Capítulo veintiuno
Sosteniéndola en sus brazos, escuchando cómo echaba fuera toda su angustia, sintiendo su temor, el toque helado de sus dedos, esa lágrima única y cálida resbaló por su pecho. Sebastian sintió que algo se removía en su interior. Sabía que estaba perdido desde el momento en que la tocó.
No, eso no era cierto. Llevaba ya perdido mucho tiempo. Estaba perdido desde aquella noche lluviosa en que la llevó a su residencia de la ciudad, directamente a su corazón.
Estaba cansado de luchar. No podía luchar más tiempo contra ese deseo que le abrasaba día y noche. Era demasiado fuerte. Demasiado intenso. Era más de lo que podía soportar. Algo que no podría superar nunca, ni siquiera tener la esperanza de hacerlo.
Porque tampoco lo deseaba. No ahora. Había perdido la conciencia. Los escrúpulos. No había tiempo para la culpa, para la razón. Había dejado a un lado todas las reglas de la sociedad. Su mundo se había reducido, como si nada más existiera.
Porque sólo Devon existía.
Devon en sus brazos, en su cama.
La suya, pensó con fuerza. La suya.
Lentamente, la dejó en el suelo, de pie frente a él.
Unos rescoldos alumbraban a medias la habitación y la mantenían cálida. Las pesadas cortinas de color carmesí estaban descorridas, mostrando el reflejo de la luna llena que hacía que la noche pareciera clara como el día. Su esbelta figura aparecía moldeada en sombras plateadas y doradas. Se debatía entre unos sentimientos que eran, mitad de placer, mitad de dolor. Parecía etérea, como un ángel. Sebastian recorrió con la mirada sus facciones delicadas, exquisitamente aristocráticas. En alguna parte lejana de su alma, no podía evitar preguntarse quién era. ¿Quién era esa mujer realmente?
Unos pies pequeños se habían deslizado entre los suyos. Despeinado, su pelo le caía por los hombros. Sebastian deslizó los dedos bajo la profusión de sus lóbulos sedosos, enrollando la mano alrededor de su cuello. El dedo gordo vino a detenerse en el hueco vulnerable de su garganta, por debajo del collar de su madre. Podía sentir su pulso, acelerado y salvaje, tan frenético como el suyo.
Con muchísimo cuidado, acercó la cara de ella hacia la suya para poder contemplar sus facciones en todo su esplendor.
En sus labios pudo ver la más tenue de las sonrisas, la imagen más hermosa que había visto nunca. Una mirada que mostraba cada uno de sus pensamientos, incapaz como era de ocultarle nada. Era como si estuviera mirando directamente a su corazón, y lo que vio fue el reflejo de la dulzura, un sentimiento tan puro que le azotó en el estómago como un puñetazo. Sus ojos eran brillantes y densos como el mismo topacio. Había podido probar por sí mismo la dulzura de unos labios entregados sin condiciones. Y sabía, con una certitud que resonaba en cada órgano de su cuerpo, que ella le dejaría hacer todo, todo lo que quisiera.
Una tormenta de emociones explotó en su interior, una sensación embriagadora, parecida al poder. Y al mismo tiempo, fue un momento lleno de contradicción. Se quedó clavado al suelo. Tenía miedo de moverse, miedo a que ella desapareciese, de que todo fuera uno de sus sueños. De que esta noche no fuera nunca...
Con una lentitud deliberada, se quitó la levita y el chaleco. Por último se quitó la camisa.
Al mostrar su torso desnudo, la punta de una lengua femenina emergió para mojar sus labios, dejándolos húmedos y repletos, y provocando una explosión de deseo en todo su cuerpo.
—Devon. Dios mío, Devon. —Bajó la cabeza. Su boca buscó la de ella. Entonces enloqueció y la estrujó contra sí, la besó como si fuera un hombre hambriento, larga y apasionadamente, drogado por la intoxicante certeza de que no tendría que volverse atrás.
La cabeza le daba vueltas.
—Devon —suspiró, besando el tierno lugar que se encuentra justo detrás de la oreja—, mi dulce, dulce Devon.
Su boca descansó en el arco de su garganta, sus manos calientes sobre sus hombros. Un sólo chasquido de dedos y podría deslizar su cuerpo entre sus hermosas caderas.
