Capítulo veintitrés

Las tres mañanas siguientes transcurrieron de la misma manera, en una alegría perezosa en la que se pasaban las horas uno en brazos del otro. Londres era un mundo aparte. El resto del día, no había momento en el que Devon no estuviera a su lado. Paseaban por el jardín agarrados de la mano. Vagabundeaban a orillas del río y se regodeaban al sol, a veces en amistoso silencio, otras veces entre risas y juegos.

No resultaba difícil entender por qué Sebastian amaba Thurston Hall de la manera en que lo hacía. Aquel día en la galería de retratos, él había dejado claro que Hall era más querido y más cercano a su corazón que ningún otro sitio. La simplicidad de la vida en el campo, la paz que lo cubría todo, la serenidad, eran cosas difíciles de encontrar en la histeria de Londres. Aquí, el resto del mundo era rechazado.

Él le había dicho que lo que compartían era algo raro. Algo único. ¡Y cuánta razón tenía! La tocaba a menudo: el etéreo roce de un dedo por la línea de su rostro, una simple caricia en sus dedos... ¡Era como si nunca se saciara de ella!

Cuidaba de ella. Cuidaba mucho de ella. Podía verlo en sus ojos, cuando le hacía el amor, en cada mirada íntima que se dedicaban, en cada beso.

Cuando estaba con él, sentía que iba a arder por completo. Le amaba con todo su corazón, con cada fibra de su cuerpo. No podía imaginarse un placer más grande que estar con él de esta manera. Quería que durase para siempre, que no terminase nunca. Porque cuando estaba con él, no existía el mañana. Sólo el ahora. Sólo la necesidad de pertenecer a él, de estar con él.

Y saber que Sebastian sentía lo mismo era la dicha total.

Una semana después de su llegada, se retiraron a la biblioteca después de cenar, donde pasaron la hora siguiente. Al terminar su partida de ajedrez, Devon se levantó y se quedó de pie en la puerta de la terraza. Estuvo allí un momento, con las manos en la espalda y mirando a la luna creciente que iluminaba el cielo. Volviéndose a Sebastian, vio que deambulaba por la habitación.

—Tengo la sensación de que te aburro, Devon. No puedo consentirlo, ¿de acuerdo? —Su ceja se arqueó con una muestra de picardía—. Hemos jugado a las cartas, disfrutado de una partida de ajedrez. Por favor, dime —arrastró las palabras—, ¿hay algún tipo de diversión que pueda interesarte?

—Es posible —respondió con atrevimiento, al tiempo que se ruborizaba—. Quizá tengas alguna sugerencia.

Sus ojos se turbaron.

—Tengo varias, en realidad. Ven aquí y veré si puedo tentarte.

El pulso de Devon se aceleró. Sus pasos la llevaron hacia él de una manera inconsciente. En el momento en que se acercó lo suficiente, la atrajo entre sus brazos.

Sebastian colocó sus manos en la curva de sus caderas. Sus labios cubrieron los de ella, tan cerca, que el aire que respiraron se hizo el mismo.

—Puedo sorprenderte —la avisó.

Un temblor le atravesó la espalda.

—Sorpréndeme —le invitó juguetona.

Devon pudo ver el brillo en sus ojos, fieros y licuados, justo antes de que su boca descendiera para capturar la suya. Con una mano sujetando la pequeñez de su espalda, se apretó contra ella, haciéndole sentir el rígido latido de deseo que corría por sus entrañas. Devon tembló, rendida ante el esplendor de su beso.

Ninguno de los dos se percató de que la puerta de la biblioteca se había abierto y cerrado.

Justin echó una mirada a la pareja y perjuró, en un juramento devastador.

Devon lo vio primero, sus manos cogidas a la levita de Sebastian.

—Es Justin —carraspeó.

Sebastian no le prestó atención. Se aferró con más fuerza a su cintura. Fue directo a besarla apasionadamente.

—Sal de aquí, Justin —habló sin mirar a su hermano, sin ni siquiera alzar la cabeza.

