le dirigió una mirada de soslayo.

—Entonces nos quedamos a pasar la noche, ¿no?

No hizo ningún esfuerzo por esconder sus deseos.

—¿Te gustaría?

—Sí —se apresuró a decir.

—Bueno, tendré que pensarlo.

—No lo pienses demasiado...

—Devon, sabes que para mí es muy importante pensar las cosas.

—Entonces, deja que decida por ti. No tiene sentido que nos vayamos ahora. Aunque lo hiciésemos, no llegaríamos a Londres hasta después de medianoche. —Parecía bastante contenta con el plan—. Por tanto, lo mejor será esperar.

La sutilidad no era una de sus virtudes.

—Eso es cierto. Pero estaríamos de vuelta para el desayuno. Y yo sé que te encantan los cruasanes de Theodore. Por otro lado, me atrevería a decir que el señor Jenkins, que es el cocinero de Thurston Hall desde que nací, hace los mejores asados de liebre de toda Inglaterra.

Una tras otra, como si tuviera todo el tiempo del mundo, Sebastian cruzó las piernas y se tumbó de espaldas sobre los codos.

Devon respiraba aún con dificultad por el ejercicio, con las mejillas sonrosadas. Le miró con curiosidad, admirando su pose despreocupada. Ella en cambio, puso los brazos en jarra.

—¿Sebastian?

—¿Sí? —Tenía los ojos cerrados, con el rostro mirando al sol.

—¿Qué has decidido? ¿Volvemos a Londres?

—Estamos aún aquí, ¿no?

—Así es.

—Entonces, me pregunto qué haces todavía ahí parada.

—¿Que qué hago aquí?

—Sí. —Abrió un ojo, y echó un vistazo a su cintura—. Coge mi cena.

Devon parpadeó.

—¿Quieres que coja tu cena?

—Creo que eso es lo que acabo de decir.

—¿Mientras tú estás ahí sentado, mirando?

—Sí, ése es el precio de quedarse, querida.

Una sonrisa maliciosa iluminó su cara.

—En ese caso, quizá deberíamos hacer un trato.

La idea parecía interesante. Se sentó.

—¿Qué propones?

No pudo ver el regocijo en sus ojos, estaba demasiado ocupado en mirar cómo se quitaba lentamente uno de sus zapatos. El corazón de Sebastian empezó a palpitar. Por el amor de Dios, esto era más de lo que podía esperar, más de lo que podía imaginar. Y la palabra «interesante» no era la más apropiada.

Un zapato voló por encima de su cabeza.

El otro le dio directamente en el pecho.

—¡Cogeré tu cena, señor! ¡Pero antes tendrás que cogerme tú a mí!

Sebastian estaba demasiado impresionado como para moverse.

—Devon...

—¿Te rindes, mi altivo y orgulloso marqués?

Ningún hombre podía resistirse a semejante desafío.

Y la caza empezó.

Estaba convencido de que él llevaba ventaja, pero Devon se aseguró de que no fuera así. Pensó que se cansaría pronto, pero ella danzaba y se movía con una rapidez inusitada. Al final, con las piernas doloridas y los pulmones a punto de explotar por el esfuerzo, Sebastian se derrumbó bajo un roble.

—Caray, no hacía esto desde que era un chiquillo.

Ella hubiese empezado a correr de nuevo, pero Sebastian la agarró por la muñeca y la atrajo junto a él. Todavía riéndose, Devon se dejó caer en la hierba entre un mar de faldas almidonadas.

—Te diré un secreto. Nunca había hecho esto. Y nunca he hecho esto tampoco.

Movió los dedos de los pies en la jugosa y espesa hierba. Delgados y redondos, eran tan deliciosos como el resto de su cuerpo. ¡Sin duda, algo en lo que no debía pensar! Había dejado sus zapatos a medio camino, aunque no parecía importarle.

De repente, tuvieron el mismo pensamiento.

Devon interceptó su mirada y se rió.

—Lo sé. No es muy femenino que digamos.

Sebastian se sintió excitado. Dios mío, estar de esta manera ahí con ella. No tenía palabras para describirlo. Lo que más deseaba en estos momentos era inclinarse sobre ella y alcanzar sus labios, abrirlos con los suyos, sostenerla de manera que sus corazones se hicieran uno.