Ella inspiró de repente. Sebastian levantó la cabeza a regañadientes, para encontrarse con una mirada confusa y aturdida.
A Sebastian le dolió la garganta. Devon estaba de pie frente a él, medio desnuda, medio tímida, medio tentadora.
Sus pechos eran aún más gloriosos de lo que recordaba: redondos, montículos fulgurantes de carne, lascivos y deliciosamente llenos, culminados por dos cimas perfectas y voluptuosas de coral rosado. Sus pulmones se expandían con cada respiración profunda y trémula que daba, elevando al compás la carne apetitosa de su feminidad.
Apretó los dientes, porque en ese instante, cada gota de sangre de su cuerpo se trasladaba a su miembro. Podía sentir el pulso, latiendo como late el corazón, en una necesidad imperiosa que no tenía ninguna esperanza de poder controlar.
Vagamente, le sorprendió no haberse corrido en ese instante, algo que sin duda hubiese avergonzado a los dos.
Aunque Devon, sospechó, ya estaba sintiéndose suficientemente avergonzada por otros motivos.
—¿Sebastian?
Su nombre fue como un intento de sonido, difuminado por una gran dosis de incertidumbre. Pudo sentir el pánico. La miró y la tensión dentro de él se hizo menos intensa. Tuvo que hacer un esfuerzo por contener la carcajada. Los ojos de Devon eran enormes. Había notado su ávida atención y sus mejillas se habían vuelto del color encantador de sus pezones. Tuvo que recordarse que ella no era una mujer experimentada. Tragó saliva y sus manos femeninas empezaron a subir, en un intento instintivo por protegerse.
Pero él frustró sus planes con delicada insistencia. Tomó sus manos y entrelazó sus dedos entre los suyos, plegándolos.
—No te avergüences, cariño —dijo dulcemente besándole la comisura de los labios—. No tengas miedo.
—No tengo miedo —dijo casi sin aliento—. Sólo pensaba que... que me alegro de que no sea de día.
De todo lo que podía haber dicho, esto era lo último que él hubiese esperado. Pero se trataba de Devon, siempre honesta, siempre directa.
Fueron los nervios los que provocaron estas palabras, decidió Sebastian. Se aferró a su boca hasta que la tensión nerviosa empezó a ceder. Un último beso en esos labios partidos... y entonces su boca se deslizó lentamente a lugares más cálidos, descendiendo hasta las cimas de su cuerpo.
Se arrodilló frente a ella, buceando con la cabeza en el olor embriagador de sus pechos. Ella se contrajo al sentir el vaho caliente de su aliento, pero no se apartó. Liberó sus manos, que flotaron para tocar las líneas elegantes de sus hombros, y retirarse después. Una y otra vez volvieron, y se apartaron. Volvieron, y se apartaron.
Sus manos no eran tan dubitativas. Al contrario, se habían comprometido, llenas de la tierna recompensa. Las yemas de sus dedos rozaban la punta de sus pechos. Aunque no eran sino caricias tenues y fugaces, el bulto de sus crestas se hinchaban duros y contundentes bajo su mano.
—Sebastian —dijo débilmente.
Él la estrujó dulcemente. Sus pezones enhiestos, ofreciéndose en tentador sacrificio pero tuvo que declinar la invitación, al notar que era exquisitamente sensible en esa parte de su cuerpo.
—Deja que te toque —imploró Sebastian—, déjame amarte.
Al hablar, trazó un lazo erótico alrededor de esas coronas rosadas, evitando deliberadamente el centro oscuro de sus pechos.
—Sebastian —rugió.
Levantó la mirada. Clavaba sus dientes en el labio inferior para no llorar.
—¿Qué, amor? ¿Qué quieres?
Su voz salió entre pequeños jadeos.
—Quiero...
—Dime, amor. Te lo daré, te lo prometo.
—Quiero tu boca en mi... en mis pechos. ¿Es eso... poco apropiado?
Sonrió a medias.
—No, cariño, eso es deseo. Pero dime dónde, en qué parte de tus pechos —dudó—, ¿dónde concretamente?
Para llegar hasta aquí había tenido que seguir un largo y arduo camino. Pero ahora, se sintió como si fuese a llegar a casa, como si se hubiese quitado un peso de encima, y no pudo evitar jugar con ella al menos un poquito.