—Sebastian, ¡ten al menos la cortesía de mirarme cuando me hablas!

Por fin, Sebastian alzó la cabeza. Apretó su abrazo, protector. Miró a Justin por encima de la cabeza de Devon.

—¿Qué quieres? —le preguntó, cortante.

El asombro inicial de Devon por la presencia de Justin fue sustituido por la vergüenza. Hubiese querido hundir la cabeza en el pecho de Sebastian y desaparecer dentro de su chaqueta, pero obviamente no había forma de esconderse. Alguna vez tendría que enfrentarse a Justin, así que por qué no hacerlo de una vez. Suspirando profundamente, se volvió y se puso al lado de Sebastian. El marqués dejó que lo hiciera, pero manteniendo posesivo una mano en su cintura, lo más cerca posible de ella.

Justin, como pudo observar Devon, había tomado posiciones junto a la mesa de cartas. Su expresión era un reflejo pétreo de su voz.

—Creo que sería mejor que la dejaras ir.

Sebastian se puso tenso. Dirigió a su hermano una mirada helada.

—No lo creo. Y la próxima vez, por favor, ten la cortesía de llamar a la puerta antes de entrar.

Los ojos de Justin se contrajeron.

—¿Crees que no veo lo que está pasando aquí? No tienes derecho a tocarla, Sebastian, y lo sabes. De verdad que no tienes ningún derecho a besarla. Así que te sugiero que la dejes en paz —dijo, en un tono duro—, antes de que arruines...

De repente, se detuvo. Miró primero a Sebastian y después a Devon.

—Por el amor de Dios, es demasiado tarde, ¿verdad?

El rostro de Devon se volvió de color escarlata. Una ola de calor le subió desde los pies.

—Justin —dijo segura—, está bien.

—No, Devon, no está bien.

Los dedos de Devon juguetearon nerviosos con la tela de su falda. Sus labios se abrieron, pero ningún sonido salió de ellos. Justin estaba enfadado con Sebastian, no con ella. Había algo en sus ojos, algo que no podía descifrar. ¿Piedad, tal vez?

Él la miró fijamente.

—Eso no puede ocurrir, Devon. Es imposible.

Sintió un terrible dolor en la garganta. Quería taparse los oídos con las manos para no escucharle. Sacudió la cabeza.

—Justin...

—No es mi intención hacerte daño. ¡Estoy sólo tratando de advertirte! Demonios, ¿es que me vas a hacer decirlo? Él no se casará contigo.

Las palabras le quemaron el corazón, la perforaron por dentro.

—No se casará contigo —repitió Justin, como si una vez no hubiera sido suficiente—. Nunca se expondrá al escándalo. Se casará con alguien como Penelope Harding.

Su respiración se aceleró. Sebastian retiró el brazo. Se quedó allí, anclada al suelo, sola como no lo había estado nunca antes. Se llevó la mano a la boca, todavía húmeda por sus besos.

—¡Devon! —le imploró Justin con ternura—. ¿Me has oído? Romperá tu corazón.

Ningún poder sobrehumano hubiese podido pararla entonces. Temblando tanto por fuera como por dentro, miró a Sebastian, su expresión helada, la línea tensa que perfilaba su boca y sus ojos. Junto a ella, su cuerpo se había vuelto tenso y rígido.

Él apartó la mirada.

Y Devon lo supo. Lo supo.

Algo dentro de ella se marchitó y murió. No era que no pudiera. No lo haría. Algo bastante diferente.

Lo que le hirió no fue la franqueza de Justin. Eso podía aceptarlo. Pero Justin estaba equivocado, pensó fríamente. Sebastian no rompería su corazón. Estaba ya roto. Pudo sentir los millones de pedacitos en su interior. Si se lo hubiesen arrancado del pecho, el dolor no habría sido más intenso.

Llorando, se abalanzó escaleras arriba.

Sebastian la cogió de la mano.

—¡Devon!