Pero algo le detuvo. No quería estropear este momento. Era demasiado agradable, demasiado dulce. Demasiado perfecto.

Existía un vínculo entre ellos, podía sentir la unión. Algo que sobrepasaba la amistad, que sobrepasaba el deseo.

Algo que estaba fuera de su control.

No luchó contra ello, no podía. De algún modo, se dio cuenta de que ésta era una batalla imposible de ganar.

¿Era él el único en darse cuenta?

Se recostó en el césped, observando cómo el sol jugaba al escondite con las ramas de los árboles. Utilizó su mano como visera para poder verla con el sol de frente. Devon seguía sentada, con la espalda recostada contra el tronco y los pies descalzos estirados.

Cariñosa, trazaba con un dedo el perfil de su nariz y con ese mismo dedo recorría los surcos que rodeaban su boca.

—No dormiste nada anoche, ¿verdad?

—No —admitió.

—Entonces, duerme ahora.

—Prefiero seguir mirándote. —La afirmación salió de su boca sin pensar, pero no le importó.

Sobre él, unos labios carnosos dibujaron una sonrisa y un rizo grueso le rozó el pecho. Con la mirada ausente, Devon recogió un mechón de su cabello detrás de la oreja. Sebastian tuvo que hacer un esfuerzo para no alargar la mano y hacer bajar esos labios a una altura donde él pudiera saborearlos. Pensó con orgullo en la inusual belleza de la mujer que le acompañaba, y lo más fascinante era que ella ni siquiera se había percatado de ello. Era a la vez inocente y tentadora, enérgica y recatada.

Devon le colocó la cabeza sobre su regazo. Con unos dedos delicados y pequeños, le acarició el remolino de pelo de la frente. Sin saber cómo, el dolor de su estómago fue cediendo y sus caricias le fueron adormilando, relajando sus músculos y todo su ser. El mundo podía girar a su alrededor, pero a él no le importaba.

—¿Sebastian? —susurró.

Sebastian no la escuchó. Se había quedado dormido en el sueño más placentero que nunca había conocido.

El propio señor Jenkins sirvió la cena aquella noche. Cuidó con esmero cada detalle, sirviendo en bandeja de plata al señor y a su acompañante.

—Asado de liebre —anunció—. Mi especialidad.

Con una floritura, el cocinero obsequió a Devon con el mejor pedazo de carne. De pie, con las manos a la espalda, esperó su veredicto.

Los ojos de Devon se abrieron más de lo normal y se volvieron en dirección a Sebastian.

—Pruébalo —le pidió—. Te prometo que se deshará en tu boca.

Sebastian tuvo que taparse la boca con la servilleta para esconder la carcajada que le provocó verla tragar el bocado de un golpe.

Milagrosamente, Devon no se rió. Se limitó a sonreír y a alabar al cocinero:

—¡Ay, es maravilloso! ¡Lo más exquisito que he probado en toda mi vida!

El señor Jenkins dejó el comedor sintiéndose el hombre más feliz del mundo. Sebastian se encontró de inmediato con un arqueo de cejas directo a él.

—Lo tenías planeado.

—Para nada —le aseguró con total gravedad.

Sebastian devoró su porción de liebre y la de ella con entusiasmo. Después de cenar, la invitó a jugar al ajedrez, un juego que le había enseñado en las clases. Mientras Devon concentraba toda la atención en el tablero, el marqués se dedicaba a contemplarla, admirando la manera en la que cogía el vaso de vino, se lo llevaba a los labios y llenaba con él su boca.

Una gotita le cayó por la comisura de la boca. Se limpió con un dedo, mientras Sebastian intentaba desviar la mirada sin conseguirlo. Ella le miró con disgusto.

—¿Qué estás mirando?

—Sólo estaba admirando.

—¿Admirando qué?

—El acabado de esta torre.

«La impresionante sencillez de tu belleza.»

—Esto no es una torre, ¡es un peón!

Y él no era más que un peón a sus ojos. Sintió que se le fundían las entrañas. Su excitación era tal, que a la más mínima señal de bienvenida, la tumbaría en el suelo, le quitaría el vestido y la montaría allí mismo.

Que Dios le ayudase, nunca antes lo había hecho en el suelo.