Con la punta de la lengua le tocó delicadamente un pezón profundo e inquietante.
—¿Aquí? —preguntó.
Su respiración se hizo más intensa, sus uñas se clavaron en la piel dura de sus hombros.
Inflamado, succionó todo el pezón con su boca. Tirando con fuerza, su boca caliente y tórrida chupó primero uno y después otro, hasta que ella gimió y se balanceó, y no pudo sostenerse por sí misma.
Un grito de placer cruzó el aire. Un sentimiento de posesión feroz se apoderó de él cuando la levantó en brazos. Tres pasos y depositó su preciosa carga en la cama, sin vestido, abandonado en el lugar donde antes había estado ella.
Sus propias ropas le estorbaron de tal manera, que los botones de sus pantalones rasgaron los ojales. Sujetando su cabeza con las palmas de la mano, se colocó encima de ella, consciente de su peso. Unos brazos desnudos y sedosos se deslizaron para rodear su cuello. Con los dedos en la nuca, Devon le cogió la cabeza y acercó su boca a la suya. Sebastian inspiró profundamente al colocar su miembro en el valle de sus caderas. Debajo de él, ella se movió inquieta, buscando, y él se preguntó si era consciente de los estragos que provocaban en él esos movimientos descontrolados.
El deseo le quemaba el vientre. Le ardía todo el cuerpo. Sus pezones le quemaban el pecho, todavía húmedos del vapor de su lengua. La necesidad de hundirse profundamente en ella era insoportable.
«Con cuidado», se dijo. Se sintió burdo y egoísta y carnal. Su pene estaba tan dolorosamente rígido que pensó que iba a rasgarle la piel. Pero sabía que debía tener cuidado. Ésta era su primera vez. Debía ser muy tierno.
Porque no quería causarle más dolor.
Haciendo más lenta la fiebre lasciva de sus besos, se hizo a un lado. Con la base de la mano, acarició la suavidad de su vientre, introduciendo los dedos en el vellón dorado que le crecía por encima de los muslos. Con audacia, rozó su broche secreto, húmedo y caliente, antes de introducir su dedo en la calidez del pliegue.
Sintió cómo jadeaba y se ponía tensa. La alivió con los labios y la lengua, su respiración acompasada mientras medía los límites del pasadizo. Finalmente, se relajó. Sus caderas se elevaron y él se introdujo aún más.
Sintió la convulsión de su cuerpo al rodear con el pulgar el botón secreto de su placer. Su dedo profundizó aún más, golpeando suavemente, estirándose con delicadeza. Sintió una necesidad dolorosa de intercambiar el dedo por el pene. «Todavía no», se dijo. ¿Podía ella aguantar más?, se preguntó salvajemente.
Podía, y lo hizo.
Estaba tan cálida, tan húmeda y tan caliente... Presionó con el pulgar el centro de su deseo, frotando con movimientos circulares, dándole placer hasta que su cabeza se elevó de la almohada y gimió, un grito fulgurante que resonó en su propia garganta.
Separó su boca de la suya y la miró. Sus ojos estaban muy abiertos, aturdidos y confusos. Ella le agarró fuerte.
—Por favor —jadeó—, Sebastian, por favor.
Sus muslos se abrieron en toda su amplitud.
Una emoción difícil de definir le embriagó. Con una mano, se guió al interior, con un control obligado. Jadeó, su corona probando los rizos calientes y brillantes.
¡Dios mío! Le quemaban los pulmones, apenas podía respirar. Empujó en la grieta, sintiendo su húmedo pasadizo listo para recibirlo...
Y entonces encontraron el mismo cielo.
A pesar de todos los preparativos, la frágil barrera de su inocencia quiso impedirle el paso. Quería ser lento y cuidadoso, pero el sentimiento de este canal sedoso cubriendo su miembro era más de lo que podía soportar. Sabía que era el primero, que ningún otro hombre la había tocado de aquella manera lo que hizo fluir por sus venas un deseo burdo y primitivo.
Sus ojos se cerraron. Empujó a ciegas...
El pequeño grito que emitió Devon fue un cuchillo que le atravesó el corazón. Sabía que intentaba contenerlo, pero fue demasiado tarde. Sebastian se despreció en ese mismo momento. Maldita sea, le había hecho daño...