Se habría ido detrás de ella, si Justin no se lo hubiese impedido.

Le cogió del hombro.

—Déjala sola.

Sebastian se volvió.

—¡Quítame las manos de encima! —le silbó—. ¿Es que no has tenido bastante?

Justin le liberó, pero no se echó atrás. Se encontraron cara a cara.

—He sido honesto, Sebastian. Es más de lo que tú puedes decir.

—¡Mantente al margen de esto! —Sebastian le amenazó—. No es asunto tuyo.

—¡Estoy haciendo que sea asunto mío! Por Dios, ¿no te das cuenta de lo que has hecho? Tú. Siempre tan correcto. Mi hermano el santo...

—¡Nunca he pretendido ser un santo, Justin! ¡Lo sabes!

—Ah, ahora pones excusas. —El tono de Justin fue mordaz—. ¡Dios mío, y me llaman a mí sinvergüenza!

Los ojos de Sebastian echaban fuego.

—¿Quién demonios te crees que eres para darme lecciones?

—Exacto. Exacto. Señor, me habías convencido de que estaba equivocado sobre vosotros dos. ¡Me dijiste que lo estaba! Pensé que podía confiar en ti. Pensé que serías lo suficientemente noble como para no hacer nada innoble. Pensé que tú, a diferencia de otros, harías lo correcto y la dejarías en paz.

—¡Cállate! —gruñó Sebastian.

—¡No! ¿Crees que no vi las estrellas en sus ojos? Ella era virgen, ¿verdad?

—Eso no es de tu incumbencia.

Justin hizo una mueca de disgusto.

—Vine aquí con una lista de candidatos para ella y, ¿qué es lo que encuentro? La única cosa que nosotros queríamos evitar: Devon en manos del señor. Ah, pero me pregunto —su tono fue cortante—, ¿qué hombre querrá tus restos? Ella se merece a alguien que la ame, Sebastian. Alguien que cuide de ella, que le dé todo lo que nunca ha tenido. ¿O es que piensas mantenerla aquí a tu conveniencia y hacerla tu meretriz?

Las manos de Sebastian se cerraron dispuestas a golpear.

—¡Ella no es ninguna meretriz!

—Ah, perdóname. Tu amante, entonces. A tu esposa, cuando te decidas a elegir una, le encantará. —Justin emitió una sonora carcajada—. Pero estoy seguro de que se te ocurrirá algo. La planificación fue siempre tu punto fuerte, ¿no?

La respiración de Sebastian se hizo silbante. Sus grandes manos se pusieron en guardia. Quería romper la bonita cara de su hermano.

—Dios —apretó los dientes—, si no fueras mi hermano, te... —Dio un paso atrás, sólo para controlarse.

Los ojos de Justin brillaban.

—Adelante —le retó—. Creo que los dos estamos necesitando un poco de cuerpo a cuerpo.

La tensión entre los dos flotaba en el ambiente. Sus ojos se encontraron. Se midieron el uno al otro, mirada contra mirada, en un momento de pura tensión.

Era lo más cerca que habían estado de pegarse desde que eran pequeños, y lo sabían.

Fue Sebastian quien puso fin a la situación.

Con los labios increíblemente finos, caminó pesadamente hasta la puerta.

—Sal de aquí, Justin. —Su expresión era fría, su tono glacial—. Sal de aquí, antes de que te eche a patadas.

Devon estaba tendida en la cama hecha un ovillo. No podía llorar. En toda su vida, nunca había sentido una desesperación tan honda. Cuando su madre murió, sintió como si una parte de su corazón se hubiese hecho añicos. Hasta ahora, el dolor no había empezado a remitir.

Pero esta herida superaba con creces las lágrimas, un dolor que llevaría en su interior el resto de su vida.

Esta última semana con Sebastian... Había querido creer tan desesperadamente que duraría para siempre. Que lo que compartían era más que momentos de éxtasis, de agitación, un revoltijo de miembros y besos. Quería creer que sus corazones estaban tan unidos como sus cuerpos.