—Sebastian, ¿estás atendiendo?

—Sí —mintió.

Terminó el juego en tres movimientos.

Le había ganado con creces.

—Te has dejado ganar —dijo, al levantarse de la mesa.

—No.

—Bueno, entonces debes estar deprimido.

Sebastian parecía divertirse.

—¿Por qué tendría que estar deprimido?

—Porque estás aquí, en el campo, enclaustrado conmigo.

Se rió.

—Bastante improbable.

—Pero si estuvieras en Londres, ¿dónde estarías?

—Seguramente, tomando un brandy en la biblioteca contigo.

—Así es muy difícil que encuentres una esposa, ¿no crees?

—Supongo.

—Bueno —dijo casi sin aliento—, yo tengo una teoría que explica por qué no has encontrado aún esposa.

Sebastian también, y tenía mucho que ver con la pequeña desamparada que sin saber cómo había irrumpido en su vida y en su corazón.

En cualquier caso, esperaba su respuesta con curiosidad.

—Pienso que quizá necesitas algún consejo para tratar a las mujeres.

El brillo de una sonrisa cruzó por sus labios.

—¿Eso crees?

—Sí. Además, si estuvieras en una de tus fiestas en Londres, habría una gran cantidad de mujeres rodeándote.

«Ninguna tan encantadora como tú.»

—Por tanto, imaginémoslo así. Debes elegir a una mujer. Y como yo estoy aquí, bueno... —suspiró con exageración— me temo que tendré que hacerme pasar por esa mujer.

No pareció muy molesto con la idea.

—Quizá debería llevarme a toda prisa a la mujer fuera del salón y darle una vuelta por el jardín —dijo Sebastian.

Y así lo hizo, encaminándose al jardín, cuyas flores brillaban a la luz de la luna, y guiando sus pasos en medio de setos y árboles. Se detuvieron cerca de un muro de piedra. La profusión de rosas blancas perfumaba la noche. Se sentaron en un banco de piedra cercano. A sus espaldas, llegaba la luz interior de las velas a través de las ventanas de la casa.

Devon miró a su alrededor.

—Muy bien —aplaudió—. Ahora que has conseguido estar a solas con tu mujer en el jardín, me pregunto: ¿vas a besarla?

Su boca hizo una mueca.

—Un caballero nunca besa a una mujer antes de casarse.

Por un momento, se quedó sin habla. Pero pronto se recompuso:

—¿Quieres decir que te casarías con una mujer sin besarla? ¡Yo desde luego no me casaría con un hombre sin haberlo besado antes!

Tanta seguridad le dejó impresionado. ¿Era posible que la criatura estuviera tratando de flirtear con él?

Y por si fuera poco, con excelentes resultados.

—Bueno —trató de salvar la situación—, puede que lo hiciese, si me gustase mucho la dama en cuestión. Si me sintiese particularmente... —robó una mirada de soslayo— enamorado.

—¿Puede que lo hicieses? Pero no estás seguro.

—No.

—Ay, querido. Entonces tal vez necesites alguna lección.

—Ah —dijo con suavidad—. ¡Ahora has hablado con propiedad!

Se había vuelto, y le miraba de frente, el muro a su espalda.

Sus ojos se encontraron, sus piernas temblaron y se tocaron con la punta de los dedos.

—Quizá —dijo con la respiración entrecortada— deberías besarme a mí.

—Quizás. —Elevó las manos, fingiendo no saber qué hacer—. ¿Qué debo hacer?

—Para empezar, creo que deberías acercarte.

Se movió hasta que tuvo sus pies entre sus botas. Las solapas de su chaqueta rozaban la base de sus pechos. Colocó intencionadamente sus manos en el muro que ella tenía detrás.

Sebastian estaba disfrutando con el juego.

La expresión de Devon no tenía desperdicio. Miraba a un lado, luego a otro, hasta que por fin le miró a él. Tenía la boca redonda, tanto como sus ojos.

Sebastian supo el momento preciso en el que ella se dio cuenta de que estaba atrapada entre el muro y él. Sonrió con una expresión más propia de un granuja que de un caballero.

—¿Ahora qué? —preguntó él.

—Ahora —susurró—, debes besarme.

Vio que tragaba saliva.

—Es el hombre el que besa, ¿no?