«¡Estúpido!» Una voz en su interior le castigó con furia. ¿Cómo no iba a hacerlo? Ella era tan pequeña. Y él tan grande...
Su mirada se deslizó al lugar donde sus cuerpos yacían juntos, donde unos rizos negros y densos se enredaban con su vellón sedoso. Era una imagen de intimidad descarada, una imagen tan erótica que su boca se secó. Dios, ella no había tomado más que la mitad de su tamaño...
Tortura. Éxtasis. ¿Qué era? ¡Ay!, Dios. ¿Cómo podía parar? ¿Cómo podía no hacerlo?
Aunque su instinto le impulsaba a seguir hasta el final, fue incapaz. Se quedó helado, tan paralizado como vencido, temeroso de causarle más dolor.
—¿Sebastian? —Tenía la respiración acelerada, sus dedos se adentraron por su nuca, tocándole el pelo, con un leve grito de confusión en sus labios—. Sebastian... ¿qué ocurre?
Se odió por la duda que empañaba sus ojos.
—Te he hecho daño —fue todo lo que pudo decir—, te hago daño.
—No lo has hecho —dijo segura.
Pudo sentir que el pulso volvía a sus venas. Contra ella. Dentro de ella.
—Lo hice. Te he oído. Ay, Devon. ¡Te deseo tanto! ¿No puedes sentir cuánto te deseo? —Sus ojos se ensombrecieron—. Pero tengo miedo. Miedo de herirte de nuevo. Eres tan pequeña —susurró—, y yo soy tan...
Por fin lo comprendió. De repente, sus dedos se posaron en la dureza de sus labios, impidiéndole continuar.
—¡Estoy bien! —gritó—. ¡De verdad!
Al hablar, le rodeó con sus muslos sedosos, como si quisiera encerrarlo fuerte dentro de su cuerpo. Sus labios en una sonrisa trémula, su boca tan cercana a la suya que apenas les separaba un respiro. Sus ojos brillaban con una emoción tan profunda y pura que se sintió desarmado.
—Tómame ahora —susurró—, hazme tuya.
—Devon. —Los dientes rechinaron.
—Me harás daño si no lo haces. —Su voz se truncó por un sollozo—. Me harías daño si no lo hicieras. —Y su voz se desvaneció por fin.
Como se desvaneció la de él.
Se hundió hacia delante, en una potente arremetida que le llevó a la puerta de su útero. Un abismo tierno y entregado. La carne caliente de ella se derritió alrededor de la suya, ardiente y dura, imposible de distinguir dónde acababa el cuerpo de uno y empezaba el del otro.
—Ahora te pertenezco —gritó contra su garganta.
Sebastian escondió su cabeza en el hueco de su hombro.
—Devon —susurró su nombre, un sonido estrangulado, de alguien a quien no le quedaba aliento para más—. Devon.
Su espalda se arqueó. Sus caderas buscaron las suyas, dos cuerpos en perfecta unión. Arañó su espalda con las uñas y su cabeza se movió de un lado al otro de la almohada. Después, de repente, gritó y se puso rígida, con convulsiones que alcanzaron el mismo centro de su pasión.
Sus espasmos alimentaron los de él. Arremetiendo hacia el borde, se introdujo en ella una última vez. Un estremecimiento le encogió el cuerpo. Aulló con una voz ronca, no estaba preparado para esto. La erupción le rebosó una y otra vez, caliente y abrasadora.
Fue el orgasmo más potente e intenso que había experimentado nunca.
Trasladado a los confines de su ser, tuvo que esperar un buen rato hasta ser capaz de reunir fuerzas y enrollarse a su lado. Abrazándola contra su pecho, dobló la cabeza y la besó en la boca, de una manera dulce y reposada.
Y de repente la vio sonreír.
Dibujó su nariz con el dedo.
—Duérmete, picarona —susurró.
—Sí, mi señor —contestó ella prontamente, para su sorpresa.
Y así lo hizo, casi con la misma celeridad.
Sebastian se sintió confundido. No estaba seguro de si le complacía o le ofendía. Para él no sería tan fácil conciliar el sueño, teniendo en su cama a esta encantadora criatura.
Pero se equivocaba.