Pero no podían prescindir del mundo que les rodeaba para siempre.

No podían prescindir de la verdad.

No podía enfadarse con Justin, simplemente, no podía.

Estaba demasiado enfadada consigo misma. En lo más profundo de su alma, siempre había sabido que Sebastian nunca se casaría con ella. Amargamente, recordó lo que le dijo la noche en que descubrió que quería casarla con otro. ¿Qué es lo que había dicho?

«Si las cosas fueran diferentes, si yo fuera diferente.»

No, ella no podía cambiar quien era. No podía cambiar lo que era.

Como no podía cambiar él.

Y sí, pensó, era mejor saber la verdad ahora que vivir en un sueño estúpido.

En la más profunda desolación, apoyó la mejilla sobre su mano. Fue entonces cuando oyó el clic de la puerta. Apartando el pelo de su rostro, vio una silueta alta y poderosa en la puerta. Lentamente, hizo un esfuerzo por incorporarse. En ese instante, su corazón había seguramente dejado de latir. Se limitaba a dar pesados y densos golpes. Su mente le daba vueltas. El tiempo se había detenido.

Sebastian se sentó en la cama junto a ella y la tocó con sus fuertes manos. Sintió cómo era rodeada por unos brazos fuertes, que la elevaban en el aire.

Desolada, le miró el perfil, dibujado a la luz de la luna. Su expresión era tensa y abatida. Sintió una determinación en él parecida a la furia.

En lo más profundo de su garganta, emitió un sonido bajo y gutural.

La abrazó aún más fuerte, sin una palabra, sin un sonido, la llevó a la entrada de su habitación. La depositó en la cama deshecha. Antes de que pudiera recobrar el aliento, se sintió atrapada de nuevo en las garras de sus brazos.

Su abrazo parecía que iba a romperla en dos, tan fuerte que Devon podía sentir el latido de su corazón en la palma de la mano que cubría su pecho. No era más que el eco del suyo, fuerte y rápido.

El dolor la paralizaba. Estaba allí, tumbada en su cama, pensó, la cama donde dormiría con su esposa. En la casa donde nacerían sus hijos, en la misma cama donde sus hijos serían concebidos... ¡y todo, dicho de sus propios labios!

No podía soportarlo. No podía.

—¿Por qué haces esto? —gritó, sin preocuparle que su voz se llenara de sollozos.

Con una claridad asombrosa, recordó la noche que Sebastian celebró la fiesta. Justin había predicho aquella noche que su hermano se casaría sólo con una mujer de buena familia y linaje.

Con alguien de sangre azul.

Devon sabía que sería así, por el escándalo que su madre había desencadenado. Él no elegiría a alguien que pudiera provocar un escándalo parecido, pensó Devon amargamente. Nunca se casaría con ella, una mujer de dudosa procedencia.

A pesar de todo, había sido tan tonta como para esperar que él le diría que la amaba tanto como ella le amaba. Se moría por oírle prometer que la haría su esposa, que sus orígenes en Saint Giles no le importaban, ni su sentido del deber o de la propiedad.

Pero ésta era una esperanza etérea e imposible. Sebastian sacudió la cabeza, con una expresión tan salvaje que casi la hizo gritar. Sus ojos vieron el sufrimiento y la debilidad de la mujer que tenía enfrente.

—¡Deja que me vaya! —le dijo entre sollozos.

Un lamento terrible salió de su garganta.

—¡No puedo! ¿No lo ves?, ¡no puedo dejarte! ¡No puedo dejar que te vayas!

Alzó su barbilla con los dedos. Susurró su nombre, un sonido agónico, y su boca descendió hasta la de ella. Probó en sus labios una desesperación que nacía del dolor, de la pasión, mezclada de una necesidad caliente y salvaje. Entregó sus propios labios con un lamento bajo y desesperado. No podía negar nada a este hombre. Cuando le hizo elevar la cabeza, Devon jadeaba.