«No siempre.» Su mente se llenó de besos desenfrenados. Su boca sensual y dulce recorriendo su pecho. Un mechón de pelo incontrolado rozando su piel, la parte baja de su estómago. Vio esa boca caliente y dulce cerrándose en su...

Casi dio un gemido. ¿Qué demonios era lo que había dicho? Ah, sí.

Algo diabólico se apoderó de él. Sonrió con picardía. Ella había empezado este juego, pero sin duda él no tendría ningún problema en terminarlo.

—Dime cómo —fue todo lo que dijo.

Vio cómo se mojaba los labios con la punta de la lengua. ¡Le estaba volviendo loco!

—Pon tus labios sobre los míos —le espetó con convicción.

Le dio un beso rápido. Sus labios, no tocaron otra cosa que los labios de ella.

—¿Qué te ha parecido?

—Tristemente escaso —gruñó—. Vuelve a intentarlo, pero esta vez más fuerte.

—¿«Más fuerte» cómo..., como un poco más? —preguntó juguetón—, ¿o «más fuerte» como... así?

Inclinando la cabeza, Sebastian selló su boca con un largo y apasionado beso que fue fuerte, voraz y tierno, todo a la vez.

Cuando finalmente levantó la cabeza, los dos respiraban con dificultad. Los ojos de Devon se abrieron directamente entre los suyos. Tuvo que agarrarse al muro para no caerse.

—Debo reconocer, señor —jadeó—, que eres tan buen alumno como profesor.

Las manos de Sebastian rodearon su cintura. Con una extraña sonrisa en los labios, la atrapó con sus hambrientos brazos y se abandonó al deseo que le oprimía. «Dios mío —pensó— esto es inmoral; es una locura.» Pero desde el principio, había surgido la chispa entre ellos. Sebastian lo sabía y sabía que Devon sentía lo mismo. Como sabía que en su inocencia, Devon estaba experimentando, probando esos sentimientos de deseo que llevaba dentro. A él le correspondía pararlos, porque él era el experimentado. Si no lo hacía, sabía muy bien dónde este juego podía conducirles.

Pero todas estas razones para liberarla las había apartado de su mente. Era extraño, incomprensible, pero parecía como si todo fuera nuevo para él también. Había estado con otras mujeres antes. Después de todo, era un hombre con necesidades y deseos, y se había permitido sucumbir a algunos.

Pero esto era diferente. Devon era diferente. Una voz en su interior le advertía que debía dejarla ir pero no podía hacerlo. Se sentía demasiado bien. Ella se sentía tan bien. Y sobre todo, estar con ella parecía ser lo correcto. Nunca se había sentido tan a gusto con otra mujer. Y cuando le rodeó el cuello con sus brazos, esa chispa que había entre ellos prendió.

Un impulso posesivo le inundó. Algo que tampoco había sentido nunca antes.

Devon se apretó a él, lo que hizo más evidente la rigidez de su miembro. Sus manos pequeñas recorrieron su espalda, sus uñas se clavaron en sus hombros. El calor le sofocaba la piel y subía a borbotones desde el centro de su entrepierna.

Hubo un respiro, un lamento, un suspiro. O tal vez las tres cosas a la vez.

—Devon.

Ella levantó su rostro reluciente como el ámbar.

—¿Recuerdas la primera vez, Sebastian? ¿Cuándo te pregunté que por qué me besabas?

Recorrió con un dedo la línea de sus cejas, la nariz chata, la forma encantadora de su boca. Dios, ¿cómo podría olvidarlo?

—Tenía tanto miedo de que no volvieras a besarme, siendo quien soy y eso... —Sus palabras fueron un grito trémulo contra sus mejillas.

—Devon, no. —Sus brazos la cubrieron una vez más, se agarró a ella tan desesperadamente como ella trató de agarrarse a él.

—Es sólo que... pensé que ibas a... bueno, varias veces...

—Quería hacerlo. Cientos de veces. Miles.

—¿De verdad? —Se echó hacia atrás para verle mejor.

—Sí, por Dios, sí. —Sus ojos se oscurecieron—. Quería hacerlo cada día, hubiese...

Y bueno, podía...

Pero, no muy lejos, oyó el sonido de una puerta que se abría a la terraza.

Los dos se quedaron helados.