Le quitó la ropa con impaciencia, y se quitó a continuación la suya. Desnudo, se colocó junto a ella. Con los labios, las manos y la lengua, acarició ávidamente su femenina y tersa piel. Una avidez semejante a la de Devon.

Sus nudillos rozaron la mata de vello de su vientre. Sus dedos se introdujeron en el nido de sus genitales y se cerraron alrededor de su miembro, tenso y rígido. Estaba excitado, muy excitado. Lo percibió en la manera en que tragaba saliva y se levantaba, en la manera en que le agarraba la mano y se la ponía sobre el miembro.

Sus caderas se hundieron en las de ella.

—Sí —dijo pesadamente—. Ésa es la manera. Oh, Dios, Devon...

Ella no lo soltó, sino que lo exploró atrevida, dejando que sus dedos recorriesen la longitud de su pene, después bailando en él arriba y abajo, a un ritmo acompasado que le hizo jadear.

—¡Es suficiente! ¡No puedo soportarlo más! —Su respiración entrecortada y fuerte, la mano de Devon se enrolló a la suya, y él la giró contra su espalda.

Una embestida furiosa la traspasó hasta el interior. Su vaina se llenó de él, caliente y fuerte y poderoso. Gimió en voz alta.

Se retiró apenas, dejando la cabeza de su pene en el interior. No era suficiente, ni siquiera un poco. Sintiéndose vacía y desolada, se agarró a sus caderas, intentando que volviera a meterse dentro.

Sus ojos se reflejaron en los suyos con un fuego abrasador.

—Eres mía —dijo—. Mía.

Se sumergió una vez más. Sus empujes se hicieron cada vez más rápidos hasta que se volvieron tan salvajes y profundos que creyó tocar su misma alma. Su encuentro se llenó de una oscura desesperación, las manos de Devon hundidas en sus caderas con frenesí. Le clavó las uñas en las nalgas, sintiendo cada fibra de su cuerpo. Cada embestida la acercaba más a él. Lo rodeó fuerte con sus piernas, como para encerrarle y dejarle allí para siempre. Intentó retrasar el clímax, pero era demasiado intenso. Sus músculos internos se convulsionaron alrededor de su miembro. Escuchó el sonido de un gemido, el suyo, y después no hubo más pensamientos conscientes. Sebastian se derramó dentro de ella, y el mundo explotó, su liberación tan virulenta y abrasadora como la de él.

Después de aquello, Sebastian se tumbó con un brazo tapando sus ojos. Temblando, Devon volvió su cara hacia la almohada.

Una única lágrima resbaló por sus mejillas. Se había preguntado qué pasaría después y, entonces, lo supo.

«No puedo dejarte marchar.»

Ese susurro cruel se repetía en su mente de tal forma que quería gritar de dolor.

Justin tenía razón. Sebastian no se casaría con ella. Iba a convertirla en su amante.

Pero Devon no sería la amante de ningún hombre.

Si se quedaba con él, sería una ramera, la única cosa que se había prometido que jamás sería. Nunca traicionaría a su madre de esa forma. Nunca se traicionaría a sí misma tampoco.

Entonces se dio cuenta. Desde el momento en que había sabido que era una bastarda, Devon había odiado al hombre que había sido su padre. Nunca había llegado a entender a su madre: rechazada por un hombre al que siempre había amado, sin importar el daño que le había hecho. Nunca había llegado a entender la tristeza infinita en los ojos de su madre.

Pero ahora lo hizo.

De alguna manera, admitió con dolor, había seguido el mismo camino de su madre. Y ésta era una amarga realidad que debía enfrentar.

Amaba a Sebastian, siempre le amaría. Pero Sebastian pertenecía a un mundo muy diferente y lejano al suyo.

A diferencia de su madre, no se entregaría a su desesperación ni viviría la vida lamentándose, deseando algo que nunca podría ser.

Ella era más fuerte que eso.

Aunque la decisión era difícil, sabía exactamente lo que tenía que hacer.

Cuando volvieran a Londres, los dos tendrían que separarse.